miércoles, 31 de diciembre de 2008

El pajarico

En Ariño hubo una época en que las proteínas de origen animal “andaban algo escasas” y eran muy apreciadas todas las de este tipo, incluidas las de los pájaros y especialmente las de los gorriones. Estos tenían la particularidad de que su principal alimento eran los cereales mientras podían tenerlos accesibles, que era desde la siembra hasta la finalización de la trilla. Debido a su gran número y a su notable voracidad eran unos competidores a tener en cuenta por los agricultores, que entonces eran la mayor parte de los vecinos, a los que les parecía francamente mal que estos volátiles les disputasen lo que les costaba muchos sudores producir. En consecuencia la caza de los gorriones estaba bien vista. No dábamos importancia al detalle de que otro de sus alimentos preferidos, además de los cereales, eran los saltamontes (que llamábamos grillos) y no nos parábamos a pensar que, si hubieran desaparecido los gorriones, es posible que hubiesen sobrevenido plagas de saltamontes que quizá hicieran más daño en los sembrados que aquéllos. Que estas cosas tan curiosas suceden cuando se contemplan las cuestiones ecológicas con insuficiente conocimiento y atención.

Total, que la veda de los gorriones estaba abierta todo el año y, por si no quedaba claro, se decía: “todo lo que vuela a la cazuela”, máxima que se aplicaba con algunas excepciones que eran las aves carroñeras y las de carne amarga o demasiado fibrosa o dura. La carne de gorrión en particular era considerada exquisita simplemente friéndola o asándola a la brasa.

Esta costumbre no era exclusiva de Ariño sino que estaba generalizada en casi todas partes. Incluso se consideraba normal que en los bares tuvieran gorriones fritos, como tapas, en el mostrador. Esto lo he visto en Zaragoza “con mis propios ojos” y han podido verlo en muchos sitios las personas de mi generación. La limitación para comerlos en los bares era que se trataba de unas tapas demasiado caras y el dinero entonces “andaba también escaso”.

Estos usos ahora se considerarían repugnantes, se tomarían como un ataque despiadado al reino animal y hasta se catalogarían como “un avicidio”. Entonces eran prácticas normales, como ahora cuando comemos gambas, salmones, pollos, ternascos, terneras o vacas, sin plantearnos cuestiones éticas sino económicas y nutricionales. Y, por cierto, algunas de las cosas que comemos actualmente no se hubieran comido entonces “ni regaladas”. Por ejemplo a mi abuelo Domingo le entraban náuseas cuando le decíamos que comíamos gambas en la ciudad; y se debía a que nos imaginaba comiendo saltamontes.

Así que no debemos escandalizarnos demasiado, ya que muchas cosas son relativas, como intento argumentar en el párrafo anterior.

Entonces, insisto, la caza de gorriones era tan normal y generalizada que los cepos se vendían en cualquier tienda y se veían en casi todas las casas. Yo mismo, que era de natural inquieto y depredador, tenía mis buenos cepos bien ajustados y muchas mañanas, antes de ir a la escuela, plantaba un par en la era de santa Bárbara cebados con hormigas aladas (alicas), y me escondía detrás de un cañizo para observar el momento en que el gorrión padre o madre aparecía en el tejado de la ermita, echaba un vistazo al suelo y, sin pensárselo dos veces, volaba hasta cerca de uno de los cepos y desde allí se aproximaba, dando curiosos saltitos, hasta caer en la trampa.

Esta larga exposición es necesaria para entender, aparte de algunas costumbres de una época, la transformación que se produjo en mi modo de pensar respecto a la caza de los gorriones. Me sucedió que un día dejé de perseguir encarnizadamente a los pájaros, como le pasó (salvando las distancias) a san Pablo con los cristianos. Aclaro que mi caída de la burra, que describo en uno de mis anteriores relatos, no influyó en mi cambio de ideas, ni ella tenía parecido alguno con el flamante caballo de Saulo.

Ocurrió que uno de aquellos veranos en que la casa de mis padres estaba “al completo” de animados ocupantes, fuimos un día de excursión al pantano de Oliete. Dejamos el coche a la salida de ese pueblo, nos acercamos hasta la presa, contemplamos desde el río la impresionante obra de mampostería con paramentos de sillería, subimos los infinitos escalones hasta la coronación y, recorriendo su camino en curva, contemplamos los alrededores admirando las espectaculares panorámicas que se nos ofrecían. Para completar la excursión, decidimos seguir caminando por una zona próxima al agua. En este recorrido me impresionó el ambiente árido del entorno sin el más pequeño signo de vida vegetal. La tierra y las rocas de la pendiente por la que caminábamos eran de colores casi blancos lo que favorecía la reflexión solar hacia nosotros. Ello producía en aquel día tan caluroso una especial sensación de sofoco que pronto nos hizo renunciar al paseo e iniciar el regreso antes de deshidratarnos más de lo conveniente. En aquel momento, sobre una roca de regular tamaño me pareció ver a un gorrioncillo. Me acerqué y observé que efectivamente lo era y para mi sorpresa no salió volando como hubiera sido lo normal. Era un gorrión de los “voladores”, que así llamábamos a los que considerándose ya capacitados para volar comienzan a hacer sus primeros vuelos. Aquel tenía el plumaje en perfectas condiciones y en principio debería poder volar; sin embargo permanecía quieto con los ojos abiertos, vivo pero como aturdido. El pajarillo se dejó coger y tanto mi padre (que venía a mi lado) como yo diagnosticamos que estaba sufriendo un golpe de calor que le incapacitaba para volar. Lo depositamos en un sombrero de paja y seguimos nuestro iniciado regreso hasta el coche que, convertido en improvisada ambulancia pajaril, nos permitió llegar por fin hasta nuestra casa.

Una vez en ella, busqué una jaula para proteger a nuestro pájaro de los gatos que con frecuencia se veían por la casa, le puse hojas de lechuga para refrescarlo e intenté hacerle beber agua y leche, a lo cual se resistía como si ya hubiera decidido dejarse morir. Sin embargo con el paso de las horas pareció reaccionar. De hecho se mantenía en pie y de vez en cuando lo visitábamos mi padre y yo para ver si “apitaba” y le íbamos aplicando los alivios que se nos ocurrían. Al momento de acostarnos nos alegramos porque nos pareció que estaba mejor y nos fuimos a dormir deseando que durante la noche terminara de recuperarse. A la mañana siguiente nos levantamos temprano y lo primero que hicimos fue ir a ver al pajarillo ¡Estaba en un “rebullico” con los ojos cerrados, porque durante la noche había muerto! Yo noté como un nudo en la garganta y, me saltaron las lágrimas. Me volví hacia mi padre y él que era un hombre duro al que no había visto llorar nunca, tenía también los ojos enrojecidos. Los dos Salvadores nos habíamos propuesto ejercer de salvadores de aquel animalillo al que se le escapaba la vida; no lo habíamos conseguido y sentíamos una gran pena por aquel ser tan pequeño e indefenso que acababa de morir.

El sentir lástima por los seres indefensos creo que es una de las características exclusivas de las personas, y me parece que este sentimiento tan humano es muy cercano al cariño, aunque igualar ambos no sería del todo correcto.

Me hice estas reflexiones y me pregunté si realmente los pajarillos y los demás animales no tendrán unas almas peculiares que, al morir los cuerpos que las sustentan, también estén destinadas a gozar de una particular felicidad en un cielo hecho especialmente para ellos. Ya sé que esto no es admisible, pero soñar no cuesta nada.

Comprenderéis que filosofando de estas maneras no estaba mi mente en condiciones de seguir manteniendo mis hábitos de caza y, efectivamente, a partir de aquel día cambió mi forma de ver, respetar y querer a los pájaros y en general a todos los seres vivos.

Siempre recuerdo aquel suceso que, aparte de cambiar mi actitud hacia los animales por pequeños y simples que sean, me permitió comprender también una cosa muy importante: la faceta de ternura que tenía mi padre q. e. p. d., y yo nunca había sabido ver de una forma tan palpable.

Para terminar debo decir que me sorprendo de la cantidad de cosas que sucedieron y de los cambios que se produjeron por causa de la existencia y muerte de aquel minúsculo, maltrecho y querido pajarillo. Todo ello me sirvió también para constatar de nuevo que, a veces, pequeñas causas producen grandes efectos.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Dudosa solidaridad

Hace años en Ariño los amigos solían finalizar los días festivos yendo en grupo por sus casas a tomar “la última copa”.

Se decía, aunque no puedo asegurar que sucediese realmente, que dos de aquellos amigos llegaron al atardecer de un domingo con la indicada intención a la casa de uno de ellos y, no estando sus padres, el anfitrión echó mano de una botella de licor y de dos copas y sirvió la primera para el amigo, el cual, sin pensarlo dos veces, se la echó al coleto de un trago. Acto seguido, se llevó las manos a la garganta haciendo toda clase de aspavientos ¡Resulta que el supuesto licor no era tal, sino un líquido agresivo!

El causante del accidente, en lugar de intentar curar rápidamente a su amigo, poner a buen recaudo la botella y, por supuesto pedir ayuda, solo supo exclamar: “¡Mecagüen esto! ¡Si la botella no era de anís! ¡Pues pa que veas que no lo he hecho a posta, mira lo que hago: !” Y sirviéndose la otra copa de la misma botella, se la bebió también de un trago, como había hecho su amigo.

La gente, al conocer el suceso, decía: “¡Aquellos sí que eran amigos de verdad!”.

Además de lo difícil que me resultaba asimilar este original concepto de la amistad, tampoco pude averiguar nunca lo que ocurrió con los intoxicados.

Esta anécdota es conocida en Ariño con una variante y es que sucedió en un bar (entonces se llamaba café), el suministro de la copa equivocada se produjo por un despiste del dueño y el contenido era gasolina. El causante del error también se sirvió otra copa con el mismo líquido. La versión primera es la que contaba de vez en cuando mi padre. Cualquiera de las dos pudo suceder e incluso, si me apuran, pudieron suceder las dos y, si conviene, quizá ninguna, que todas estas posibilidades se dan cuando aparecen noticias contradictorias. Yo personalmente creo que algo de esto sucedió y, puestos a creer a alguien, creo a mi padre mientras no me demuestren, sin lugar a dudas, que estaba equivocado.

Finalmente este relato me da pie para indicar algo que en las empresas organizadas tienen muy claro los jefes de Seguridad y Prevención de accidentes y es prohibir totalmente que una botella contenga algo distinto a lo que indica la etiqueta, para evitar la repetición de las pequeñas o grandes tragedias. Y no vale aprovechar la botella de refresco o de cerveza para guardar dios sabe qué con tal de poner con bolígrafo el nuevo contenido (porque esto es una medida insuficiente) ni alegar que “esta botella solo la uso yo y sé lo que hay dentro” ya que al final llega otro, echa mano de ella y ya está el lío. Esta medida de seguridad que se practica en algunas empresas es algo que debe hacerse también en cada casa, porque la cantidad de accidentes por esta causa es alta, y la forma de evitarlos consiste en poner las medidas indicadas y seguirlas exactamente. El solidarizarse con el afectado en la forma que se hizo en el relato, no sirvió para otra cosa que duplicar el problema en lugar de solucionarlo.

jueves, 11 de diciembre de 2008

La serpiente

En mis correrías por el río Ariño atrapando peces y ranas, me tropezaba con frecuencia con culebras de agua que me daban algo de temor, pero no demasiado. Cuando era más pequeño no les tenía ningún miedo, e incluso para mí eran como juguetes; pero cuando fui creciendo, la gente me contagió un poco la aprensión tan generalizada que existe hacia estos bichos y les fui cogiendo algo de manía, aunque no mucha.

En mi trato con ellas, tenía una idea clara: que las culebras de agua no atacan ni son venenosas, y las de tierra pueden serlo o no.

Una tarde estaba en el río Ariño por la zona del puente de las tres arcadas, que es el que hay en la salida hacia Oliete, y me puse a pescar a mano, justo debajo de las lastras que tienen marcadas las huellas de los dinosaurios.

Había en el sitio elegido un montón grande de piedras, la mitad dentro del agua y la otra mitad fuera. Empecé a meter la mano y el brazo hasta el codo, rasante por la superficie del agua, por ver si tocaba algún pez y sentí un pinchacico, como si hubiera tocado una espina. Saqué la mano y volví a meterla con más cuidado. Toqué algo blando y la saqué deprisa. Entonces apareció cogida al dedo meñique de mi mano derecha una culebra no muy gruesa, de unos cuarenta centímetros de longitud, que inmediatamente se soltó y cayó al agua, porque debió de asustarse casi tanto como yo. Parece que la estoy viendo cogida en mi dedo, vertical y muy muy amarilla.

Salí del río y reflexioné que, según mis conocimientos, no era una culebra de agua (porque estas no muerden) sino que, siendo de tierra, debía de estar en las piedras justo por encima del nivel del agua, que era por donde más o menos mi mano se había ido moviendo. Siguiendo el razonamiento, si no era de agua podía ser una víbora y me había picado; así que, dando como muy probable esa hipótesis, tenía que buscar rápidamente una cuerda o algo para hacerme un torniquete en el dedo e impedir que el veneno me subiera por el brazo. Encontré enseguida un cable de teléfono, con alma de acero forrada de tejido que, aunque era demasiado rígido, pudo servirme más o menos para lo que pretendía. (Siempre me ha extrañado al recordar el suceso, que estuviera aquel cable tan a mano en aquel sitio tan silvestre).

Una vez hecho el torniquete, me dispuse a ir directamente al consultorio de don Tomás, que estaba en la que hoy se llama “la replaceta del médico”. Para ello subí por la cuesta de las eras , crucé por detrás de la torre y llegué al consultorio. Hay que decir que el recorrido fue de unos dos kilómetros y todo cuesta arriba.

Entretanto no tenía fuertes dolores, pero vi que mi dedo se iba poniendo negro, con lo cual me reafirmé en la idea de que, efectivamente, había sido una víbora lo que me había picado.

El médico no estaba en el consultorio, pues había salido y tardaría en volver. Con esta noticia me sentí desamparado y decidí acudir a mi casa en la calle santa Bárbara.

Estaba mi madre en la calle charlando plácidamente con algunas vecinas, cuando aparecí por allí con mi dedo ennegrecido y le dije a mi madre que me había picado una víbora. Ella me dijo: “¡A ver ese dedo!”. Y acto seguido me deshizo la atadura del alambre. Para mi sorpresa, inmediatamente el dedo se puso de un delicioso color sonrosado. Ante esta evidencia, se vino a tierra mi hipótesis sobre el tipo de picadura y solo se me ocurrió pensar: menos mal que no estaba el médico, porque se hubiera reído de mí.

Con los años he sabido que, por mi errónea teoría sobre las serpientes, no me jugué el dedo de milagro, ya que llevé el torniquete bastante más de media hora. Suerte tuve de que el cierre de la circulación no debía de ser total, por lo poco adaptable que era el cable telefónico.

El susto de aquel día fue morrocotudo y recuerdo aún cada detalle; sin embargo se ve que no me traumatizó el cerebro, porque seguí con mis costumbres de pesca como si nada hubiera pasado.

La conclusión que saqué finalmente es que la serpiente en realidad era de río y un dedo moviéndose en el agua debió de parecerle un pececillo y simplemente quiso merendárselo. La sorpresa que debió de llevarse la culebra al ver la reacción del “pececillo” también debió de ser notable. Puede que en el futuro, si salió viva del susto, se volviera vegetariana.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La historia se repite

Contaba mi padre que en el Congreso de los Diputados había uno del que nadie sabía como tenía la voz o incluso si era mudo, ya que nunca decía nada, fuera cual fuera el tema debatido. Esto le daba cierto aire de persona inteligente, ya que se suele presuponer que si alguien habla poco es porque tiene pensamientos profundos.

Por fin un día pidió permiso para hablar y, ante el silencio y la expectación general, se levantó y dijo:

“¡Por favor, cierren esa ventana de ahí, que entra un poco de frío!”.

Podemos imaginar la cara de asombro que pusieron todos y creo que a partir de aquella sesión al diputado silencioso ya no le consideraron tan inteligente como hasta entonces.

He oído decir que en Congreso actual hay un elevado número de diputados silenciosos, pero ahora no es por falta ni sobra de inteligencia, sino por otras razones, que todos conocemos.

Otra de silenciosos


Hubo una época en que las sesiones nocturnas de festejo de las parejas de novios consistían en reunirse ambos, junto con algunos familiares de la novia, alrededor del fuego, después de cenar. “Allí, en plácido sosiego y armonía incomparable, pasan un rato agradable juntos al amor del fuego”. (Decía al respecto el poeta).

Los presentes iban contando sus cosas, mientras el perro atraído por las llamas y ajeno lógicamente a la conversación, aprovechaba para echarse una buena cabezadilla.

Uno de aquellos novios al que Dios no había dotado ni siquiera con regular facilidad de palabra, se pasaba sesiones enteras sin abrir la boca, hasta que un día, de repente, la abrió y dijo:

“Hablando de todo un poco, aunque les cambie la conversación... ¡Que coj... más majos tiene ese perro!”

Los padres de la novia debieron pensar: “¡Vaya cacho de novio que tiene nuestra hija!”

Y yo, por mi cuenta, añado: ¡Cuando un silencioso pertinaz dice algo de repente, cuidado con él, que seguro que no dice alguna frase lapidaria, sino simplemente cualquier parida!

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Un señor ingeniero

Don Eugenio Ruano fue el primer ingeniero de minas que conocí en Ariño, hacia el año 1945. Era el ingeniero de SAMCA y tanto él como su familia daban una imagen admirable y ejemplar a todo el pueblo. Tenían esa sencillez, elegancia y bondad propias de los verdaderos señores. Cuando, junto con su familia, iba a oír misa a la iglesia del pueblo, don Eugenio la seguía desde los primeros bancos con especial devoción, atento siempre a su inseparable misal. Era el único que lo utilizaba entre todos los varones, que por cierto teníamos asignados los bancos de la parte del Evangelio, es decir de la izquierda, según se entra en la iglesia. Muchos estábamos pendientes de lo que hacía don Eugenio, para saber cuándo teníamos que arrodillarnos, ponernos de pie o sentarnos, ya que entonces el sacerdote oficiaba la Misa de espaldas al personal y no podía dar instrucciones para corregir, si era preciso, nuestra posición. Las mujeres, que ocupaban los bancos de la Epístola, creo que estaban más al corriente de las posturas que se debían adoptar en cada momento, pero algunas también dudaban y por eso no eran para los hombres una referencia del todo fiable.

Don Eugenio subía a la iglesia con su familia en coche, y tenía toda la plaza para dejarlo, ya que entonces solo había en el pueblo algunos coches de SAMCA y el del señor Bordíu, que por su aerodinámica forma denominábamos “el pepino”. La ausencia de coches nos iba de perlas a todos los chicos para jugar continuamente en la plaza y, aunque jugábamos por todas partes, este era el sitio más seguro para localizarnos. Una observación: cuando digo plaza quiero decir la del Ayuntamiento, por ser la principal, porque en Ariño, más o menos importantes, hay varias plazas, además de una más pequeña que llamamos “la replaceta del médico”.

Don Eugenio y su familia procedían de Madrid y se decía de él, que durante la República había ocupado un puesto importante en un ministerio. A mi entender esto debía de ser cierto porque tenía categoría técnica y humana sobrada para ello.

Nunca tuve oportunidad de hablar con él, pero todos decían que era una persona culta, competente, amable y asequible y una prueba de ello fue que, siendo muchas sus ocupaciones, daba clases al hijo de un empleado de la herrería de SAMCA, simplemente porque fueron a pedírselo.

Cada año, el día de Reyes, decía unas palabras de felicitación desde el escenario del cine-teatro de la Empresa, en el acto de entrega de juguetes a los hijos de los mineros, juguetes que normalmente eran los únicos que llegaban a nuestras manos y por eso los valorábamos mucho, los cuidábamos bien, y jugábamos durante varios años con ellos.

Mi padre contaba las siguientes anécdotas sobre don Eugenio:

En cierta ocasión el encargado del taller mecánico apareció en su despacho con un cabreo monumental causado por un empleado que por lo visto le había faltado gravemente al respeto y, entre otras cosas, dijo: “A mí ese tío que no me joda, que cojo la pistola y le pego cinco tiros”. A lo cual don Eugenio, sin inmutarse y mirándole por encima de las gafas, le contestó: “hombre… con un tiro bien pegao es suficiente; no hace falta gastar tanta munición en balde”. Con esta broma dejó desconcertado al enfurecido encargado, y las aguas comenzaron a volver a su cauce.

Otro día, yendo por el interior de una de las minas, acompañado por el encargado general que era el tío Salvador, parece ser que el techo era bajo y había que caminar agachados, lo cual para don Eugenio, que era ya mayor y por añadidura miope, le resultaba dificultoso; total, que dio con la cabeza en una viga; y como entonces no se utilizaban todavía los cascos protectores, se hizo daño, y se quejó amargamente del golpe recibido. Algo más adelante, se dio de nuevo, y entonces dijo: “Rediez Salvador, otro golpe... y además en la misma”. El tío Salvador, ingenuamente, le contestó: “No, don Eugenio, que el otro ha sido en la trabanca de allá detrás”. Y don Eugenio concluyó: “No, Salvador; yo quería decir en la misma cabeza”.

La vida de don Eugenio debía de estar llena de anécdotas, en correspondencia con su inteligencia y fino sentido del humor. Yo solo conozco las que mi padre contaba con el cariño y el respeto que evidentemente le tenía. Estos sentimientos se me contagiaron de tal manera que, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba de carrerilla: “Yo de mayor quiero ser ingeniero, administrador o encargao”. Y la respuesta de los mayores, era: “Para, para, que si sigues bajando te vas a quedar en nada” y se reían mucho. El caso es que mi vocación para ser ingeniero, que se manifestó cuando tenía poco más de veinte años, posiblemente era el fruto tardío de la semilla que con su ejemplo dejó en mí, mi admirado don Eugenio Ruano, q. e. p. d.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Confidencias

Me hablaron un día en Ariño de Entabán digital como una posibilidad de comunicación, y en principio lo vi como una forma muy sugestiva de difundir vivencias propias o reveladas que pudieran ser interesantes para los demás.

Fui centrando el tema y entendí que a base de numerosos relatos generalmente cortos, podría ir mostrando una porción de la historia de Ariño hacia los años cuarenta y cincuenta: mi anecdotario era abundante y las anécdotas muy dispares, lo cual me situaba en una posición privilegiada para conseguir el objetivo apuntado.

Me pareció que estos relatos debían aportar enseñanzas, proporcionar datos sobre costumbres, o simplemente explicar chascarrillos que provocasen la sonrisa, acción muy saludable a causa de esas misteriosas sustancias que segrega el cerebro.

Pensé también, y así lo he ido manifestando, que si todos nosotros fuéramos cronistas de al menos una parte de lo vivido nos lo agradecería la historia de Ariño. Tengo también muy asumido que los recuerdos tienen fecha de caducidad en la mente, y por ello consideré que había que comenzar la tarea lo más pronto posible.

La limitación de mis dotes literarias era un problema, y el mostrarme en público, algo arriesgado; sin embargo pensé que la pretensión de una seguridad absoluta conduce a la inactividad y que el objetivo valía la pena, así que me dispuse a pasar a la acción sin más dilaciones.

Confieso que tres personas me animaron a tomar esta decisión. Fueron José Antonio Blesa persona competente y sensata que sabe motivar, y mis hijos Joaquín y Javier, que tienen de mí un concepto que es uno de mis mayores motivos de orgullo y satisfacción.

Me propuse realizar esta tarea de forma que no ofendiese a nadie y sin entrar en modo alguno en cuestiones de tipo político, porque aparte de otras razones, esto no va con mi modo de pensar. Tanto mis progenitores como las personas que influyeron en mi formación tuvieron el acierto de no inculcarme ni adhesiones inquebrantables ni aversiones injustificadas, respetando mi libertad de pensamiento. Opino, como decía Joaquín en un reciente artículo, que hay que mirar el que, más que el quien. Creo también que, por encima de la política, en un pueblo hay muchas cosas: la familia, la amistad y muy especialmente la convivencia pacífica. Me siento ajeno al protagonismo político y espero continuar así. Ariño durante mi juventud fue “una balsa de aceite” ejemplar donde las enemistades y los conflictos eran mínimos. No recuerdo tener, a sabiendas, ningún enemigo y eso que, por ir librándome de la mina, podía haber suscitado alguna envidia. Este ambiente que viví (ojala que pudiéramos ofrecérselo ahora a los jóvenes que se están formando porque ello sería una gran herencia) es una de las causas del cariño que le tengo a mi pueblo. Comienzas por convivir y apreciar a la gente y terminas sintiendo ternura hasta por las piedras apiladas de las casas, porque sobre ellas ves manos honradas que han ido construyendo el pueblo piedra a piedra. Y al pasar por estas calles sientes el vivo recuerdo de muchas gentes amigas yendo a sus trabajos y a sus fiestas; y ves también a las personas queridas acompañadas por todos sus convecinos dándoles un último adiós…

Nos convendría pensar que en el pueblo, aunque más o menos lejana, casi todos somos familia. Y los que han venido de fuera dejándose muchas veces el corazón en sus lugares de origen, si son personas de bien, para mí (y ojalá que para todos), como si fueran unos más de nosotros.

Estos párrafos anteriores han conseguido emocionarme, pero es necesario serenarse y llegar a lo que pretendía, que es, pasados más de tres meses desde el comienzo, hacer una recapitulación sobre la tarea realizada, y una anticipación de la prevista en el futuro.

Una vez tomada aquella decisión inicial sobre mis relatos he venido haciéndolos con interés y agrado. Llevo ya escritos quince, muy diferentes unos de otros. Los primeros con pinceladas técnicas como “La trampa y “El agua potable en Ariño”. Otros como “La olipa” con un tinte más poético. Los de “El engafador” y “El gaitero de La hoz” retratando personajes curiosos de presencia esporádica. Algunos como “El capucete de la rana” con explicaciones sobre la confluencia de los ríos y sobre el desenlace propio de las locuras infantiles. El de “El Aguedo” recordando a una persona muy popular y humilde. “El romance de la loba parda” comentando la primera celebración teatral y popular en las fiestas de santa Bárbara. “Los dos lapos de mi padre” relatando en tono jocoso los contados cachetes que bien merecidos y bien admitidos me dio éste. “El orden de los instintos” haciendo una observación con pretensiones de ensayo filosófico. “Para que te vayas fiando” hablando de la tía Pina recordándola con lástima y ternura a la vez que retratándome como arriesgado caballista de vocación circense. “Los trovos” recordando a mi abuelo José, a quien no conocí, y proponiendo al lector reflexiones sobre ciertos sucesos improbables. Los dos últimos “Un castigo ejemplar” y “El tablón” con anécdotas de ambiente minero.

En todos ellos el motivo central tiene su propio interés, pero para mí es tan importante, o más, el contexto y las reflexiones que éste sugiere (alguna de las cuales apunto), porque en esos pequeños detalles se vislumbra precisamente lo que pretendo reflejar que es el modo de vida cotidiano (la microhistoria) de las gentes de Ariño en los años de referencia.

Hecha pues a modo de resumen esta exposición sobre mis artículos y sus circunstancias, debo añadir que en este momento, cuando repaso las visitas a mi blog, veo que tengo unos diez o quince seguidores, pero voy observando los comentarios y siempre me sale la misma cifra: 0,0,0,0,0,0…

Esto no es del todo cierto pues cuando escribí “La olipa”, un “Anónimo” desde Barcelona hizo un comentario muy atento y agradable; también con mi relato sobre el José “El Aguedo” hubo un comentario muy interesante y muy majo; y cuando publiqué “El romance de la loba parda” Fina Giménez hizo un emotivo comentario que agradecí muy sinceramente. He recibido también algunos comentarios verbales animándome a continuar y también los he agradecido.

En el momento de escribir estas “confidencias” aparece un comentario de Patricia Abad lleno de cariño y de gratos recuerdos y otro de Álvaro Moriano muy emocionante y ajustado a su recia y noble personalidad. (De tardar un poco más en publicar este escrito se me van a venir al suelo mis rebuscados argumentos sobre la escasa respuesta).

Venía a decir que, a pesar de las anteriores excepciones, mis escritos se caracterizan por ser vistos en general con aparente indiferencia. Esto me crea el problema de no saber si esta semilla de ir relatando cosas de nuestro pueblo está cayendo en tierra fértil o se la comen las aves en el camino. Dicho menos “parabólicamente” necesito ir ajustando mis escritos conforme a la reacción de los lectores, y ésta, o no se produce, o no llego a detectarla.

Comprendo que escribir un comentario no es fácil y menos siendo yo una persona que conocéis poco, y aún es más difícil si el comentario puede no ser agradable; pero, amigos, a este blog le conviene esto: dialogar tomando como base el relato. Vuestra participación permitiría corregir detalles inexactos, añadir datos interesantes, aportar opiniones sobre el tema y sugerir otros nuevos; y a mí me facilitaría el posicionamiento respecto a los siguientes relatos. Si el problema es que os cuesta poner vuestro nombre, poned anónimo que no pasa nada.

Termino estas reflexiones sobre lo realizado hasta hoy y añado que tengo la idea de seguir escribiendo con los mismos criterios que he utilizado hasta ahora, porque estoy convencido de que es conveniente (y hasta gratificante si existen lectores por pocos que sean).

De todos modos tengo la aspiración de conseguir algo más de participación en el futuro para que esta tarea que actualmente puede calificarse de casi unipersonal, pueda llegar a convertirse en una labor de equipo que merezca llegar a ser ejemplo de diálogo constructivo entre personas bienintencionadas.

Para terminar quiero decir que sea cual sea mi aspiración, tanto si la consigo como si no, mereceréis todo mi respeto al hacer lo que os parezca mejor, incluso si decidís dedicaros a mejor cosa que leer mis relatos. No os quepa de ello la menor duda.

domingo, 16 de noviembre de 2008

El tablón

El siguiente relato es sobre algo que me contó mi amigo Juan José “el Lino” que, como muchos sabemos, tiene un buen archivo en la memoria de sucesos curiosos. Así que sin más demora y con la venia, ahí va:

Hace ya bastantes años, los mineros de Ariño trabajaban en las minas de Samca, en las de la Calvo o en una que se llamaba Porvenir. Entonces los mineros de la Calvo y la mina Porvenir hacían los desplazamientos en bicicletas que, dicho sea de paso, a pesar de que éstas ya tenían su magneto, por la noche alumbraban poco más que un mechero, cuando llevaban cierta velocidad (nunca excesiva), y sobre todo cuando, debido a la dificultad de las cuestas arriba, los ciclistas echaban pie a tierra y se ponían a caminar llevando a la bicicleta del manillar. Entonces (si no alumbraba la luna) la oscuridad era casi absoluta.

Cierto día coincidió que subían a “enganchar” en el tercer turno un grupo de tres o cuatro mineros, uno de los cuales era mi amigo Juan José y, por causa de la desfavorable pendiente, llevaban la bicicleta del manillar, como queda dicho.

A la misma hora regresaba, después de acabar el segundo turno en la mina Porvenir, otro minero que se llamaba Pedro Novella y a quien todo el mundo conocía como el tío Pedro “el Codis”, que había tenido la ocurrencia de atar en el “trasportín” de su bicicleta, en sentido transversal, nada menos que un tablón de más de dos metros que se traía de la mina para su uso particular. La carretera no era muy ancha que digamos y además, para ir más tranquilo, el tío Codis circulaba por el centro, al igual que los ciclistas que venían en sentido contrario procedentes de Ariño. La noche era de luna nueva y el silencio casi total.

Tuvieron, además, la mala suerte de coincidir en una curva. Ya os podéis imaginar lo que pasó: el del tablón embistió a los que subían, de manera que todos, sin excepción, ciclistas y bicicletas, terminaron en el suelo. Lo curioso del caso es que cuando, más o menos maltrechos, uno y otros se incorporaron entre lamentos, el primero que habló fue el del tablón, que dijo: “mecagüen. . . (el resto es irrepetible) ¿Esto son formas de ir por la carretera?”. Es decir, que culpaba a todos los demás de lo ocurrido.

Esta fue una de las actuaciones típicas del tío Codis, que era un hombre muy trabajador, muy fuerte y posiblemente uno de los mejores segadores del pueblo, pero que, de vez en cuando, tenía ideas tan insensatas, con perdón, como esta que he descrito y otras que yo me sé.

Tenía también merecida fama de poseer extraordinaria capacidad estomacal (por decirlo de alguna manera); sin embargo mi padre, sin aparentar especiales facultades en ese sentido, compitió dignamente con él, comiendo, por apuesta, un montón de galletas de vainilla, como quedará detallado en uno de mis relatos.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Un castigo ejemplar

Un grupo de mineros en el interior de la mina llega al lugar donde guardan las viandas, dispuestos a comer. Recoge cada uno su capaceta y uno de ellos exclama : “¡Mecagüen esto! ¡Si tu perro se ha comido mi merienda!”. El dueño del perro contesta: “¿Eso ha hecho el bandido? ¡Pues espera que lo vea, que de esta se va a acordar! ¡Me parece que no le quedarán ganas de repetir la faena!” Un compañero de grupo interviene diciendo: “Pues mira, por allá viene. Ahí lo tienes”. El minero aludido se levanta lentamente y encarándose a su perro, mirándole fijamente a los ojos, le dice: “¡Perro, más que perro, que eres un perro! ¡Y tu padre un perro y tu madre una perra! ¡Y tú un perro serás toda tu vida!”... En este momento el minero perjudicado interviene diciendo con mucho retintín: “Chico déjalo, que con este castigo ya tiene bastante y queda bien escarmentado para otra vez. No hace falta que te pases, no vaya a ocurrirle algo malo al animalico”.
Me gustaría añadir a este relato varias consideraciones: La primera, que aunque parezca raro, los perros en algunos casos acompañaban a sus amos a todas partes, incluso al interior de la mina; eran como su sombra. La segunda, que a la comida que se llevaba en las capacetas se le llamaba merienda, aunque se comiera al mediodía y no a la hora de merendar. Era una expresión incorrecta originada por las distintas acepciones del término “comida”. Finalmente diré que mi padre contaba esto –que incluso puede que fuera cierto– guaseándose del tratamiento tan especial que algunas personas dan a los asuntos, en relación con lo que la mayoría considera normal.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Los trovos


Este es un relato sobre actividades festivas que se practicaban en Ariño antes del año 1900, es decir hace más de cien años, cuando mi padre aún no había nacido, ya que nació en 1903. Esta considerable distancia en el tiempo desdibuja los sucesos y reconozco que entre lo que olvidó mi padre al contármelo y lo que he podido olvidar yo, pudiera ser que los detalles no sean exactos; pero el dejar constancia permite hacerse una idea, aunque sea aproximada, de costumbres pasadas que están a punto de olvidarse del todo.

Según mi padre, para alguna fiesta notable, que solía ser la de alguno de los barrios, se bailaba en la plaza el “paloteau”, que era una danza como las que se han rescatado de las costumbres antiguas en algunos pueblos. También se celebraban concursos de romances, que venían a ser los antecesores de las jotas de picadillo. A los actores les llamaban trovadores y a los romances, trovos. Me decía mi padre que en uno de aquellos concursos participó el suyo, es decir mi abuelo, José Macipe Giménez, que nació en 1861, así que tendría entonces menos de cuarenta años. Entre otras cosas, mi abuelo, decía:

En Ariño buenos vinos
de uvas de royal y blanca;
y aljez en las Salmorreras,
para hacer casas de planta.


Más adelante dijo:

Vino que del cielo vino;
vino con tanto primor,
que a un hombre sin saber letra,
le hizo ser predicador.

El oponente, contestó a mi abuelo José:

Canta canta “Caracol” (era el apodo de mi abuelo)
pero canta muy deprisa,
que aun aquí no estás seguro,

si te siente “la Bolisa”. (En Ariño se decía con frecuencia sentir en lugar de oír).

Según se ve, había varios trovadores, siendo uno de ellos el que contestaba a todos los demás, para lo cual se requerían buenas dotes de improvisación, ya que tenía que componer sus versos “sobre la marcha” y tener relación con los expuestos por sus oponentes.

La tía Bolisa era una mujer que se pasaba todo el año buscando caracoles, que los vendía o cambiaba por otros comestibles, y con eso se iba defendiendo.

Hablando de mi abuelo José, diré algo que invita a pensar, y es lo siguiente: nació el 19 de marzo de 1861 y le llamaron José, por nacer el día de este santo y por llamarse así su padre, lo cual no deja de ser una notable coincidencia; pero, para más casualidad, mi abuelo falleció el día de san José de 1937, siendo muy baja la probabilidad de morir precisamente el día del propio santo. ¿Verdad que son demasiadas coincidencias? No es la primera vez que observo estas cosas tan poco probables; por ejemplo, un gran amigo mío que, por cierto fue una de las mejores personas que he conocido, se llamaba Saturnino Navascués y falleció el día de san Saturnino. Recientemente mi hijo Joaquín, haciendo un adelantamiento con su furgoneta, chocó de frente contra un Audi y “milagrosamente” nadie se hizo la más pequeña herida a pesar de que los coches quedaron “para el arrastre”. ¿A que nos deja pensativos el hecho de que esto sucediera el día de san Saturnino, es decir del santo de mi entrañable amigo?

Cada vez tengo más claro que solo conocemos y, además muy superficialmente, un pequeño número de cosas.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Para que te vayas fiando

En Ariño todos los accesos desde el barrio de la Venta al de santa Bárbara, son por calles o callejas muy “acosteradas” o sea con mucha cuestas, es decir que cuestan mucho de subir. La más empinada es la de la tía Pina, valga el reiterado juego de palabras. Le dábamos este nombre a la cuesta, —aunque no había ninguna placa en la pared— porque, en lo alto, en un lateral, en una casa muy pequeña, de adobes, vivía la tía Pina. Con este acuerdo tácito sobre la denominación de la cuesta, estábamos agasajando por vez primera en Ariño a una convecina, dedicándole una calle, aunque fuese tan humilde o más que la propia interesada. Además ni siquiera nos dimos cuenta de la trascendencia de lo que estábamos haciendo, cosa que ocurre con más frecuencia de lo que nos imaginamos.

Cuando conocí a la tía Pina era ya una señora muy mayor toda vestida de negro, muy delgadica incluso para aquellos tiempos. No sé como se las arreglaba para sobrevivir, porque creo que no tenía ningún familiar cercano que pudiera ayudarle. Parece ser que buscaba caracoles en la huerta y, con eso y con lo que debía de darle algún alma caritativa, iba subsistiendo. Debía de ser buena persona, porque trataba con cariño a los niños y por tanto a mí, que pasaba muchas veces por su desvencijada puerta. Siempre la he recordado con ternura y es de esas personas a las que, cuando te vienen a la memoria, les rezas una sencilla oración, pensando que será de las pocas que reciba donde quiera que esté. Aunque dudo que las necesite, ya que, si existe un Cielo, seguro que está en él, porque el Purgatorio ya debió tenerlo en su ancianidad, en lo alto de aquella cuesta en que vivía. Lamento que cuando pasaba por allí casi nada podía hacer por ella debido a mis pocos años y que ahora, que comprendo aquella situación, sea demasiado tarde. Ojala que estas reflexiones sirvan para hacernos el propósito de “procurar no llegar demasiado tarde” en ayuda de los demás y especialmente de los que tenemos más cerca.

Cuesta de la tía Pina vista desde arriba. En la parte derecha de la fotografía estaba su casa


He dicho que pasaba muchas veces por su puerta; ello se debía a que aquella cuesta era el camino más corto para traer el agua desde la fuente hasta nuestra casa de la calle santa Bárbara. También era el camino que utilizaba para llevar a abrevar a una burra que teníamos, cosa que solía hacer al mediodía, al salir de la escuela. Así que, antes de comer, me montaba a pelo en la burra, y tomábamos el rumbo del abrevadero del barrio Bajo, por la cuesta de la tía Pina.

Con el tiempo esta operación llegó a ser un número de circo, es decir que, para evitar el aburrimiento, trataba de hacerla cada vez más difícil. Normalmente iba por aquellas cuestas con la burra sin albarda, sin cabezana ni ramal y montado al revés, es decir mirando a la cola de la caballería. Un día me agencié un ramo de olivo, y para que la burra fuera más deprisa le iba azotando de vez en cuando en las ancas. Cuando llegamos a la altura de la fuente, ya muy cerca del abrevadero, se me ocurrió la maldad de hacerle cosquillas en la cola con el ramo de olivo. La burrica se asustó porque imaginó que aquello era producido por algún bicho raro; así que, actuando en defensa propia, se paró en seco y pegó un par de coces reglamentario, con las dos patas traseras a la vez. El efecto sobre mi cuerpo fue que di una vuelta de campana en el aire, y aterricé de espaldas en el suelo. Intenté incorporarme y noté, asustado, que no me funcionaban los pulmones y no podía respirar. Fue una sensación tan desagradable, que siempre la recuerdo. Afortunadamente al cabo de unos segundos pude respirar de nuevo, y la cosa no pasó a mayores. Miré furtivamente alrededor y pensé: “Menos mal que no me ha visto nadie”. Abrevé a la burra y nos fuimos los dos para casa, yo tocándome de vez en cuando las costillas por si llevaba alguna rota; y en lo sucesivo mis modales durante la operación del abrevado mejoraron de forma notable.

Algunas veces en el trato con las personas suceden cosas parecidas: te vas tomando confianzas, y al final, “te pasas”; y menos mal si, después de las consecuencias, puedes recuperar la respiración, no te has roto ninguna costilla y has aprendido la lección.

lunes, 27 de octubre de 2008

Ordenando los instintos


Desde hace mucho tiempo tengo el convencimiento de que los animales irracionales y las personas nos hallamos sometidos a unos instintos que son pocos, fuertes y comunes. Entre ellos están, por este orden, el de conservación, el maternal y el sexual. Gracias a estos instintos los seres vivos tratamos de sobrevivir y de multiplicarnos, como se dice en el Génesis.

También creía, a pies juntillas, que de todos ellos el principal era el de conservación, ya que primero se vive, y a continuación sigue lo demás.

Pero voy a contar algo que presencié en Ariño y que, de una forma muy sencilla, me hizo entender mejor lo anterior y cambiar mis arraigadas ideas al respecto:

Íbamos varias personas de excursión por el Puerto en un coche, cuando mi prima Florita, que en el campo tiene una vista de lince que siempre me recuerda a su padre (mi tío Antonio q. e. p. d.), nos señaló a una perdiz que se hallaba en la orilla de un rastrojo a unos 50 m de distancia de donde nosotros íbamos circulando. Inmediatamente desplegamos el operativo clásico: paramos el coche y salimos, a toda velocidad, en dirección a la perdiz, con aviesas intenciones.

Entonces ocurrió algo inesperado que lo comentamos en voz alta: ¡la perdiz no se movía del sitio a pesar del alboroto que organizábamos! Seguimos corriendo hacia ella y nos permitió llegar, permaneciendo aparentemente impasible, hasta unos 5m de donde se hallaba. En aquel momento escapó por fin, esfumándose entre los romeros y aliagas de la orilla. Pero aún pudimos ver, delante de la perdiz, a unas cuantas perdiganas que, ayudadas por su madre, acababan de ponerse a salvo, fuera de nuestro alcance.

Fue un momento mágico para mí, y vi con claridad lo siguiente:

La perdiz debía de estar, desde que nos vio, aterrorizada porque corría peligro de morir y su instinto de conservación seguro que le recomendó volar inmediatamente; sin embargo su instinto maternal le hizo ver que si huía dejaría a sus perdiganas desamparadas. En aquella fuerte lucha entre instintos se impuso el maternal y la perdiz se quedó en el sitio organizando la retirada, aun arriesgando su propia vida.


Desde aquel día he tenido claro, por generalización, que el instinto principal de los animales es el maternal/paternal, que prevalece sobre el de conservación, si llegan a ponerse en competencia.

Establecido lo anterior, añadiré también que en realidad ambos actúan sirviendo a un objetivo superior, el de conservación de las especies, que es el que aparece grabado en la Naturaleza como el más importante. (En llegando a este punto siempre me hago una pregunta inquietante: “grabado. . . ¿Por quién?”).

Lo que hizo la perdiz no debería haberme extrañado tanto, pues podemos sacar casi las mismas conclusiones observando en las personas la actuación cotidiana de los padres respecto al cuidado de los hijos; pero a veces hace falta un escenario muy diferente al habitual para tener la evidencia de lo que, por excesivamente normal, nos pasa desapercibido.

Llevando –en el caso de las personas– al límite la idea del cuidado de los hijos por los padres, podemos intuir que también, en general, los padres y madres darían la vida por los hijos (no siempre por desgracia), si ello fuera preciso; pero las personas, al actuar modificamos nuestras inclinaciones instintivas por causa del razonamiento, por normas heredadas de culturas anteriores y por condicionantes sociales de muy diversa índole, así que como elementos de observación en el tema que nos ocupa no somos del todo fiables. Por eso mi teoría sobre el orden de los instintos tiene la peculiaridad de haber realizado la observación sobre un animal que actuó de una forma puramente instintiva y por ello intuí, en aquel rastrojo del Puerto, que estaba ante un experimento (servido gratis por la Naturaleza) de gran interés y valía.

Siempre recuerdo a aquella perdiz que, con su valentía, me dio una clara lección sobre los instintos, y en general pienso que observando a los animales, incluso a los más insignificantes, podemos aprender más de lo que nos imaginamos.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Los dos"lapos" de mi padre

Cuando yo era un chaval (en las proximidades de 1950) era moneda corriente que los padres dieran algún que otro “moquete” a sus hijos, y ello se consideraba totalmente normal. Mi padre solo me dio dos, y siempre he pensado que con razón, así que nunca se lo tuve en cuenta. Explicaré los hechos que los motivaron:

Teníamos en el comedor, pegado a la pared, un mueble de obra con baldosas blancas en la parte superior, que estaban enmarcadas con un grueso listón de buena madera. Un día en que yo estaba enredando con un cuchillo de cocina recién afilado se me ocurrió probarlo sacando unas cuantas virutas de nuestro flamante marco de madera. Cuando iba por la tercera, me descubrió mi padre que, acto seguido, sin mediar ni media palabra de aviso ni de conclusión, me propinó un “pescozón”, con lo cual se acabó el empeño en destrozar el mueble, y nunca más tuve la tentación de repetir el experimento. Además me quedé tan convencido de que me lo merecía, que a ratos me daban ganas de darme, yo mismo, otro de propina.

El segundo “sopapo” tuvo lugar en “la Cerrada” donde teníamos un huerto que estaba en lo que fue Colegio de los Salesianos, hoy convertido en Centro de Interpretación. Estábamos aquel día entrecavando unas alcachoferas que había en la orilla del bancal a la sombra de las manzaneras. Realmente el que cavaba era mi padre, pues yo no hacía más que enredar. El trabajo era pesado así que mi padre sudaba abundantemente y, como había sombra, se quitó el sombrero de paja que llevaba y lo dejó con cuidado en el suelo; y justo acababa de hacerlo, cuando a mí se me desvió la trayectoria de la azada, y le di al sombrero un tajo de tal calibre, que lo partí por la mitad. Mi padre abrió mucho los ojos y, como no tenía el cuerpo para esta clase de bromas, me dio un hermoso “soplamocos”. ¿Verdad que también esta vez fue justificado?

Hubo una tercera ocasión, un día que estábamos desyermando un arenal en “los Padillos” con la azada, lo que también era un trabajo pesado porque estaba todo lleno de junqueras, que son difíciles de quitar. No sé que hice, posiblemente intentar darle con la azada a una mariposa que debió de pasar volando, el caso es que mi azada dio de refilón en los riñones de mi padre que se quedó tan dolorido que ni ganas le quedaron de darme la tercera “chuleta” a pesar de que bien me la había ganado.

Con estos detalles fui comprendiendo que lo de la azada no era mi fuerte y, gracias a que lo de estudiar no se me daba mal, pude salir adelante por esta vía, sin descalabrar a mi sufrido progenitor, y sin que él, en contrapartida, me fuera propinando alguna que otra “colleja”, insisto en que siempre bien merecidas.

martes, 14 de octubre de 2008

El romance de la loba parda

Cuando yo tenía unos 8 años, es decir hacia 1945, nuestro maestro, que era D. José Martínez de Castro, vino un día a la escuela con unas cuantas poesías y nos dijo que teníamos que memorizarlas lo antes posible. Las poesías eran: “Corriendo van por la vega”, La princesa está triste”, “El romance de la loba parda” y alguna más. Al cabo de pocos días nos sacó a la pizarra a ver cómo iba el asunto. Varios chicos, entre los cuales me encontraba, habíamos hecho caso del encargo y además teníamos buena memoria, así que nos las sabíamos todas. D. José debió de ver algo en mí, porque me eligió en aquel “cástin” que nos había preparado; y además decidió que sería “El romance de la loba parda” la poesía que se recitaría en una representación que se estaba preparando para la festividad de Santa Bárbara, en un local grande con escenario que se había construido anexo a la báscula, en el lugar que actualmente ocupan las oficinas de SAMCA.

Dado que mis conocimientos como recitador eran nulos, D. José, al terminar las clases, me fue instruyendo en las artes declamatorias durante los pocos días que faltaban hasta el de la representación.

Por otro lado, en la zarzuela “Gigantes y Cabezudos” que es aquella en que cantan “por ver a la Pilarica vengo de Calatorao. Vinimos en la perrera rediez lo que hemos gastao...” se me adjudicó el papel de “niño” del grupo y cuando alguien me cantara “chico no te pierdas, ¿vas bien agarrao?” yo tenía que contestar: “voy agarraico no perdais cuidiao” y cuando mi interlocutor informara al grupo cantando: “va bien agarrao no perdáis cuidiao” yo finalmente cantaría: “voy-a-ga-rrai-co-no-per-dáis- cui-diá…ooooo”. Tengo que decir que en aquel grupo cantaban adultos que tenían muy buena voz como el Marcos, el Salvador Peguero –q. e. p. d.– y unos cuantos más.–Salvador y yo muchos años después fuimos compañeros de trabajo, y tuve ocasión de constatar, además de su buena voz, sus extraordinarias dotes como amigo, persona y profesional. Su memoria bien merece este sincero homenaje–.

D. José preparó un nutrido coro de escolares para cantar “Eres alta y delgada”, “Los gallos cantan al alba” y algunas otras canciones. En este coro yo también participaba.

Se representaría también una obra corta de teatro; así que me vieron pasando por allí y me cogieron para el papel de niño pequeño que entra al escenario y dice “ahí tié usté la carta, padre”, mientras se la entrega. Aquí tengo que decir que no presté atención o no me instruyeron bien, porque en la actuación le di la carta a una persona que no era el que figuraba como mi padre y, aunque la gente debió percatarse, no nos lo quiso tener en cuenta.

El espectáculo tendría su parte femenina, pues la hija del Sr. Barat –encargado del taller mecánico– organizó un coro perfectamente ataviado con trajes de asturianas, y las mozas que lo componían –entre ellas mi hermana María– cantarían aquello de: “caminito de la fuente van las mozas del lugar, con la cara sonriente y con el ansia de llegar…”. Aunque yo era un chavalín, reconocía las cosas, y me daba gozo ver aquel espectacular grupo de guapas chicas cantando con los cántaros apoyados en la cadera, en aquel teatro a punto de estrenarse.
Todas las actuaciones musicales las acompañaría al piano la hija de D. Tomás, el médico, que al parecer había estudiado en Zaragoza la carrera de piano.

En los intervalos actuarían Francisco Valiente, persona muy agradable y polifacética haciendo unos juegos de manos, y un catalán muy animado que trabajaba en la Empresa como ebanista y se llamaba Maneus, haría algunas actuaciones humorísticas con el nombre artístico de “el caricato Neusma” que como vemos, es su nombre, invertido.

Así que la función que se preparaba era variada y extensa, y el ambiente del pueblo no podía ser mejor. Algo así como cuando mi hijo Javier rodó “Cuídala bien”, pero con una participación todavía mayor. Yo, como supongo que les sucedió a bastantes personas, actué en casi todo, como he ido detallando.

El día de la representación, el teatro estaba lleno a rebosar –calculo que habría más de quinientas personas– de gente del pueblo y de socios de la Empresa que habían sido invitados a las fiestas de Santa Bárbara y tenían reservados los lugares preferentes. Actuamos con el coro de la escuela, seguimos con la zarzuela y por fin me tocó salir a mí solico a aquel enorme escenario, vestido de pastor y provisto de una descomunal gayata. A la gente parece que le hizo gracia ver a un “renacuajo” como yo, porque, nada más verme, se organizó un gran bullicio. Cuando por fin a base de siseos del público se hizo el silencio, dije bien fuerte: “Romance de la loba parda” y tiré para adelante (entabán) con mi poesía bien aprendida. Cuando llegué al punto en que se dice “¡Aquí, mis siete cachorros, aquí perra trujillana, aquí perro el de los hierros, a correr la loba parda!”, con cada “Aquí” daba una fuerte patada en el suelo, y al mismo tiempo que el teatro se venía abajo por los aplausos del público, a mí solo se me ocurrió pensar: “¡Ahí va, qué pasa con este suelo que con cada patada se levanta una nube de polvo! El caso es que seguí con mi poesía hasta terminarla, hice al público los saludos que me había enseñado mi maestro, y la gente no cesaba de aplaudir: total, una actuación apoteósica.

Se fueron sucediendo las restantes actuaciones, con más o menos alboroto, pero siempre con el entusiasmo de un público incondicional, que aquel día se lo pasó en grande. Tanto es así, que de esto hace ya más de sesenta años y los que lo vivieron y viven, aún lo recuerdan.

La entrada fue gratuita y todas las actuaciones entusiastas y desinteresadas; sin embargo algunas personas se destacaron por su esforzada colaboración según se deduce de lo escrito. El promotor principal tanto del inicio del proyecto como de su desarrollo –al menos eso capté con mi mentalidad de niño– fue una persona que prefirió pasar desapercibida: era el administrador de SAMCA, que se ocupó de la logística general y de atender, con cargo a la Empresa, los gastos que se produjeron. La persona a que me refiero fue el Sr. Almirall, y creo que es de justicia dedicarle este recuerdo.

Volviendo de nuevo a mi persona resultó que todos a la salida me daban abrazos y felicitaciones, y de parte de SAMCA me invitaron a un pequeño ágape que tenían los socios, donde me pusieron “morado” de bombones, esos exquisitos productos de pastelería que veía por primera vez. Mi padre me dijo que lo que más le impresionó fue que, cuando la bulla del principio, tuviera la serenidad de no empezar hasta que se hizo un absoluto silencio. Mi madre “no pasaba por las puertas” de lo orgullosa que estaba.

Este éxito de mi niñez me marcó para siempre en Ariño, de manera que en cuanto la gente tenía oportunidad, me recordaba la poesía. Lo curioso es que con el corto tiempo que duró la actuación, algunos la aprendieron casi totalmente y cuando me veían me la recitaban casi entera. Además se ve que de pequeño yo no debía vocalizar bien, porque, imitándome, decían: “Romance de la loba palda: eztando yo en la mi choza…”.

El recitar este romance y posteriormente la posesión de una rara habilidad para cazar ranas en un santiamén, son las cosas más notables que he hecho en esta vida. Al menos las más populares. ¡Qué le vamos a hacer !

Por si alguien no lo conoce, “el romance de la loba parda” es el siguiente:


Estando yo en la mi choza
pintando la mi cayada,
las cabrillas altas iban
y la luna rebajada;
mal barruntan las ovejas,
no paran en la majada.
Vide venir siete lobos
por una oscura cañada.
Venían echando suertes
cuál entrará a la majada;
le tocó a una loba vieja,
patituerta, cana y parda,
que tenía los colmillos
como puntas de navaja.
Dio tres vueltas al redil
y no pudo sacar nada;
a la otra vuelta que dio,
sacó la borrega blanca,
hija de la oveja churra,
nieta de la orejisana,
la que tenían mis amos
para el domingo de Pascua.
–¡Aquí, mis siete cachorros,
aquí, perra trujillana,
aquí, perro el de los hierros,
a correr la loba parda!
Si me cobráis la borrega,
cenareis leche y hogaza;
y si no me la cobráis,
cenareis de mi cayada.
Los perros tras de la loba
las uñas se esmigajaban;
siete leguas la corrieron
por unas sierras muy agrias.

Al subir un cotarrito
la loba ya va cansada:
–Tomad, perros, la borrega,
sana y buena como estaba.
–No queremos la borrega,
de tu boca alobadada,
que queremos tu pelleja
pa’ el pastor una zamarra;
el rabo para correas,
para atacarse las bragas;
de la cabeza un zurrón,
para meter las cucharas;
las tripas para vihuelas,
para que bailen las damas.

Cuando yo tenía unos 8 años...

viernes, 3 de octubre de 2008

El perdigacho del Aguedo


El José “El Aguedo” era un personaje muy popular en Ariño. Debió nacer hacia el año 1921. Le pusieron de nombre José y lo de Aguedo era el apodo sobrevenido, porque su madre se llamaba Águeda. El acento prosódico del apodo se aplicaba en la e de gué.

Vivía con su madre en una casa de la calle Mayor. Nunca conocí a su padre y creo que tenían muy poca familia. Eran de esas pobres gentes a las que les toca la parte peor de la “tarta social”, aunque ellos, por fortuna, muchas veces no lleguen a saberlo; piensan que las cosas son así, y ya está.

Era cojo y hasta hace poco tiempo yo desconocía el origen de su cojera. Pensaba que quizá fue a causa de la poliomielitis (la parálisis infantil que decíamos), aunque también pudo ser debida a un accidente. Hace poco he sabido, por mi amigo Lino, que le sobrevino en realidad por un mallazo que le dio en el pie un primo suyo cuando estaban ambos triturando yeso en un casetón, dedicado a este fin, que había a la entrada del pueblo, cerca de las casas de Sindicatos. A causa de su cojera, su modo de andar era muy aparatoso, de forma que, si llevaba calderilla en los bolsillos, el sonido se oía desde bastante distancia (valga la exageración).

Vestía más o menos con la indumentaria normal del pueblo, es decir: pantalones de pana algo cortos de un “sufrido color” entre verde y negro, camisa azul descolorida, boina negra y “abarcas cazoludas”. Eso sí, todo lo llevaba un poco estrafalario, bastante sucio y fuera de su sitio. Para hacerse una idea del concepto que la gente tenía de su forma de vestir, basta con decir que cuando yo de pequeño iba vestido descuidadamente, mi madre me decía: “¡Paices un Aguedo!”

Era, a pesar de sus circunstancias, bastante sociable; pero debido a sus pocas luces y a su escasísima formación, la relación con él era complicada. En general era, más que nada, un destinatario de continuas chanzas, muchas veces harto despiadadas.

A mí me daba un poco de pena, pero a él se le veía sin complejos ni especial tristeza por su lastimosa situación.

Le aplicaban muchos chascarrillos, aunque me malicio que muchos eran simples chistes en los que figuraba como involuntario protagonista.

Trabajaba en la mina y también era agricultor. De hecho tenía un macho. Por cierto, en una de aquellas “judiadas” que le hacían, le dijeron que se estaban repartiendo por el pueblo números para la rifa de su caballería. Imaginaos el desespero del José cuando lo supo, pues para él su macho era como uno más de su escasa familia.

Era también cazador y tenía un perdigacho que utilizaba como reclamo para cazar perdices, lo que por cierto estaba prohibido. Se corrió por el pueblo el rumor de que el Aguedo vendía el perdigacho, así que un interesado en la compra fue a verlo y le dijo:

–Me han dicho que quieres vender el perdigacho...

–Pues es verdad, respondió el José.

–Pues yo te podría dar por él. . . hasta quinientas pesetas.

– ¡Eso sí que no!, contestó el José algo alterado y, acto seguido, concluyó:

– ¡Yo, por menos de cien duros, no vendo el perdigacho!

Esta anécdota, que tiene visos de figurar entre las verdaderas, hizo fortuna en el pueblo, de tal modo que, cuando un vendedor de algo no estaba de acuerdo con el precio que le proponía el comprador, alguna vez se decía: “¡Por menos de cien duros no te vendo el perdigacho!”

domingo, 28 de septiembre de 2008

El capucete de la rana

Ariño, como mucha gente sabe, es un pueblo con dos ríos, de lo que no todos pueden presumir. El pueblo se fué fundando cerca (relativamente) de la confluencia de estos dos ríos, aunque, eso sí, en uno de los puntos más altos y habitables que los fundadores pudieron encontrar en los alrededores.

Para mí esta confluencia es un lugar que siempre me ha encantado. Me da, no sé bien por qué, muy buenas vibraciones, a pesar de que en dicho punto tuve, de pequeño, un percance que explicaré luego.

En esta zona se podía contemplar un minitrasvase de agua desde el río Martín, que era el más caudaloso, al río Ariño que, pese a su escualidez, era como más nuestro y por eso le llamábamos río Ariño, aunque su nombre oficial es Escuriza. La zona recibía el nombre de “entremedio de los dos ríos”, nombre aplicado por los ariñeros, por ser lógico y fácil de recordar, aunque no fuera muy académico.

El minitrasvase consistía en una acequia de algo menos de un metro de anchura y unos treinta centímetros de profundidad, que tendría unos cincuenta metros de longitud y encontraba al río Ariño a unos veinte metros de su desembocadura en el Martín.

El río Ariño era en todo su trayecto muy poco caudaloso y en la desembocadura menos todavía. Pudiera pensarse que el hecho de añadirle, con el citado minitrasvase, un poco de agua, era con la finalidad de que “nuestro río” se presentase al Martín más dignamente, o al menos para que no hiciera el ridículo de desembocar en el otro con la mísera aportación que en sus condiciones normales podía ofrecer.

El motivo no era el apuntado, ya que la gente no tenía tiempo para estas sutilezas. Éramos tan poco detallistas, que no celebrábamos ni santos, ni cumpleaños, ni nada más que lo estrictamente necesario. ¡No estábamos para sudar haciendo un minitrasvase a puro de azada, solo para vanagloria del río Ariño, por mucho cariño que le tuviéramos!

La función de aquella cristalina acequia no era otra que servir para lavar la lana de los colchones. Allí se veían, de vez en cuando, a las mujeres del pueblo realizando esa faena. La limpieza, la poca velocidad y el moderado caudal del agua, eran unas condiciones muy apropiadas para esa tarea y, por añadidura, si se escapaba algo de lana se la podía repescar muy fácilmente.

Una vez lavada la lana se dejaba a secar en la arena de la rambla, se metía luego en sacas y se llevaba al pueblo, donde en la calle, sobre un cañizo, se vareaba, es decir se golpeaba repetidamente con un palo, para dejarla bien esponjosa, y a continuación se introducía de nuevo en la funda del colchón, se cosía ésta y el colchón quedaba como nuevo. Este reciclado de los colchones se realizaba cada dos o tres años y era una más de las múltiples tareas asumidas por las mujeres.

A este punto de los ríos íbamos con nuestras madres en verano cuando éramos niños, y allí pasábamos el día en plan campestre, entreteniéndonos con cualquier chorrada. En el río Martín no nos dejaban meternos, pero yo un día poniéndome en la orilla de la famosa acequia, junté las manos como si estuviera en una piscina y, en voz alta, dije: “¡El capucete la rana: si no salgo hoy, saldré mañana!” Y, sin pensarlo dos veces, me tiré de cabeza al agua. Mi madre, a pesar de hallarse a corta distancia, no tuvo tiempo de hacer otra cosa que llevarse las manos a la cabeza. Yo, entre los pedruscos que había en el fondo, el pelo rapado al cero y la energía de la zambullida, salí con un chichón que aún recuerdo, de esos que te ves crecer como un huevo en la cabeza en cuestión de segundos. Mi madre contaba lo sucedido aquel día durante años, y se lo pasaba en grande, sin acordarse de que ella buen susto se llevó ante mi loco arranque de bañista descontrolado.

lunes, 15 de septiembre de 2008

El gaitero de La Hoz

En Ariño, en mil novecientos veintitantos, se celebraban mucho las fiestas de los barrios, especialmente el del centro del pueblo cuyo patrón es San Blas, el de La Venta que tiene por patrón a San Valero y el de La Balsa cuyos patrones son San Abdón y San Senén, que entonces se les llamaba Sanadonisinén, por ser más fácil de decir aunque sea incorrecto. Pues bien, me refiero a que para la fiesta de Sanadonisinén contrataban a un gaitero que bajaba de La Hoz del la Vieja y tocaba mucho y muy bien en los distintos actos que llevaba consigo la celebración, como pasacalles, procesión, baile, etc., etc.

El gaitero se alojaba en una casa del barrio y lo cuidaban a cuerpo de rey, hasta el punto de que antes de salir para ir a cualquier actuación, le preparaban un huevo, que se lo tomaba crudo, para fortalecer y aclarar la garganta, lo cual da idea del exquisito trato que recibía. Sin embargo, con el paso del tiempo, el gaitero empezó a estar “demasiado visto”, llegándose un año incluso al punto de no prepararle los huevos acostumbrados.

Cada año, cuando se despedía el gaitero, se le contrataba para el siguiente, con la sencilla fórmula de: “¡Bueno, tío gaitero, hasta el año que viene!”; pero el año al que nos estamos refiriendo, en que ya le habían perdido un poco el respeto, cuando le dijeron “hasta el año que viene”, contestó: “No, que el año que viene no bajaré”. Alguien le preguntó sorprendido: “¿Cómo dice? ¿Que no bajará?” Y el gaitero contestó: “No, porque este año me habéis quitau los güevos y, si sigo bajando, terminaréis quitándome la gaita”.

La gente terminó contando esto como un chiste, utilizando la doble interpretación que permitían las palabras del gaitero; pero los más inocenticos (incluyo al sexo femenino) no entendían el chiste y en algunos casos simulaban no entenderlo.

Esta historia me la contó mi padre, que entonces vivía precisamente en el barrio de La Balsa y se sabía muy bien todo lo relativo a Sanadonisinén; así que viene de buena fuente.

El engafador

En Ariño (hablo de los años cincuenta) cada cuatro o seis meses pasaba por sus calles un personaje que se anunciaba con las siguientes voces: “¡El engafador! ¡El engafador!” Y a continuación decía: “¡Se arreglan cuennncos, tinajaaas y toda claaaase de porcelaaana!”

Las mujeres salían a su paso con los utensilios que previamente tenían preparados, y le encargaban el arreglo, que se realizaba en la calle, utilizando el procedimiento de reparación siguiente:

Examinada la grieta causante del deterioro, procedía a realizar en ambos lados de la misma una serie de pequeños agujeros con un taladro muy curioso que podríamos llamar “de bolas”, que era de accionamiento manual y giro alternativo en ambos sentidos. En estos agujeros colocaba unas grapas metálicas llamadas “gafas”, que presionaban entre sí los bordes de la grieta, dejándola casi invisible. A continuación aplicaba en la zona dañada una generosa capa de cemento, hecho de cal y arena. Finalizados estos apaños y, después de abonar el módico precio de la reparación, las mujeres se iban a sus casas tan contentas, con sus recipientes de cerámica “como nuevos”.

Me parece estar viendo al engafador, hombre alto, de mediana edad, escaso de carnes y rápido de andares, cargando al hombro unas alforjas, acompañado por un perro galgo, tan ágil y despabilado como parecía su dueño.

Se decía de él, que en una ocasión salió una mujer a su paso, y le dijo:

“Tío engafador: la última vez que estuvo aquí me arregló una tinaja y al probarla resultó que tiene una fuga”. El engafador le preguntó: “¿Y qué puso en la tinaja, buena mujer?” “Agua, naturalmente”, respondió ella. “Pues ponga membrillos y verá como no se salen”, concluyó él.
Supongo que la cosa no quedaría así, porque al engafador no le interesaba crearse mala reputación y arriesgarse a perder la clientela, así que me imagino que atendería la reclamación como es debido; pero la expresión “eche membrillos” todo el mundo la conoció enseguida, quedando incorporada por acuerdo tácito al léxico popular, y aún se sigue aplicando socarronamente cuando la circunstancia lo requiere.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LAS BOMBAS DE LA CANTERA

En Ariño, cuando yo era un chaval, vi en varias ocasiones dos bombas de aviación de la época de la guerra civil que no habían estallado; lo raro es que esto había ocurrido a pesar de que no habían caído en tierra blanda, ya que estaban en la cantera, en la que todo el suelo es pura roca. Puede que las tirara o perdiese el mismo avión, ya que eran muy parecidas y estaban en la misma cota, distantes unos 500m.

Se hallaban casi enterradas, y solamente se veían unas chapas retorcidas, con apariencia de tratarse de unos trastos inofensivos.

Una estaba enfrente de “la peña del serrao” –LaVirgen del Pilar– cerca de la casa de Cultura, y la otra en el barranquillo que hay al comienzo del barrio del Calvario.

Desconozco el fin que haya tenido la del Calvario, pero conozco bien lo que sucedió con la de la cantera del “secano cuartana”. A ésta me voy a referir a continuación:

Esta bomba la veíamos con frecuencia los chicos, que íbamos por todas partes –y más si eran zonas abruptas– y mostrábamos por ella poco interés. Ahora pienso que seguramente no todos los chicos eran tan ingenuos e inofensivos como yo, porque la bomba tenía un verdadero pedregal alrededor, como si algunos hubieran ido tirándole mendrugos, probando a ver qué pasaba, demostrando cierta vocación investigadora aunque maleada por altas dosis de vandalismo infantil, características de las que estábamos dotados prácticamente todos por igual.

Así pasaron años, hasta que una tarde aparecieron algunos chicos de mi edad en la plaza del Ayuntamiento –que era nuestro principal lugar de juegos y peleas– con los bolsillos llenos de unos pedruscos amarillos que llamaban trilita. Después de jugar al fútbol utilizándolos como balón, alguien propuso hacer con ellos un montón en el centro de la plaza y, con el espíritu investigador ya indicado, se decidió pegarles fuego para ver qué sucedía. Así se hizo ante la curiosidad de numerosos espectadores y se vio que ardía con facilidad, pero, recuerdo todavía, que con abundante humo negro y mal olor, como de azufre. Así terminó la fiesta, sin que ninguna persona mayor se percatara o interviniera en aquel desquiciado episodio. Los maestros, que solían andar por las cercanías, y de verlo nos hubieran “llamado a capítulo”, debían estar en sus casas, y tampoco se enteraron de nada.

La operación se fue repitiendo en los días siguientes, pasando también desapercibida; hasta que una tarde en la que yo estaba entretenido dibujando escenas bélicas en una pared lateral de nuestra casa con unas piedrecillas marrones que había en los alrededores de la era de Santa Bárbara, se oyó de pronto una enorme explosión procedente de la cantera y, acto seguido, pasó zumbando por encima de los tejados, un objeto que, según se divulgó después, era un disco grueso que llamaban “la tapadera”. Al poco tiempo se averiguó que había aterrizado en la era de “la trilladora”. Así quedó la cosa por el momento, y a la mañana siguiente supimos lo sucedido:

El grupillo de chavales que cada día se llenaban los bolsillos de trilita, estaban hartos aquella tarde de llevarla de aquí para allá, y decidieron pegarle fuego “in situ”, por el procedimiento de encender una mata y amontonar algunos romeros encima de la propia bomba. Así lo hicieron y allí estaban tan campantes calentándose las manos en la hoguera, cuando uno de ellos observó que la llama de la trilita comenzaba a ser azulada; y fuera porque a pesar de su aparente tranquilidad no las tenían todas consigo, o fuera simplemente porque los ángeles de la guarda se decidieron por fin a intervenir, el caso es que abandonaron el lugar a toda prisa y, cuando estaban a unos cincuenta metros de la bomba, se produjo la explosión, sin que sufrieran otro percance que un pitido en los oídos que no les duró muchos días.

El epílogo de esta historia es que a la escuadrilla de “desactivadores” la convocaron al Ayuntamiento las autoridades, en presencia de la guardia civil –cómo no– y andaban los chicos “cagadicos de miedo”, sumando el que tenían ellos mismos, de su propia cosecha, al que les añadieron unos y otros. Las averiguaciones se centraron, sobre todo, en descubrir quien era el que aportó las cerillas, que por lo visto pasaba a ser el culpable principal, ya que si nadie las hubiera llevado, no hubieran hecho la hoguera; en lo que, al fin y al cabo, los interrogadores llevaban su parte de razón.

Y no pasó más, al menos de puertas afuera, aunque me malicio que a la mayoría de los implicados les debieron estirar un rato las orejas en sus casas, haciéndoles prometer que no harían otra barbaridad como aquella, que, bromas aparte, podía haberles costado la vida. Las autoridades se felicitaron de que no hubiera sucedido alguna desgracia, e imagino que debieron acordar la retirada de la bomba que quedaba en la cantera ¡Digo yo!

La conclusión que se me ocurre es que donde hay chicos debemos esforzar la imaginación en adivinar posibles peligros, ya que los riesgos atraen a los chavales con energía y, antes o después, surgen los problemas, que pueden ser especialmente graves si alguno de los chicos lleva en los bolsillos algo que sea capaz de producir fuego.

Se me ocurre también un detalle curioso de tipo psicológico: Creo que, igual que yo recuerdo exactamente donde estaba y qué hacía en el momento de la explosión, habrá muchas personas que la oyeron, que también recordarán lo que estaban haciendo en aquel momento. ¿Verdad que es difícil que un suceso ponga de acuerdo a casi todos los habitantes de un pueblo en el recuerdo íntimo en un instante común del Tiempo? Es como si fuera un instante especial, que muy pocas veces se produce a lo largo de nuestra vida. Parece como “un ajuste a cero” de los recuerdos de una población entera.

Salvador Macipe Paricio

viernes, 29 de agosto de 2008

La trampa

Me voy a referir a cuestiones eléctricas en el Ariño de los años cuarenta.

La Compañía proveedora de electricidad era Rivera Bernad y Cía., que también se encargaba del suministro de agua potable (?) que abastecía a las dos fuentes públicas.


Que yo sepa, la referida Compañía, fundada y domiciliada en Albalate del Arzobispo, era propietaria, al menos, de dos centrales eléctricas de mediana potencia, una en el término de Ariño, en la zona del puente colgante, que precisamente se construyó para facilitar el paso hacia la referida central. En el mismo río Martín, ya en el término de Albalate, entre el pueblo y El Batán, estaba la segunda central, de tecnología similar a la de Ariño, aunque algo mayor de potencia.

Puente colgante construido para el acceso a la central

En estas centrales hidráulicas se generaba la energía eléctrica que consumían una serie de pueblos para el alumbrado, e incluso abastecían la mayor parte de las necesidades industriales y mineras de una amplia zona, aunque por razones de falta de fiabilidad en el suministro, algunas empresas se lo aseguraban por medio de generadores de emergencia propios.

La Compañía realizaba el transporte de electricidad en alta tensión trifásica y la mayor parte de los soportes de las líneas eran postes de madera, que, a pesar de los tratamientos preventivos, terminaban pudriéndose en la parte enterrada, por lo cual esta parte pasó a hacerse de cemento y a ella se fijaba la parte aérea del poste. Postes metálicos de celosía en la zona de Ariño se veían muy pocos. Solamente recuerdo uno situado cerca de lo que llamaban “el macelo”, edificio hoy inexistente, que estaba situado cerca de lo que actualmente es el desvío hacia el pueblo desde la carretera de las minas, contorneando al antiguo colegio de la Salle, recientemente transformado en Centro de Interpretación.

En aquel poste ocurrió un accidente que pudo ser mortal, cuando Antonio Abad –“el Herrerico” q. e. p. d. –, que a la sazón era un chaval, acompañado por algún amigo tan “movido” como él, se subió al poste “a tocar las “gicaras” que eran los soportes aislantes de vidrio en los que se sujetaban los cables de la línea. Cuando recibió la descarga eléctrica, cayó al suelo sobre la base de cemento en la que estaba anclado el poste, y milagrosamente no se mató, ni le quedó ninguna secuela como consecuencia de un accidente tan aparatoso; sin embargo el suceso sirvió de escarmiento para los demás chicos, porque seguramente algún otro hubiera tratado de subir, ya que aquel poste metálico era una tentación demasiado fuerte a pesar de sus avisos de peligro.

La línea eléctrica, según he indicado, llegaba al pueblo en alta tensión, entrando en la casa del “Tío Lucero” que estaba en el callejón que hay en la calle “Manuel Blesa (pintor)”. Una vez estuve en aquella casa y vi los transformadores de alta a baja tensión, situados en sus celdas. También pude observar que el suelo de la casa era de madera por evidentes cuestiones de seguridad. Entonces, que yo sepa, era la única casa del pueblo con suelo de madera.

La distribución por el pueblo se hacía a 125 voltios, empleando cables apoyados en palomillas que se fijaban en las fachadas de las casas, — eso sí, sin preguntar a los dueños si les parecía bien, mal o regular—.

En cada casa había una instalación eléctrica que partiendo de la red pública se hacía llegar a la habitación o habitaciones donde se ponían los puntos de luz que eran lámparas –decíamos bombillas – de 25 w. El cable era trenzado bipolar sujeto a las paredes por aisladores; los conmutadores eran de material cerámico de color blanco vitrificado y llevaban una palomilla central giratoria que normalmente tenía cuatro posiciones estables. La instalación tenía como única protección un fusible de hilo fino de cobre, fijado a la pared sobre una pequeña placa de madera rectangular. Desde luego no había diferenciales, interruptores de control de potencia, conductores de protección, ni siquiera contador.

Conmutador como los descritos en el artículo

Las instalaciones las hacía el mismo “Tío Lucero” que era empleado de la Compañía y también a él se recurría cuando por causa de algún cortocircuito se fundía el fusible. En fin, que era una de las pocas personas del pueblo que entendían de electricidad. La gente desconocía las propiedades de la corriente eléctrica, pero intuía que era una cosa peligrosa, así que la consigna general era “no tocar”. Esto no regía con los chicos, que éramos tan inquietos e insensatos que siempre hacíamos cosas peligrosas. Por ejemplo, recuerdo que en el barrio de la Samca, en el edificio del Economato, había en la puerta una persiana metálica por la que se podía trepar hasta un portalámparas sin bombilla que había en la parte superior; allí hacíamos “cola” los chavales del pueblo, para subir a meter el dedo dentro del portalámparas, para que nos diera “la rampa”, cosa que nos daba mucha risa. Como era una tensión relativamente pequeña, no ocurrió ninguna desgracia, pero ya de mayor me di cuenta de lo atrevidos que éramos, de cómo nos atraían las cosas peligrosas y de la perspicacia que teníamos para que no se nos pasase desapercibida ni una sola. El ejemplo que acabo de relatar es una buena prueba de todo ello.

Volviendo al suministro de electricidad, ésta se facturaba a un tanto alzado, y la bombilla o bombillas instaladas estaban encendidas mientras había tensión en la red pública, lo cual sucedía durante un cierto número de horas de la noche, que en el mejor de los casos no pasaban de doce. Por el día simplemente no había suministro eléctrico.

Lo normal era gestionar el alumbrado de la siguiente forma: en la cocina, que solía ser también comedor, se colocaba una bombilla y en el patio se instalaba la otra. El interruptor con sus cuatro posiciones permitía tener:

a) toda la potencia en la cocina

b) mitad de la potencia en la cocina y mitad en el patio (lámparas en serie)

c) toda la potencia en el patio

d) mitad y mitad otra vez

Y al giro siguiente de la palomilla, se quedaba la luz como al principio, es decir, en la cocina.

Con este galimatías se conseguía “atender” las variadas necesidades de iluminación que normalmente se producían. Para entenderlo, sigamos paso a paso los distintos acontecimientos que habitualmente tenían lugar en las casas por las noches:

Imaginemos que estaban una o varias personas en la cocina, iluminada con su flamante bombilla, y alguien llamaba en la puerta de la calle. Si era una persona conocida, se daba la mitad de la luz y así el recién llegado veía lo suficiente para subir a la cocina. Luego se volvía a dar toda la luz a la cocina. Si después se marchaba el visitante, se repetía el proceso de las iluminaciones. Si la ocasión requería dar toda la luz al patio, se hacía así, a condición de dejar sin luz a la cocina, quedando ésta alumbrada únicamente por la escasa luz del fuego. En resumidas cuentas hay que decir que era una chapuza de iluminación, pero era una forma de aliviar el problema de alumbrar varias dependencias con un contrato que solo permitía usar la potencia de una bombilla.

A todo esto nos podemos preguntar cómo se alumbraban los que tenían que ir a cualquier otra parte de la casa. La respuesta es: con la ayuda del humilde candil de aceite, protegiendo la llama de las corrientes de aire con la mano y, en algunos casos, el de carburo, que era el de dotación de los mineros para el alumbrado en la mina; aunque por lo general el de carburo se utilizaba en las casas solamente cuando se necesitaba durante un cierto tiempo, ya que su puesta a punto era algo engorrosa.

En algunas ocasiones se necesitaba que la cocina estuviera mejor iluminada que de ordinario; por ejemplo en invierno, cuando se mataba el cerdo. Con ese motivo, la cocina se convertía en un espacio industrial en plena actividad, realizándose en él las múltiples actividades propias del “mondongo”. Entonces la pobre iluminación aportada por la bombilla reglamentaria no era suficiente; pero cuando surge una necesidad la gente se despabila, así que pronto aparecieron unas bombillas de 100 w que llevaban un trozo de cable de unos 30 centímetros, el cual terminaba en una pinza de madera –como las de tender la ropa – que tenía unos pinchos metálicos en la zona de presión, los cuales perforaban el aislamiento de los cables de la instalación, derivando por ellos la corriente hacia la bombilla pirata. A este dispositivo se le dio el nombre de “trampa”, palabra que no llegó a figurar en el diccionario con este sentido, pero que todo el mundo la conocía. La “trampa” se compraba sin dificultad en cualquier parte y se prestaba continuamente de unos a otros. Por supuesto cuando se estaba utilizando había que cerrar con llave la puerta de la casa, porque la Compañía tenía un inspector que aparecía de repente en la cocina cuando menos se esperaba, y ponía unas multas de padre y muy señor mío.

Cuando el inspector conseguía entrar en una casa, el pueblo pasaba a ser un hervidero de gente yendo de puerta en puerta avisando a los demás, y todo el mundo guardaba las bombillas ilegales en el sitio más recóndito; así que el inspector hacía cada vez una denuncia como máximo.

Por lo demás la Compañía sabía perfectamente la potencia instalada en todo el pueblo y el consumo real, así que cuando le parecía que la diferencia era excesiva ponía en marcha la inspección y al menos la gente frenaba un poco su “uso indebido de la energía eléctrica”.

La circunstancia era tan conocida, que incluso se contaba el siguiente chiste al respecto:

Llaman a la puerta y al preguntar “¿quién llama?” contestan: “El inspector de Eléctricas” y le responden desde dentro: “Un momento que arreglamos la trampa”. Al oír esto, el inspector da un fuerte empujón a la puerta y entra a toda velocidad, cayendo en vertical a la bodega, por la “trampa” que, según le acababan de advertir, tenían que arreglar para permitir el paso sin problemas.

Esta situación del servicio eléctrico era normal en aquellos años y además a veces se complicaba con las famosas restricciones, que consistían en que, por ejemplo a las diez de la noche se apagaban todas las luces del pueblo, y hasta el día siguiente a las ocho de la tarde ya no volvía a restablecerse el servicio eléctrico. Todo un pueblo a oscuras en las noches de luna nueva era algo tremendo y no era raro desalojar por este motivo un bar a tientas, o “al tentón” como se decía entonces. Si te cruzabas con alguien por la calle, los saludos eran “a bulto”, sin saber a quien habías saludado, y así sucesivamente.

Se contaba y al parecer sucedió realmente, que un vecino ya bastante mayor y bastante grueso que solía ir a tomar café al bar por las noches, tuvo que volver a su casa durante el apagón y, a mitad de camino, un gamberro que lo estaba esperando amparado en la oscuridad, le atizó una sonora bofetada y salió corriendo; ante lo cual el agredido, sin perder la sangre fría, dijo: “¡Vuélvete, vuélvete si tienes cojones, que aún me queda cara pa otra!”, frase que también se hizo famosa.

Vistas estas cosas desde la situación actual, nos puede parecer que entonces todo era muy “cutre”, difícil y triste; sin embargo lo veíamos como la cosa más natural del mundo y no había caras largas, sino que, por el contrario, era bastante frecuente, pasando por las calles, oír a las mujeres cantar a pleno pulmón dentro de sus casas y los hombres, en sus tareas agrícolas, a lomos de sus caballerías o trillando en las eras, “echaban” sus buenas jotas, cosa que no sucede en la actualidad en ninguna ocasión; es decir, que vivimos en general en un ambiente más triste que entonces. Lo cual prueba que el avance técnico no significa necesariamente mayor felicidad. Y, demuestra también, que las penas y las alegrías dependen de las circunstancias, pero más que nada de nosotros mismos.

Estado actual de los edificios de la central

Esta historia tiene un deprimente final, porque la central eléctrica que era un símbolo de aprovechamiento de recursos, ejemplo de la inteligencia y tenacidad de hombres emprendedores y medio de vida de varias familias, fue comprada por ERZ, para inmediatamente ser desactivada, con lo cual se desperdician desde entonces unos puestos de trabajo que escasean, y una energía eléctrica que a España no le sobra, ya que de hecho la estamos importando en grandes cantidades. Las empresas tienen sus motivos y derechos para hacer estas cosas, pero evidentemente algo falla en el sistema, para que algo tan absurdo pueda ocurrir. Por mi parte confieso que cada vez que veo aquella central en ruinas, junto a su hermoso y desperdiciado salto de agua, siento vergüenza e impotencia y algo dentro de mí se subleva. Quizá lo que hacíamos en las casas con las lámparas de 100 w durante “los días del mondongo”, era una trampa insignificante, con relación a la que se intuye en el fondo de todo el tema de la compra y cierre de aquella flamante central del puente colgante.

La olipa

Estoy pensando en Ariño, en los años 50, en el anochecer de las tardes de verano. Casi todos estábamos en las calles “a la fresca”, sentados unos en sillas, otros en asientos de cemento, y algunos en el puro suelo. Charla relajada y risas frecuentes. En el aire, cruzando incesantemente, los murciélagos, emitiendo sus chirridos intermitentes. Era curioso que, volando tan rápido, no chocaran nunca en paredes y en tejados. En una época en que cualquier animal visible de regular tamaño terminaba sus días en la sartén, no conozco a nadie que hubiera cazado un murciélago. Se decía que con una gorra en el extremo de una caña larga, llegaban a chocar, pero tal cosa, o no se había comprobado, o había fracasado el experimento. Los que habían leído más sobre animales, decían que aquellos chirridos eran señales como las del radar, que les permitían conocer, al rebotar en los objetos interpuestos, si la trayectoria estaba o nó libre. Me asombran cada vez más las cosas tan complicadas que hacen los animales, incluso los más elementales, sin darse ni cuenta. Nadie conocía tampoco con certeza donde se cobijaban los murciélagos durante el día. Solamente se les había podido localizar en la Cueva de los Murciélagos que está en la Sierra de Arcos, cerca de la Cueva Negra. Es curioso que vinieran desde allí al anochecer y se dedicasen a volar incansables por todas las calles del pueblo. De estas reflexiones nos sacaban los avisos desde nuestras casas, de que la cena estaba ya en la mesa y, en pocos minutos, las calles quedaban vacías, porque, sin haberse puesto de acuerdo, todo el mundo cenaba casi a la misma hora.

Después de cenar, un ratico más a la fresca, y, no tardando mucho, a dormir, oyendo, a través de las ventanas abiertas, el concierto de las ranas de todo el río Ariño. Había veces que cantaban tantas y tan fuerte, que el sonido era de bastantes decibelios. Además de las ranas participaban en el coro unos animalejos que emitían un sonoro “Bip” intermitente. A estos les llamábamos olipas y, que yo sepa, nadie las había visto. Se decía que eran pájaros, pero en cierta ocasión oí cantar a una entre unas maderas que había cerca. Fui sigilosamente hasta donde se oía, aparté las maderas y allí había... ¡Solamente un sapo! Con este dato me quedé desorientado, y ahora mismo no podría asegurar qué clase de animal es la dichosa olipa.

Todos aquellos sonidos eran un sedante para dormir de un tirón, lo que ocurría la mayoría de las veces. Pero, de vez en cuando, se oía en medio de la noche un ruido muy diferente al que hemos atribuido a la fauna de Ariño. Era un ruido que inmediatamente despertaba a la mayor parte de los hasta entonces plácidos durmientes: era . . .¡El cochecico de la SAMCA!

En el cochecico subían hacia la mina el médico y otras personas, casi siempre para asistir a algún minero accidentado. Con frecuencia se trataba de “entufados”, que habían respirado los gases de alguna combustión en el interior de la mina, pero a veces se trataba de cosas peores.

A los mineros que no estaban en turno de noche se les veía serios, y las mujeres iban exclamando: ¡Ay madre mía! ¡Qué habrá pasado! En fin, que todo el pueblo se quedaba sobrecogido, esperando saber a quien le había tocado esta vez el accidente, y la gravedad del mismo.

En dos ocasiones le tocó a mi padre, una por accidente eléctrico al rozar un cable con el candil de carburo, y otra por venírsele encima una pared de carbón en una explotación, dejándolo medio enterrado. En ambos casos pudo perder la vida y se salvó gracias a la valentía de compañeros que arriesgaron la suya por él. Compañeros con tal señorío que ni siquiera decían su nombre porque no querían “medallas”. Les bastaba con saber que lo mismo hubiera hecho mi padre por ellos. Era, y supongo que seguirá siendo, la forma de proceder de la gran familia de los mineros.

Cuando le ocurrió el accidente eléctrico, llegó a casa algo demacrado y con la mano izquierda vendada y estuvo unos días de baja; y cuando sufrió el segundo accidente, lo trajeron entre varios mineros, ya que apenas podía moverse, y también estuvo de baja un par de semanas.

Del accidente eléctrico le quedó la mano izquierda con dos dedos deteriorados y cuando mi madre le decía que había indemnizaciones por ello, mi padre le contestaba que los dedos agarrotados solo le molestaban para tocar la guitarra, cosa que a estas alturas de su vida no pensaba volver a hacer; y así quedaba zanjada la cuestión por el momento.

Todas estas cosas eran parte del cotidiano acontecer del Ariño de los años 50 .

Salvador Macipe Paricio
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