miércoles, 22 de octubre de 2008

Los dos"lapos" de mi padre

Cuando yo era un chaval (en las proximidades de 1950) era moneda corriente que los padres dieran algún que otro “moquete” a sus hijos, y ello se consideraba totalmente normal. Mi padre solo me dio dos, y siempre he pensado que con razón, así que nunca se lo tuve en cuenta. Explicaré los hechos que los motivaron:

Teníamos en el comedor, pegado a la pared, un mueble de obra con baldosas blancas en la parte superior, que estaban enmarcadas con un grueso listón de buena madera. Un día en que yo estaba enredando con un cuchillo de cocina recién afilado se me ocurrió probarlo sacando unas cuantas virutas de nuestro flamante marco de madera. Cuando iba por la tercera, me descubrió mi padre que, acto seguido, sin mediar ni media palabra de aviso ni de conclusión, me propinó un “pescozón”, con lo cual se acabó el empeño en destrozar el mueble, y nunca más tuve la tentación de repetir el experimento. Además me quedé tan convencido de que me lo merecía, que a ratos me daban ganas de darme, yo mismo, otro de propina.

El segundo “sopapo” tuvo lugar en “la Cerrada” donde teníamos un huerto que estaba en lo que fue Colegio de los Salesianos, hoy convertido en Centro de Interpretación. Estábamos aquel día entrecavando unas alcachoferas que había en la orilla del bancal a la sombra de las manzaneras. Realmente el que cavaba era mi padre, pues yo no hacía más que enredar. El trabajo era pesado así que mi padre sudaba abundantemente y, como había sombra, se quitó el sombrero de paja que llevaba y lo dejó con cuidado en el suelo; y justo acababa de hacerlo, cuando a mí se me desvió la trayectoria de la azada, y le di al sombrero un tajo de tal calibre, que lo partí por la mitad. Mi padre abrió mucho los ojos y, como no tenía el cuerpo para esta clase de bromas, me dio un hermoso “soplamocos”. ¿Verdad que también esta vez fue justificado?

Hubo una tercera ocasión, un día que estábamos desyermando un arenal en “los Padillos” con la azada, lo que también era un trabajo pesado porque estaba todo lleno de junqueras, que son difíciles de quitar. No sé que hice, posiblemente intentar darle con la azada a una mariposa que debió de pasar volando, el caso es que mi azada dio de refilón en los riñones de mi padre que se quedó tan dolorido que ni ganas le quedaron de darme la tercera “chuleta” a pesar de que bien me la había ganado.

Con estos detalles fui comprendiendo que lo de la azada no era mi fuerte y, gracias a que lo de estudiar no se me daba mal, pude salir adelante por esta vía, sin descalabrar a mi sufrido progenitor, y sin que él, en contrapartida, me fuera propinando alguna que otra “colleja”, insisto en que siempre bien merecidas.

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