jueves, 3 de noviembre de 2011

La peña negra

Cuando se contempla desde Ariño su huerta mayor, circunvalando por la derecha a esta considerable superficie se ve, muy destacada, la carretera comarcal que pasa por el puente de las tres arcadas, deja a su derecha las huellas de los dinosaurios y asciende hasta desaparecer en una curva de la zona que llamamos la peña negra.

A propósito de esta carretera tengo que decir que, por su pendiente y proximidad al pueblo, era una tentación para los chavales ya mayorcetes, que la utilizaban como pista de descenso en plataformas construidas utilizando madera, alambres, cuerdas y clavos y con estos ingredientes hacían el chasis, los ejes, los frenos y todos los demás órganos y mecanismos del carruaje. Elementos destacados eran los rodamientos de bolas, sacados de sabe Dios dónde, para utilizarlos a modo de pequeñas ruedas del artefacto.

La velocidad de aquellos móviles era, aunque moderada, excesiva para una mínima seguridad del ocupante, especialmente si coincidía el experimento con la presencia de algún vehículo de los de verdad. Eso sí, el estrépito del rodaje era considerable y se oía perfectamente desde la calle santa Bárbara, que era donde yo vivía en aquellos tiempos.

La considerable sonoridad de la prueba tenía el peligro de que llegasen los detalles del suceso a casa de los progenitores de los protagonistas y no les pareciera del todo bien que corrieran sus hijos los riesgos de rotura de prendas de vestir e incluso de algún hueso y, en consecuencia, trataran de evitar, contundentemente, que aquellas prácticas se repitieran en lo sucesivo.

Esta pequeña introducción tiene por objeto aludir a las proximidades del lugar al que me voy a referir a continuación:

Se trata de que, como he indicado al principio, la parte más alta de dicha carretera recibe, desde tiempo inmemorial, el nombre de peña negra. Muchas de las partidas de Ariño tienen nombres de los que no se sabe el motivo de su adjudicación, pero en este caso no había duda del motivo de la denominación. En aquella zona, a pocos metros de la orilla de la carretera, había una piedra casi negra más o menos redonda, muy especial. En principio debió de ser parecida a un dado de un metro de arista más o menos, pero en la época a que me refiero, su forma se iba acercando a la esférica aunque le faltaban todavía bastantes agresiones para serlo del todo.

En Ariño hay piedras de todos tamaños por muchos sitios, pero aquella tenía como distintivo el color y el hecho de que estuviera fuera de contexto, es decir que no se vieran piedras del mismo color en el entorno. Era básicamente de un color rojo inglés oscuro con algunas partes algo negruzcas. En las calzadas del término de Ariño, en las zonas en que la tierra es roja, se ven algunas piedras parecidas en el color, aunque no en el tamaño, ya que la peña negra pesaría más de dos toneladas.

Alguna vez pensé que sería interesante estudiar aquella piedra y, en todo caso, protegerla convenientemente para evitarle deterioros y poner una inscripción aludiendo a su insólita presencia y aspecto, que había dado lugar a la denominación de toda la zona.

En uno de mis últimos viajes al pueblo, al pasar por el lugar donde estaba la piedra, observé con la natural sorpresa, que había desaparecido y pensé que alguien se la había llevado a propósito, ya que para nada estorbaba en su ubicación habitual ni se la veía por ninguna parte. Pensé también que, dado su peso, se debieron de utilizar para las operaciones de elevación y transporte medios de cierta envergadura, que no cualquiera posee.

Se me hizo extraño que esta época de extrema regulación en la que incluso el desplazamiento de un árbol requiere permiso oficial, se pudiera haber hecho el movimiento de un elemento tan interesante y representativo sin realizar los trámites correspondientes.

En consecuencia, para quien pueda saber algo de dicha piedra, lanzo desde aquí una pregunta, tan simple y comprometida como la siguiente:

¿Qué ha ocurrido con la peña negra?

Me alegraría saber que estamos a tiempo de rescatarla, someterla a estudio y darle la ubicación que se merece.

EPÍLOGO

El misterio de la peña protagonista de este artículo quedó aclarado hace tres días, cuando al exponerle mis inquietudes a José Antonio Oliete, que fue concejal del Ayuntamiento de Ariño en el anterior equipo (2007 / 2011), me indicó que la piedra fue retirada del emplazamiento original en el monte y guardada convenientemente en un almacén del Ayuntamiento, para preservarla de los deterioros que con toda seguridad seguiría sufriendo por hallarse a la intemperie, sin protección alguna.

Del exacto conocimiento por parte de José Antonio de los pormenores sobre esta retirada y de su actual ubicación, interpreté que todo había sido obra suya y así lo indiqué en su momento en esta publicación; sin embargo esta información era verdadera (porque yo así lo creía), pero no cierta (porque no se correspondía con la realidad) ya que realmente (y así lo atestigua el mismo José Antonio al preguntárselo explícitamente), la decisión del traslado fue de la anterior corporación a la del 2007 y concretamente "lo hizo personalmente el Concejal de Obras Miguel Lecha Serrano", según me indica Agustín Comín en un amable comentario aclaratorio de estas circunstancias.

Sirva el párrafo anterior como nota aclaratoria de la anterior publicación y de petición de disculpas a todos por mi involuntario error.

He quedado sorprendido por esta medida de cautela y me ha causado una excelente impresión el constatar que en este caso hayamos coincidido varias personas sobre los cuidados que requieren las cosas que pueden considerarse valiosas para nuestro pueblo en algún momento.

En definitiva, la piedra objeto de mi pregunta, se halla bien guardada por el Ayuntamiento anterior y protegida por nuestro actual Ayuntamiento, para que en el futuro se haga con ella lo que los representantes de Ariño estimen oportuno y conveniente.

Por si mi interrogante se da en otras personas y por si el paso del tiempo desvirtúa estos pormenores que hoy tenemos claros, sugiero que, cuando sea posible, se deje constancia escrita, en el sitio que ocupó la referida piedra, de las circunstancias curiosas que concurren en este caso, y se aplique sobre ella, si todavía no se ha hecho, una aclaración adecuada de su procedencia.

jueves, 13 de octubre de 2011

Tres valientes

Cuando yo tenía unos diez años, me llegó la noticia, no recuerdo de dónde, de que se había convocado un concurso infantil de jotas, para intervenir, con la rondalla de Ariño, en el teatro/cine de SAMCA como grupo jotero, junto con otras variadas actuaciones que tendrían lugar en dicho local en el mismo día.

Aunque nunca he sido ni siquiera un mediano cantador, me encontré apuntado a dicho concurso, quizá por consejo de alguien, aunque también pudo ser por iniciativa propia, ya que de pequeño yo era algo" echadico pa´lante".

La convocatoria no tuvo mucho éxito ya que solo nos apuntamos tres chavales, todos de igual o parecida edad. Los otros dos eran: Antonio Novella hermano de Isaac el seminarista, y Alberto que era el hijo de una familia procedente de Navarra. Su padre era chófer de TRAMISA y a su madre la llamaban la señora del batín porque salía con él puesto por las cercanías de su casa.

A pesar de la escasa participación, se siguió adelante con el proyecto, y se organizaron unas sesiones de prácticas con una rondalla reducida constituida por Aurelio Gea y dos tañedores más. Todo esto en la carpintería de Aurelio, persona siempre dispuesta a colaborar con entusiasmo, generosidad y competencia, en cualquier actividad artística que se organizase en el pueblo.

Ensayábamos una jota cada uno de los participantes, que la habíamos elegido aconsejados por el más o menos acertado criterio de alguna persona de nuestro entorno.

La de Alberto era:

En los montes de Navarra

tengo plantada una flor.

Si el viento la bambolea,

hasta aquí llega el olor.

La de Antonio decía:

Por la calle abajo va

una cordera sin madre.

Si no me la quita Dios,

no me la quitará nadie.

Y la mía es la siguiente, muy conocida actualmente:

Cuando la jota se oye de noche en la calle,

al que es baturro de pronto le hace despertar;

porque la jota ha sido y será siempre noble,

la más valiente baturra guerrera y leal.

Ya vemos que la primera estaba motivada por la añoranza de la familia de Alberto. La segunda tiene cierto confusionismo en su letra ya que el hecho de que una cordera no tenga madre no significa que no tenga dueño. Y la mía la adopté porque le gustaba a mi padre y se la había oído cantar muchas veces.

Yo veía que aquella jota me venía grande, y aunque ello me ocasionaba cierto malestar próximo al miedo, lo vencía; lo cual, visto con mi criterio actual, me hace pensar que, de pequeño, aunque yo mismo no lo supiera, era todo un valiente. Veía también que mis competidores tenían mejor voz, pero con todo, seguía adelante con mi jota, erre que erre.

Después de un par de semanas de ensayos diarios para aprender en lo posible el estilo, acertar el tono y seguir el compás con la rondalla, ya que en principio no teníamos ni idea, llegó el día de la actuación, para la que saldríamos al escenario, tañedores y cantadores, vestidos de paisano ya que entonces solo llevaban ciertas prendas de baturro en Ariño, el tío Lino, mi abuelo Domingo, el tío Magones y pocos más.

Todas aquellas prendas de los abuelos eran en su mayoría de color negro y, por supuesto, sin los floreados que se ven en las actuales, que siempre me hacen pensar que estas siguen un criterio que no refleja la austeridad que imperaba en aquella época, especialmente en los hombres. (Indagando en esta cuestión me dicen que en los pueblos en los que había familias muy ricas, sí que utilizaban algunos hombres vestimentas más sofisticadas que las que nosotros veíamos en Ariño).

Las mujeres tenían costumbres menos austeras en el vestir y de hecho he visto alguna fotografía de mi madre y de varias de sus amigas, que lucían vistosos y floridos mantones en algunas fiestas, cuando eran unas mocicas.

Volviendo a nuestro grupo jotero, cuando ya estábamos preparados en la antesala del teatro esperando a que nos llamaran para la actuación, nos llegó la noticia de que no íbamos a actuar, sin explicarnos concretamente la causa de la alteración del programa.

Yo, en mi fuero interno me alegré del cambio de planes porque, como ya he indicado, la actuación me producía cierto temor; sin embargo no dejo de reconocer que, después de tanto ensayo, aquello fue algo que nos dejó totalmente perplejos. No nos dieron una explicación clara de los motivos, pero nos imaginamos que no ajustaron bien los tiempos y por esta razón nosotros nos quedamos marginados. También pudo ser un problema de falta de coordinación debida a que alguien no recordara que nosotros nos habíamos preparado para actuar… ¡Cualquiera sabe!

De todos modos algún interrogante quedó sin respuesta en nuestros tiernos cerebros, ya que lo sucedido en aquella ocasión siempre lo he recordado con cierta sensación de haber recibido un trato incoherente con el encomiable esfuerzo que todo aquel grupo de tañedores y aspirantes a joteros habíamos realizado durante dos semanas.

lunes, 30 de mayo de 2011

Teatro de aficionados

Mosén José Fuster, sacerdote que muchos conocisteis y otros lo vais conociendo por los comentarios que con frecuencia hago de él, fue párroco de Ariño durante muchos años, y su juventud, formación y carácter, hicieron que realizase muchas veces interesantes actividades inéditas, especialmente destinadas a los jóvenes, con los que sintonizaba especialmente.

En varias ocasiones organizó sesiones de teatro en el entonces hermoso salón de cine-teatro-baile, de Samca, siempre con artistas locales de todas las edades. Allí han actuado conmigo amigos míos de mi edad, personas mayores ya fallecidas y chavalicos que hoy peinan canas. Los ensayos, que duraban a veces más de un mes, eran ocasión excelente para convivir y disfrutar de una distracción común numerosas personas y dar un poco de vidilla a las contadas actividades culturales de nuestro pueblo.

La obra solía representarse una o dos veces y siempre el salón se llenaba a rebosar. En alguna ocasión he calculado que en aquel local cabrían unas quinientas personas; así que descontando de los habitantes de Ariño a los de muy corta edad, a los ancianos y a los enfermos, podríamos decir que allí estaba todo el pueblo, lo cual era debido en parte a que se trataba de un acontecimiento poco frecuente, en parte también a que acudían todos los familiares de los artistas y me malicio que a una razón de peso que es la de que la entrada era libre, sin coste alguno para los espectadores.

Supongo que a mosén José sí que debía de representarle unos desembolsos, porque algunas veces los vestuarios eran alquilados y más de un viaje debió de hacer a Zaragoza sin dietas ni subvenciones. No sé si Samca, que cedía encantada el local, no colaboraría también con alguna aportación económica que no se publicaba, pues estas cosas no solían trascender, según correspondía a las normas de la sana y generosa colaboración de aquellos tiempos.

Las obras de teatro, con estas premisas tenían el éxito garantizado y a la salida y al día siguiente todo eran comentarios y felicitaciones.

Mosén José tenía la costumbre, mientras se cambiaba el decorado y para no hacer esperar demasiado tiempo a tanta gente, de intercalar, de vez en cuando, alguna poesía entre los actos, lo que motivó que a mí (y no fui el único), me tocó recitar en varias ocasiones en aquel intervalo.

Escribo a continuación una de las poesías que me proporcionó el mosén y que muchas veces he pensado que era muy alusiva a alguna necesidad perentoria que debía de haber con el mantenimiento del edificio de la iglesia, lo que entonces era un problema porque estas cosas se costeaban con los dineros de los feligreses, alguna modesta aportación del Ayuntamiento y alguna ayuda de Samca.

A nadie se le ocurría pensar que el Estado diera, así como así, subvenciones importantes a diestro y siniestro a costa de los tributos ciudadanos, los cuales eran, dicho sea de paso muy pequeños, y así y todo, difíciles de reunir.

Después de todas estas puntualizaciones voy, sin más demora, a la poesía anunciada, que por cierto no tenía título, pero decía lo siguiente:

Si alguna vez en la vida
tenéis que pedir parné,
la respuesta ya es sabida:
"Et quare conturbas me".

Yo a un francés pedí dinero,
y al punto, sin más ni más,
me contestó el embustero:
"Monsieur, je ne comprends pas".

A un italiano fullero,
fui después, segunda bola:
"Signore, io sono extraniero:
non capisco una parola".

Renegando de esta gente,
fuíme a pedir a un inglés,
que contestó secamente:
"It is very cocky … yes".

A un español fui también
y al preguntarle "¿qué tal?",
me dijo:"De salud bien,
pero de guita muy mal".

Bien empleado me está,
pues me sé de carrerilla,
que hasta al reloj cuando da,
le tiembla la manecilla.

La poesía era, como vemos, una queja sobre lo difícil que es obtener dinero altruistamente y además, las respuestas eran generalizables a muchos de los países que podríamos calificar de más adinerados.

De todas las poesías que en mi vida he dicho esta es de las que menos han entendido mis oyentes, porque no todo el mundo sabía (ni yo tampoco), además de español, latín, francés, italiano e inglés, para poder entender lo que les estaba recitando y además, el concepto de recriminación que se hacía ni siquiera a mí me parecía oportuno, porque era una queja demasiado directa y agresiva, e incluso ofensiva en algunos momentos.

Ni siquiera sé cómo después del paso de tantos años todavía la recuerdo. Debe de ser porque de pequeños aprendemos las cosas aun sin darnos cuenta, aunque tengan cierto nivel de dificultad.

jueves, 26 de mayo de 2011

Mayo, el mes de María

Ahora mayo, para el común de los mortales, es un mes cualquiera, con la particularidad, generalmente asumida por todos, de que dentro de poco no aparecerán de improviso heladas, nevadas, ni meteoros intempestivos, pues todo el mundo sabe que hasta el cuarenta de mayo no se quita el golfo el sayo, lo cual, entre otras cosas, es indicativo de que los golfos no son tontos y saben protegerse, razonablemente bien, de las inclemencias atmosféricas.

Hubo una época en Ariño, cuando aún teníamos cura (ahora parece que ya somos incurables), en que el mes de mayo era especial porque se había reservado para agasajar a la Virgen María y de hecho lo llamábamos el mes de María y también el mes de las flores, porque le llevábamos las más bonitas que encontrábamos (Acordaos de aquella canción de "Venid y vamos todos con flores a María…").

Los escolares y nuestros maestros participábamos de aquel ambiente y una tarde por semana (creo), en perfectas filas, los chicos encabezados por sus maestros y las chicas por sus maestras, a una prudencial distancia entre filas (sabido era que el hecho de estar chicos y chicas próximos era, sin más averiguaciones, seguramente pecaminoso). Y aunque no lo fuera, en aquella tierna infancia nuestros inocentes ojos se giraban demasiado hacia las chicas cuando íbamos en fila, y a alguna en particular con más intensidad o frecuencia, si Cupido había hecho uso de sus prodigiosas flechas. Todo esto dentro de lo que podemos llamar inocentes sentimientos platónicos infantiles.

Dentro de la iglesia a los chicos nos situaban en la parte del Evangelio y a las chicas en el lado de la Epístola, es decir a izquierda y derecha respectivamente, según se accede al interior. Allí rezábamos y cantábamos en voz alta, e incluso algunas chicas eran designadas por sus maestras, de acuerdo con el sacerdote, para ofrecer, cruzando el altar de parte a parte, flores a la Santísima Virgen y poesías cortitas y bien aprendidas, que generalmente se recitaban a toda velocidad por causa de la timidez y del agobio de recitar con la iglesia llena de gente. Muchas veces, por causa de esta situación emocional de la improvisada poetisa (y de la ausencia de megafonía), apenas oíamos lo que se estaba recitando.

Por aquel tiempo aterrizó por Ariño mosén José Fuster (q.e.p.d.), sacerdote que dejó en muchas personas del pueblo muy buen recuerdo, porque a su desenfado e ironía propias de su especial forma de ser y de una moderna formación sacerdotal, unía una encomiable voluntad de ayuda a cualquiera que lo necesitase, lo cual le hacía ser persona muy querida por muchos, entre los que me incluyo.

Una de las rupturas con las prácticas tradicionales consistió en decirles a los maestros que en aquellas actividades poético-religiosas del mes de mayo tenían que participar también los varones. Así que de inmediato (junto con algún que otro compañero) me tocó la china de aprenderme una poesía y dejar a los pies de la Virgen la correspondiente ofrenda floral.

Repito que por aquel entonces esto se consideraba labor de chicas y el pasar a ponernos en su mismo lugar nos producía un rubor más que mediano; sin embargo las órdenes de los maestros eran inapelables, así que tuve que salir hasta el lado de la Virgen y decir la siguiente poesía:

Aquí tenéis, Virgen mía,
un manojo de romero.
Es una planta que luce
su ropaje siempre fresco,
aunque la helada la hostigue
y la combatan los vientos.
Por eso, por ser así,
es el símbolo perfecto
de una virtud sin la cual
pierden las otras su precio.
Se llama perseverancia,
y esta hermosa virtud quiero
que brille siempre en mis obras,
pues de esta suerte pretendo
ser digno de que me mires
con cariñoso respeto:
Que me hagas feliz aquí,
y más feliz en el Cielo.

Dejé mi ramo de romero a los pies de Nuestra Señora y me retiré, como pude, hasta mi sitio en los bancos, con mi corazoncico a punto de explotar.

Sin saberlo entonces, la perseverancia que de boquilla le pedí a la Virgen reconozco que me fue concedida. Lo de la felicidad aquí, era pedir demasiado, pero también me asignó un alto porcentaje y lo del Cielo ya se verá (Dios quiera que dentro de bastantes años), aunque tengo la esperanza, cada vez más arraigada, de que Nuestro Padre está deseando que no tengamos problemas en este aspecto y además nos da el recurso de arreglar nuestras deudas cuando alguna vez, sin muy mala intención, sacamos, un poco, los pies del tiesto.

Y para terminar, confieso que estoy deseando llevar este mes de mayo, después de tantos años, un ramico de romero a los pies de Nuestra Madre y estoy seguro de que en sus labios voy a adivinar una dulce sonrisa, cuando recuerde a aquel chavalín que, de pequeño, puso también a sus pies, sin saber entonces muy bien lo que hacía, un manojo de romero.

martes, 12 de abril de 2011

Apuntes sobre la felicidad

Hace pocos días oí una estadística sobre la felicidad, en la que resultaba que Europa es el continente con mayor número de personas felices, por cada mil habitantes, de todo nuestro planeta.

La primera pregunta que se me ocurrió fue la forma en que se midió la felicidad, que es algo tan intuitivo y tan difícil de cuantificar. Finalmente pensé que debió de ser tan sencillo como computar encuestas del tipo de la siguiente: “¿Es usted feliz?” y apuntar un sí, un no, o un “no sabe, no contesta”. Aunque el procedimiento carezca de rigor científico, no por ello debe despreciarse, ya que el método científico no siempre es aplicable a todo lo que se nos ocurre.

Esto de que Europa sea el continente más feliz era, para mí, el resultado más previsible; pero la sorpresa aparece cuando a continuación se especifica que España, Grecia y Portugal (¡siempre el mismo trío!) eran los países menos felices de Europa, a pesar de que nuestro sol, nuestras playas y monumentos, la dieta mediterránea, etc., atraen tan masivamente al resto de europeos, y aunque el mayor índice de depresiones y de suicidios se dan en los países nórdicos, donde apenas ven el sol. Al respecto me aclararon un detalle y es que estos índices negativos de los europeos del norte están mejorando notablemente desde que usan con profusión lámparas que emiten radiaciones similares a las solares. (A estos tíos no se les escapa ni una).

Escuchando todo lo anterior iba yo de sorpresa en sorpresa y recordando aquello de “a la cama no te irás, sin saber una cosa más”, cuando en el referido estudio establecieron que la causa más probable de la felicidad no eran ni la dieta mediterránea, ni la simpatía de los latinos, ni el esplendor y duración de nuestro sol, sino que se trataba de que “la felicidad está directamente relacionada con la confianza en las personas del entorno”. Es decir que los españoles, los portugueses y los griegos, somos los que menos nos fiamos de nuestros vecinos y en general de nuestro entorno.

Luego, ordenando un poco las ideas, la rotunda afirmación anterior ha ido tomando sentido para mí, mediante los siguientes razonamientos:

Realmente las personas nos vemos inmersas en contextos muy variados y coexistentes. El primero es el de la familia de origen, luego suele estar el escolar, más adelante el universitario, después tenemos el laboral, el del matrimonio, el de los hijos, etc., etc. He nombrado los clásicos (que por cierto han sufrido últimamente importantes alteraciones) y he dejado para el final el de los amigos, no por ello el menos importante sino que muchas veces es el más influyente en nuestras vidas a pesar de ser un grupo reducido, ya que los verdaderos se suele decir que se cuentan con los dedos de una mano.

En los etcéteras del párrafo anterior caben infinidad de grupos que nos influyen también a veces poderosamente. (Citaré más adelante alguno).

Muchas veces llegamos a conocer a una cantidad limitada de los integrantes del grupo de pertenencia y en numerosas ocasiones a ninguno. Podría citar muchos ejemplos, pero me referiré a uno muy frecuente, que es el de personas que junto a nosotros abarrotan los autobuses en cualquier ciudad.

Algunos de los grupos de convivencia nos vienen impuestos “cósmicamente” (palabra de Joaquín), como pueden ser nuestros padres y el contexto familiar centrado en ellos; sin embargo muchos de los otros grupos podemos elegirlos y a veces cambiarlos.


Apuntada pues nuestra profusa pertenencia a grupos, tengo que decir varias cosas: la primera, que el grupo va a influirnos notablemente, de manera que si las personas que lo componen tenemos la suerte de que sean de calidad seremos algo más felices, y si no son de tan buena condición, nos veremos perjudicados por ellos en nuestra felicidad. Así que atentos al análisis del grupo al que pertenecemos, porque nos jugamos la felicidad, a pesar de que el cambio de grupo sea factible y no lo hagamos por rutina o dejadez. Un ejemplo sencillo de sustitución sería el del grupo citado del autobús que puede sustituirse utilizando el coche, en cuyo caso pasamos a engrosar el de los automovilistas, que en algunos casos reducirá la incomodidad pero, en cambio, posiblemente aumentará el riesgo. Otras veces es muy difícil el cambio y no nos queda más remedio que resignarnos ante la dificultad de la sustitución.


Nosotros también influimos más o menos en el grupo, así que en este caso seremos responsables (en mayor o menor medida) de la felicidad o infelicidad de otros. Por tanto hay que estar muy atentos a evitar ese tipo de perjuicios a los demás. Esta postura de atención en este tema a veces mejora la calidad de los grupos por los efectos acción- reacción, y espiral, que trasciende, a veces rápidamente, a muchos de sus componentes.


No quiero terminar estos apuntes sobre dinámica de grupos sin citar el de las personas que conviven en un mismo pueblo. Tengo que decir que, lamentablemente, la convivencia del mío se ha estropeado con el paso de los años, de tal forma que de ser ejemplar en mi época de juventud, ha pasado a ser, en muchos casos, algo peor que mediana, de tal modo que si los de la estadística que he comentado al principio tomasen datos en Ariño sobre la felicidad, seguramente no seríamos los más admirados. Me parece que estamos estropeando la armonía social (que una vez más digo que es uno de los objetivos más buscados en la vida), por causa de asuntos y viejas rencillas que muchas veces no valen la pena. Deberíamos pues tratar, aunque fuera poco a poco, de mejorar nuestro clima social, hasta volver a ser ejemplares en este asunto tan importante.


Definitivamente, creo que las estadísticas que oí y que me provocaron estas reflexiones, aunque las he calificado de poco científicas, tienen un componente positivo que nos debería hacer reflexionar seriamente y nos hacen intuir que, efectivamente, los grupos de ciudadanos españoles, en general son algo mejorables con relación a los de otros países de nuestra Europa y, como consecuencia, nuestra felicidad es menor (¡vaya gracia!) que la de casi todos los demás países de nuestro entorno europeo.
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