jueves, 30 de octubre de 2014

CERCA DEL REFUGIO


Según dije en uno de mis escritos, me quedaban por contar nuestros juegos infantiles en el entorno del refugio. Era una  zona que estaba cerca de la entrada de la calle que llamábamos “debajo de los corrales”. Hace poco tiempo vi que en algún momento se le ha dado a la calle un nombre más prestigioso, que es “don Juan de Lanuza”, según figura en la placa de cerámica colocada en una de aquellas  paredes.

 El refugio era una cueva  de considerable anchura, poca altura y mediana profundidad,  techo de roca y suelo arcilloso, que en la época de los bombardeos de nuestro pueblo durante la guerra se utilizaba como refugio de los vecinos de los alrededores. Esta es la causa de que lo llamásemos “el Refugio”.

 Este mismo servicio lo hicieron unas cuantas bodegas,  porque el pueblo fue bombardeado varias veces y de vez en cuando, al oír a los aviones, todo el mundo corría hacia estos lugares que proporcionaban una razonable protección.

 No tengo noticia de que falleciera por causa de las  bombas ningún vecino y aunque no puedo asegurarlo, creo que  murió un miliciano en la zona de la huerta, porque, al parecer, le cayó una  justo en el lugar donde  él estaba, que ya es puntería del piloto o mala suerte del miliciano, si realmente es cierto lo indicado.

El caso es que un pueblo tan pequeño como el nuestro recibió, según he oído, nada menos que una  paliza de alrededor de ciento sesenta bombas, que ya son bombas para tan poca superficie y para tan escasa resistencia militar. Por eso el pueblo quedó con numerosos “escachaos” que permanecieron así durante años.

Algunas casas tuvieron la suerte de no sufrir apenas deterioro, pese a que las casas contiguas, incluso con alguna pared de carga común, quedaron completamente destruidas.

En el susodicho refugio hacíamos de todo: encender fuego, jugar a batallas de piedras con los de fuera, nuestras necesidades fisiológicas, etc., etc.

 Yo tenía un amigo que podría calificarse como “mi primo el de Zumosol”, que era “Ernesto Macipe” de quien hablé en uno de mis relatos. En cierta ocasión me indicó que las canicas y monedas que ganásemos (sobre todo él) en nuestros habituales juegos infantiles, las guardaríamos en el fondo arcilloso del refugio en un pocete que haríamos y cubriríamos con arcilla para dejarlo bien disimulado.

 Esta “caja fuerte” nos sirvió durante cierto tiempo para el fin previsto y, a pesar de que el lugar elegido estaba muy frecuentado, nadie imaginó que allí teníamos, fácilmente accesibles nuestras justas y tempranas ganancias. De vez en cuando hacíamos  arqueo y reparto del contenido y siempre nos salieron bien las cuentas.

 Siempre he agradecido a mi amigo y vecino Ernesto su generosa amistad y protección cuando yo era un chavalín y él tres años mayor. Sentí especialmente su temprana muerte (a los sesenta años) después de una afección cardíaca que trataron de resolver nada menos que por medio de un trasplante de corazón en Pamplona (terapia que entonces era una técnica muy novedosa), aunque esto le alargó la vida durante poco tiempo.

Sirvan estas líneas como un cariñoso y agradecido recuerdo de Ernesto, junto con el deseo de que descanse en paz mi querido amigo.

Otra de las actividades que realizábamos en el pedregoso terreno contiguo al refugio era la de explosionar (con cierto riesgo) los cohetes que por alguna razón habían fallado en los fuegos artificiales que se programaban durante las fiestas de santa Bárbara, ya que después de realizarse la exhibición inspeccionábamos la zona y no era raro encontrar algunos que conservaban su carga explosiva.

Y como esto de las explosiones (os recuerdo la terrorífica de la bomba de la cantera) nos atraía especialmente, también en este lugar solíamos practicar la de los botes de carburo que inventó algún iluminado y que tenía más peligro del aparente.

Anticipándonos al invento de los toboganes que son imprescindibles en todos los parques infantiles actuales, nosotros teníamos uno que lo llamábamos deslizadera y también esbarizaculos, en un terraplén de arcilla que se había producido en el borde del solar que quedó en lo que había sido un edificio próximo.

Para que funcionase bien aquel tobogán de arcilla, había que humedecerlo previamente (cosa que hacíamos no precisamente con agua potable) y para proteger nuestros sufridos pantalones utilizábamos  normalmente alguna piel (generalmente de cabra o de oveja) que alguien se había agenciado para este fin.

Esta práctica del tobogán o deslizadera era uno de los juegos más divertidos de la zona y también la causa de frecuente revolcones.

En la calle, justo encima del refugio, sentados en el puro suelo, un grupo de cuatro o seis chavales organizábamos juegos de baraja, que generalmente eran “el siete y medio” y “las bazas”. El pinte era de una o varias monedas de aluminio de cinco o de diez céntimos, es decir “perras chicas” o “perras gordas”. 

En el peor de los casos las pérdidas eran perfectamente asumibles y además nadie de los mayores nos lo criticaba, quizá porque esta actividad era una de las más inofensivas que practicábamos.

En el mismo sitio o en un lugar cercano a veces se situaba un hombre,  con una rudimentaria máquina de madera. Con una de sus piezas golpeaba deprisa y reiteradamente  los tallos de unas plantas secas y alargadas de color amarillento que al parecer eran  cáñamo. Creo que  esta operación se llamaba “agramado”.

 En el suelo quedaban los restos de la parte interior de aquellos tallos. La exterior eran las fibras de cáñamo (nosotros lo llamábamos cañámo ) con las que formaba madejas, que luego se utilizarían para diversos fines, especialmente para hacer cuerdas de más o menos diámetro,  con las que coser enseres y calzados usando punzones y para fabricar ramales y sogas. Al parecer con la hilaza de los cáñamos más finos se hacían, antiguamente, diversos tejidos.

Los chicos, aparte de curiosear esta inusual actividad, tratábamos de agenciarnos las semillas de aquellas plantas, que eran ni más ni menos que los cañamones que los comíamos en competencia con los gorriones, a los que también les encantaban  estas semillas.

Como flora de la zona no había más que lo sembrado en los regueros, los sisallos de los ribazos y  abundante cantidad de ortigas,  que nosotros llamábamos “picasarnas”. Entonces no podíamos ni imaginar que son comestibles hervidas como verdura y  tienen otras interesantes propiedades.

Además se criaban en los escasos sitios donde se podía asegurar que estaban limpios de excrementos de animales y de personas, ya que por su picor al menor roce ahuyentaban de ellas a todo bicho viviente.

Ahora las ortigas supongo que son una especie en peligro de extinción, porque no las encuentro por ninguna parte, ni siquiera por los lugares donde antiguamente solían criarse.

Nosotros las empleábamos para fastidiar a los amigos rozándoselas por las piernas cuando estaban descuidados, ya que aún empleábamos los pantalones cortos en la época en que me he situado y nuestras ideas no siempre eran angelicales.

Aunque entonces no nos entreteníamos en este tipo de observaciones luego he pensado que era raro que no hubiera en todo el pueblo y en los alrededores más que un árbol en la calle del calvario, que era  una higuera que, por cierto,  dio a sus dueños el mote correspondiente, que se extendió y aún se aplica a toda la familia, sin ningún problema.

Por eso cuando apareció por Ariño mosén José Fuster y plantó dos acacias en la placeta contigua a la iglesia, una a cada lado de la puerta, todos nos sorprendimos  de este hecho tan simple y natural y sin embargo para nosotros tan novedoso.

La fauna no era otra que simples lagartijas que tomaban el sol asomadas lo menos posible en sus agujeros, con buen criterio, porque, aun así, los chicos, que éramos muy rápidos de reflejos, les dábamos caza acercándonos a ellas sigilosamente.

 Luego las volvíamos a soltar, quizá sin cola, porque al atraparlas solían perderla. Esto no era un problema, porque una vez indultadas les volvía a surgir, al cabo de poco tiempo. Se ve que es una parte vital para el desenvolvimiento normal de dichos animalillos y su metabolismo las reproduce una y otra vez.

No sigo enumerando al resto de la fauna, ya que tendríamos que pasar a animales minúsculos, que no nos despertaban el menor interés en aquellos momentos.

Y con esto doy por terminado mi relato, no sin hacer un par de observaciones: una es que, casualmente y a pesar del tiempo transcurrido, hoy los niños también juegan en aquella zona, ya que se ha elegido el lugar para instalar un parque infantil.

Otra,  que alguno de los niños de mi época también están próximos a  aquel refugio, porque debido a su edad,  comienzan a refugiarse en la Residencia de los mayores que está ubicada al lado del parquecillo.

La entrada del refugio se fue poco a poco reduciendo por efecto de la tierra y de las basuras y finalmente, si es que aún no se había cegado del todo,  lo cerrarían a propósito durante las obras del parque y de la residencia; pero que conste que en él y en sus alrededores pasamos muchos y divertidos ratos en los años de mi niñez, practicando los juegos que he relatado y alguno más.

 Aquel lugar nos atraía  casi tanto como la plaza mayor, seguramente por  la sensación de libertad que nos producía y también porque, desde allí veíamos la era del portillo, donde jugábamos al fútbol casi todos los días y este era una de nuestros deportes favoritos.

lunes, 17 de marzo de 2014

La era del portillo


A lo largo de mis relatos he ido explicando algunas de nuestras actividades cuando éramos unos chavalines y hasta chavalotes, pero ha sido una pequeña muestra y me he quedado con la impresión de dejarme muchas en el tintero, como suele decirse.

En este escrito me propongo añadir algunas más que practicábamos con frecuencia y con agrado casi todos los chicos y eran exclusivas para el género masculino, ya que las chicas se dedicaban, con el mismo interés que nosotros, a otras muy diferentes.

Como lugares preferidos para estas actividades teníamos la plaza Mayor y la zona que llamábamos “debajo de los corrales”, que es la calle donde se ha construido la Residencia.

En la época a la que me refiero, esta era una calle  de tierra, bastante ancha, que en un lado tenía regueros y en el otro corrales, que en un sentido continuaba hasta el abrevadero y por el otro salía a lo que entonces llamábamos barrio de la balsa, que actualmente se llama calle de las Minas. En el punto en que estas calles confluyen,  un año  que había llovido muchísimo, vimos  aparecer una balseta o manantial, que seguramente no era la primera vez que sucedía y ello debió motivar el que se hubiera dado el nombre de “la Balsa” a dicha calle.

Adyacentes unos y próximos otros a dicha zona, había varios lugares en los que nos entreteníamos jugando, cuando no lo hacíamos en la propia calle. La circulación de automóviles era nula e incluso la de caballerías era limitada, así que en ese sentido no teníamos problemas.  De los lugares apuntados había dos que ocupábamos con especial frecuencia, que solían ser la cercana era del portillo que se convirtió en nuestro particular campo de fútbol y el refugio y aledaños que estaban debajo de la calle y se prestaban a variadas calaveradas.

 La era del portillo  la circundaba una pared de piedras de algo así como un metro de altura, hecha por motivos de seguridad para las faenas de trilla, porque a veces el trillo se salía de la parva y en aquella era hubiera sido peligroso, porque algunos de los regueros que la rodeaban estaban a menor altura que la era, así que la tal pared servía  para evitar la salida de caballerías, trillo, trillador y los problemas consiguientes.

Acabo de decir que a veces “el trillo se salía de la parva” y es curioso observar lo frecuente que era llevar estas cosas de la vida ordinaria en forma de metáforas al lenguaje habitual y en este caso cuando alguien desbarraba  o se saltaba  las normas ordinarias se solía decir que “trillaba por fuera de la parva”. ¿Recordáis aquella expresión que argumenté en uno de mis artículos de “no tengo beta pa la zoqueta” como excusa cuando no se quería hacer algo que nos proponían? Pues ambas  y algunas más, son ejemplos del fenómeno lingüístico aludido.

Volviendo a la era de mi relato, cuya forma circular en lugar de la rectangular preceptiva para los campos de fútbol, lo que para nosotros era algo sin importancia, además tenía el detalle de que  la pared descrita del contorno, con el paso del tiempo, había perdido piedras en algunos puntos y ese era el motivo de que se la llamase “la era del portillo”, aunque hubiera sido más propio llamarla “la era de los portillos”, porque tenía más de uno; pero por un portillo más o menos no vamos a discutir.

Más importante era que la superficie de juego aparecía muy plana y la arcilla se conservaba muy fina, sin piedrecillas y por estas cualidades,  y por su proximidad al pueblo, se convirtió en nuestro campo de fútbol preferido, en el que jugábamos muchos días varios partidos.

Aquel era un fútbol muy especial, empezando por el balón, que era en nuestro caso una especie de pelota gorda de trapos rodeada de cuerdas de manera que tuviera la forma más esférica posible y estas sujetasen bien a los trapos. Como aquella cosa (que no sé cómo llamarla) pesaba bastante y no tenía elasticidad, donde caía no rebotaba sino que se quedaba quieta, hasta que una piña de jugadores la emprendía a patadas para llevarla hacia otra parte, preferiblemente hacia las porterías de uno u otro bando, que consistían en dos pedruscos bastante grandes, distanciados entre sí un número de pasos razonable, que sería el mismo, eso sí, para ambas porterías. Para determinar si la entrada de la “pelota” por encima del portero había sido o no gol, las alturas se calculaban a ojo de buen cubero, aunque dadas las características del “esférico”, el juego por alto era casi imposible y lo normal era el juego raso.

Los equipos se formaban con un número de jugadores acorde con el número de congregados  y la división se realizaba adelantándose dos de los líderes y cada uno iba eligiendo alternativamente al que le parecía mejor, hasta llegar al último o menos apto para este deporte. Si el número total de candidatos era impar, el sobrante, como lógicamente sería de los menos valiosos, no importaba adjudicárselo al equipo que había resultado perjudicado en la elección global. Luego, en cada equipo se decidía el que haría de portero y durante el partido los demás jugadores seguían la estrategia de intentar meter el mayor número posible de goles en la portería contraria y el menor en la propia, y la táctica de ir todos en piña detrás del balón dándole fuertes patadas que a veces iban a parar a las espinillas de cualquiera del grupo. Por eso no era raro que los chicos, que usábamos pantalones cortos con tirantes,  luciésemos hermosas moraduras en las piernas, algunas de ellas de considerable tamaño. A pesar del riesgo de accidentes, no recuerdo que nadie en aquella época se rompiera algún hueso y esto se debía sin duda a que los teníamos de goma y además, a la continua atención de los ángeles de la guarda.

Por alguna cualidad específica o por lo que fuera, yo solía ocupar un puesto de portero, lo que tenía también su riesgo, porque las patadas podías recibirlas en la cara si alguno de los jugadores del equipo contrario era especialmente bruto, circunstancia nada rara.

El  arbitraje lo ejercíamos entre todos y por supuesto lo de fuera de juego, patadas por detrás y demás pamplinas no formaban parte del listado de faltas sancionables. Solamente el tocar el balón descaradamente con las manos cerca de las porterías podía considerarse penalti y en tal caso el balón se lanzaba desde un punto situado a un número de pasos de las porterías acordado y señalado previamente.

Como era muy raro que alguien llevase botas (como máximo de aquellas de puntera redonda), los golpes no producían roturas de ligamentos al perjudicado, pero las punteras de las albarcas tenían su peligro; y como nadie tenía reloj, los tiempos se calculaban a ojo, por consenso o por cansancio.

A pesar de la cantidad de acuerdos a los que había que llegar, se conseguían sin dificultad y por alguna razón, nos gustaba mucho este juego y lo practicábamos con frecuencia. Por otro lado, hematomas aparte, era un sano deporte para fortalecernos y para gastar calorías ya que muchas veces terminábamos sudando y con ganas de ir a la fuente, ya que en mi pueblo no había  botellines de cristal  y los plásticos no se habían inventado todavía. En fin, que aquel deporte, como tantas cosas, era muy diferente a su forma actual, pero todo ello lo vivíamos con alegría, entusiasmo y sin mayores problemas.


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