miércoles, 3 de septiembre de 2008

LAS BOMBAS DE LA CANTERA

En Ariño, cuando yo era un chaval, vi en varias ocasiones dos bombas de aviación de la época de la guerra civil que no habían estallado; lo raro es que esto había ocurrido a pesar de que no habían caído en tierra blanda, ya que estaban en la cantera, en la que todo el suelo es pura roca. Puede que las tirara o perdiese el mismo avión, ya que eran muy parecidas y estaban en la misma cota, distantes unos 500m.

Se hallaban casi enterradas, y solamente se veían unas chapas retorcidas, con apariencia de tratarse de unos trastos inofensivos.

Una estaba enfrente de “la peña del serrao” –LaVirgen del Pilar– cerca de la casa de Cultura, y la otra en el barranquillo que hay al comienzo del barrio del Calvario.

Desconozco el fin que haya tenido la del Calvario, pero conozco bien lo que sucedió con la de la cantera del “secano cuartana”. A ésta me voy a referir a continuación:

Esta bomba la veíamos con frecuencia los chicos, que íbamos por todas partes –y más si eran zonas abruptas– y mostrábamos por ella poco interés. Ahora pienso que seguramente no todos los chicos eran tan ingenuos e inofensivos como yo, porque la bomba tenía un verdadero pedregal alrededor, como si algunos hubieran ido tirándole mendrugos, probando a ver qué pasaba, demostrando cierta vocación investigadora aunque maleada por altas dosis de vandalismo infantil, características de las que estábamos dotados prácticamente todos por igual.

Así pasaron años, hasta que una tarde aparecieron algunos chicos de mi edad en la plaza del Ayuntamiento –que era nuestro principal lugar de juegos y peleas– con los bolsillos llenos de unos pedruscos amarillos que llamaban trilita. Después de jugar al fútbol utilizándolos como balón, alguien propuso hacer con ellos un montón en el centro de la plaza y, con el espíritu investigador ya indicado, se decidió pegarles fuego para ver qué sucedía. Así se hizo ante la curiosidad de numerosos espectadores y se vio que ardía con facilidad, pero, recuerdo todavía, que con abundante humo negro y mal olor, como de azufre. Así terminó la fiesta, sin que ninguna persona mayor se percatara o interviniera en aquel desquiciado episodio. Los maestros, que solían andar por las cercanías, y de verlo nos hubieran “llamado a capítulo”, debían estar en sus casas, y tampoco se enteraron de nada.

La operación se fue repitiendo en los días siguientes, pasando también desapercibida; hasta que una tarde en la que yo estaba entretenido dibujando escenas bélicas en una pared lateral de nuestra casa con unas piedrecillas marrones que había en los alrededores de la era de Santa Bárbara, se oyó de pronto una enorme explosión procedente de la cantera y, acto seguido, pasó zumbando por encima de los tejados, un objeto que, según se divulgó después, era un disco grueso que llamaban “la tapadera”. Al poco tiempo se averiguó que había aterrizado en la era de “la trilladora”. Así quedó la cosa por el momento, y a la mañana siguiente supimos lo sucedido:

El grupillo de chavales que cada día se llenaban los bolsillos de trilita, estaban hartos aquella tarde de llevarla de aquí para allá, y decidieron pegarle fuego “in situ”, por el procedimiento de encender una mata y amontonar algunos romeros encima de la propia bomba. Así lo hicieron y allí estaban tan campantes calentándose las manos en la hoguera, cuando uno de ellos observó que la llama de la trilita comenzaba a ser azulada; y fuera porque a pesar de su aparente tranquilidad no las tenían todas consigo, o fuera simplemente porque los ángeles de la guarda se decidieron por fin a intervenir, el caso es que abandonaron el lugar a toda prisa y, cuando estaban a unos cincuenta metros de la bomba, se produjo la explosión, sin que sufrieran otro percance que un pitido en los oídos que no les duró muchos días.

El epílogo de esta historia es que a la escuadrilla de “desactivadores” la convocaron al Ayuntamiento las autoridades, en presencia de la guardia civil –cómo no– y andaban los chicos “cagadicos de miedo”, sumando el que tenían ellos mismos, de su propia cosecha, al que les añadieron unos y otros. Las averiguaciones se centraron, sobre todo, en descubrir quien era el que aportó las cerillas, que por lo visto pasaba a ser el culpable principal, ya que si nadie las hubiera llevado, no hubieran hecho la hoguera; en lo que, al fin y al cabo, los interrogadores llevaban su parte de razón.

Y no pasó más, al menos de puertas afuera, aunque me malicio que a la mayoría de los implicados les debieron estirar un rato las orejas en sus casas, haciéndoles prometer que no harían otra barbaridad como aquella, que, bromas aparte, podía haberles costado la vida. Las autoridades se felicitaron de que no hubiera sucedido alguna desgracia, e imagino que debieron acordar la retirada de la bomba que quedaba en la cantera ¡Digo yo!

La conclusión que se me ocurre es que donde hay chicos debemos esforzar la imaginación en adivinar posibles peligros, ya que los riesgos atraen a los chavales con energía y, antes o después, surgen los problemas, que pueden ser especialmente graves si alguno de los chicos lleva en los bolsillos algo que sea capaz de producir fuego.

Se me ocurre también un detalle curioso de tipo psicológico: Creo que, igual que yo recuerdo exactamente donde estaba y qué hacía en el momento de la explosión, habrá muchas personas que la oyeron, que también recordarán lo que estaban haciendo en aquel momento. ¿Verdad que es difícil que un suceso ponga de acuerdo a casi todos los habitantes de un pueblo en el recuerdo íntimo en un instante común del Tiempo? Es como si fuera un instante especial, que muy pocas veces se produce a lo largo de nuestra vida. Parece como “un ajuste a cero” de los recuerdos de una población entera.

Salvador Macipe Paricio

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