Abusando un poco de la benevolencia de mis
posibles lectores y ya que recorrimos el río Ariño en sentido descendente, me
gustaría recorrerlo esta vez en sentido ascendente y centrar este escrito, más
que en su topografía y aprovechamientos, en anécdotas diversas que permitan
intuir la convivencia entre el río y sus compañeros habituales, que éramos las
gentes de Ariño y en particular yo mismo, durante mi infancia y adolescencia.
Empezando, pues, por su precaria
desembocadura, siempre me intrigó aquel cortado de rocas en que tenía lugar, que parecía ser como la pared rústica de un
castillo cuyo nombre no era de tipo militar,
sino religioso, porque lo llamábamos las
Predicaderas y nunca supe, ni espero saber, por qué lo habían bautizado de
este modo, ya que no me imagino a nadie predicando en aquellas alturas y aún
menos a la gente escuchando desde abajo.
Cerca de la desembocadura
aparecen, a la derecha (yendo río arriba), unas lastras que, como todas,
cambian la dirección de las aguas del río. Allí he visto bañarse a alguna persona forastera, ya que los del pueblo sabemos que el
pozo que allí se forma es algunas veces de cierta profundidad pero, el fondo
tiene bastante barro, porque se ocupa de
aclarar el agua que le llega, reteniendo la poca tierra que le queda en suspensión, de
manera que, aunque en pequeña cantidad, al menos llegue al río que la recibirá lo
más limpia y cristalina posible, porque también los ríos tienen su dignidad y
si alguien lo duda, que se lo pregunte a los poetas.
En la anunciada marcha
ascendente por el río, llegamos a la cuesta de las Mangraneras (en español, granados) por la que bajábamos a
cruzarlo y a continuación subíamos por el camino del Chinebral (tan descuidado que más que un camino parecía un barranco), para dirigirnos hacia el Batán, dejando a la izquierda el cerrao del Inglés y cruzando después
el barranco de las Estacas, pasábamos
por la chopera del Plano, hasta
llegar a la ermita de san Pedro, la Sima y el
Torrejón de los Moros.
Nos hemos alejado mucho del punto
de partida, pero volvemos atrás y comenzaré por indicar que el cruzar el río es
fácil, a veces incluso sin descalzarse. Durante muchos años la máxima ayuda que se ha facilitado para este fin han sido
unas pasaderas, que son simples piedras salteadas
de regular tamaño, para pasar, de orilla a orilla, saltando de piedra en piedra.
Al cruzar el río y subir a la
cima del monte tanto por el camino de la derecha como por el caminejo de la
izquierda, llegábamos al citado campo de fútbol, cuando Ariño tenía un equipo más que mediano que participaba en
competiciones comarcales de cierta importancia. Yo he visto unas cuantas veces subir
por este sendero a los jugadores, equipados con su ropa deportiva
reglamentaria, ya preparados para jugar.
Un día un jugador del equipo de
Calanda, sin pedírselo, me subió sobre sus hombros “a caballo” hasta arriba.
Calculo que yo tendría unos seis o siete años y agradecí el amable gesto de
aquel mozo que además jugaba estupendamente al fútbol, según tuve ocasión
de comprobar al poco rato y quizá por aquel detalle, siempre he tenido por
Calanda un cariño especial.
De aquel equipo de Ariño tan
notable, no voy a mencionar uno por uno a sus componentes, pero sí diré que
varios de ellos, con el paso de los años, han sido amigos míos. Aquellos amigos,
junto con el resto del equipo, estuvieron a punto de pasar por la aduana de san Pedro, junto con numerosos
vecinos de Ariño que les acompañaban en sus desplazamientos, cuando, en la
cuesta de las Campanas (como se decía
en el romance que compuso el “tío Sinforiano”) “aterrizaron el vuelco” y “se
pusieron el camión por sombrero”.
Gracias a la Virgen de Arcos, que dio prueba palpable
de proteger a la gente en aquellos
parajes, no se desgraciaron unos cuantos ocupantes del repleto camión de
jugadores y seguidores que regresaban (más bien, huían) de Hijar, de donde
habían tenido que partir precipitadamente, por causa de los desencuentros que
se dan, a veces, en los encuentros de
fútbol.
Después de esta larga digresión,
seguimos río arriba, para encontrarnos con una captación de agua subterránea hecha
por Samca, que la impulsaba hasta un
depósito cilíndrico elevado, para desde allí abastecer por gravedad al barrio
minero que en la época de la que estoy hablando se hallaba en plena
construcción. Siempre me chocó que inicialmente se practicó, más arriba de la
explanada del frontón y del minicampo de fútbol, en unos regueros, una excavación de bastante
capacidad, con una zanja de salida en la parte inferior, que debió de ser la
idea inicial del proyecto de abastecimiento de agua. Finalmente está claro que se
optó por la solución del depósito cilíndrico indicado y el hueco quedó tal cual,
para jugar al escondite y para ser utilizado como maxiretrete campestre. El problema es que aquel boquetón resultaba peligroso para quien
rondase por aquellos parajes sin conocer su existencia, ya que no se aplicaron
señales de advertencia, ni protecciones de ningún tipo.
En nuestro ascenso por el río,
llegábamos hasta el puente de las tres Arcadas
pasando por la estación depuradora de
vertidos, cuando la implantación del uso de lavadoras, otros electrodomésticos
y la generalización de baños y duchas, hizo necesaria su construcción. Su
existencia se notó a gran distancia por el desagradable olor que producía
inicialmente, problema que se supo solucionar satisfactoriamente en poco tiempo,
de forma que no hiciera inhabitables las viviendas más próximas.
Esta obra de depuración merece
una alabanza, pues era inadmisible convertir a los ríos en cloacas. No sé si
todas las depuradoras proyectadas en los distintos pueblos implicados estarán
ya en servicio, aunque me temo que no, a juzgar por la calidad del agua y el
estado lastimoso de los márgenes del río Martín a su paso por el término de
Ariño, como indiqué en mi comunicado “el río Martín (III)”.
En el puente de las tres Arcadas, que soporta la carretera hacia Oliete, tenemos a un lado las huellas de los
dinosaurios y al otro una zona de
aparcamientos y los restos de una construcción parecida a un cubo de cemento, que protegía la instalación de
captación y bombeo del agua que se hacía llegar al depósito de la Venta
para el abastecimiento a Ariño, procedente, también, del subsuelo de
nuestro polivalente río.
A corta distancia de este
puente estaba el pozo donde me “mordió” una culebrilla de agua que confundí con
una víbora y me hizo pasar un mal rato. ¿Recordáis mi artículo “la serpiente”
que escribí hace algún tiempo?
La gente que desde el pueblo
iba a la huerta, según la situación de su bancal lo hacía llaneando por los Albaretes que algunos llamaban el tiro el Bolo, o bajaba por alguna de
las dos empinadas cuestas de las Bodegas.
En este caso, se pasaba por un
abrevadero que había junto al río y
desde allí se seguía, por la Plana,
hasta donde fuera necesario.
Este abrevadero era muy del
agrado de las caballerías, porque el agua era buena, fresca y clara, ya que procedía de un buen manantial próximo a la
carretera y a los huertos de la Cerrada.
Abastecía a una balseta hecha en la tierra, de unos tres o cuatro metros de
diámetro y medio metro de profundidad y
por un canalillo accedía el agua hasta
el abrevadero.
En esta balsa, como en otras
del mismo estilo, vi con frecuencia en remojo mimbres destinados al tío
Cestero, que subía periódicamente de Albalate a construir cestas, banastos,
espuertas y otros utensilios que se utilizaban para el transporte de lo necesario. Eran recipientes baratos,
ligeros, resistentes, duraderos y ecológicos y todo el mundo los usaba. Ahora
los vemos en algunas paredes como rústicos adornos.
En Ariño, esta profesión de
cestero, no sé por qué motivo, nadie la practicaba. El lugar que utilizaba el
tío Cestero para sus trabajos era un porche de la ermita de santa Bárbara. A
todo el mundo le parecía bien que ocupase aquel lugar y a mí especialmente, ya
que vivía cerca. Me gustaba verlo trabajar y éramos amigos a pesar de la gran
diferencia de edad, ya que el tío Cestero era un buen hombre; y de tanto verlos hacer,
llegué a comprender muy bien como se construían aquellos contenedores de mimbre
tan aparentes. Eso sí, lo recuerdo siempre fumando, con un cigarrillo hecho a
mano y a medio consumir en los labios y quizá por eso, tenía la voz ronca y tosía con frecuencia.
Cerca de la balsa había una
noguera grande, donde un día que andábamos por allí en la época de la trilla
con un primo mío para llenar los botijos de agua en la fuente, le vi hacer un
alarde de puntería, ya que con un tirachinas, que siempre llevaba en el
bolsillo y una piedra como una peladilla, le disparó a un pájaro que había en
el nogal a considerable distancia. Le dio de lleno y cayó al suelo, lo cual me
dejó asombrado, ya que tal acierto me
parecía imposible.
Al seguir subiendo el río desde el abrevadero,
aparecía una descomunal rambla llena de cantos rodados y a la derecha se
encontraba la partida de la Tejería y
a la orilla del río, la alameda del “tío Liberato”. (¿Verdad que se nota la
influencia romana de algunos nombres de Ariño?).
Enfrente de esta alameda se veía el barranco Pedurrea, que solo daba
señales de vida cuando había grandes tronadas.
Siguiendo por un camino que cruzaba la
Plana, se llegaba al pozo el Pigalo, al que me he referido
elogiosamente en varias ocasiones.
Un poco más arriba había que
pasar nuevamente el río y encontrábamos
a la derecha un cierto número de huertos que constituían la partida de los Padillos y a la izquierda la del Casetón (que formaba parte de la huerta Mayor), donde mis padres
tenían un bancal con variadas hortalizas y algunas manzaneras, pero sobre todo
con una enorme perera que, por sus muchos años, tenía un tronco de gran
diámetro. Producía peras tempranas pequeñas y muy sabrosas y era famosa por ser
la mayor de la huerta.
Enfrente, en los Padillos, teníamos también un
huerto y al nivel del río un arenal que
es un espacio con tierra demasiado arenosa porque lo inunda el río
periódicamente y donde proliferan unos
gusanos que reciben el nombre de
labradores, que son terribles porque parecen excavadoras de túneles: por
ejemplo, las patatas las perforan de parte a parte y quedan como si se hubieran
taladrado con una broca y así proceden
con cualquier tubérculo, por duro que sea.
Mi padre utilizaba este arenal sobre todo para
criar plantones de viña americana, que eran los primeros que se plantaban en
las hoyas de las viñas y posteriormente se injertaban con las variedades
definitivas. Este sistema hubo que utilizarlo para combatir a la enfermedad de
las cepas que llamaban la filoxera, que se extendió desde América del Norte. No
sé quien encontró tal solución pero, desde luego, era un procedimiento
inteligente, sencillo y eficaz.
En estos lugares trabajaba mi
padre después de su jornada de mina y campaba yo cuando tenía unos doce años. También
había una fuentecica con agua potable fresca que, como de costumbre, abastecía
a una balseta donde se mantenían los mimbres en haces, como medida previa para
ser utilizados en su momento por el tío Cestero.
En aquellos ribazos conocí unas
hierbas especiales (cola de caballo) que no le desagradaban a nuestra burra y
luego he sabido que se crían solamente en sitios especiales y son muy apreciadas para preparar infusiones
diuréticas. En el río conocía, una por una, todas las madrigueras donde podía
capturar a mano las madrillas y en sus
orillas algunas choperas que producían setas casi todos los días.
Aprendí una cosa muy curiosa que era la manera de
dejar la burra atada del ramal de forma segura, ya que una burra mal atada
puede desaparecer y volverte loco para encontrarla, porque deambula sabe Dios
por dónde, o se dedica a hacer algún estropicio, comiéndose las hortalizas de
los vecinos. El sistema es atarla en alguna junquera de las que abundaban en
las proximidades del río. Si la burra se atase a una hierba cualquiera, se la comería ipso facto y quedaría libre,
pero los juncos no les gustan y además hay un nudo del ramal fácil y de total seguridad, que lo conocen
bien los que manejan burros. Es muy
fácil de hacer, pero difícil de explicar. Yo, cada vez que lo hacía, me quedaba
maravillado de lo bien que funciona e imagino que se inventó hace cientos de
años.
Siguiendo río arriba
encontrábamos enfrente de los Padillos el Valdecanales
y no muy lejos, el pan Andrés. Finalmente
llegábamos al comienzo del río Ariño, que era el final del río Alloza.
Con esto termino mi larga y
algo repetitiva explicación sobre el río Ariño con la sana intención de
levantar acta de cómo fue nuestro
pequeño río. Espero al menos no haber cometido errores de denominación de los
lugares citados, porque desde la época en que me he situado, hasta hoy, han
pasado unas cuantas décadas y además, a
estos lugares que frecuenté en mi infancia no me gusta volver, porque guardo
muy buenos recuerdos y no quiero cambiarlos por los que podría encontrar ahora.
Hay una regla que mucha gente conoce y aplica, que es:”no vuelvas a los lugares
donde hace tiempo fuiste feliz”. Este principio es opinable y respeto y acepto, sin problemas, el
desacuerdo de quien piense lo contrario.
Además de repetitiva, la visión
es muy subjetiva y simplificada, como es lógico, ya que una exposición más detallada necesitaría todo un libro de muchas páginas y
no ha sido esta la intención de estos artículos.