Estoy pensando en Ariño, en los años 50, en el anochecer de las tardes de verano. Casi todos estábamos en las calles “a la fresca”, sentados unos en sillas, otros en asientos de cemento, y algunos en el puro suelo. Charla relajada y risas frecuentes. En el aire, cruzando incesantemente, los murciélagos, emitiendo sus chirridos intermitentes. Era curioso que, volando tan rápido, no chocaran nunca en paredes y en tejados. En una época en que cualquier animal visible de regular tamaño terminaba sus días en la sartén, no conozco a nadie que hubiera cazado un murciélago. Se decía que con una gorra en el extremo de una caña larga, llegaban a chocar, pero tal cosa, o no se había comprobado, o había fracasado el experimento. Los que habían leído más sobre animales, decían que aquellos chirridos eran señales como las del radar, que les permitían conocer, al rebotar en los objetos interpuestos, si la trayectoria estaba o nó libre. Me asombran cada vez más las cosas tan complicadas que hacen los animales, incluso los más elementales, sin darse ni cuenta. Nadie conocía tampoco con certeza donde se cobijaban los murciélagos durante el día. Solamente se les había podido localizar en la Cueva de los Murciélagos que está en la Sierra de Arcos, cerca de la Cueva Negra. Es curioso que vinieran desde allí al anochecer y se dedicasen a volar incansables por todas las calles del pueblo. De estas reflexiones nos sacaban los avisos desde nuestras casas, de que la cena estaba ya en la mesa y, en pocos minutos, las calles quedaban vacías, porque, sin haberse puesto de acuerdo, todo el mundo cenaba casi a la misma hora.
Después de cenar, un ratico más a la fresca, y, no tardando mucho, a dormir, oyendo, a través de las ventanas abiertas, el concierto de las ranas de todo el río Ariño. Había veces que cantaban tantas y tan fuerte, que el sonido era de bastantes decibelios. Además de las ranas participaban en el coro unos animalejos que emitían un sonoro “Bip” intermitente. A estos les llamábamos olipas y, que yo sepa, nadie las había visto. Se decía que eran pájaros, pero en cierta ocasión oí cantar a una entre unas maderas que había cerca. Fui sigilosamente hasta donde se oía, aparté las maderas y allí había... ¡Solamente un sapo! Con este dato me quedé desorientado, y ahora mismo no podría asegurar qué clase de animal es la dichosa olipa.
Todos aquellos sonidos eran un sedante para dormir de un tirón, lo que ocurría la mayoría de las veces. Pero, de vez en cuando, se oía en medio de la noche un ruido muy diferente al que hemos atribuido a la fauna de Ariño. Era un ruido que inmediatamente despertaba a la mayor parte de los hasta entonces plácidos durmientes: era . . .¡El cochecico de la SAMCA!
En el cochecico subían hacia la mina el médico y otras personas, casi siempre para asistir a algún minero accidentado. Con frecuencia se trataba de “entufados”, que habían respirado los gases de alguna combustión en el interior de la mina, pero a veces se trataba de cosas peores.
A los mineros que no estaban en turno de noche se les veía serios, y las mujeres iban exclamando: ¡Ay madre mía! ¡Qué habrá pasado! En fin, que todo el pueblo se quedaba sobrecogido, esperando saber a quien le había tocado esta vez el accidente, y la gravedad del mismo.
En dos ocasiones le tocó a mi padre, una por accidente eléctrico al rozar un cable con el candil de carburo, y otra por venírsele encima una pared de carbón en una explotación, dejándolo medio enterrado. En ambos casos pudo perder la vida y se salvó gracias a la valentía de compañeros que arriesgaron la suya por él. Compañeros con tal señorío que ni siquiera decían su nombre porque no querían “medallas”. Les bastaba con saber que lo mismo hubiera hecho mi padre por ellos. Era, y supongo que seguirá siendo, la forma de proceder de la gran familia de los mineros.
Cuando le ocurrió el accidente eléctrico, llegó a casa algo demacrado y con la mano izquierda vendada y estuvo unos días de baja; y cuando sufrió el segundo accidente, lo trajeron entre varios mineros, ya que apenas podía moverse, y también estuvo de baja un par de semanas.
Del accidente eléctrico le quedó la mano izquierda con dos dedos deteriorados y cuando mi madre le decía que había indemnizaciones por ello, mi padre le contestaba que los dedos agarrotados solo le molestaban para tocar la guitarra, cosa que a estas alturas de su vida no pensaba volver a hacer; y así quedaba zanjada la cuestión por el momento.
Todas estas cosas eran parte del cotidiano acontecer del Ariño de los años 50 .
Después de cenar, un ratico más a la fresca, y, no tardando mucho, a dormir, oyendo, a través de las ventanas abiertas, el concierto de las ranas de todo el río Ariño. Había veces que cantaban tantas y tan fuerte, que el sonido era de bastantes decibelios. Además de las ranas participaban en el coro unos animalejos que emitían un sonoro “Bip” intermitente. A estos les llamábamos olipas y, que yo sepa, nadie las había visto. Se decía que eran pájaros, pero en cierta ocasión oí cantar a una entre unas maderas que había cerca. Fui sigilosamente hasta donde se oía, aparté las maderas y allí había... ¡Solamente un sapo! Con este dato me quedé desorientado, y ahora mismo no podría asegurar qué clase de animal es la dichosa olipa.
Todos aquellos sonidos eran un sedante para dormir de un tirón, lo que ocurría la mayoría de las veces. Pero, de vez en cuando, se oía en medio de la noche un ruido muy diferente al que hemos atribuido a la fauna de Ariño. Era un ruido que inmediatamente despertaba a la mayor parte de los hasta entonces plácidos durmientes: era . . .¡El cochecico de la SAMCA!
En el cochecico subían hacia la mina el médico y otras personas, casi siempre para asistir a algún minero accidentado. Con frecuencia se trataba de “entufados”, que habían respirado los gases de alguna combustión en el interior de la mina, pero a veces se trataba de cosas peores.
A los mineros que no estaban en turno de noche se les veía serios, y las mujeres iban exclamando: ¡Ay madre mía! ¡Qué habrá pasado! En fin, que todo el pueblo se quedaba sobrecogido, esperando saber a quien le había tocado esta vez el accidente, y la gravedad del mismo.
En dos ocasiones le tocó a mi padre, una por accidente eléctrico al rozar un cable con el candil de carburo, y otra por venírsele encima una pared de carbón en una explotación, dejándolo medio enterrado. En ambos casos pudo perder la vida y se salvó gracias a la valentía de compañeros que arriesgaron la suya por él. Compañeros con tal señorío que ni siquiera decían su nombre porque no querían “medallas”. Les bastaba con saber que lo mismo hubiera hecho mi padre por ellos. Era, y supongo que seguirá siendo, la forma de proceder de la gran familia de los mineros.
Cuando le ocurrió el accidente eléctrico, llegó a casa algo demacrado y con la mano izquierda vendada y estuvo unos días de baja; y cuando sufrió el segundo accidente, lo trajeron entre varios mineros, ya que apenas podía moverse, y también estuvo de baja un par de semanas.
Del accidente eléctrico le quedó la mano izquierda con dos dedos deteriorados y cuando mi madre le decía que había indemnizaciones por ello, mi padre le contestaba que los dedos agarrotados solo le molestaban para tocar la guitarra, cosa que a estas alturas de su vida no pensaba volver a hacer; y así quedaba zanjada la cuestión por el momento.
Todas estas cosas eran parte del cotidiano acontecer del Ariño de los años 50 .
Salvador Macipe Paricio
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