viernes, 29 de agosto de 2008

La trampa

Me voy a referir a cuestiones eléctricas en el Ariño de los años cuarenta.

La Compañía proveedora de electricidad era Rivera Bernad y Cía., que también se encargaba del suministro de agua potable (?) que abastecía a las dos fuentes públicas.


Que yo sepa, la referida Compañía, fundada y domiciliada en Albalate del Arzobispo, era propietaria, al menos, de dos centrales eléctricas de mediana potencia, una en el término de Ariño, en la zona del puente colgante, que precisamente se construyó para facilitar el paso hacia la referida central. En el mismo río Martín, ya en el término de Albalate, entre el pueblo y El Batán, estaba la segunda central, de tecnología similar a la de Ariño, aunque algo mayor de potencia.

Puente colgante construido para el acceso a la central

En estas centrales hidráulicas se generaba la energía eléctrica que consumían una serie de pueblos para el alumbrado, e incluso abastecían la mayor parte de las necesidades industriales y mineras de una amplia zona, aunque por razones de falta de fiabilidad en el suministro, algunas empresas se lo aseguraban por medio de generadores de emergencia propios.

La Compañía realizaba el transporte de electricidad en alta tensión trifásica y la mayor parte de los soportes de las líneas eran postes de madera, que, a pesar de los tratamientos preventivos, terminaban pudriéndose en la parte enterrada, por lo cual esta parte pasó a hacerse de cemento y a ella se fijaba la parte aérea del poste. Postes metálicos de celosía en la zona de Ariño se veían muy pocos. Solamente recuerdo uno situado cerca de lo que llamaban “el macelo”, edificio hoy inexistente, que estaba situado cerca de lo que actualmente es el desvío hacia el pueblo desde la carretera de las minas, contorneando al antiguo colegio de la Salle, recientemente transformado en Centro de Interpretación.

En aquel poste ocurrió un accidente que pudo ser mortal, cuando Antonio Abad –“el Herrerico” q. e. p. d. –, que a la sazón era un chaval, acompañado por algún amigo tan “movido” como él, se subió al poste “a tocar las “gicaras” que eran los soportes aislantes de vidrio en los que se sujetaban los cables de la línea. Cuando recibió la descarga eléctrica, cayó al suelo sobre la base de cemento en la que estaba anclado el poste, y milagrosamente no se mató, ni le quedó ninguna secuela como consecuencia de un accidente tan aparatoso; sin embargo el suceso sirvió de escarmiento para los demás chicos, porque seguramente algún otro hubiera tratado de subir, ya que aquel poste metálico era una tentación demasiado fuerte a pesar de sus avisos de peligro.

La línea eléctrica, según he indicado, llegaba al pueblo en alta tensión, entrando en la casa del “Tío Lucero” que estaba en el callejón que hay en la calle “Manuel Blesa (pintor)”. Una vez estuve en aquella casa y vi los transformadores de alta a baja tensión, situados en sus celdas. También pude observar que el suelo de la casa era de madera por evidentes cuestiones de seguridad. Entonces, que yo sepa, era la única casa del pueblo con suelo de madera.

La distribución por el pueblo se hacía a 125 voltios, empleando cables apoyados en palomillas que se fijaban en las fachadas de las casas, — eso sí, sin preguntar a los dueños si les parecía bien, mal o regular—.

En cada casa había una instalación eléctrica que partiendo de la red pública se hacía llegar a la habitación o habitaciones donde se ponían los puntos de luz que eran lámparas –decíamos bombillas – de 25 w. El cable era trenzado bipolar sujeto a las paredes por aisladores; los conmutadores eran de material cerámico de color blanco vitrificado y llevaban una palomilla central giratoria que normalmente tenía cuatro posiciones estables. La instalación tenía como única protección un fusible de hilo fino de cobre, fijado a la pared sobre una pequeña placa de madera rectangular. Desde luego no había diferenciales, interruptores de control de potencia, conductores de protección, ni siquiera contador.

Conmutador como los descritos en el artículo

Las instalaciones las hacía el mismo “Tío Lucero” que era empleado de la Compañía y también a él se recurría cuando por causa de algún cortocircuito se fundía el fusible. En fin, que era una de las pocas personas del pueblo que entendían de electricidad. La gente desconocía las propiedades de la corriente eléctrica, pero intuía que era una cosa peligrosa, así que la consigna general era “no tocar”. Esto no regía con los chicos, que éramos tan inquietos e insensatos que siempre hacíamos cosas peligrosas. Por ejemplo, recuerdo que en el barrio de la Samca, en el edificio del Economato, había en la puerta una persiana metálica por la que se podía trepar hasta un portalámparas sin bombilla que había en la parte superior; allí hacíamos “cola” los chavales del pueblo, para subir a meter el dedo dentro del portalámparas, para que nos diera “la rampa”, cosa que nos daba mucha risa. Como era una tensión relativamente pequeña, no ocurrió ninguna desgracia, pero ya de mayor me di cuenta de lo atrevidos que éramos, de cómo nos atraían las cosas peligrosas y de la perspicacia que teníamos para que no se nos pasase desapercibida ni una sola. El ejemplo que acabo de relatar es una buena prueba de todo ello.

Volviendo al suministro de electricidad, ésta se facturaba a un tanto alzado, y la bombilla o bombillas instaladas estaban encendidas mientras había tensión en la red pública, lo cual sucedía durante un cierto número de horas de la noche, que en el mejor de los casos no pasaban de doce. Por el día simplemente no había suministro eléctrico.

Lo normal era gestionar el alumbrado de la siguiente forma: en la cocina, que solía ser también comedor, se colocaba una bombilla y en el patio se instalaba la otra. El interruptor con sus cuatro posiciones permitía tener:

a) toda la potencia en la cocina

b) mitad de la potencia en la cocina y mitad en el patio (lámparas en serie)

c) toda la potencia en el patio

d) mitad y mitad otra vez

Y al giro siguiente de la palomilla, se quedaba la luz como al principio, es decir, en la cocina.

Con este galimatías se conseguía “atender” las variadas necesidades de iluminación que normalmente se producían. Para entenderlo, sigamos paso a paso los distintos acontecimientos que habitualmente tenían lugar en las casas por las noches:

Imaginemos que estaban una o varias personas en la cocina, iluminada con su flamante bombilla, y alguien llamaba en la puerta de la calle. Si era una persona conocida, se daba la mitad de la luz y así el recién llegado veía lo suficiente para subir a la cocina. Luego se volvía a dar toda la luz a la cocina. Si después se marchaba el visitante, se repetía el proceso de las iluminaciones. Si la ocasión requería dar toda la luz al patio, se hacía así, a condición de dejar sin luz a la cocina, quedando ésta alumbrada únicamente por la escasa luz del fuego. En resumidas cuentas hay que decir que era una chapuza de iluminación, pero era una forma de aliviar el problema de alumbrar varias dependencias con un contrato que solo permitía usar la potencia de una bombilla.

A todo esto nos podemos preguntar cómo se alumbraban los que tenían que ir a cualquier otra parte de la casa. La respuesta es: con la ayuda del humilde candil de aceite, protegiendo la llama de las corrientes de aire con la mano y, en algunos casos, el de carburo, que era el de dotación de los mineros para el alumbrado en la mina; aunque por lo general el de carburo se utilizaba en las casas solamente cuando se necesitaba durante un cierto tiempo, ya que su puesta a punto era algo engorrosa.

En algunas ocasiones se necesitaba que la cocina estuviera mejor iluminada que de ordinario; por ejemplo en invierno, cuando se mataba el cerdo. Con ese motivo, la cocina se convertía en un espacio industrial en plena actividad, realizándose en él las múltiples actividades propias del “mondongo”. Entonces la pobre iluminación aportada por la bombilla reglamentaria no era suficiente; pero cuando surge una necesidad la gente se despabila, así que pronto aparecieron unas bombillas de 100 w que llevaban un trozo de cable de unos 30 centímetros, el cual terminaba en una pinza de madera –como las de tender la ropa – que tenía unos pinchos metálicos en la zona de presión, los cuales perforaban el aislamiento de los cables de la instalación, derivando por ellos la corriente hacia la bombilla pirata. A este dispositivo se le dio el nombre de “trampa”, palabra que no llegó a figurar en el diccionario con este sentido, pero que todo el mundo la conocía. La “trampa” se compraba sin dificultad en cualquier parte y se prestaba continuamente de unos a otros. Por supuesto cuando se estaba utilizando había que cerrar con llave la puerta de la casa, porque la Compañía tenía un inspector que aparecía de repente en la cocina cuando menos se esperaba, y ponía unas multas de padre y muy señor mío.

Cuando el inspector conseguía entrar en una casa, el pueblo pasaba a ser un hervidero de gente yendo de puerta en puerta avisando a los demás, y todo el mundo guardaba las bombillas ilegales en el sitio más recóndito; así que el inspector hacía cada vez una denuncia como máximo.

Por lo demás la Compañía sabía perfectamente la potencia instalada en todo el pueblo y el consumo real, así que cuando le parecía que la diferencia era excesiva ponía en marcha la inspección y al menos la gente frenaba un poco su “uso indebido de la energía eléctrica”.

La circunstancia era tan conocida, que incluso se contaba el siguiente chiste al respecto:

Llaman a la puerta y al preguntar “¿quién llama?” contestan: “El inspector de Eléctricas” y le responden desde dentro: “Un momento que arreglamos la trampa”. Al oír esto, el inspector da un fuerte empujón a la puerta y entra a toda velocidad, cayendo en vertical a la bodega, por la “trampa” que, según le acababan de advertir, tenían que arreglar para permitir el paso sin problemas.

Esta situación del servicio eléctrico era normal en aquellos años y además a veces se complicaba con las famosas restricciones, que consistían en que, por ejemplo a las diez de la noche se apagaban todas las luces del pueblo, y hasta el día siguiente a las ocho de la tarde ya no volvía a restablecerse el servicio eléctrico. Todo un pueblo a oscuras en las noches de luna nueva era algo tremendo y no era raro desalojar por este motivo un bar a tientas, o “al tentón” como se decía entonces. Si te cruzabas con alguien por la calle, los saludos eran “a bulto”, sin saber a quien habías saludado, y así sucesivamente.

Se contaba y al parecer sucedió realmente, que un vecino ya bastante mayor y bastante grueso que solía ir a tomar café al bar por las noches, tuvo que volver a su casa durante el apagón y, a mitad de camino, un gamberro que lo estaba esperando amparado en la oscuridad, le atizó una sonora bofetada y salió corriendo; ante lo cual el agredido, sin perder la sangre fría, dijo: “¡Vuélvete, vuélvete si tienes cojones, que aún me queda cara pa otra!”, frase que también se hizo famosa.

Vistas estas cosas desde la situación actual, nos puede parecer que entonces todo era muy “cutre”, difícil y triste; sin embargo lo veíamos como la cosa más natural del mundo y no había caras largas, sino que, por el contrario, era bastante frecuente, pasando por las calles, oír a las mujeres cantar a pleno pulmón dentro de sus casas y los hombres, en sus tareas agrícolas, a lomos de sus caballerías o trillando en las eras, “echaban” sus buenas jotas, cosa que no sucede en la actualidad en ninguna ocasión; es decir, que vivimos en general en un ambiente más triste que entonces. Lo cual prueba que el avance técnico no significa necesariamente mayor felicidad. Y, demuestra también, que las penas y las alegrías dependen de las circunstancias, pero más que nada de nosotros mismos.

Estado actual de los edificios de la central

Esta historia tiene un deprimente final, porque la central eléctrica que era un símbolo de aprovechamiento de recursos, ejemplo de la inteligencia y tenacidad de hombres emprendedores y medio de vida de varias familias, fue comprada por ERZ, para inmediatamente ser desactivada, con lo cual se desperdician desde entonces unos puestos de trabajo que escasean, y una energía eléctrica que a España no le sobra, ya que de hecho la estamos importando en grandes cantidades. Las empresas tienen sus motivos y derechos para hacer estas cosas, pero evidentemente algo falla en el sistema, para que algo tan absurdo pueda ocurrir. Por mi parte confieso que cada vez que veo aquella central en ruinas, junto a su hermoso y desperdiciado salto de agua, siento vergüenza e impotencia y algo dentro de mí se subleva. Quizá lo que hacíamos en las casas con las lámparas de 100 w durante “los días del mondongo”, era una trampa insignificante, con relación a la que se intuye en el fondo de todo el tema de la compra y cierre de aquella flamante central del puente colgante.

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