jueves, 4 de noviembre de 2010

Mis primeros recuerdos

Es una pregunta interesante: ¿Cuál es tu primer recuerdo? Si la hiciésemos con frecuencia aprenderíamos bastante. Analizando esta pregunta, que nos la podemos hacer incluso a nosotros mismos, también encontramos curiosidades que dan que pensar.

Generalmente se trata de hechos que nos asustan o de otros que nos producen satisfacción. Muchas veces hay varios de distinta naturaleza que ocurren en una misma época (se ve que cuando comenzamos a tener uso de razón por elemental que esta sea).

El asunto tiene su miga, como suele decirse, especialmente para los entendidos. Para mí, que no estoy entre ellos, solo tengo constancia de cuatro primeros recuerdos: dos son desagradables porque uno es de alguien que se hace daño (la caída de un soldado de un caballo al espantarse este, y la caída de una señora que, esperando en una cola, se cae a un zarzal por empujón de un guardia), y otros dos, que son agradables y los explicaré más adelante.

Los primeros no me supusieron ningún trauma, pero me asustaron; los agradables me han influido positivamente. En uno de estos me veo en la calle, muy cerca de la pared, al lado de la casa de mis abuelos Domingo y Petra sentado en el suelo con una sierra de juguete que me trajo mi madre, cortando palos de romero, que eran lo más abundante por aquel entorno. Mi actividad era tan entretenida que me pasaba así horas, y la recuerdo con agrado.

No pasaba desapercibida mi presencia para mis vecinos más próximos, que me alababan por mi constancia, reposo y agrado con aquel juguete y me catalogaron, ya tan pequeño, como formal y capaz de divertirme, durante horas, con cualquier juego.

El otro recuerdo agradable fue que, estando entretenido por alguna parte del patio de mis abuelos, oí un gran alboroto y al salir vi que había mucha gente entre los residentes normales de la casa y los vecinos que habían acudido Se trataba de que acababa de “aterrizar” allí mi tío Antonio “El morel” que había venido nada menos que desde Teruel (capital que está a unos cien kilómetros de Ariño). Contaba mi tío, con gran desparpajo, que se había evadido (con intención de regresar) de un batallón de prisioneros de guerra que estaban explanando el ensanche de Teruel al otro lado del viaducto. Toda esta circunstancia da idea del atrevimiento y valentía de mi tío, corriendo el riesgo de que, a pesar que los pases de lista los hacía por él un compañero, los descubrieran y les cayera, a los dos, un buen paquete.

Mi tío me trajo (y aún hoy es una incógnita cómo pudo conseguirlo especialmente en aquella época de miseria), un espectacular caballo oscilante de cartón, tan grande como yo. Para mí aquel juguete fue algo maravilloso que utilicé durante años e hizo que mi tío fuera, para mí ya desde entonces, durante toda su vida, , una especie de rey mago.

Todo esto sucedía en un entorno de Ariño muy pequeño: “la subida al Calvario” en la entrada de cuya calle estaba la casa de mis abuelos. Un poco más arriba estaba la de “los Moscas” con los que nos llevábamos muy bien. Sin desmerecer a nadie de aquellos vecinos, especialmente la tía Serafina era una persona encantadora, igual que su marido, el tío Rafael. Las personas con quienes me encuentro de aquella familia siempre me dicen que mi abuelo “era el hombre más bueno del pueblo”, lo que me emociona cada vez, y me reafirma en el concepto que yo mismo tengo de él

lunes, 25 de octubre de 2010

In memóriam

Mi amigo Vicente Omedas

El pasado diecinueve se nos fue “del todo” Vicente. Hace tiempo que, cuando le íbamos a ver, no sabíamos muy bien si aún estábamos con él, o quizá él ya no estaba con nosotros. Su avanzada enfermedad de Parkinson, hizo que, finalmente, el ir a verle supusiera para el visitante y, hasta puede que para él mismo, una situación tremendamente angustiosa.

El día veinte, acompañado por sus familiares y por sus muchos amigos, después de una misa funeral, se procedió a su enterramiento en el cementerio de Ariño.

Durante el entierro me extrañó no sentir tristeza a pesar de que él y yo éramos muy amigos, y yo una persona fácilmente emocionable. Sentí, en cambio, una sensación de paz próxima a la alegría, que me produjo una sensación muy extraña.

Al día siguiente supe el motivo: se había acabado aquella angustiosa situación que he indicado, y estaba claro que Vicente gozaba por fin de la paz que merecía. Sin duda estaba ya en el cielo, después del purgatorio que supuso para él y para sus allegados su larga y penosa enfermedad contra la que, con su valentía e inteligencia habituales, había luchado denodadamente a pesar de intuir que se trataba de una batalla perdida de antemano.

En soledad, mis ojos han vertido incontables e incontenibles lágrimas por la pérdida de un amigo muy especial. Mi fe no ha sido suficiente para pensar que, si mis méritos son parecidos a los suyos, algún día volveremos a juntarnos de nuevo y a abrazarnos posiblemente en las cereceras, con nuestro común y añorado amigo Gregorio. Por causa de mi limitada fe, no he podido tener ese consuelo.

En este escrito en memoria de Vicente no puedo evitar la manifestación de mi pena, pero realmente lo que pretendo es destacar algunos rasgos de su forma de ser ya que, aunque él era sobradamente conocido en Ariño, la circunstancia de haber convivido durante muchísimos años como compañeros de trabajo, me permitió ser un testigo especial de sus muchos y especiales valores.

Estuvimos en la misma empresa (DATSA) trabajando en temas muy próximos durante veinte años; hicimos muchos viajes juntos, y nos propusimos infinidad de objetivos comunes; sin embargo nunca tuvimos el más pequeño roce, porque su inteligencia, su rapidez de reflejos, su competencia y su generosidad hacían la convivencia con él sumamente fácil y porque, además, poseía una rara mezcla de inteligencia e intuición que daban un alto valor a sus consejos, que siempre eran acertados, bienintencionados y generosos.

Además de nuestra coincidencia en las labores empresariales, tuvimos la suerte de disfrutar de las mismas aficiones y era muy frecuente juntarnos las familias los fines de semana en el campo o en el río, para divertirnos con las múltiples, sencillas y hermosas actividades que nos brinda la naturaleza.

Superando la tentación de extenderme en temas particulares, hay que decir que Vicente tiene muchos amigos, y era una de esas personas (lo que también le sucede a su hermano Manolo) que nos hacen sentir a cada uno como si fuéramos su mejor amigo, cualidad que no es frecuente, y está motivada porque, efectivamente, ellos saben ser muy amigos de todos.

En Ariño pocas personas habrá que hayan puesto, como él, constantemente a disposición de los demás sus recursos y posibilidades ¡Cuántos viajes habrán hecho los sucesivos coches de Vicente a Zaragoza para resolver cualquier necesidad de los demás si se percataba de que era necesario!

Sus amigos eran tantos que raro era el entierro en Ariño de alguien con el que no se sintiera vinculado y siempre hacía todos los esfuerzos posibles para acompañar al difunto y a la familia viajando ex profeso una y otra vez desde Zaragoza.

Ni que decir tiene que para su familia más próxima era un ejemplo de ayuda incansable y siempre disponible, como todos muy bien sabemos.

Al final él también necesitó la ayuda de los demás y por supuesto que la tuvo, constantemente, con amor y ternura inagotables, especialmente de sus personas más allegadas.

A mí me queda la sensación de que una persona como él merecía como nadie una muerte fácil y hasta placentera si ello no fuera una paradoja; pero me dijo una vez alguien muy acertadamente, que Dios tiene varas de medir que nosotros no entendemos.

De lo que no me cabe la menor duda es de el Señor le ha reservado un lugar destacado muy cerca de Él, con sus seres queridos, desde donde hará llegar en primer lugar a su Manuela, y también a toda su familia y a sus amigos, el consuelo que todos necesitamos.

Tengo la impresión de haberme dejado de decir de Vicente infinidad de cosas. Perdonadme, pero su vida fue tan plena, que para intentar escribir algo más que unos apuntes, habría que escribir sobre él todo un libro.

Lo que sí que quiero dejar claro es que para todas las personas que lo conocimos fue una ayuda, una vida magnífica, de las que son ejemplo permanente, y para Ariño un hombre eminente, noble, valiente honrado y generoso, cuya desaparición supone una importante pérdida y deja, con su fallecimiento, un recuerdo imborrable.

domingo, 29 de agosto de 2010

Penuria

En Ariño, al igual que en muchos otros pueblos de Aragón, se produjo, durante la guerra civil española, el fenómeno de la emigración masiva a Francia a causa del temor a las represalias ante la inminente toma de los pueblos por las tropas nacionales.

Lo más frecuente era la huida de los padres de familia, quedando estas rotas y con subsistencia difícil en muchos casos, como es fácilmente comprensible; sin embargo también era normal la salida de familias enteras, que se veían sometidas, en su partida y reubicación, a auténticas odiseas.

Con el tiempo, cuando el retorno dejó de ser peligroso, la mayoría de los cabezas de familia regresaron al pueblo para reintegrarse a sus hogares. También se daba la circunstancia de que las familias se reagrupasen en Francia adquiriendo los integrantes la nacionalidad francesa.

La vida en Francia, tanto de los hombres en solitario como de las familias, no les fue fácil ya que su país de adopción estaba implicado en la desgarradora circunstancia de la segunda guerra mundial con todo lo que ello representaba.

A una de las familias que emigraron en bloque me voy a referir en este relato, explicando lo que contaba mi padre. Se trataba una familia constituida por un hombre de bastante edad y al menos por una hija y un hijo, ya maduros. Es posible que la integrase alguna persona más, pero no puedo asegurarlo. El padre al parecer estaba enfermo quizá de depresión, de añoranza y de algo más, y permanecía en cama en el momento a que se refiere la siguiente anécdota:

Volvía la hija de intentar comprar lo indispensable para la supervivencia, quejándose de lo difícil que estaba la localización de alimentos, con expresiones como las siguientes:
–En los escaparates no se ven más que fajos de leña. Además de que todo es carísimo, hoy no he podido encontrar nada de nada.
El padre, que desde el lecho estaba “haciendo oreja”, ante tal afirmación de su hija, tímidamente, le hizo la siguiente pregunta:
–¿Tampoco tabaco?
La hija, categóricamente, respondió:
–¡Bien tabaco! ¡Ni soñarlo!
El padre que se había incorporado a medias, se llevó las manos a la cabeza, y se dejó caer hacia atrás en la cama, mientras exclamaba:
–¡Ayyy!
Y comenzó a sollozar, a la vez que decía:
–Yo quiero partir pa España! ¡Yo quiero partir pa España que aquí me voy a morir…!
Y así permaneció, con sus lamentos, hasta quedar completamente exhausto.

Con esto mi padre mostraba el difícil trance y las necesidades que pasaban los que habían emigrado a Francia, según las noticias que de uno u otro modo iban llegando al pueblo, y al mismo tiempo ironizaba sobre la importancia que en aquel contexto de extrema dificultad podía llegar a tener la insatisfacción de un pequeño pero arraigado vicio, que entonces ni siquiera se calificaba así, ya que la costumbre de fumar se consideró un vicio pernicioso (quizá con razón) muchos años después. Entonces fumaba casi todo el mundo, eso sí, lo que buenamente podían (incluso alfalfa y patatera seca), y algunos precoces chavales, a escondidas, hasta “gatos de noguera”. El Gobierno consideraba el fumar como un derecho inalienable para los hombres y el tabaco (el paquetón de picadura) se incluía en la cartilla de racionamiento con la que se controlaba, igual que el tabaco, la cantidad de alimentos esenciales que cada familia tenía derecho a consumir, como legumbres, patatas, aceite, y pocos más, previo pago de su importe.

Respecto a la misma familia (que no he podido identificar) decía mi padre que antes de la guerra, el hijo, que se las daba de aventurero, no se recataba de comentar que permanecía en España por hacerle compañía a su padre, y era frecuente oírle decir: “mi padre muerto, yo, tren y barco, tren y barco. Hala, hala de aquí”. Con esta actitud daba la imagen de que estaba deseando la muerte de su padre para tener expedita la puerta del mundo entero, a la vez que menospreciaba la calidad de la vida en el pueblo. Pero, ironías del destino, se murió él antes que su padre, y la gente, que captó la paradoja, comentaba la situación con cierta guasa.

No puedo terminar este relato, en el que se refleja, someramente, algún aspecto del ambiente de Ariño en la posguerra, sin manifestar la admiración que siento por la talla humana que demostraron tener las mujeres que asumieron la responsabilidad de sacar adelante a sus familias sin la presencia de sus maridos. Ellas y los abuelos, dieron ejemplo de entereza y dignidad ante tan difícil papeleta, y fueron capaces de cumplir con su deber, sin alardear nunca de ello. Además del respeto, su recuerdo merece la gratitud de los que, de más o menos cerca, hemos visto y vivido las críticas situaciones de aquella ya lejana época, ojalá que irrepetible.

jueves, 26 de agosto de 2010

Dos chistes con solera

El del reto lo contaba mi padre, y el de la boina mi tío Antonio (el Morel). Se los escuché por vez primera siendo yo un chavalín. Luego los he encontrado en momentos y sitios muy diversos, así que podemos decir, al menos, que estos chistes tienen solera. Para muchos no serán novedad pero, este es el problema de los chistes, que pocos son originales y muchas veces hay que poner cara de circunstancias por ser harto conocidos; sin embargo siempre hay alguien que los oye por vez primera por extraño que parezca. En todo caso para mí forman parte de mis recuerdos de Ariño por ser donde los oí la primera vez, y por tanto creo que no está de más incluirlos entre mis cosas de Ariño.

El RETO

En la época del relato era frecuente que, estando reunidos un grupo de amigos, a veces se planteara un reto con la expresión de “a que no…”.

En la ocasión a la que me refiero la expresión completa fue: “¡A que no se atreve alguno a ir a tocar la puerta del cementerio!

Por supuesto la noche era oscura y tenebrosa (las nubes tapaban completamente la luna) y el viento silbaba con quejidos lastimeros; sin embargo uno del grupo, que presumía de valiente, aceptó el reto que en la práctica consistía en clavar un clavo en la puerta del cementerio, de forma que tanto el ruido que se produciría al clavarlo como su inequívoca presencia al día siguiente, atestiguarían el cumplimiento de lo pactado.

El susodicho llegó a la puerta indicada y, atropelladamente y a duras penas, clavó la escarpia; pero ocurrió que su capa, agitada por el viento, resultó clavada también accidentalmente en la madera, sin percatarse de ello el dueño que, al intentar salir de allí poco menos que corriendo, comprobó que algo (él pensó que alguien) lo retenía. Como aquel alguien no podía ser otro que un difunto, toda la valentía de nuestro protagonista se vino al suelo y sus lamentos y peticiones de clemencia fueron constantes durante largo tiempo. El supuesto difunto no se dio por satisfecho hasta que, en un descuido de las nubes, la luna alumbró la escena y el cautivo se dio cuenta de cual era la verdadera causa de la retención. Ante esta inyección de valor, recompuso su maltrecha figura y, sacando un puñal, de un solo golpe certero liberó la capa de su atadura y, con voz potente, dijo: “¡Pues si es un hombre, igual lo rajo!”.

LA BOINA

Iban un padre y su hijo transitando por unos andurriales, cuando les salieron al paso varios facinerosos que, sin contemplación alguna, les aligeraron de todas sus pertenencias, incluidas las ropas, con lo cual los dejaron completamente desnudos. El zagal, al echarle un vistazo a su padre, exclamó: “¡Hala padre, si le han dejado la boina!”. A lo que el padre, muy dignamente, con voz grave, le contestó: “¡Menudas narices tiene tu padre, como para dejarse tocar la gorra!”.

CONCLUSIÓN
Para terminar debo agregar que resulta curioso que ambos chistes, siendo tan distintos, tengan en común la ironía sobre la valentía, y la crítica a los que, sin serlo, presumen de valientes.

sábado, 21 de agosto de 2010

El esportón andante

En Ariño, cerca ya de 1950, a pesar de que los ingresos debidos al trabajo en las minas habían ya suavizado las duras condiciones de supervivencia propias de épocas anteriores, los chicos, a partir de los diez años e incluso antes, ayudábamos en lo que podíamos y más, en las tareas familiares tanto caseras como agrícolas, que unas y otras eran muchas y variadas.

Me cuenta un amigo que, de vez en cuando, a sus diez años escasos, le mandaban con una caballería provista de un esportón a buscar fiemo a las Bancas para llevarlo hasta una huerta que tenían en el Morraz. Para hacerse una idea cabal de lo que esto representa hay que conocer lo que significan en Ariño las partidas que acabo de nombrar, tanto por la distancia como por la diferencia de nivel.

El fiemo era sirria que se acumulaba en un corral donde pernoctaba el ganado. La tal sirria, por si alguien no conoce la palabra, son los excrementos del ganado lanar y del cabrío.

Dice que un día que hacía algo de viento (lo cual pone nerviosas a las caballerías), la burra iba inquieta hasta que, a la altura del huerto del cura, la carga, que no debía de ir muy bien sujeta, se vino al suelo y el animal inició un trotecillo burrero camino adelante hacia el casetón municipal.

A mi amigo, además del susto, se le amontonó el trabajo en un momento porque no sabía a donde acudir: por una parte no quería dejar el esportón abandonado, y por otra tenía que recuperar lo antes posible a la caballería pues, estando fuera de control en aquel camino-carretera, le podía suceder cualquier percance, lo cual sería una desgracia importante. Así que finalmente optó por ponerse el esportón por sombrero y arreó lo más ligero que pudo hasta alcanzar a la burra, que por fin se había parado. La cogió del ramal, volvió al punto de partida, puso en condiciones de carga el esportón, cargó el fiemo (no sé si llevaría pala) lo ató esta vez con más cuidado y siguió, resuelto el contratiempo, hasta la huerta de destino.

Mi amigo se ríe al imaginarse corriendo detrás de la burra con un esportón encima sin ver otra cosa que el suelo. Uno se imagina enseguida a un espectador observando la escena sin conocer los antecedentes y no sabe qué podría este pensar. Seguramente llegaría a la conclusión de que le había hecho excesivo efecto el vino del almuerzo.

Al menos nosotros nos reímos imaginando la situación, que por otra parte no dejaba de tener un componente de lástima, por imaginar a los niños de entonces obligados a hacer trabajos impropios de sus pocos años.

Como conclusión señalaré la gran diferencia entre lo que antes y ahora se pide a los niños. Entonces las circunstancias nos obligaban a madurar demasiado pronto; sin embargo esto tenía la ventaja de irnos endureciendo para afrontar las difíciles condiciones ambientales imperantes. Ahora, que todo es mucho más fácil, corremos el riesgo de pensar que los niños son más niños de lo que realmente son, lo cual tiene también su problemática.

Para terminar indicaré que este relato requiere que figuren en él unas cuantas palabras cuyo significado alguien puede desconocer. Aunque parezca raro, todas ellas vienen en el diccionario de la Real Academia Española, si bien el uso de tales términos haya casi desaparecido.

martes, 17 de agosto de 2010

Otro viaje a Zaragoza

Hacia 1955 se organizó, para las Fiestas del Pilar, un viaje a Zaragoza utilizando como medio de transporte un taxi grande que había entonces en Ariño que, debido a su gran capacidad, resultaba económico, aparte de que los horarios se podían ajustar de acuerdo con la conveniencia de la mayoría de los pasajeros. Con tales facilidades y los atractivos de esta ciudad, la propuesta resultaba muy interesante.

Yo, que entonces era estudiante no me apunté, pero sí lo hicieron dos personas que conozco bien, que a pesar de su juventud, tenían ya cierta solvencia económica, aunque no excesiva como se podrá ver en su momento.

Al día siguiente comprobé (porque nos veíamos casi cada día) que no habían regresado y sus familiares me comentaron que no habían acudido al sitio convenido a la hora de regreso acordada con el taxi. Desconocían la causa de este hecho y, aunque se mostraban preocupados, imaginaban que se trataba simplemente de una falta de puntualidad y pensaban que aparecerían en el coche de línea la tarde siguiente, como realmente sucedió. Según me explica mi informador (que fue uno de los protagonistas) el suceso dio lugar a que en sus respectivos domicilios hubiera más que palabras y que, a pesar de ser ya unos mozos, salieran de este asunto con las orejas bien calientes.

Lo sucedido, según mi improvisado cronista, había sido lo siguiente:

Efectivamente llegaron tarde a la cita de regreso en el taxi por lo que decidieron tomar el tren (un rápido) hasta La Puebla de Hijar y desde allí ir hasta Ariño con algún camión de TRAMISA o con el coche de línea que subía por la tarde recogiendo a los posibles viajeros del tren y parando en cada pueblo hasta llegar a Muniesa.

En la estación sacaron dos billetes en ventanilla y preguntaron a alguien por allí si el tren que estaba a punto de salir pasaba por La Puebla y cuando les respondieron afirmativamente se subieron a él y se durmieron de inmediato.

Les despertó el chirrido de los frenos del tren al llegar a una estación, comentaron que ya debían de estar cerca de La Puebla, y un señor que iba junto a ellos les dijo enseguida que el tren había pasado por ese pueblo, iba en dirección a Madrid y ya estaba en Pinseque a varios kilómetros de Zaragoza.

El susto fue morrocotudo al comprobar que estaban yendo en sentido contrario al previsto, y la reacción inmediata fue bajarse atropelladamente del tren cuando este iniciaba ya la salida de la estación de Pinseque.

Se encontraron, pues, en la carretera a considerable distancia de Zaragoza vestidos de fiesta, y sin una peseta en el bolsillo, ya que las últimas las habían gastado en los billetes; así que no les quedó más remedio que volver caminando durante horas otra vez a la estación de partida, mientras tomaban conciencia de que el error se debió a confundir el futuro con el pasado ya que, aunque el tren pasaba por dicho pueblo, no tenía que pasar, sino que ya había pasado cuando hicieron la consulta.

Cuando por fin llegaron a la estación dieron con un tren que sí que iba a La Puebla y se subieron a él sin billetes puesto que, como queda dicho, no llevaban dinero. Cuando le muestro a mi informador mi curiosidad por lo que tenían previsto hacer cuando pasara el revisor, me dice que cualquier cosa menos pagarle, porque esto era imposible. No tuvieron que afrontar esa papeleta simplemente porque cuando llegaron a su estación de destino el revisor todavía no había pasado, así que esta vez al menos, “les sonrió la fortuna”.

Le pregunté también cómo resolvieron lo del billete del coche de línea ya que el Juanico (es decir el cobrador) era inevitable, y me dice que le explicaron lo que les había sucedido y añade: “chico, aunque parezca mentira, ¡nos creyó y nos perdonó el billete!”.

Según hemos ido viendo se comprenden las reservas que he hecho al comienzo del relato sobre la solvencia económica de nuestros protagonistas y también he anticipado las consecuencias finales de sus andanzas, así que con esto termino este relato que demuestra, como argumenté en otro anecdotario, que los viajes a Zaragoza eran agradables, pero tenían riesgos de cierta importancia, si no se prestaba un mínimo de atención o no se iba suficientemente despierto.

jueves, 12 de agosto de 2010

Un viaje a Zaragoza

En la década de los cincuenta solían hacer los mocetes de Ariño algún que otro viaje a Zaragoza y para ello la ocasión ideal eran las fiestas del Pilar del doce de octubre.

Me cuenta un ariñero, que tampoco reside en Ariño, anécdotas sobre uno de aquellos viajes acompañado por otro chico de su misma o parecida edad, y me dice que, a sugerencia del acompañante, la primera operación que hicieron fue ir al puente de piedra y alquilar una barca de remos a la orilla del Ebro y, sin haber practicado nunca esta actividad, comenzar a remar en dirección al centro del río. Como es lógico la corriente los llevó rápidamente a donde quiso, que fue hacia una zona en la que había numerosos pescadores de caña que, enfadados por la interferencia y alarmados porque nuestros remeros corrían un peligro evidente, les gritaron para que se alejaran de allí a sitio menos peligroso e inoportuno. Los avisos tuvieron efecto inmediato y los sofocados barqueros remando como pudieron y a base de trazar la barca numerosos círculos consiguieron llegar por fin hasta la orilla, gracias a un milagro de nuestra señora la Virgen del Pilar que permanece entre los muchos no computados hasta la fecha. Eso sí, como consecuencia de los numerosos golpes al agua con los remos planos salieron de la barca con las ropas mojadas a fondo, lo que nos da una idea del lastimoso estado en que iniciaban su estancia en la engalanada ciudad.

El siguiente objetivo de su programa fue ir a alguna zona donde hubiera buen nivel de ambiente festivo y al efecto aparecieron por la calle san Miguel (o cercanías), lugar muy concurrido, donde un señor les preguntó la hora. Ante este elemental incidente mi informador se detuvo para consultar su reloj, pero su amigo aceleró el paso tomando distancia y volviendo hacia atrás la cabeza previno a su camarada, en alta voz, con estas palabras: “¡No te pares con la gente, que aun te quitarán la cartera!”. Esta actuación le sentó fatal al destinatario por ser puesto en evidencia ante los presentes y más teniendo en cuenta que el señor que le había preguntado la hora era nada menos que un sacerdote de avanzada edad vestido, como era entonces habitual, con la clásica sotana, así que el aviso no podía ser más inoportuno.

A juzgar por las actuaciones anteriores supongo que debieron de tener unos cuantos tropiezos durante el tiempo en que deambularon por Zaragoza, pero uno más, que mi informador comenta, fue que tomaron el tranvía “Venecia-Delicias”, que iba a Torrero desde la avenida de Madrid y viceversa, y aunque tenían como destino la calle Vista Alegre que se halla cerca del parque Pignatelli, no tomaron bien la referencia de donde debían apearse y cuando el tranvía estaba llegando al final del recorrido, lejos de la calle a la que pretendían ir, preguntó uno de ellos al conductor si ya estaban cerca de “la parada vista alegre” a lo cual el empleado, con aire socarrón, sin volver la cara le contestó: “No; cerca de aquí está la parada vista triste”. No le faltaba razón porque ya casi se veían la cárcel y el cementerio de Torrero que era a lo que el conductor se refería, aunque no le hubiera costado mucho ser un poco más amable y educado con aquellos usuarios del tranvía en el que se ganaba cada día las habichuelas, por más que los viera con pinta de despistados y pueblerinos.

En aquella época el ir desde el pueblo a Zaragoza efectivamente daba lugar a constantes problemas porque había muchas cosas que eran vistas por primera vez por el que venía del pueblo, como los tranvías, los teatros, la multitud de coches, las considerables distancias, etc., etc..Casi todo era diferente, incluidas las normas de comportamiento, el atuendo y hasta la forma de hablar. Cuando se permanecía durante el suficiente tiempo en esta ciudad, se volvía al pueblo con bastantes conocimientos, adquiridos muchas veces, al igual que nuestros amigos, a base de tropiezos. En algunos casos como en el de los quintos en fase de hacer la preceptiva mili, a veces no se podía evitar volver con cierto aire de suficiencia, que es lo que le sucedió al militar que protagoniza uno de mis relatos que titulo “chascarrillos”.

Zaragoza, que nos atraía de forma especial por tener a nuestra Virgen del Pilar, mostraba realmente aires de gran ciudad y había que ir a ella con cuidado y bien aconsejado, so pena de encontrar problemas, eso sí más enojosos que importantes; sin embargo el ir a nuestra capital, Teruel, no daba lugar a ninguna dificultad (salvo la del complicado viaje), porque era como un pueblo grande en el que no se sentía la más pequeña hostilidad del entorno. Quizá esto sea la razón de que quienes hemos vivido un tiempo en esta encantadora ciudad le tengamos un cariño muy especial y la recordemos de una forma entrañable.

miércoles, 7 de julio de 2010

El desmayo

Contaba mi padre que, en cierta ocasión, estando varios amigos en el café-bar del tío Pablo uno de ellos tuvo una especie de desmayo y se quedó como muerto. Trataron inútilmente de reanimarlo y cuando vieron que no respondía a los tratamientos clásicos como darle bofetadas, hacerle beber coñac o un vaso de agua, etc., consideraron que lo más conveniente era llevarlo urgentemente a la casa de sus padres situada en las proximidades del abrevadero del barrio Bajo y llamar al médico. Entre varios amigos lo bajaron, pues, hasta la calle y cogiéndole unos de las piernas y otros de los brazos iniciaron el camino hacia su casa con la limitada rapidez que permitía el peso del paciente, que era mucho. Al llegar a la bifurcación de calles que hay al final de la iglesia tuvieron dudas sobre el mejor camino a seguir ya que el del barrio Bajo era más llano y más corto pero estaba más concurrido y sería todo un espectáculo el verlos pasar de aquellas formas, y la calle de arriba tenía otros inconvenientes; así que allí seguían parados sin decidir el mejor trayecto, cuando el presunto muerto, con voz de ultratumba, dijo: “por esta, por esta calle iba yo cuando estaba vivo”. La sorpresa mezcla de rabia y de asombro hizo que todos los portadores lo soltaran a la vez y el “muerto” emprendió veloz carrera hasta el bar de partida seguido de sus amigos cargados de aviesas intenciones. Una vez que llegaron todos al bar, el enfermo imaginario les invitó a una copa, les dijo “qué bien os he engañado” y los demás le respondieron que había escapado por los pelos de recibir allí mismo un justo castigo, y le perjuraron que si alguna vez tenía un problema de verdad tendría que ir solo a casa como buenamente pudiera, pues eso había conseguido con el engaño.
Desconozco la probabilidad de certeza de este relato, pero está tan bien ambientado que si no sucedió realmente, bien pudo haber sucedido ya que era normal en aquella época gastarse bromas pesadas, ya que las sencillas no tenían suficiente enjundia. El ambiente de nuestro Ariño entonces era así, qué queréis que os diga.

martes, 22 de junio de 2010

El gua

Cuando yo era un niño (hace ya muchíiiiisimos años), nuestra necesidad innata de jugar la satisfacíamos por medio de juegos de bajo o nulo coste porque, aunque no estábamos en crisis (“momento en que se produce un cambio muy marcado en algo”), estábamos siempre bajo mínimos en disponibilidad monetaria; así que solo jugábamos con cualquier cosa que supusiera un desembolso económico insignificante.

Uno de estos juegos en Ariño era el gua. Consistía en la competición entre dos chicos (las chicas jugaban a otras cosas), provistos cada uno simplemente de una canica, que nosotros la llamábamos pitón, y era el nombre más empleado entonces en muchos pueblos de Aragón. Lo de canica se ha impuesto posteriormente.

Estos pitones eran de varias clases: de cristal (que la mayoría eran verdes y procedían de las botellas de gaseosa), de acero pulido (procedentes de rodamientos), de piedra, y de cerámica. Estos últimos eran los más utilizados, ya que los otros eran demasiado resbaladizos y además los de cristal eran frágiles, los de acero excesivamente pesados, y los de piedra más caros (la regla comercial era que uno de piedra valía por cuatro, o más, de cerámica).

Los de cerámica tenían un peso muy adecuado y solo el inconveniente de aparecer, recién estrenados, con la superficie muy lisa; sin embargo al cabo de un tiempo de uso, debido a los roces y choques a los que eran sometidos de continuo, adquiría la rugosidad óptima requerida para este juego. Al pitón que tenía las mejores condiciones de tamaño, y rugosidad y por tanto funcionaba mejor, en algunas partes se le llamaba “la tiradera” y es el que se reservaba para jugar. Los demás de cerámica se utilizaban para el pago de las partidas perdidas, como indicaremos en su momento.

Para jugar al gua había que situarse en una superficie plana para que no se produjeran rodaduras inconvenientes de las canicas, y era mejor la tierra que el cemento, porque en este último tipo de suelo los movimientos de los pitones eran más difíciles de controlar debido al menor rozamiento; sin embargo, a pesar de dicho inconveniente, tenía otras ventajas y, por ello, también se jugaba al gua en algunas superficies de cemento.

Se requería que en el suelo hubiera un pocete (llamado gua) más o menos profundo y de unos seis a ocho centímetros de diámetro, como algunos que había en la plaza mayor, que se formaron por casualidad cuando se cubrió la plaza, que era de tierra, con una capa cemento. Se ve que quedaron algunas gravillas demasiado superficiales y, con un poco de ayuda, se fueron desprendiendo, dando lugar a un par de agujeros muy adecuados para el juego que estoy explicando.

Para jugar, después de los acuerdos previos, se situaban los dos jugadores a una determinada distancia del gua y se tiraban sucesivamente los pitones tratando de dejarlos a la menor distancia posible del agujero y, con suerte, dentro de él. El ganador de esta primera operación llevaba la iniciativa en la parte siguiente del juego que consistía en los siguientes movimientos: primero el gua, que era introducir el pitón en el agujero. A continuación se hacía lo que llamábamos chiva, que era golpear al otro pitón, luego el pie, que era separarlos, por medio de un nuevo impacto, a una distancia de más de un pie; acto seguido tute, que era igual a chiva y, finalmente gua, que era meterlo otra vez en el agujero.

La práctica de todos los movimientos se hacía con las dos manos: la izquierda con el pulgar en el punto donde se hallaba situado el pitón propio en la fase correspondiente y el meñique tocando a la mano derecha, que sujetaba al pitón entre el índice y el pulgar y este dedo era el que lo impulsaba finalmente, a modo de proyectil, para lograr lo requerido en cada una de las sucesivas fases del juego.

Cuando se fallaba el tiro en cualquier fase, pasaba la iniciativa al otro jugador, empezando este por la fase en que hubiera quedado con anterioridad.

El primero que completaba todas las fases era el ganador de cada juego, y su oponente tenía que darle lo acordado, que podía ser un pitón, un cromo, una chapa, o incluso una moneda, generalmente de cinco o de diez céntimos de peseta.

Este juego era uno de los más populares y lo practicábamos continuamente. Los que tenían más habilidad llevaban siempre los bolsillos llenos de pitones que terminaban vendiéndoselos a los menos habilidosos, así que al final la habilidad se traducía en dinero, cosa que tiene su miga, y también era un detalle curioso que los chicos más expertos en estos juegos eran los que peor iban en clase, que es una demostración de la existencia de una especie de ley compensatoria que se refiere al conjunto de las facultades con que somos dotados los individuos de la especie humana.

Para finalizar se me ocurren dos observaciones: la primera, que era admirable que un juego tan simple tuviese tan gran aceptación a pesar de que había que estar todo el rato con una rodilla en tierra, y la segunda, que este juego es más fácil de practicar que de explicarlo y que algo que precisa tantas explicaciones se aprendía, viéndolo practicar, en menos de un minuto, incluso por los chicos menos espabilados, lo que nos indica la gran ventaja que tiene la enseñanza con ejemplos y ejercicios prácticos, frente a las explicaciones demasiado teóricas, como las que he utilizado en el presente escrito.

viernes, 23 de abril de 2010

La acequia del molino

Entre el manantial de “Los baños” y lo que fue molino de harina, había en Ariño una acequia que, separada del río Martín por un largo y espeso cañar y siguiendo el contorno de los huertos de “Darcos”, conducía el agua, recién nacida en los manantiales, hasta un depósito de obra anexo al molino.

Este depósito era una especie de chimenea de unos diez metros cuadrados de sección rectangular y una altura de unos cuatro. Desde arriba se veían los remolinos del agua antes de precipitarse hacia las turbinas con un estrépito considerable.

La acequia, excavada en el terreno, estaba forrada de obra de mampostería y fratasada con cemento, y mediría algo menos de dos metros de anchura y casi dos metros de profundidad. Estaba bien trazada y construida y tenía, a poca distancia de su comienzo, dos tajaderas metálicas perpendiculares entre sí, la una transversal a la acequia para cerrar el paso del agua hacia el molino, y la otra anterior y lateral para darle salida hacia el río. Estas tajaderas se accionaban manualmente cuando era necesario desviar de nuevo hacia el río el agua ya encauzada, fuera porque se precisase realizar reparaciones de las máquinas del molino, o por evitar desperfectos en ellas y el embarrado de la propia acequia, que pudieran producir las fuertes, y entonces frecuentes, avenidas del río Martín .

El caudal debía de ser de más de dos metros cúbicos por segundo y en el agua, muy transparente, se percibían barbos de considerable tamaño. Era impresionante verlos nadar enérgicamente a contracorriente a pesar de la elevada velocidad del agua. Incluso una vez vi una anguila, y a pesar de que me conocía bien los ríos de Ariño, nunca más tuve ocasión de hallar otra en ninguna parte, salvo un día en que mi tío Antonio, que era buen pescador, atrapó una, a mano, en la orilla del pozo que llamamos “La cueva de la Marta”.

El situarse a la orilla de aquella acequia infundía cierto temor porque no tenía protecciones laterales y en caso de caída accidental, dada la fuerza del agua y que no era posible asirse más que a algún que otro zarzal, existía una alta probabilidad de acabar en las turbinas del molino o en algún rastrillo de ramas que posiblemente hubiera, cosa que yo no llegué a saber con certeza. En cualquier caso significaba un alto riesgo de perder la vida.

Esta sensación de peligro y el andar por allí con cierta frecuencia, ya que mi abuelo tenía un huerto en aquella zona, hizo que me inventase un original test para determinar mi grado de integración con personas queridas, para lo cual hacía una lista mental con ellas y me sometía a la siguiente pregunta: ¿Si accidentalmente esta persona se cayera a la acequia, sería capaz de tirarme al agua para intentar salvarla? Yo mismo me llevaba sorpresas, porque la autorespuesta no siempre era afirmativa, y ello me permitía conocer por quién sería capaz de poner mi vida en alto riesgo de pérdida. Este ejercicio parece una tontería pero, sobre todo teniendo en cuenta que yo no era más que un chaval, tenía su miga. Esta ocurrencia, me sorprendió a mí mismo y, a pesar de los años transcurridos, la recuerdo siempre como un curioso ejercicio psicológico para la valoración del nivel de los afectos.

Aquella acequia, además del encanto natural del agua y de la agradable visión de los peces, me producía una gran admiración por ser una obra de gran utilidad para el pueblo, especialmente por dedicarse a mover el molino para el pan, cosa tan esencial en aquella época, y me hacía sentir una gran admiración por las personas que idearon todo aquello y gestionaron su construcción, puesta en servicio, y mantenimiento.

En estos momentos tengo entendido que dicha acequia está aterrada en el sentido físico y hasta pudiera ser que en el metafórico. No he confirmado la información mediante visita al lugar, porque estoy seguro de que me produciría mala impresión el comprobar la falta de interés que supone el despreciar la posibilidad de aprovechar la energía del agua, por ejemplo para reconvertir el molino en minicentral, como se ha hecho en muchos sitios, que permitiera incluso abastecer de forma autónoma los importantes requerimientos energéticos del previsto balneario. Hay que reconocer que generaciones anteriores, con menos medios, estuvieron mejor mentalizadas que las nuestras en estos aspectos.

Me temo que, para colmo, se trata de un error irreparable, debido a la ubicación de los cimientos de los pilares del puente que conduce al proyectado balneario, justo en la trayectoria de la acequia, en lugar de respetarla, como hubiera sido lo lógico.

Sería para mí un motivo de gran alegría saber que los aspectos del relato que he supuesto debido a comentarios oídos al respecto sin comprobación detallada in situ, finalmente no fueran ciertos; pero, mientras tanto, me propongo recordar a la acequia y al molino como eran en mi época de niño, y correr un tupido velo sobre el triste final de esta historia.

jueves, 25 de marzo de 2010

Los latones

Ante todo comenzaré por explicar qué son los latones, por si alguien no conoce estos curiosos frutos. Cuando están maduros son unas bolitas casi negras de algo menos de un centímetro de diámetro, que tienen una piel fina y dura, una pulpa amarillenta comestible de sabor dulce, y un hueso esférico de poco más de medio centímetro. Pertenecen a la familia de las drupas que son los frutos con piel, carne y una sola semilla, como las ciruelas, las cerezas, etc. Los producen los latoneros, árboles de madera noble y correosa de los que se sacan buenas varas y, si no estoy equivocado, los garrotes largos que usan los pastores. Estos árboles son raros y en Ariño hay unos pocos, llenos de polvo, próximos a la cuesta de las bodegas, a la orilla de la carretera, cerca de las huellas de los dinosaurios. Aunque el nombre de latonero es correcto, más técnico es almez, por extraño que parezca. En Zaragoza los veo plantados en los jardines públicos y en los alcorques de las aceras. A veces, cuando tienen latones maduros, cojo algunos, recordando prácticas de la infancia.

El nombre y aplicaciones eran generalmente conocidos por los chicos de los pueblos con ligeras variaciones en la denominación; en cambio los de las ciudades, cuando oían la palabra latón, supongo que pensarían que se referían a la aleación de cobre y cinc de color amarillo claro, susceptible de gran brillo y pulimento, como lo define la Real Academia.

Volviendo a las actividades de los chicos de Ariño en edad escolar que fueron objeto de mi anterior relato, había una que gozaba de gran atractivo en otoño, que era el cañoneo con los huesos de los latones. El sistema consistía en proveerse de una caña con diámetro interior adecuado y de una longitud de algo más de un palmo, cargarla con un hueso y, soplando con fuerza, lanzarlo con la mayor velocidad posible.

Menos mal que no nos explicaron entonces que algunos indígenas lanzan por este procedimiento hasta dardos envenenados, porque es sabido que los niños lo van probando todo, y aprendiendo a base del principio del escarmiento. Imagino también las dotes creativas de quien fue capaz de inventar dicho aparato relacionando los misteriosos huesecillos y la posibilidad de utilizarlos con finalidad agresiva; sin embargo la inventiva no pasó de este nivel, porque aunque el uso del aparato coincidió con nuestro conocimiento de las armas de fuego por medio de los tebeos y de las películas del Oeste, no inventamos algún sistema de carga rápida de los latones o de repetición como los utilizados por los revólveres, los rifles o las ametralladoras, aunque fuera en versión simple.

El aparato, dentro de su sencillez, funcionaba con eficacia y, si el canuto estaba bien calculado, era sorprendente la velocidad del ecológico proyectil, la rectitud de su trayectoria y la energía del impacto. Eso sí, como queda insinuado, la recarga para un nuevo lanzamiento era relativamente lenta, lo que le quitaba capacidad combativa.

La problemática principal de este digamos juego, era el acopio de los latones, ya que, como he indicado, en Ariño no había latoneros productivos; así que había que ir hasta cerca de la sima de san Pedro a buscarlos, porque allí estaban los más próximos. Esto representaba dos problemas: uno era la distancia de varios kilómetros, y otro, que se hallaban en el término de Oliete, y los zagales de ese pueblo también los utilizaban. Y comoquiera que las relaciones entre los chicos de los pueblos vecinos, si no había un factor moderador no eran especialmente amistosas, el encuentro de las dos bandas de aspirantes a la recolección solía terminar en combate a pedradas, técnica en la que había unos cuantos expertos en ambos bandos y, aunque el arte de esquivarlas se dominaba muy bien, no era extraño regresar al pueblo con algún combatiente descalabrado.

El caso es que, de una u otra forma, muchos chicos llevábamos bolsilladas de latones, de huesos de latón, y la famosa caña. Luego, dependía de la mentalidad de cada uno el uso más o menos agresivo que de este equipo se hiciera. Algunos tenían la mala sombra de tirarles latones a las chicas, que no eran partidarias de este tipo de “juegos” y por tanto existía ventaja sobre ellas, aunque también se tenía muy en cuenta los “rebotes” que podían sobrevenir de los amigos y familiares de las mozas, como consecuencia de tales agresiones.

Con todo, lo más divertido era disparar contra otro chico equipado reglamentariamente y, era ya la repanocha, cuando a veces se producían tiroteos entre grupos organizados cuidadosamente en dos bandos participando los chicos más aguerridos.

Yo siempre consideré este juego como algo peligroso, aunque no por ello me privé de practicarlo. Realmente en caso de darle a alguien con uno de estos proyectiles en un ojo se le podía dejar tuerto. Cierto es que era poco probable la coincidencia, pero a veces el diablo hace afinar la puntería y suceden las desgracias; sin embargo en Ariño los ángeles de la guarda, que los llevábamos siempre a mal traer y haciendo horas extras, realizaban muy bien su trabajo y, que yo sepa, nunca se produjeron en realidad estos potenciales y temibles percances.

domingo, 7 de marzo de 2010

Cada uno en su sitio


En Ariño, a partir del momento en que comenzábamos a tener uso de razón y a circular con cierta independencia en un radio cada vez mayor tomando como centro nuestras casas, intuitivamente nos preguntábamos cuál era nuestra situación en relación con nuestro entorno y, en especial, con las personas que, según íbamos descubriendo, habitaban en nuestro mismo pueblo.

La primera percepción se refería al volumen o tamaño de las personas y en una segunda etapa, afinando ya más, a su edad y situación social. Con estas actividades de nuestros virginales cerebros llegábamos a establecer grupos, lo que tenía el mérito de ser un intento de hacer una primera clasificación, ya que algo internamente nos decía que esto era esencial para seguir circulando por allí sin excesivos problemas.

El primer grupo era el de las personas mayores, que a su vez lo dividíamos en los viejos y en los casados, aunque estos fueran todavía jóvenes o de mediana edad. El siguiente era el de los jóvenes, que incluía desde mozos hasta chicos de un año más que nosotros. Otro era el de chicos de nuestra misma edad. Uno más era el de los chicos de menor edad y a continuación el de los recién nacidos y de los que andaban todavía a gatas y, por fin, el de las chicas.

Nuestras actuaciones eran diferentes según el grupo con el que tratábamos. Así las personas mayores, si no eran auténticos desastres, merecían un gran respeto, les correspondía el trato de usted y con ellos era impensable mantener cualquier polémica o causarles el más pequeño contratiempo.

Para el trato con el grupo segundo se tenía muy en cuenta la edad, que era un grado, como la veteranía en la mili. La cuestión era de tal precisión, que una diferencia de un año significaba ya un neto predominio del chico de mayor edad.

El mismo criterio se seguía con los chicos de menor edad en los que esta circunstancia determinaba, de forma inapelable, la superioridad del mayor.

Respecto a las chicas diré que, en la temprana edad a que me refiero, pasábamos olímpicamente de ellas, al igual que ellas de nosotros. Con el paso de los años esta indiferencia y distanciamiento inicial evidentemente se iba acortando a medida que se producía la revolución hormonal que cambiaba los conceptos y las distancias entre unos y otras. Pero esto es algo en lo que no me voy a extender en el presente relato.

Así pues, volviendo a nuestro tema, vemos que había muchas cosas que estaban perfectamente claras y la cuestión de establecer nuestro sitio en el ordenamiento jerárquico se reducía, simplemente, a conquistarlo entre los varones de la misma edad. Este asunto se dilucidaba por medio de las peleas cuerpo a cuerpo sin herramientas de ningún tipo y sin el empleo de ninguna clase de artes marciales sofisticadas. (Ya de mayor he visto que lo más parecido a nuestras peleas infantiles es la lucha canaria).

En dichas peleas se trataba de derribar y sujetar al contrincante con la espalda en el suelo el tiempo suficiente para que este, de forma más o menos explícita, admitiese la superioridad del otro. No se utilizaban, como he apuntado, malas artes, objetos agresivos, ni siquiera el uso de los puños como en el boxeo. Así que la lucha era limpia y se terminaba sin daño físico apreciable, pero sí con la posición escalar refrendada o modificada.

Estas peleas tenían lugar continuamente, sobre todo en la plaza principal del pueblo, debido a que era donde estábamos la mayor parte del tiempo y a que su suelo de cemento era favorable para un menor deterioro de nuestras ropas, que ya de por sí no eran una gran cosa. Por si estas peleas espontáneas no fueran suficientes aún había chicos mayores, ya mozalbetes, que acudían allí para fomentar este tipo de contiendas. El protocolo que seguían era el siguiente: juntaban a dos chicos de la misma edad y le decían a uno que le mojase la oreja al otro, lo cual provocaba con toda seguridad el inicio de la pelea. Otras veces nos ponían frente a frente, trazaban una raya en el suelo con una tiza, decían que aquella raya era de uno, e incitaban al otro a que se la pisase y ya estaba organizado el lío. En nuestro interior teníamos formado un mal concepto de aquellos incitadores, que casi siempre eran los mismos, considerándolos gente de malas intenciones; sin embargo, con el paso de los años, he visto que no todos eran irredentos ya que algunos se formalizaron y llegaron a ser personas sensatas y buenas, constituyendo familias normales a pesar de su etapa de gamberrillos adolescentes.

A veces, aunque era muy raro, se daba el caso de pelear un chico con una chica a brazo partido. Recuerdo en especial una pelea de un amigo mío con una chica, en la que llevaba él las de ganar ya que tenía a la moza en fase de inmovilización. Comoquiera que lo necesitábamos a él para un juego y además creí que aquella pelea no tenía sentido, fui a separarlo estirándolo por detrás. Lo malo fue que se asustó, interpretó que la chica recibía refuerzos, y volvió la cabeza rápidamente cuando mi cabeza estaba rozando a la suya. El resultado fue que su frente chocó con mis dientes con un fuerte impacto. Fui a decir algo y mi lengua percibió que algo en la empalizada de mis dientes había cambiado. Así era, en efecto, ya que dos hermosas palas que yo tenía se habían roto dejando un perfecto triángulo entre ellas. Las esquinas que faltaban estaban clavadas en la frente de mi amigo, que sangraba abundantemente por lo que tuvo que ir al médico para que le arreglase el desperfecto. Lo mío fue peor, porque no queráis saber la murga que la dichosa rotura de las dos palas me ha dado a lo largo de toda mi vida.

Otra anécdota que recuerdo es que un chico, que tenía un año menos que yo, me retó formalmente, no sé por que motivo, nada menos que a batirnos de inmediato en la era de la trilladora. Me pareció una tontería ir a reñir tan lejos, pero acepté y, como lo oyeron varios compañeros, se formó una nutrida partida para presenciar el combate, encabezada por los dos protagonistas del inminente pugilato. El año de diferencia de edad y la práctica jugaron a mi favor, así que salí vencedor en aquella contienda a pesar de que el otro era bastante fuerte y tenía genio. Pasados muchos años, un día aquel chico, ya mozo, me recordó que fue él mi contrincante en aquella pelea; y me dijo que siempre me había guardado un respeto especial como consecuencia de aquel combate. Yo sí recordaba la pelea pero no que había sido con él, a pesar de que nos tratábamos bastante cuando nos fuimos haciendo mayores.

No siempre me fue tan favorable el resultado de mis peleas, ya que un día en la placica de la iglesia teniendo a mi contendiente, que era un chico de mi edad, en posición de bloqueo, en un descuido mío (porque pensé que ya se rendía), flexionó las piernas de tal modo y con tal rapidez, que me puso los pies en el pecho y me catapultó hacia atrás, con tan mala suerte que di con mi cabeza en una piedra de la pared y me sangró tanto la herida que le costó trabajo a mi madre el curarla; finalmente me cortó una coronilla de pelo, me desinfectó la cabeza con alcohol, me puso un esparadrapo, y dio el asunto por zanjado. Pagué caro el no haber ido al médico, porque aquella herida tardó tiempo en curarse y me dejó una notable cicatriz y aún salí bien librado, porque realmente era de las que precisaban unos cuantos puntos de sutura.

En aquella sociedad tan asilvestrada de chavales, la caída por el pueblo de uno nuevo era para compadecerlo al principio, y de hecho andaba durante bastante tiempo fuera de cualquier escalafón, a no ser que viniera ya aguerrido de lances similares en otros pueblos; en tal caso pronto ocupaba su lugar jerarquizado, sin necesidad de muchas demostraciones adicionales.

Quizá estoy dando la impresión de que la relación entre los chicos era enconada y tensa. No era así, sino todo lo contrario. Nos pasábamos el día jugando unos con otros y, si se daba el caso de alguna pelea, se nos olvidaba al cabo de pocos minutos y seguíamos siendo tan amigos como antes.

Era una manera natural de ejercitar la convivencia y de irnos ajustando al grupo humano con el que nos había tocado convivir, es decir de irnos educando para aquella sociedad, educación que, aparte de la que nos inculcaban en nuestras casas y en las escuelas, se producía desde los otros grupos sociales que he nombrado al principio, y no era raro que desde ellos llegasen informaciones, cuando nos pescaban haciendo alguna travesura, hasta nuestros padres y hasta nuestros maestros, que eran digamos el poder ejecutivo directo sobre nuestras personas.

En tales casos se nos avisaba, diciendo: “Espera pajáro que cuando vea a tu maestro o a tus padres les voy a explicar esto”. Y nos quedábamos un tiempo con el culín apretado esperando a ver si la amenaza se convertía en realidad, lo que ya de por sí era una penitencia por la maldad que estaríamos haciendo.

Para este ejercicio educativo multidireccional era necesario algo que siempre he considerado una gran ventaja en los pueblos y es que todos se conocían y, por ejemplo, de cada chico y en general de cada vecino, se sabían con detalle su forma de ser y casi todas sus circunstancias.

Los ajustes de la convivencia se producían también en el grupo de las personas mayores, siempre favorecidos por el factor enunciado del conocimiento mutuo. Cuando hemos salido de los pueblos y nos hemos visto en las ciudades inmersos entre gentes que desconocemos, esto nos ha creado un estrés que no existe en los pueblos. (“Solo se teme a lo que se desconoce”, dice la sentencia). La indumentaria y el aspecto externo nos dan en las ciudades una idea, pero solo aproximada y, en todo caso, poco fiable.

En los pueblos no valen las caretas. Todo el mundo se conoce, por más que se intenten disimular los defectos, lo cual es una táctica también generalizada y comprensible. Hay sin embargo personas que tienen la cualidad de mostrarse, sin tapujos, directamente como en realidad son. Estas son las que yo llamo auténticas, que suelen ser escasas pero admirables. En la mente tengo algunas.

viernes, 5 de febrero de 2010

La cultura del alivio discrecional

Antes de que el tema sobre el que voy a escribir pase definitivamente al olvido, me gustaría hacer un pequeño recordatorio de cómo tenían lugar ciertas necesidades fisiológicas primarias, hace más de cuarenta años, en nuestro pueblo.

Dicho en forma resumida, Ariño era una especie de acampada libre sin servicios, donde cada uno, dentro de un orden, se las arreglaba como podía.

Entrando un poco en el detalle de la cuestión, hay que establecer una diferencia entre las necesidades nocturnas y las diurnas. Las nocturnas, como la movilidad era limitada debido a las dificultades de iluminación, se resolvían por medio del orinal que había debajo de cada cama y, como todo el pueblo olía a estiércol, no causaban gran molestia los olores suplementarios. Es curioso observar que hasta en aquella situación la diferencia de estatus se notaba, aunque fuera por la calidad del orinal, que podía ser desde hierro esmaltado en blanco con desconchones en las familias humildes, hasta de fina porcelana con artísticas figuras policromadas, en las de mejor posición social .

Por las mañanas el contenido de los orinales se vaciaba en un rincón de la cuadra donde pasaba a integrarse con el estiércol de las caballerías, o en el corral, en cuyo caso las gallinas daban buena cuenta de los residuos porque para ellas eran un alimento muy apreciado. (Afortunadamente esta circunstancia no trascendía hasta el sabor de los hermosos huevos que solían poner casi todos los días).

Por el día la cosa era diferente: si se estaba en el campo, se buscaba un arbusto tupido para hacer aguas mayores, y para las menores los hombres no tenían problemas y las mujeres imagino que alguno, aunque tampoco debían de ser excesivos. Si se estaba en la casa, el sitio apropiado para satisfacer estas necesidades era la cuadra o el corral, espantando a las gallinas para mantenerlas alejadas.

Se contaba que un maestro que acordó alojarse “de patrona” en una casa del pueblo, cuando preguntó dónde hacer sus necesidades le indicaron que en el corral y, al regreso, le dijo a la patrona:
–¿Sabe usted que tiene unas gallinas muy especiales?
–¿Por qué lo dice? –preguntó la señora.
–¡Porque ponen los huevos negros! –contestó el maestro.
–No señor, no; blancos, y muy escasos –quejóse la buena mujer.
–¡Ponen los huevos negros a picotazos! –concluyó, escamado, el recién llegado.

En algunas casas, muy pocas por cierto, había una especie de lavabo y una tabla con un agujero redondo de dimensión apropiada que daba directamente a un pozo ciego. La limpieza de este era tan enojosa que no les arriendo las ganancias a quienes periódicamente tenían que limpiarlo. Otras veces daba directamente al corral, en cuyo caso los restos se reciclaban de inmediato por el procedimiento que he indicado en el párrafo anterior.

Había personas que, fuera por no tener sitio apropiado en la casa o por algún otro motivo, solían hacer sus necesidades en las proximidades de su vivienda, y no era extraño encontrar al aire libre, en los sitios algo más discretos, las consiguientes deposiciones. Por ejemplo, la ermita de santa Bárbara estaba festoneada en todo su perímetro de los consabidos restos. Este sistema tenía el inconveniente de que los que solíamos vagar por los alrededores cazando pájaros o mariposas, sorprendíamos, de vez en cuando a las señoras en tan comprometida faena, lo cual era un corte considerable por partida doble.

Las operación de limpieza se realizaba con lo que se podía, incluso con las piedras, que abundaban, sueltas por todas partes, y por eso eran el método más común (y muchas veces el único) sobre todo en el campo. Realmente la operación de limpieza era un fastidioso asunto.

En los alrededores del pueblo por todas partes encontrabas el rastro de estas necesidades y muchas veces quedaba clara la conveniencia para el autor de tomar alguna sustancia astringente y otras la de un laxante de tipo fuerte. Otras veces veíamos tomateras, demostración de que las semillas del tomate no se destruyen durante el proceso digestivo. En ocasiones se veían hasta pequeños melocotoneros, lo cual hacía pensar que el autor de la deposición se había comido a la vez un melocotón, para hacer la operación menos tediosa. En fin, que una persona algo observadora podía sacar curiosas enseñanzas en cualquier parte.

Los chicos no teníamos problemas en orinar en presencia de otros chicos. Tanto es así que incluso llegábamos a hacer, con toda naturalidad, concursos para ver quien meaba más lejos.

Eran cosas normales y, por ejemplo, cuando salíamos al recreo (uno de cuyos motivos era la meada general), teníamos la costumbre de ir a un pasillo muy pendiente que había entre dos corrales, y allí meábamos una docena o más de chicos, la mitad a cada lado, en dos filas frente a frente. Con ello se formaba una barrancada que desembocaba en el corral de la izquierda, entrando por debajo de su puerta. Nunca nos llamaron la atención, cosa que me extraña. Quizá la explicación era que aquellas aportaciones de urea de los orines les mejoraba a los propietarios la calidad del estiércol de su corral.

Los amigos varones, al atardecer en el pueblo, era frecuente que fueran a hacer sus necesidades en grupos de dos, o más, a la “Peña del Serrao”. Esta costumbre al parecer estaba muy generalizada al menos en Aragón, e incluso en toda España, según aseguran expresiones como aquella de “cuando mea un aragonés mean dos o tres”, y aquella otra de “pi… española no mea sola”. A veces no había más luz que la de la luna, y otras ni eso, y era normal conversar animadamente (a oscuras) con acompañamiento sonoro, mientras se hacían necesidades de todo tipo.

Un buen día hacia 1970, empezaron a abrir zanjas por todas partes y, en poco tiempo, el pueblo se encontró con una red de agua potable procedente de un manantial de Alacón, y canalizaciones para vertidos por medio de tubos de cemento. El pueblo aceptó la nueva situación y, al poco tiempo, todo el mundo comenzó a instalar lavabos con agua corriente y cuartos de baño, algunos con lujo asiático, según se rumoreaba por el pueblo. Cuando estos servicios se generalizaron es cuando nos dimos cuenta realmente de las condiciones tan primitivas y cavernícolas en que habíamos vivido en este aspecto hasta entonces, porque mientras se vivió así (que había sido desde la fundación del pueblo) parecía, por la fuerza de la costumbre, lo más natural. Por otra parte la acometida en cada casa del agua potable permitió terminar con el acopio del agua por medio de pozales, evitándose con ello un constante e ímprobo trabajo.

Quien hace algo bueno tiene, para siempre, el mérito de haberlo hecho y en este caso hay que reconocérselo a Francisco Aguilar, que durante muchos años fue nuestro alcalde. Sin duda tiene otros méritos, pero el promover unas infraestructuras de esta índole le hace merecedor de un gran reconocimiento por parte de todo el pueblo, por la mejora trascendental de costumbres que, por iniciativa suya, se produjo en Ariño, cuando menos en los aspectos a los que me he referido en este relato.

Para finalizar debo precisar que lo dicho en este relato se refiere exclusivamente a la parte alta del pueblo, ya que el barrio de SAMCA y las viviendas que en su entorno se construyeron, gozaron de agua corriente potable y cuartos de baño reglamentarios desde el principio, lo cual fue una evidente ventaja, durante muchos años, sobre el resto del pueblo. Como era de esperar, yo aprecié el entusiasmo de los ocupantes de estas viviendas por la disponibilidad de dichos servicios; sin embargo nunca noté muestras de envidia de los que seguían viviendo en peores condiciones, circunstancia que confirma, una vez más, que la gente de Ariño merece, en general, la fama de sociable y buena que ha tenido siempre.

viernes, 29 de enero de 2010

Confesiones

Hubo una época en que en Ariño había dos sacerdotes: uno de ellos era el párroco, y el otro, el coadjutor. Explicaba mi padre que, en cierta ocasión, se acercó una abuela al confesionario dispuesta a descargar su alma de pecados, y le dijo al sacerdote que en aquel momento actuaba de confesor, lo siguiente:

–Ave María Purísima.

–Sin Pecado Concebida –le respondió el sacerdote.

–Pues… confieso, padre, que tengo un pecado que me da mucha vergüenza decirlo.

–Venga, hija mía, adelante, que Dios todo te lo quiere perdonar –le animó el reverendo.

La buena señora siguió todavía un rato con sus remilgos hasta que, por fin, le dijo al confesor:

–Es que el otro día estaba dándole el almuerzo a mi nieto y, como es muy enredador, le pegó una patada al puchero, tiró las sopas de leche a la ceniza y me dio tal coraje que… ¡me cagué en los coj… del cura!

Aquel cura, que tenía una considerable dosis de socarronería, le contestó sin inmutarse:

–¡Pues habrá sido en los de mosén Nicolás, que yo los llevo muy limpios!

La señora tuvo el desliz de contarle lo sucedido a una supuesta amiga y al poco tiempo lo sabía todo el pueblo. Como era de esperar, los convecinos se partían de risa cada vez que lo comentaban.

En una época muy posterior, cuando ya solo había en el pueblo un sacerdote, que era mosén Manuel Úbeda (que por cierto nos bautizó a mis quintos y a mí), las confesiones se realizaban por un método simplificado que consistía en que el mosén iba preguntando si se había hecho esto o lo otro, y el presunto pecador simplemente respondía “sí, padre o no, padre”. Con estas facilidades, la gente se acercaba con menos corte al confesionario, las confesiones eran más completas porque la lista protocolaria estaba bien estudiada, y además se ganaba tiempo. Al final el sacerdote preguntaba si había algo más, por si acaso; y, si no lo había, aquí paz y después gloria.

Al lado del confesionario había un banco que algunas veces, especialmente por Pascua Florida, estaba ocupado en su totalidad por varones de diferentes edades que esperaban su turno. Un día había un hombre arrodillado confesándose y los del banco percibían el murmullo característico de la confesión cuando, de pronto, aquel hombre, en voz alta, exclamó: “¡¡Eso no!!”. Todos volvieron la cabeza extrañados, pero el hombre prosiguió sin dar más voces, terminó su confesión, se santiguó y salió de la iglesia.

Como al parecer era más precavido que la señora del relato anterior, no le dijo a nadie lo que le había preguntado el cura, así que nunca se supo; pero mucha gente se quedó con las ganas de saberlo, y también se iba comentando lo sucedido, dando pie a diversas especulaciones, así que no sé qué es peor.

Cuando falleció mosén Manuel, que era un sacerdote muy apreciado, vino al pueblo mosén José Fuster, que era bastante joven (poco más de treinta años) y llegó con aires renovadores, fruto lógico de su moderna formación en el seminario. Era activo y deportista y, por ejemplo, no le importaba subirse la sotana hasta la cintura y ponerse a jugar al fútbol si se daba el caso, cosa que nos dejaba admirados.

Acostumbrados los fieles de Ariño a los métodos de mosén Manuel nos extrañábamos de muchas cosas del nuevo cura, y una de ellas fue el cambio del protocolo de la confesión, ya que este sacerdote no preguntaba por los pecados, sino que esperaba, sin decir nada, a que se los recitasen. Este cambio significó para muchos algo difícil de aceptar y un día que estaba el mencionado banco de espera abarrotado de hombres, le tocó el turno a uno de cierta edad y dijo, como siempre, “Ave María Purísima”. “Sin Pecado Concebida” le contestó el reverendo, y se quedó esperando la enumeración de los pecados, y el otro a que el sacerdote se los preguntara. Cuando pasaron varios minutos, ambos en silencio, el arrodillado dijo “adiós buenos días”, se levantó, y se fue. Mosén José sacó la cabeza del confesonario y dijo “¡oiga, oiga!”…, pero el desertor siguió su camino sin volverse y murmurando por lo bajinis: “¡el pájaro no está dos veces en el nido!”.

También esta vez se comentó por el pueblo lo sucedido, y yo lo relato porque refleja la realidad y porque, bien mirado, tiene su gracia imaginar las caras que debían de poner mosén José y el malhumorado prófugo.

viernes, 22 de enero de 2010

Uno sobre campanas

Este relato lo contaba mi padre y se refiere a las frecuentes procesiones que antiguamente se celebraban en Ariño por muy distintos motivos: festividades religiosas, fiestas de los santos patronos de los barrios, e incluso para pedir la lluvia en los años de especial sequía.

Cuando se trataba de las fiestas de los santos patronos, tenía lugar, durante la procesión, el volteo de las campanas de la torre, rivalizando en energía los mozos más fornidos de cada barrio.

Explicaba mi padre que en una de aquellas procesiones estaba siendo tan patente un especial brío en la actividad campanil, que una señora de la comitiva le dijo a su vecina:
- Este año sí que van fuertes las campanas. ¿Sabes quién las toca?
- Es el chico de la tía… -respondió la otra-.
La primera, una vez que supo de quien se trataba, concluyó:
- Pues sí que las toca bien, ¡y eso que no sabe de letras!

Mi padre se reía de lo que parecía una incongruente exclamación; sin embargo esta tenía su miga, porque implícitamente relacionaba dos admiraciones: la que se profesaba a las personas que sabían leer, y la que correspondía a la agudeza vivacidad y fortaleza del mozo; y es curioso observar cómo todas estas cualidades se mezclan e influyen mutuamente en el pensamiento intuitivo de aquella señora.

A propósito del volteo de las campanas hay que decir que la operación requería fuerza, pero también destreza y rapidez de reflejos, porque el no ladearse a tiempo de la trayectoria de la campana entrañaba gran riesgo de sufrir un grave accidente.

domingo, 10 de enero de 2010

El cine en Ariño

Hacia 1946, el equipo de albañiles de SAMCA dirigido por un señor muy competente, amable, alto y fuerte que se llamaba Manolo Sos, daba fin a la construcción de un proyecto de gran envergadura, cuya gestación supongo que debió de hacerse en Barcelona, para servicio y diversión de los habitantes de Ariño. Aunque destinado básicamente a toda la población minera, por su ubicación en el barrio de SAMCA tuvo, en esta parte del pueblo, su mayor influencia.

Se trataba de un complejo compuesto por un espacioso bar con fachada a la carretera, una pensión-residencia, y un local multiusos de considerables proporciones destinado a sala de cine, teatro y baile.

El aspecto exterior de este conjunto era el de un edificio de un solo volumen de planta rectangular y notable altura, austero pero bien pensado, que se había construido con los mejores materiales y medios que en aquella época de escasez se podían conseguir.

El ambicioso proyecto se completaba con una extensa zona deportiva anexa al edificio, en la que aparecían un frontón de tamaño reglamentario, un campo de fútbol relativamente pequeño, y una pérgola circular prevista para el patinaje.

Unas acacias plantadas en los sitios adecuados daban un punto de verdor y de frescura a la estética de todo aquel conjunto.

No sé si nos dimos cuenta de que aquel proyecto significó para Ariño un paso adelante con relación a los pueblos del entorno, pues entonces era muy difícil encontrar uno que tuviese alguna instalación de aquel nivel. Alguien, en alguna parte, quiso poner al servicio de Ariño estos recursos sociales, para diversión de niños, jóvenes y mayores y para que tuviéramos acceso a diversas opciones de tipo cultural. La obra y el equipamiento de todo ello debió de representar una considerable inversión y cuantiosos gastos de mantenimiento, pero a nosotros no nos costó ni un céntimo y, por nuestro escaso conocimiento e información, quizá debimos de pensar que todo aquello estaba surgiendo de la nada por arte de magia.

Nunca es tarde para reconocer el mérito de dicho proyecto de SAMCA que, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces; a pesar de los cambios de dueños y de costumbres sociales; y con las adecuaciones necesarias en las que se vislumbra el importante protagonismo de nuestro malogrado amigo Gregorio Palos y de su hermano José (ciertamente ayudados por la SAMCA actual), todavía sigue dando unas interesantes prestaciones a Ariño, adaptadas en lo posible a sus actuales necesidades y circunstancias.

Todo este largo preámbulo es para referirme a lo que ahora más me interesa que son las polifacéticas funciones del local que llamábamos cine.

Tengo que decir que el cine en particular, tanto por el diseño como por la construcción y por el aprovechamiento de los limitados recursos, era un proyecto francamente brillante, en especial para aquellos tiempos. Hasta en el más pequeño detalle se veía la labor concienzuda de un equipo bien dirigido de técnicos y de profesionales de distintas especialidades, tratando de hacer, todos juntos, un trabajo perfecto y lo más económico posible.

El salón tendría capacidad para más de quinientas personas, que es tanto como decir para casi todo el pueblo de Ariño y, de hecho, hubo ocasiones en que asistió a algún acto casi toda la población, y el salón permitió su total acomodo sin mayores problemas.

Antes de inaugurar el salón se proyectó alguna película en el exterior, al aire libre, pero de esto conservo solamente un vago recuerdo.

El operador de cine sería el tío Feliciano, que era el padre de Manolo y de Vicente Omedas, familia de trayectoria muy notable, reconocida por todo el pueblo, especialmente por sus muchos amigos, entre los que me incluyo.

Las sesiones de cine tenían lugar los sábados por la noche y los domingos por la tarde y para las festividades de calendario (que eran las mismas para toda España excepto para los santos patronos de cada lugar) la película de turno se pasaba también dos veces, es decir la víspera y el día festivo.

La sesión de cine del sábado por la noche tenía la particularidad de que comenzaba relativamente temprano respecto al horario de la cena, y aun así acababa demasiado tarde; así que los que vivíamos en la parte alta del pueblo teníamos que hacer la ida y el retorno sin pérdida de tiempo. Cuando salíamos del cine en invierno había que vernos a paso ligero con las bufandas tapándonos la nariz, emitiendo al respirar nubes de vapor, subiendo la cuesta del Secano Cuartana a increíble velocidad, casi corriendo, para espantar el frío y llegar al Barrio Bajo en pocos minutos. Aquella prueba de esfuerzo circunstancial la resistíamos perfectamente, sin ningún problema. La bajada al comienzo de la sesión, nos costaba menos de dos minutos, porque la hacíamos corriendo, a toda leche.

Recuerdo que una de aquellas noches en que andaba mal de tiempo tuve que hacer un especial sprint desde la puerta de mi casa, y cuando estaba a mitad de la cuesta, no sé qué me pasó, si es que tropecé en alguna de las abundantes piedras del camino o que se me quedaron los pies retrasados con relación al cuerpo, el caso es que me pegué una talegada de tal calibre que fui a rastras varios metros. Cuando se detuvo mi cuerpo, me sacudí la ropa para quitarle el polvo, comprobé que no tenía ningún hueso roto, y seguí mi marcha (algo menos rápida) hasta el cine. Como resultado de aquella fenomenal plancha en el puro suelo, no recuerdo ningún efecto secundario importante, ni en el cuerpo ni en la digestión de la cena.

Las sesiones de cine de los domingos y festivos comenzaban sobre las cuatro de la tarde, que era una hora muy cómoda tanto para las personas adultas como para los chavales, que incluso teníamos tiempo en verano de darnos, después de comer, un buen baño en Los pilones o en el Pozo Loren en las entonces cristalinas aguas del río Martín, por supuesto sin esperar a hacer la digestión, ni mucho menos.

La asistencia al cine era o no permitida en función de la edad y de la calificación que le correspondía a la película, que venía fijada por las autoridades eclesiásticas de alguna parte y expuesta al público en el tablón de anuncios de la puerta de la iglesia.

Había que sacar en taquilla las entradas, que costaban algo así como 1,50 pesetas, cantidad que era accesible, sin duda alguna, para los mayores pero que para los chavales rozaba el límite de lo permitido por la economía familiar. Existía también la posibilidad de sacar abonos mensuales y entonces se disponía de una tarjeta que facilitaba los trámites de acceso al cine y permitía ser usada por el titular y por cualquier otra persona (entonces no se hilaba tan fino como ahora en estos temas) así que yo, cuando mi tío Antonio no la usaba, se la pedía y con ello podía ir al cine alguna vez más que las que mi escasa disponibilidad de dinero me permitía.

Algunas veces en que no nos llegaba el dinero para la entrada, recurríamos a una treta que consistía en mirar por un agujero que había en la puerta de madera del fondo, que dudo de que lo llevase cuando se puso la puerta por primera vez en su sitio. Como solíamos andar en grupo, nos turnábamos en la contemplación ilegal de la película y nos explicábamos lo visto, hasta que hartos de la incómoda postura y la dificultad de entender nada, comprendíamos que no valía la pena el esfuerzo y nos íbamos con la música a otra parte.

Cuando podíamos sacar religiosamente la entrada, al acceder al edificio, antes del salón, nos encontrábamos con un vestíbulo cuyas paredes estaban totalmente ocupadas por carteles de las distintas películas que antes o después se irían proyectando, que eran tan espectaculares y de actores tan famosos, que justo nos venía para reprimir exclamaciones de admiración.

Las localidades no eran numeradas y cada uno se sentaba donde podía, lo que no representaba, por la abundancia de butacas, problema alguno. El alumbrado era indirecto y bien calculado y el aviso de su apagado y del comienzo de la proyección tenía lugar por medio de dos timbrazos. Antes de la película se pasaba un noticiario-documental (el NODO) que con su peculiar estilo nos daba noticias de toda España por medio de imágenes en blanco y negro y una voz en off muy característica. Con esto se trataba de informarnos de lo bien que marchaba todo, aunque no siempre fuera cierto. A continuación se pasaban, como aperitivo, unos dibujos animados generalmente de Walt Disney o de Warner Bros, y su comienzo venía acompañado de una fuerte algarabía de los espectadores infantiles. Así fuimos conociendo a Popeye y Olivia, al pato Donald, al Correcaminos y al Coyote, al gato Lucas, a Mickey Mouse, a La pantera rosa, y a otros más. Al finalizar esta parte se encendían las luces para dar tiempo a la preparación de la película principal, la cual se proyectaba, por fin, transcurridos unos pocos minutos.

Tengo que señalar aquí que a los niños de nueve o diez años, que era mi edad por aquel entonces, el permanecer a oscuras durante las casi dos horas que venían a durar las películas les produce (al menos a mí me pasaba y supongo que también a los demás) una especie de depresión temporal. Yo, cuando menos lo esperaba, entre escena y escena, desde un rinconcico de mi cerebro me llegaba la idea de que antes o después se morirían mis padres y cosas parecidas, lo que me producía gran tristeza y desvalimiento, sensación que desaparecía cuando el recinto se iluminaba de nuevo. Así que valga mi experiencia como aviso para los padres que tengan hijos en esta edad. Debo decir también que las escenas de terror a esas tempranas edades también hay que evitarlas. Yo vi la película “Jack el destripador” en la que había una escena en que al entrar una persona en una habitación salía de repente de detrás de la puerta el dichoso Jack con un enorme cuchillo y la asesinaba. Se me grabó aquella escena de tal manera que, durante años, al entrar en las habitaciones, contemplaba instintivamente la posibilidad de que pudiera sufrir una agresión de este tipo. De modo que cuidado también con las películas que ven los niños de pequeños, pues pueden producirles traumas fastidiosos de cierta duración como me pasó a mí en el cine de mi pueblo.

En el transcurso de la película la población infantil producía molestias, que daba lugar a quejas como la que me contaron y reproduzco a continuación:

Parece ser que un niño no dejaba oír la película por causa de sus constantes lloriqueos, hasta que desde una zona próxima, alguien, dirigiéndose a la madre, dijo: “¡Dale teta!”; a lo cual respondió la madre: “¡Si ya tiene tres años…!”. El intransigente interlocutor concluyó con la siguiente expresión, rotunda y malsonante: “¡Pues dale una hostia, que no deja oír!”.

En fin, que en aquel cine que se llenaba en cada sesión, nos familiarizamos con las imágenes de aquellos grandes actores americanos como Clark Gable, Gary Cooper, Montgomery Cliff, Errol Flynn, Richard Burton, Victor Mature, Spencer Tracy y muchos más, y actrices como Bette Davis, Olivia de Havilland, Greta Garbo, Ingrid Bergman, Elizabeth Taylor, y un largo etcétera y vimos, si la edad nos lo permitió, películas como “Lo que el viento se llevó”, “Murieron con las botas puestas”, “Casablanca”, “Gilda”, “Retorno al abismo”, y muchas otras.

La primera de la que tengo noción es “Kit Carson”, película del Oeste con las aventuras propias de las luchas entre los indios y los colonos, y recuerdo que el protagonista llevaba una chaqueta de cuero con unas hileras de tiras colgando de las mangas, que ignoro la función que tenían, pero me pareció un adorno muy curioso. Un tiempo después vi que también usaba una chaqueta así Buffalo Bill, cuando vestía de gala.

Las películas de entonces eran generalmente entretenidas, y creo que positivas en cuanto a las enseñanzas que podían extraerse de sus sencillos argumentos. Así que, para mi entender, aquel cine fue un recurso cultural muy valioso y divertido.

Ahora tenemos la posibilidad de ver películas de cine en todas partes y lo consideramos algo normal y cotidiano, pero entonces supuso para los habitantes de Ariño un privilegio, un acceso a la contemplación de otros modos de vida, un aliciente para los días de fiesta, una ocasión de socialización con los demás y, en fin, una ocasión para el desarrollo personal incluso mayor de lo que imaginamos.

Al principio indiqué que el salón de cine era polivalente y no quiero terminar sin comentar que, efectivamente, se empleó muchas veces para representar en aquel hermoso escenario obras de teatro de aficionados del pueblo, algunas promovidas por mosén José Fuster que en paz descanse (yo fui uno de los actores) y otras tipo revista, varietés, etc., cuando la festividad lo requería, en cuyo caso los organizadores contrataban a la compañía que consideraban más apropiada. En este aspecto considero que de haber surgido personas impulsoras de la actividad teatral, el salón y sus medios hubieran permitido sacarla adelante perfectamente, ya que la disponibilidad por parte de la SAMCA no faltó en ningún momento.

Citaré también, aunque sea someramente, el uso de la sala para baile. A tal fin se despejaba el espacio de los asientos (que se apartaban y apilaban con facilidad), se situaba la orquesta en el escenario (recuerdo incluso alguna cantante a las que a veces se les llamaba animadoras) y la gente nos dedicábamos a bailar (los más animados) o a contemplar el jubiloso ambiente los más retraídos. Aunque la inclinación del suelo que se proyectó así pensando en uso del salón como cine era un inconveniente más enojoso de lo imaginable, no era suficiente para impedir que multitud de parejas se divirtieran bailando. Seguro que muchos noviazgos tuvieron su inicio o desarrollo en aquellas sesiones de baile en el cine de SAMCA, a la romántica luz de la iluminación indirecta que el cine requería, y al son de los boleros que entonces se prodigaban.

Para finalizar diré que estoy seguro de que algún lector que conoció lo que aquí se recuerda pensará que debería haber hecho más hincapié en este o aquel aspecto del tema. Lo siento pero he tenido que seguir mis recuerdos (principalmente de niño) y a ellos me he atenido. Mi juicio sobre este relato es que se refiere a algo muy amplio con muchas vivencias, y solamente se pueden dar unas pinceladas gruesas sin entrar en un tratamiento exhaustivo que requeriría todo un volumen. De todos modos ENTABÁN es un espacio abierto al que todos podemos llevar los recuerdos que consideremos interesantes, así como a la zona de comentarios, que también facilitan esa participación. Así que, como muchas veces decimos… ánimo, y ¡ENTABÁN!
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