martes, 24 de noviembre de 2009

Los tebeos en Ariño

En Ariño hay un lugar que llamamos “el ladrillao” en el que confluyen tres calles y tiene tres esquinas. Mi relato va a referirse a este punto porque tiene para mí una significación especial por varias razones: quizá la más importante es que tengo mis primeros recuerdos en ese entorno, porque hasta los cinco años viví con mis abuelos Domingo y Petra en una casa que está justo al comienzo de la calle “subida al Calvario” y, cuando fui creciendo, por estar tan cerca de la casa de mis abuelos a la que iba varias veces cada día, siguió siendo para mí dicho lugar una zona muy frecuentada.

La casa de mis abuelos era la segunda de la derecha

Citaré, como detalle curioso, que una de las primeras escenas que recuerdo es a una señora caminando con un cántaro en la cabeza y llegar hasta ella otra gritando y dándole con un bastón en el cántaro de tal modo que cayó este al suelo, se hizo añicos, y se organizó una trifulca que nunca después he podido (ni pretendido) aclarar, pero que, como es lógico, me impresionó vivamente.

El hecho es que en dicho punto las plantas bajas de dos de las tres casas que hacían esquina eran carpinterías: una era de la familia del tío José Lahoz, y la otra del tío Pablo. A esta teníamos más acceso los chavales, ya que la puerta siempre estaba abierta, y veíamos todo lo que el carpintero hacía y tenía. Recuerdo que no había ninguna máquina que utilizase la corriente eléctrica y solo se veían martillos, limas, sierras, serruchos, garlopas y cepillos, todo de uso manual. El aparato más sofisticado era una muela de grano abrasivo humedecido que se movía a pedal y que el tío Pablo utilizaba para afilar las cuchillas de las distintas herramientas.

Estoy viendo al tío Pablo, con la cara chupada debido a su delgadez, siempre con la colilla del cigarro en los labios y un lápiz plano de carpintero en la oreja para tenerlo siempre a mano. Cuando no estaba serrando o cepillando alguna madera estaba clavando puntas sin cesar o pegando las distintas partes con cola de carpintero. Todas las medidas las hacía con un metro amarillo plegable, y para el posicionamiento correcto de unas maderas con otras utilizaba varios tipos de escuadras. Este señor vivía solo en aquella casa y un día vi que todas las puertas estaban cerradas y era debido a que el tío Pablo había muerto y yo no me había enterado. Descanse en paz aquel trabajador y silencioso carpintero.

El ladrillao”: a la izquierda la carpintería del tío Pablo, en el centro la del tío José Lahoz
y a la derecha la casa de Teodoro Rodrigo, que fue tienda del tío Pascual Alcaine

La tercera casa pertenecía a la familia de Teodoro Rodrigo y era una de las más notables del pueblo por la obra, a partir de cierta altura, de ladrillo árabe y ventanas con arcos de medio punto y alero a juego. Este ladrillado supongo que fue la causa del nombre del referido lugar.

Casa de Teodoro Rodrigo, con los arcos y alero que se citan

Un día (en 1943) vimos que aparecía en esta casa un local comercial con puerta a la calle Lacería y una ventana grande con cristal y alambrada a la calle Mayor. El negocio de este local lo estaba proyectando un tío de Juan José (“el Lino”) que se llamaba Pascual Alcaine, junto con su esposa Dolores, que tenían una hija que se llamaba Mariluz y era unos dos años mayor que yo.

En Ariño (y supongo que en todos pueblos) algo así era un acontecimiento observado atentamente por todos los vecinos sin excepción, de manera que nos quedamos muy interesados en ver lo que allí se iba a hacer.

Los preliminares del proyecto eran que el tío Pascual había comenzado a trabajar en la mina y, cuando llevaba quince días, pidió la baja porque le bastó ese tiempo para darse cuenta de que con el oficio de minero entonces no iba a hacer gran cosa, y él tenía mayores pretensiones, que las acompañaba con cualidades que mucha gente reconocía y respetaba. Pensó que era más positivo dedicarse al comercio, instalando una tienda en un punto del pueblo adecuado para esta actividad. Así que señaló aquel lugar como idóneo, y allí situó su tienda.

Vimos que el tal comercio iba a ser una verdulería, lo que provocó dudas de que tuviera éxito ya que pocas familias del pueblo no tenían un huerto donde recoger verduras para dar y vender; sin embargo el tío Pascual era clarividente y lo tenía todo pensado. Por ejemplo, en Ariño no se sabía lo que eran los plátanos y gracias a él los conocimos; los tomates canarios que maduran en invierno empezaron a verse allí; las naranjas no eran fruta propia de nuestro pueblo y los camiones naranjeros de Valencia venían de tarde en tarde, etc.; en definitiva, cuando fallaba alguna fruta u hortaliza en el pueblo la hacía llegar de otras partes y, en fin, que estaba siempre atento a las demandas que se iban produciendo, lo cual era, además de interesante para la tienda, un servicio para Ariño.

A medida que pasaba el tiempo iba introduciendo nuevos productos, algunos de ellos pensados para los niños, especialmente en la época de Reyes. Un año aparecieron en la ventana-escaparate bien iluminados una serie de juguetes que hizo que los niños dejásemos la malla metálica llena de los mocos que solíamos llevar en nuestras diminutas narices. Yo me centré en una pistolica niquelada que al apretar el gatillo podía hacer chispear a un rollo de martinas (un crepitante que se vendía en tiras) y ya no tuve ojos para ninguna otra cosa. Supongo que di la noticia en mi casa pero la insinuación de lo mucho que me gustaba no fue suficiente, porque entonces los Reyes no tenían los medios de transporte actuales y no llegaban hasta Ariño más que raras veces, y los padres nos solían regalar en esas fechas calcetines y cosas parecidas. La pistolica estuvo allí varios años y algunos chicos (no muchos) sí que las compraron, pero yo no estuve entre los agraciados.

Un día apareció en la tienda un producto que iba a tener gran éxito y, sin imaginarlo, gran inflluencia entre todos los niños del pueblo, especialmente los varones. Fueron los tebeos, que el tío Pascual, con su característico buen olfato comercial, supo acercar hasta Ariño supongo que desde Zaragoza o sabe Dios desde dónde. Primero fue “el guerrero del antifaz”, basado en las luchas entre moros y cristianos; luego “el pequeño luchador” que relataba aventuras entre indios y vaqueros del Oeste norteamericano; enseguida apareció “hazañas bélicas” que se inspiraba en acciones de la segunda guerra mundial y, al mismo tiempo, “Roberto Alcázar y Pedrín” que narraba aventuras de este atildado superdetective y un chavalín que era su compañero inseparable. En poco tiempo nuevos personajes fueron engrosando la lista de los anteriores como Carpanta, Mortadelo y Filemón (agencia de información), el reporter Tribulete (que en todas partes se mete), Zipe, Zape y don Pantuflo, etc., etc. Había una de aquellas publicaciones que, además de muchas historietas, traía los famosos inventos del profesor Frank de Copenhague; se llamaba TBO y supongo que el nombre de tebeos que dábamos a todas ellas, debía de provenir de esta. Actualmente se va popularizando la denominación de cómics que, aunque aceptable, no deja de ser un anglicismo.

Aquellos tebeos llegaban puntualmente cada semana y estábamos esperándolos como al agua de mayo. Comprábamos algunos y luego nos los prestábamos de unos a otros para reducir los gastos, que empezaban a parecerles excesivos a nuestros padres.

Aquello fue una revolución cultural que nos hizo visualizar muchas imágenes muy bien dibujadas, con poco texto, y darnos a conocer mundos fantásticos creados por aquellos maestros del cómic; y todo ello nos hizo adherirnos a los tebeos de una forma total: estábamos a todas horas leyéndolos y releyéndolos de día y de noche y, si bajaban la guardia nuestros padres, incluso durante las comidas.

Las personas mayores no aceptaron bien la nueva situación, primero porque nos gastábamos en ellos más perricas de lo que nuestras posibilidades aconsejaban, y porque nos veían “ciegos con los tebeos perdiendo el tiempo en una cosa inútil, dejando algo arrinconadas las asignaturas verdaderamente importantes de la escuela”.

Esta mala imagen sobre la lectura de tebeos duró varios años y yo tengo la satisfacción de haber sido uno de los primeros que los defendí y aconsejé su lectura porque me parecieron una manera estupenda de fomentar la lectura de los escolares también en sus casas. Además los mensajes que transmitían eran, a mi entender, graciosos en muchos casos y, en general, no perjudiciales para la formación de los niños.

Los maestros que había entonces en Ariño dejaron pasar la oportunidad de aprovechar este nuevo medio de expresión hecho a medida de los escolares, y más bien consideraron a los tebeos como una cosa poco seria e intrascendente, que no valía la pena ser tenida en cuenta a efectos formativos.

Volviendo al tío Pascual, parecía que se iba defendiendo bien con unas cosas y otras y entonces (en 1946), otra vez para sorpresa de sus convecinos, cerró la tienda y se trasladó con toda la familia, que hacía tres meses que había aumentado con un nuevo miembro, Antonio, a Muniesa.

Fue una nueva muestra de su carácter emprendedor y poco acomodaticio ya que vio mayores posibilidades de desarrollo comercial en aquel pueblo y no le importaron los esfuerzos e incomodidades que estos cambios de residencia y de actividad significan, con tal de sacar adelante en mejores condiciones a su familia, cosa que sucedió según lo previsto, y en Muniesa pudo alcanzar en no demasiado tiempo, una posición más que notable.

La casualidad, que a veces permite que nos encontremos con agradables sorpresas, hizo que un día coincidiéramos en una celebración Antonio (el hijo del tío Pascual) y yo, así que me vino a buscar para “conocer a la persona que su padre admiraba y le ponía siempre como ejemplo”, que resulta que era yo. Entonces descubrí que, sin saberlo, su padre y yo nos teníamos recíproca admiración. Fue para mí muy gratificante el que a una persona de gran valía como Antonio, que tenía en Madrid una brillante situación profesional le hubieran podido servir como estímulo mis esfuerzos por salir adelante estudiando (primero Peritaje y a continuación Ingeniería Superior) con unos recursos económicos muy limitados. A partir de entonces nos tenemos, sin vernos apenas, un verdadero aprecio, como si fuéramos viejos amigos.

No quiero terminar este relato sin aclarar un punto que pudiera inducir a confusiones: se trata de mi respeto por el oficio de minero. No podía ser de otro modo, empezando por el hecho de que mi padre, mis tíos y algunos de mis primos eran mineros, y siguiendo por que para mí cualquier trabajo serio y honesto es respetable. Por otra parte, aunque en la época de la que hablo los jornales eran bastante exiguos, con el dinero que se ingresaba y el trabajo de las tierras (en todo el término, huerta y secano se cultivaban) la gente se iba defendiendo mejor que hasta entonces y Ariño empezó a tener como un cierto florecimiento, ya que anteriormente la gente estaba razonablemente bien alimentada pero no sabía cómo era el dinero; sin embargo alabo la actitud del tío Pascual, que era un emprendedor que no se resignó a seguir la rutina imperante y buscó y encontró métodos para ganarse la vida decentemente con mejores perspectivas que las ordinarias, aunque ello supongo que le costaría más problemas, cavilaciones y dolores de cabeza de los que la gente se imaginaba. Por ello con el debido respeto a todos, reitero mi admiración por las aspiraciones y trayectoria del tío Pascual Alcaine, que fue, durante muchos años, convecino nuestro y, entre otras cosas, introductor de los tebeos en Ariño, para regocijo, placer y alegría (que no es poco) de la población infantil en aquella época.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Mi muñeca

En 1955, cuando yo tenía dieciocho años y estaba estudiando Peritaje Industrial en Zaragoza, en las vacaciones de Semana Santa nos entró a un grupo de amigos una vocación repentina por los deportes y quedamos en comenzar a practicarlos jugando un partido de fútbol, en el minicampo que había en el barrio de SAMCA, al lado del frontón.

Acudimos de buena mañana más o menos equipados (más bien menos) y comenzamos el partido. A mí no sé qué puesto me correspondió pero, como todos íbamos en grupo detrás de la pelota, daba lo mismo. A los diez minutos del comienzo, estábamos cuatro o cinco de los improvisados futbolistas en un pequeño círculo con el balón en el centro y todos intentando darle patadas, cuando tuve la feliz idea de dar un salto con los dos pies y situarme sobre la pelota para frenarla. Nunca lo hiciera pues el balón actuó de bisagra ayudado por alguna de aquellas patadas, y yo caí finalmente de espaldas. Al caer apoyé las dos manos hacia atrás para protegerme y, al chocar en el suelo, noté una fuerte tensión en las muñecas. Me levanté, y al verificar si me había roto algún hueso, percibí que la muñeca izquierda me dolía; y allí se terminó el partido para mí, y al poco rato también para el Juanito “El barbero”, que se rompió el dedo meñique de la mano derecha y ya para siempre le quedó torcido; visto lo cual dimos por terminado el encuentro y nos fuimos todos, cada uno a su casa.

Al llegar a la mía, mi madre me notó en la cara que algo me pasaba, y era que la muñeca me seguía doliendo bastante. Me la observó y señaló un pequeño bulto en el lateral, que a ella le dio mala espina, por lo que hizo el diagnóstico provisional de que algún hueso se me había estropeado. Con este diagnóstico y el hecho de que cada vez el dolor iba en aumento, decidimos ir a Zaragoza al día siguiente a casa de nuestros buenos amigos los Oliete (de los que éramos como familia), para que me viese algún traumatólogo.

Aquella noche la recuerdo como una de las peores de mi vida porque la muñeca me dolía muchísimo sin cesar el dolor ni un segundo. A la mañana siguiente el coche de línea y el tren nos llevaron a Zaragoza. La más pequeña vibración hacía que me aumentase el dolor, así que fui todo el viaje de pie para amortiguarlo, flexionando las piernas continuamente. Nuestros amigos me prepararon una cita con un traumatólogo que conocían, el doctor Lorente Sanz, que lo era del hospital militar con grado de teniente coronel y que tenía consulta privada en la calle san Gil y allí fui, a la hora convenida, acompañado por mi madre.

El médico me quitó el vendaje casero que llevaba y me cogió la mano con la suya como si se saludaran dos zurdos, y simplemente con esta operación, me desapareció el dolor casi totalmente. Supongo que debí de poner cara de extraordinaria sorpresa ante lo fácilmente que desaparecía un dolor tan agudo y constante. Debió de tardar unos diez minutos en diagnosticarme una fisura del radio y me citó para la mañana siguiente en la Cruz Roja que está en la plaza que entonces se llamaba de José Antonio y me vendó e inmovilizó el antebrazo de tal manera que el dolor era ya muy soportable.

A la mañana siguiente, en la Cruz Roja, cuando yo creía que simplemente me iban a escayolar el brazo, me pusieron una bata, me pasaron a un quirófano, me acostaron en una mesa, me colocaron una mascarilla y me dijeron “cuenta hasta diez”. Cuando iba por el ocho lo dejé… Me desperté con el brazo escayolado al lado de mi madre y el doctor Lorente me dijo que habían tenido que estirarlo mucho para arreglar los desperfectos, y me citó en su despacho por la tarde.

Cuando vio que la evolución postoperatoria era correcta me indicó que esperaba quitarme la escayola dentro de cuatro semanas y que si entretanto tenía algún problema fuese a verle. Con esto regresamos a Ariño con el brazo reparado y las vacaciones tocando a su fin.

En la fecha prevista fui a que me quitase la escayola, y me dijo que el brazo estaba bien y que, para la recuperación de la fuerza, hiciera algunos ejercicios y de vez en cuando lo bañase en agua caliente salada. En este momento le pregunté cuánto tenía que pagarle y me dijo que no había prisa, que ya hablaríamos más adelante, y me citó para dentro de otras dos semanas.

Acudí de nuevo esperando que aquel día me daría el alta definitiva y la factura, y fui provisto del dinero que pude recoger. Efectivamente me dio el alta y entonces le dije: “Doctor Lorente, ahora si que tiene que decirme ya cuales son sus honorarios”. Me miró con una mirada escrutadora y me dijo: “El caso es que ha sido una operación complicada: yo he tenido que pagar quirófano, anestesista y a varios ayudantes...”. A mí comenzaron a temblarme las piernas y debía de ser transparente para aquel hombre tan brillante y experimentado. De pronto me hizo la siguiente pregunta: “Vamos a ver… tú, ¿qué dinero llevas? Le contesté que tres mil pesetas, y él me dijo finalmente: “Pues dame mil quinientas”. Insistí en darle al menos las tres mil, pero se mantuvo en lo dicho y también añadió: “Espero que algún día hagas tú lo que yo acabo de hacer contigo”. Me dio un abrazo y salí de su casa con los ojos arrasados de lágrimas y el corazón lleno de afecto y agradecimiento hacia aquel hombre, que se hizo cargo de que éramos una familia humilde, y yo becario, y de que nos pondría en grave dificultad si nos cobraba lo que realmente valía la operación y las consultas. Con las mil quinientas pesetas que le dimos, aunque eran de las de hace 54 años, no pagamos, ni mucho menos, los elevados costes de la operación, su propio trabajo y las numerosas visitas en su consulta.

Se me ocurren, como conclusión, varias cosas: la primera, que es mal sistema el comenzar una práctica deportiva por un deporte que podemos calificar de violento. La segunda, que las coberturas sociales son incomparablemente mejores ahora que entonces, porque los estudiantes teníamos simplemente un seguro escolar válido únicamente para accidentes en el interior del Centro, en época y horario lectivos, y no durante las vacaciones. Otra gran mejora ha sido la asistencia médica inmediata y la disponibilidad de medicamentos. Si aquello me hubiera ocurrido actualmente, con analgésicos y antiinflamatorios me hubiera ahorrado 24 horas de fuertes dolores. Otra observación es que cuando tenemos 16 ó 18 años, que ya nos parece que somos autosuficientes, si nos ocurre cualquier cosa, al final son los padres los que nos sacan del apuro, porque nuestra autosuficiencia solo es aparente. Y, para terminar, que el encontrar personas como mi traumatólogo, nos da una lección de humanidad, de delicadeza y de caballerosidad que nos hace ir por la vida deseando parecernos a esas personas que se convierten en magníficos modelos de referencia.

Hace poco tiempo vi en una sala de espera, en una orla de la Facultad de Medicina, la fotografía del doctor Lorente Sanz; además de agolparse muchos recuerdos en mi mente, le dediqué una vez más mi callado, emocionado y sincero homenaje de gratitud, por todo lo que este señor ha significado en mi vida.

Para terminar señalaré, una vez más, que los acontecimientos aparentemente negativos, suelen venir acompañados de aspectos favorables que, si los sabemos ver, dan en muchos casos un saldo positivo, como sucedió en aquella ocasión: el haber tenido la oportunidad de conocer a tan magnífica persona y haber podido ver su forma de actuar, no tiene ni punto de comparación con la fisura de un simple hueso.

viernes, 30 de octubre de 2009

Todos los Santos

Estamos llegando a la fiesta de Todos los Santos, en la que se celebra la santidad de todos aquellos (creo que deben de ser muchísimos) que, siendo realmente santos, han pasado desapercibidos para quienes se ocupan de determinar la santidad de las personas.

Celebramos también el día de los Fieles Difuntos entendiendo que existe el Purgatorio y que, para quienes estén allí, nuestras oraciones les han de servir para reducir su estancia.

En la actualidad tomamos estos días (al menos en España) para ofrecer un recuerdo especial a las personas que hemos conocido, y querido, y que ya no están con nosotros. Si nos es posible nos acercamos al lugar donde están sus restos y, por un impulso que nos surge de muy adentro, sacamos brillo a sus lápidas, ponemos flores nuevas, les decimos (en silencio) palabras amorosas y, si somos creyentes, les rezamos una oración.

La televisión española en estos días acostumbraba año tras año a poner por la noche en la cadena única y posteriormente en alguna de las posibles, el drama de don Juan Tenorio que, de tanto repetirlo, casi llegamos a recitarlo de memoria.

Todo ello me lleva a recordar cómo se hacían los entierros en Ariño cuando yo era un chavalín. En uno de mis primeros recuerdos en este sentido, me veo recogiendo velas de cera junto con otros niños en la casa del difunto. Una vez encendidas y protegiendo su llamica con la mano, íbamos acompañando al sacerdote con la cruz alzada en procesión hasta la puerta de la iglesia, donde se dejaba el ataúd sobre una mesa pequeña que alguien llevaba para este fin bajo el brazo, y el sacerdote y el sacristán cantaban lo que correspondía a la circunstancia antes de entrar a la iglesia.

La razón de que tuviéramos interés en asistir al entierro y hasta nos disputásemos la asignación de velicas, era que por ello nos daban diez céntimos de peseta a los seis chicos seleccionados. Los organizadores lo hacían por la estética de rodear al difunto de niños con velas y también porque aquella era la costumbre imperante en Ariño en los entierros. Esta costumbre fue desapareciendo, gracias a Dios, hace muchos años.

En aquella época, el anuncio del fallecimiento se hacía por un toque especial de las campanas de la torre de la iglesia (nosotros decíamos “están tocando a muerto”). Si el fallecido había sido un niño el aviso de las campanas era un toque del que decíamos “tocan a din-din”. Al cabo de pocos minutos se oía por las calles del pueblo el tintineo de una campana de mano que iba haciendo sonar el pregonero y en los puntos en que daba los bandos, esta vez decía:

“Cofrades y cofradesas del Salvador… Se hace saber… que ha fallecido (el nombre del difunto)… El entierro será (decía el día y la hora)… Nos acordaremos de acompañarle y de rezarle un Padrenuestro y un Ave María… Que el Señor haya acogido su alma en estado de gracia…” Y, con esto dicho, seguía su ronda batiendo sin parar la campanica.

Al entierro acudía casi todo el pueblo, vestidos con cierta pulcritud como señal de respeto al muerto y a su familia. Las mujeres iban hasta la iglesia, y unas pocas seguían hasta el cementerio, mientras que casi todos los hombres seguían, después del funeral, hasta el cementerio, turnándose en el transporte del féretro con cierta frecuencia, porque este tenía solamente seis asas y cada uno de los voluntarios debía soportar un esfuerzo de cerca de veinte kilos y algunas veces incluso más, y esto era demasiado para quien no estuviera acostumbrado al esfuerzo físico.

En el cementerio el enterrador había abierto una fosa en el suelo de unos dos metros de profundidad y allí se depositaba el féretro bajándolo al fondo sin mucha dificultad con dos sogas. Algún familiar echaba un puñado de tierra sobre el ataúd, que resonaba de una forma lúgubre en el silencio (interrumpido por algún reprimido sollozo) de los acompañantes. El enterrador procedía a rellenar de nuevo la fosa con la tierra que se había extraído; a veces era ayudado en esta labor por algunos familiares del difunto. Una vez acabado el enterramiento se daba el pésame a los familiares más cercanos del fallecido, generalmente de forma desordenada, y toda la gente regresaba a sus casas.

En la casa del difunto se rezaba “el rosario” tres noches seguidas (anteriormente eran nueve). Las oraciones las dirigían mujeres a quienes llamábamos “las rezadoras” que se iban turnando con el paso del tiempo. Aparte del rosario propiamente dicho decían muchas otras oraciones cuya característica común era la de ser muy largas y bastante pesadas. De cualquier modo era de agradecer que aquellas señoras se ocupasen de una forma totalmente altruista de dicho cometido, que ellas lo consideraban, sencillamente, como una obra de misericordia.

Para los niños e incluso para muchos adultos, el hecho de la muerte y el contexto que la acompañaba eran tenebrosos, temibles y traumatizantes, y no digamos cuando al fallecimiento se sumaban aspectos especiales como la autopsia (si la muerte había sido accidental), circunstancia que ponía los pelos de punta.
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El enterrador en la época a que me refiero se llamaba Melchor y la gente, con ese humor negro que es más común de lo que parece, llamaba al cementerio “el huerto del Melchor”. Este señor tenía esposa y varios hijos y compaginaba su trabajo de enterrador con el de minero. Vivía con su familia en lo que se llamaba (no sé por qué motivo) el hospital.

Este hospital era una casa situada debajo de la era “del Calandín”, muy cerca de la cuesta de las bodegas. Por estar situada en la parte sur del pueblo disfrutaba de una excelente panorámica de toda la huerta mayor pero, en cambio, en una pendiente muy próxima a ella, estaba el vertedero de todas las basuras.

Estas eran simplemente cenizas de carbón, que era el único residuo que no se reciclaba. La materia orgánica se aprovechaba en su totalidad, las botellas de cristal se reutilizaban todas, y los plásticos no se habían inventado, a pesar de lo cual la vida seguía adelante sin grandes traumas. La gestión de dichas cenizas era responsabilidad de cada uno así como el barrido de su parte de calle. El Ayuntamiento no ofrecía estos servicios ni falta que hacía; sin embargo los pueblos vistos de lejos, por bonitos que fuesen, siempre mostraban en alguna parte, muy a la vista, el brochazo negro y torvo de las basuras no reciclables.

A la muerte del Melchor el puesto pasó a ocuparlo el cabeza de familia de “Los alpargateros” que eran personas de muy pocos recursos que vivían en la casa de al lado del Melchor, y del padre pasó al hijo, como una herencia natural de dicho empleo. Me dicen que aquel chaval, “El alpargaterico”, vive en Ariño y es ya un jubilado de su trabajo en la mina.

El cementerio antiguo de Ariño estaba situado al lado de la ermita de la Virgen del Pilar. Supongo que sería tan antiguo como la ermita (que tenía vestigios románicos). De pequeños jugábamos por allí y aún se distinguían un par de tumbas de mampostería, con grandes boquetes por rotura de la obra. Oí decir que la construcción del nuevo se produjo como consecuencia de una epidemia de cólera que ocasionó tal número de defunciones que hubo que construir a toda prisa el de las lomas, es decir el que yo siempre he conocido operativo.

Este cementerio durante años eran cuatro paredes (sin nichos) y en el fondo había un local donde se realizaban las autopsias sobre una mesa de mármol. Las plantas, que crecían por todas partes de forma descontrolada, eran los sisallos que, incluso en Ariño que se daba valor a todo, se consideraban arbustos completamente inútiles. Son arbustos de lo más humildes que pueden encontrarse, aunque tienen un aroma que a mí me resulta casi agradable. Por supuesto en el recinto no se veía ningún árbol ni nada parecido.

El descuido era total y la fuerza de la costumbre hacía que a la gente le pareciese tan lógico ese estado. Raras eran las tumbas en que se podía averiguar quienes las ocupaban y lo normal es que se desconociese donde reposaban los antepasados. El enterrador gobernaba a su buen saber y entender los espacios, el orden de las excavaciones y los restos y, cuando tenía que reciclar tumbas, después de extraerlos, los amontonaba en un lugar separado y, cuando tenía suficientes, los incineraba para convertirlos definitivamente en cenizas.

La puerta del cementerio tenía ese color gris característico de la madera sometida a la intemperie con ausencia total de pintura. Al abrirse supongo que haría el chirrido característico de las películas de terror. En fin, que el hallarse en este contexto no es extraño que no fuese agradable para cualquier persona normal.

La situación comenzó a cambiar con la construcción de nichos en la pared norte al abrigo del viento, porque con este motivo ya se pudo dignificar notablemente el recinto. Estas mejoras se iniciaron en un determinado momento(que no he podido precisar) y los siguientes alcaldes han ido promoviendo las mejoras paso a paso, de forma que actualmente puede considerarse bastante aceptable, ya que generalmente no se producen excavaciones de tumbas en el suelo y todo está muy bien cuidado. En mayo de este año José Antonio Oliete, Concejal de Urbanismo, anunció en Entabán la ampliación del cementerio actual (obras ya iniciadas actualmente) en 1250 m2, y el arreglo de los locales deteriorados, con un coste total importante y cargos a la Diputación Provincial de Teruel y al Ayuntamiento de Ariño del 70 y del 30% respectivamente. A esta noticia le hice un comentario con las indicaciones que me parecieron oportunas, sobre todo poniendo de relieve la importancia que a mi entender tiene el prestar una atención especial al cuidado del cementerio. En esto, cuando visitamos otros países, nos percatamos de que tenemos mucho que aprender de ellos para conseguir un cambio no solo de detalle sino de concepto, de un lugar que, incluso sin percibirlo conscientemente, ejerce una influencia muy grande en nuestras vidas.

jueves, 22 de octubre de 2009

Ideas, estrategias y tácticas

Cualquier realización tiene unas fases que nos conviene identificar. Me refiero a las siguientes:

La idea, que simplemente es la intención de hacer algo que se nos ha ocurrido.

La estrategia, que es el conjunto de reglas de cierto nivel, necesarias para realizar la idea.

La táctica, que sirve para desarrollar la estrategia, y es la serie de métodos precisos para ello, es decir las adecuadas reglas, que suelen ser sencillas, prácticas y numerosas.

Si falta o falla alguna de estas fases difícilmente se podrán esperar realizaciones que valgan la pena. También puede ocurrir que estemos siguiendo las fases indicadas sin tener conciencia de ello, pero si la tenemos, todo nos será más fácil, como he indicado al principio.

Todo esto que parece tan evidente, mucha gente no lo tiene claro a pesar de su importancia y, de hecho, los términos estrategia y táctica se confunden con frecuencia incluso por personas de cierta formación.

Hay personas que aplican sin dificultad las fases indicadas, pero yo he conocido otras que carecen de esa polivalencia. Por ejemplo, las hay que es raro que tengan ideas algo más que mediocres. Aunque parezca una exageración, estas abundan más de lo que imaginamos (en broma se suele decir que el número de ideas es menor que el de personas). También he conocido algunas con buenas ideas, incluso adelantadas a su época, que por falta de una estrategia adecuada no han conseguido más que realizar esfuerzos costosos e inútiles. Y finalmente, he conocido personas a las que con una buena idea e incluso con una adecuada estrategia les ha fallado el resultado por no conocer o no poder aplicar una adecuada táctica.

Muchas veces ocurre que las condiciones que se requieren para tener buenas ideas no son las mismas que las precisas para llevarlas a cabo y por el contrario hay personas con gran sentido práctico que, en cambio, no son las adecuadas para generar ideas interesantes de cierto nivel. Aquí se aprecia una vez más la conveniencia de los trabajos en equipo, ya que dedicándose cada uno a la faceta que se le da mejor, entre todos se consigue reunir los requerimientos que son precisos para llevar a cabo cualquier tarea medianamente compleja.

Con este largo prólogo he pretendido establecer unos principios operativos básicos que referidos a algo sucedido realmente (que se expone a continuación) nos permiten apreciar su aplicación práctica a un caso concreto.

Yo conocí en Ariño a dos personas (sus nombres no importan) que eran especialistas en elucubrar notables ideas. En cierta ocasión se les ocurrió la posibilidad de dedicarse al cultivo de los champiñones, compaginando esta ocupación con su trabajo habitual. La idea era buena y de hecho se han creado importantes empresas dedicadas a esta actividad. Hay que indicar que entonces apenas existía competencia a pesar de que la gente ya conocía y apreciaba estas setas y, además, el poner en marcha una empresa (incluso de alimentos) no precisaba apenas trámites administrativos; de manera que las condiciones iniciales eran claramente favorables para el desarrollo del proyecto.

Se buscó la documentación necesaria (los libros eran traducciones de otros franceses, ya que en Francia, especialmente en temas de alimentación, han estado hasta hace no mucho tiempo por delante de nosotros), y esta información se completó recogiendo direcciones de proveedores de semilla (micelio) que venían anunciándose en revistas y que la servían desde ciudades como Madrid y Barcelona.

Se decidió que el lugar de cultivo sería una bodega pequeña de suelo con poca pendiente que era propiedad o estaba disponible para uno de los socios. Se barrió a fondo, se preparó arena y estiércol que debía ser, según las instrucciones, de caballo, se mezcló todo bien, se realizaron los caballones y, cuando se recibió el micelio, se procedió a su siembra.

Para mí (que tenía curiosidad por el tema y lo seguía de cerca) había en la operación al menos dos puntos dudosos, como eran la difícil comprobación de la calidad de la semilla y la falta de control de las condiciones ambientales. Esta última parte no se había resuelto por temor a realizar una inversión de cierta importancia sin confiar plenamente en los resultados del proyecto; así que se optó por suponer que, más o menos, el ambiente de una bodega era el apropiado para este tipo de cultivo.

Los socios visitaban mañana y tarde la bodega esperando ver surgir las setas abundantemente como las habían visto en las fotografías de libros y propagandas. Ciertamente la operación de visita tenía sus riesgos (casi no hay cosa sin riesgos, pero en este caso eran mayores) porque la vieja puerta de la bodega se abría y cerraba con dificultad y las paredes que la flanqueaban, hechas de mampostería antigua, no eran estables en absoluto.

Para prevenir posibles percances, los socios acordaron ir siempre a la visita los dos juntos y mientras uno intentaba abrir o cerrar la bodega, el otro observaba desde cierta distancia los movimientos de la pared para avisar al de primera línea en caso de que esta se viniera abajo. En tal caso, aquel, por medio de rápido salto, debía alejarse de la puerta para que no le cayeran las piedras encima, lo que sin duda le ocasionaría un grave accidente.

Gracias a Dios no ocurrió lo que temían, pero las setas por más que las visitaron no se decidieron a surgir, con lo cual los emprendedores dieron por finalizada la empresa repartiéndose los gastos, y sin saber a ciencia cierta la causa del fracaso; sin embargo ocurrió que al año siguiente, cuando las dejaron tranquilas, salieron bastantes setas (tampoco demasiadas) y al menos pudieron hacerse los socios unas tortillas de champiñones, y repartir algunos más entre los vecinos.

El análisis de la operación según los criterios inicialmente expuestos nos hace ver que la idea fue buena, pero la estrategia y la táctica resultaron equivocadas, y con ello se perdió la oportunidad del nacimiento de una nueva industria en Ariño, cuando partiendo de la misma idea se pusieron en marcha numerosas empresas perfectamente rentables en distintos puntos de España, en las que sin duda resolvieron adecuadamente las cuestiones de estrategia y de táctica necesarias para lograr un resultado conveniente.

martes, 13 de octubre de 2009

"Algo se muere en el alma"

Al amanecer del día cinco de septiembre pasado fallecía, en el hospital Miguel Servet de Zaragoza, Gregorio Palos. La noche anterior estaba muy malico y los que vivíamos cerca de él su terrible enfermedad teníamos el conflicto interno de desear que permaneciera con nosotros y, a la vez, que terminase su sufrimiento. Sucedió lo previsible y Gregorio se nos fue, dejando, con los esquemas rotos, a Conchita, Jesús, Manu, Goyo y Dani, así como a cada una de las personas que componen su familia. No voy a nombrarlas una por una porque la relación es muy extensa y todos sabemos quienes son, pero estoy seguro de que cada una de ellas lleva clavada en el alma la espina de lo sucedido a Gregorio. También le hemos llorado sus amigos, sus muchos amigos, que nos sentíamos casi como hermanos suyos, porque así se sentía él respecto a nosotros.

Hace poco más de dos meses irradiaba salud y fortaleza (no hace mucho me dijo que, aunque tenía sesenta y nueve años, se sentía como si tuviera veinte), pero un cáncer fulminante ha podido con él en muy poco tiempo. Cuando tuvimos la primera noticia alarmante, todos los que le queríamos (y le seguiremos queriendo), a la vez que desear ardientemente que la ciencia médica le encontrase alguna solución, empezamos instintivamente a hacernos a la idea de que dentro de poco iba a faltar en nuestras vidas la presencia física de Gregorio. Yo, a pesar de que no soy una persona de profunda fe, esta vez pensé que lo único que podía hacer era rezar para que se produjera el milagro de su curación. Imagino que para algo habrán servido mis oraciones, pero no hemos conseguido lo que yo vivamente deseaba.

Gregorio tiene muchísimos amigos en todas partes, porque todos los que le conocían veían enseguida que era una persona especial: noble como ninguno, generoso, honesto, valiente, y fuerte como una roca tanto en su físico como en su personalidad. Con estas cualidades básicas tan atractivas, evidentes e infrecuentes, no tiene nada de extraño que el número de sus amigos fuera tan elevado.

Hay una jota que parece estar hecha a su medida:

“Veinte partes de franqueza,
treinta de desinterés,
y cincuenta de nobleza,
eso es un aragonés”.

Eso era Gregorio y además de aragonés, era un auténtico aragonés, autenticidad que para mí significa que sus ideas y su forma de pensar podrían estar unas veces acertadas y otras no (nadie es infalible), pero su forma de actuar era siempre totalmente acorde con sus ideas, cualidad que en los tiempos actuales por desgracia no es demasiado frecuente.

Además de ser un paradigma de aragonés, Gregorio se sentía orgulloso de serlo. Quien le haya oído cantar “Soy de Aragón la tierra noble, la de los claros torrentes…” habrá comprendido perfectamente lo que quiero decir. Cuando cantaba “Granada” nos dábamos cuenta de que además de aragonés se sentía también muy español. No renunció tampoco en ningún momento a su Albalate que le vio nacer y también llevaba en el alma a Ariño donde acababa de construir con enorme ilusión y casi con sus propias manos una hermosa casa, lo que solo se puede hacer en los lugares que nos son muy gratos. Por eso en la noticia de su fallecimiento dije en Entabán que Gregorio era de muchos sitios y uno ellos, muy querido por él, ciertamente era Ariño.

Ya que he mencionado algunas canciones, tengo que decir que Gregorio era una de las personas que, para mi gusto, mejor cantaba la jota. Sus estilos y la forma de interpretarlos eran pura delicia. Tenía preferencia por los bravíos, esos que te erizan el vello. Pero sus condiciones para el canto y la música no se quedaban en la interpretación de las jotas y no se detenían ante ninguna dificultad. Dios le había dotado de esas cualidades de voz y de sensibilidad musical que a todos nos gustaría tener. En este aspecto tenía una integración total con su gran admirador y amigo Jesús Gareta con quien hace algunos años formaban un dúo que se denominaba “Los trovadores” que tenía más éxito del que ellos mismos querían admitir.

Jesús Gareta, en la iglesia de Albalate el día del funeral, haciendo de tripas corazón, homenajeó a su amigo del alma con una composición de partes de las canciones que a Gregorio le hubieran gustado oír y, con voz segura (con un punto de amargura) y una guitarra afinada como nunca, hizo llegar su fuerte lamento hasta el último rincón de la iglesia, y convirtió al auditorio en un mar de lágrimas. Fue uno de esos momentos de emoción, de pena, y de extraordinaria belleza que pocas veces en la vida se producen y nos dejan un recuerdo triste, pero hermoso e imborrable.

Volviendo a consideraciones más prosaicas sobre Gregorio, hay que reconocer que muchos estamos en deuda con él, porque siempre dio más que recibió. Simplemente el hecho de conocer y convivir con una persona como él tiene un inmenso valor ejemplarizante. Ariño en particular le debe algunas cosas que de una forma resumida quiero citar:

Trabajó siempre denodadamente y a la vista de todos están sus obras (“el que tenga ojos para ver, que vea”) y sobre todo repartió considerables cantidades de dinero comprando propiedades infrautilizadas de muchos vecinos de Ariño y, especialmente, generó muchos jornales y puestos de trabajo en nuestro pueblo durante años. Se podría pensar que a cambio recibió contraprestaciones de tipo patrimonial, pero en realidad fue un benefactor de Ariño porque el dinero que consiguió honradamente, se ha quedado en gran parte en manos de gentes de Ariño y en forma de realizaciones materiales visibles y convenientes para nuestro pueblo. Hubiera sido lógico y comprensible que los ingresos de su empresa los invirtiera en pisos y patrimonio en otros lugares, cosa que seguramente hubiese sido más rentable para él y para su familia; sin embargo ha quedado todo en Ariño salvo lo indispensable para sacar dignamente a su familia adelante. Por eso digo que Gregorio ha sido un emprendedor de los que tan necesitada está la sociedad y ojalá que en Ariño hubiera muchas personas de sus mismas cualidades.

Gregorio no ha sido, ni ha pretendido serlo, una ONG; pero las personas como él son especialmente beneficiosas para el entorno en que se desenvuelven. Y sobre todo, como he dicho antes, su efecto ejemplarizante tiene un valor extraordinario para los que tienen, hemos tenido, la suerte de conocerlo.

Su recia personalidad deja en su esposa e hijos un vacío inmenso que solo el paso del tiempo podrá mitigar y cuya percepción nos produce un dolor añadido para los que los queremos; sin embargo cuando contemplamos a los cuatro jóvenes que entre Gregorio y Conchita han sabido formar; que apuntan ya maneras de hombres admirables como su padre, pensamos que han de ser para Conchita un sedante de su amargura, y también la forma de encontrar un nuevo sentido a la vida por causa de las ayudas y consejos que van a seguir necesitando, así como una constatación permanente y consoladora de la obra más importante de todas compartida con Gregorio, que son Jesús, Manu, Dani y Goyo.

Que la Virgen del Pilar, de la que Gregorio era especialmente devoto, nos ayude a todos.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Médicos, enfermedades y algunas anécdotas

El primer médico que conocí en Ariño fue don Tomás Quintana Calleja, persona de gran relevancia en el pueblo, lo cual fue la causa de que la placica donde tenía el consultorio y la vivienda pasáramos todos a llamarla “la replaceta del médico” sin necesidad de placa ni de acuerdo formal alguno. Él fue la primera persona que me conoció, porque atendió a mi madre en el parto en que nací. Aparte de que aquel médico gozaba fama de tener buena mano para los partos, yo creo que en el de mi madre precisa fue también la ayuda de santa Bárbara (que tanto por ser mi padre minero como por vivir en la calle santa Bárbara era casi una obligación moral para nuestra santa) ya que el primer lío lo tuve con el cordón umbilical que resultó arrollado en mi cuello y con mi desorientación en la posición de salida (porque nací con los pies por delante) y estos eran unos contratiempos tan serios que daban como segura la muerte durante el parto, como les había sucedido a dos hermanos míos que me precedieron en las mismas condiciones y no tuvieron la suerte o intercesión precisas para salir ilesos de tan apurado trance.

Don Tomás, cuando llegó al pueblo era joven, sociable y participativo y formaba parte de la rondalla tocando el violín, detalle indicativo de sus conocimientos musicales y de su nivel. Alguna vez intento imaginarme cómo sonaría el violín en la rondalla y me resulta difícil. El guitarrico e incluso el acordeón son compatibles con el sonido de la rondalla, pero nunca he visto ni oído alguna que incluyera un violín entre sus instrumentos.

Volviendo a las actuaciones médicas de don Tomás, del mismo modo que era generalmente reconocida su habilidad como comadrón, también se decía que en los casos de pulmonía “se le escapaban muchos”, y no tiene nada de particular que así sucediera porque en la época de la que hablo no se había generalizado la disponibilidad de la penicilina (que fue el gran remedio para esta enfermedad), porque entre su descubrimiento y su aparición en Ariño pasaron unos cuantos años. Hasta entonces, salvo unos tratamientos paliativos, no se hacía otra cosa ante una pulmonía que dejar al organismo que por sí solo la combatiera esperando a que la enfermedad hiciera crisis y se iniciase la recuperación del enfermo o, por el contrario, el fatal desenlace.

Otra de las enfermedades que entonces tenía un pronóstico muy pesimista era la que posteriormente pasó a llamarse apendicitis. Los primeros avisos eran dos ataques de los cuales era posible sobrevivir; pero al tercero tenía lugar lo que se llamaba un cólico miserere y se producía la muerte sin remedio. En realidad era, como luego se divulgó, un proceso de apendicitis crónica que terminaba con una perforación del apéndice y la consiguiente peritonitis que entonces no tenía solución, al menos con las posibilidades de los médicos de pueblo.

En los albores de la difusión de la penicilina falleció don Tomás y apareció por el pueblo el nuevo médico, que se llamaba don Eugenio.

Era de mediana estatura, algo regordete y mofletudo, agraciado de rostro, con un bigote muy poblado y aparente. Usaba pantalones de montar a caballo y botas altas a juego, indumentaria que nos causó general sorpresa. Algunas veces imaginé, puesto a hacer elucubraciones, que cuando le informaron sobre Ariño, dedujo que un pueblo con varias minas, con calles de tierra, y gente por las masías, era algo así como un pueblo del Oeste americano y decidió pertrecharse para estar a tono con el imaginado lugar; lo de agenciarse un caballo debió de dejarlo para más adelante y para entonces ya se había dado cuenta de que no era necesario en absoluto.

Vino con su esposa y una cuñadica tan guapa, elegante y formal que creo no estar desencaminado al pensar que debió de romper algunos corazones entre los mozos de su misma edad.

La llegada del nuevo médico fue un acontecimiento en aquella cerrada sociedad y objeto de una general curiosidad para descubrir todas sus cualidades y saber con quien tendríamos que jugarnos los cuartos en cuanto a las cuestiones médicas en lo sucesivo. Dudo que los rayos X tengan más poder de penetración que las miradas de los vecinos de Ariño en aquellos momentos; sin embargo, tras la inicial desconfianza, nos dimos cuenta de que el nuevo médico superaba a don Tomás en conocimientos (fruto de su formación más moderna en la Facultad) y de la juventud, dinamismo y experiencia que demostraba en sus actuaciones. Por tanto el pueblo respiró aliviado al ver que en don Eugenio tenía un médico excelente.

En una de sus primeras actuaciones tuvo como paciente a mi madre, que venía sufriendo lo que podríamos llamar el segundo ataque de apendicitis. Don Eugenio lo diagnosticó con seguridad, le prescribió un tratamiento antiinflamatorio y antibacteriano y aplicaciones de bolsas de hielo en la zona afectada, que para nosotros fue lo más sorprendente porque en el ataque anterior don Tomás le había indicado bolsas de agua caliente para atenuar los dolores. Le dijo también don Eugenio a mi madre que lo antes posible debían operarla para extraerle el apéndice y se ocupó de dirigirla a una clínica concertada con el Seguro, que había en la ciudad de Teruel. Esto podemos llamarlo la estrategia ante la enfermedad y luego fue por cuenta de mis padres la táctica, que consistió en tomar como base de operaciones y ayudas la casa de la Sra. Teresa, magnífica persona natural de Ariño que vivía en Teruel sacando adelante a sus dos hijas y tres hijos, los Franco, personas muy brillantes, buenas y apreciadas en dondequiera que los han conocido, incluido Ariño, donde tienen varios chalés cerca del molino.

A Teruel fueron a parar pues mis padres (en viaje laborioso e incómodo) y, en el momento preciso, mi madre fue operada, resultando la operación exitosa (que dirían en Hispanoamérica) y neutralizando con ello el riesgo del cólico miserere, expectativa harto probable de no haber sido por los conocimientos y actuación del ya muy apreciado don Eugenio.

La parte táctica de la situación tuvo algo que me interesa resaltar porque en ello ejercí un curioso protagonismo. A mí se me asignó el cuidado de la casa y de los animales del corral mientras mis padres estuvieran en Teruel, labor que debía compaginar con la escolar, y la de supervivencia, lo cual significó un trabajo considerable para un chaval de unos once años, sumado a la penosa situación de tener que arreglármelas en solitario en aquella casa que resultaba grande para mi corta edad, especialmente durante las noches. En cuanto a la tropa de animales, pasaron a depender de mí en cuanto a su alimentación, una burra, un tocino y un numeroso grupo de gallinas. Los trabajos más costosos eran el “abrevado”de la burra y la preparación y servicio de la comida del cerdo. Fue esta la que dio lugar a una anécdota que voy a detallar acto seguido:

Diré previamente que la preparación de la comida del cerdo consistía en poner a cocer sobre la estufa de carbón en un caldero, una mezcla de calabaza, remolachas y patatas pequeñas. Una vez cocidas, tenía que bajar el caldero al corral, y en una “bacía” añadir agua y “salvado” y mezclar y triturar todo con un “badil”. Mi problema era que el acopio de agua me obligaba a hacer un viaje ex profeso a la cocina desde el corral, lo que me fastidiaba bastante.

Tengo que aclarar que antes de haber agua corriente en las casas de Ariño, en la mía teníamos un pseudo servicio de agua con grifos en el cuarto de baño y en la fregadera, que procedía de una tinaja situada en el granero, donde centralizábamos las aportaciones del agua que íbamos trayendo de la fuente pública. Los desagües de los distintos usos caían directamente al corral por medio de tubos que vistos desde abajo sobresalían como medio metro.

Mi genial ocurrencia consistió en dejar en la fregadera el agua que iba a precisar y atar una fina cuerda al tapón de corcho, la cual se hallaba también sujeta al eje de la palomilla que gira continuamente cuando el despertador llega a la hora asignada. Yo dejaba la alarma del reloj prevista para que sonase dentro de tres minutos y la palomilla, llegada la hora giraba, arrollaba la cuerda, tiraba del tapón y caía el agua al corral donde yo la estaba esperando con el caldero en su punto de caída. Dos condiciones de ajuste fueron necesarias para que el invento resultara eficaz y fiable: que el tapón no estuviera demasiado apretado y que el despertador quedase bien inmovilizado.

Seguramente invertí más trabajos en preparar el sistema que los paseos que me ahorré, pero aquello fue para mí un juego demostrativo de que las cosas es posible hacerlas de varios modos y nos produce una especial satisfacción el ver que pueden funcionar por un método diferente al puramente rutinario.

Acababa de inventar, sin darme cuenta, la automatización de un sistema, con un retardo variable prefijado.

Tengo que añadir que de esto no consideré necesario dar información a mi madre ya que no hubiera entendido que para ahorrarme unos pasos durante unos diez días hubiera puesto a nuestro flamante despertador en riesgo de caer dentro del agua, y creo que nunca, pasado el tiempo, se lo conté, para que no pensase que estaba chalado o algo así.

Esta historia terminó muy felizmente porque iban a comenzar las fiestas de santa Bárbara y parecía que mis padres no podrían llegar a tiempo, con lo cual yo y algunos familiares íbamos a pasarlas muy tristemente; sin embargo ellos haciéndose cargo de esta circunstancia aceleraron el regreso, bajaron como pudieron hasta cerca de Muniesa, fue mi padre caminando hasta aquel pueblo donde pudo pedir al chofer del camión de los mineros que se acercase a recoger a mi madre que regresaba recién operada. Accedió con mucho gusto y mis padres llegaron a Ariño en dicho camión. Me parece verlos aparecer por el arco de santa Bárbara anocheciendo cuando comenzaba a sonar la música en la plaza y yo en la puerta de mi casa sintiéndome, por todo, muy triste. El ver a mis padres, especialmente a mi madre cansada pero ya resuelto su importante problema y las fiestas comenzando, me produjo una de esas alegrías que se graban para siempre en la memoria.

Al recordar todo esto tengo un reconocimiento especial para el detalle del chofer de aquel camión de los mineros que entendió la circunstancia y no le importó salirse por una vez de la rigidez de las normas para hacer un favor a la familia de un compañero. Y es que algunas veces la humanidad y la comprensión deben estar por encima del estricto cumplimiento de las normas. Tengo la impresión de que actualmente se tiende a normalizar y a protocolizarlo todo, y muchas veces se olvida el dejar un margen para los casos especiales, y para el ejercicio de facultades tan humanas como la solidaridad, la caridad y el sentido común.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Tan caras lombrices

Poco antes del año 1950 había en Ariño uno o varios guardas jurados que eran vecinos del propio pueblo y, tanto en el monte como en la huerta, intentaban la captura de ladrones y de ladronzuelos, ejerciendo su actividad con razonable dignidad y rigor; sin embargo en cierto momento debió de considerarse (pienso que por las autoridades locales) más conveniente contratar para este cometido a algún guarda jurado titulado seleccionado en la capital de la provincia turolense.

Contratado para la indicada función, un buen día apareció por el pueblo un hombre joven de poco más de 30 años, procedente de Teruel. Estaba casado con una señora rubia. Ella era de esa clase de rubias que llaman la atención (más en aquella época) y solía ser destinataria de las maliciosas miradas de algunos vecinos (y vecinas), así que las malas lenguas insinuaban, no sé si con mucho o poco fundamento, que el nuevo guarda tendría que demostrar su pericia guardadora no lejos de su propia casa.

El caso es que, puesto a ejercer su cargo, se fue difundiendo por el pueblo la idea de que la prioridad de su gestión sancionadora se centraba en complicar la vida a los vecinos en lugar de en aminorar el número de hurtos en campos y huertas. Se metía en que había que llevar las caballerías a una distancia reglamentaria entre ellas, en que después de la segunda, si había un objeto saliente, debía llevarse colgado de él un trapo rojo, etc., etc. Incluso a mi primo Inocencio y a mí, que entonces tendríamos unos nueve y doce años respectivamente, nos tocó sufrir los efectos de su desenfoque profesional, como explico a continuación:

Estábamos cierto día acompañando a nuestras madres que esperaban para hacer compras en el economato de SAMCA (entonces se hallaba cerca de las primeras casas de la carretera a mano izquierda viniendo de Albalate) y además de ellas estaba esperando, con el mismo propósito, un numeroso grupo de mujeres. Era a media mañana y llevábamos en los bolsillos Inocencio y yo unas rudimentarias líneas de pesca. Como las cañas que utilizábamos para pescar eran simples cañas que abundaban en los dos ríos, teníamos todo lo necesario para entretenernos pescando en la zona de los Pilones mientras nuestras madres esperaban pacientemente su turno para realizar las referidas compras. Únicamente necesitábamos el cebo, y conseguirlo fue nuestro siguiente objetivo. Se trataba simplemente de escarbar con algún palo en el barro de la próxima acequia, donde esperábamos encontrar lombrices, que para aquella ocasión eran a nuestro juicio el cebo más apropiado.

Elegimos como lugar adecuado para la búsqueda la zona de la acequia situada detrás del local que años más tarde sería baile-bar del Prudencio “el Bello”. Estábamos, pues, allí hurgando con dificultad en el barro, cuando, antes de encontrar alguna lombriz, oímos una voz autoritaria próxima a nosotros conminándonos a abandonar de inmediato nuestra actividad. Alzamos las miradas y vimos, en escorzo desde abajo, la figura del nuevo guardia en la que resaltaban a simple vista los símbolos de su autoridad y cargo: llevaba en especial bien visibles la tercerola y la banda de cuero (con su chapa ovalada de latón brillante) que cruzaba en diagonal la camisa del flamante uniforme. Mirándonos con la expresión más amenazadora posible nos dijo que estábamos infringiendo las normas de huertas y acequias y que nos iba a denunciar por ello. No había terminado de decirlo cuando Inocencio dio media vuelta y emprendió una veloz carrera que parecía la de los cien metros lisos, primero por el margen de la acequia y luego carretera adelante hacia el grupo de mujeres y, llegando hasta donde estaba mi madre, le dijo con voz entrecortada:”Tía…tía…, que al Salvador lo han denunciado”. Mi madre tenía narices suficientes para defenderme de lo que fuese preciso, pero estaba con ella una prima suya que se llamaba Águeda que, comportándose en aquella ocasión como más papista que el Papa (actitud que no le priva de mi agradecimiento) soltó un sonoro taco y se dirigió a toda prisa al lugar de autos dispuesta a desfacer el entuerto y a poner las cosas en su sitio. Entretanto yo, que no quise o no pude salir huyendo como mi primo, tuve que darle los dos nombres al guarda, cosa que tiene la disculpa de su avasalladora actitud, y de que en el fondo, a pesar de ser solamente un niño, pensaba que no nos podían castigar mucho por una falta tan leve y que, viviendo en el mismo pueblo, antes o después el guarda nos cazaría y entonces la cuestión sería más complicada.

Salimos el guarda y yo a la carretera y entonces vimos venir, hecha una furia, a la susodicha prima de mi madre. El encontronazo fue de consideración y resultó finalmente que el guardia denunció a la Águeda por desacato a la autoridad y acto seguido se esfumó con cierta prisa, sospecho que para soslayar el riesgo de que aquella mañana tuviera que denunciar a la mitad de las mujeres del pueblo a los pocos días del comienzo de su actividad, lo cual sería una perspectiva muy poco favorable para él.

Ni Inocencio ni yo volvimos a tener noticias de aquellas denuncias (y supongo que tampoco la Águeda) fuera porque el guarda no se atrevió a cursarlas o porque las invalidaron personas de más autoridad que él, que debieron de considerar lo sucedido como una sarta de fruslerías y tuvieron más claro que aquel personaje, que realmente se esperaban de su flamante cargo cosas de más enjundia que denunciar a dos chavales por escarbar en el barro de una acequia en busca de media docena de lombrices para pescar en el próximo río.

martes, 11 de agosto de 2009

Chascarrillos

La superioridad militar

En Ariño hubo una época en la que el ir al servicio militar significaba, para algún que otro mozo, volver al pueblo con unos aires de superioridad y unas formas de hablar como las que se aprecian en la siguiente anécdota, que contaba mi padre.

Un vecino volvía caminando por la carretera llevando del ramal a un par de machos, cuando a la altura de los baños le alcanzó un militar recién llegado de la mili, que, tras entablar conversación sobre diversos temas, le preguntó al de las caballerías: “Por cierto, estos machetes...¿son vuestres?".

No sé lo que le contestaría el de los machos, pero al llegar al pueblo, le faltó tiempo para difundir lo acontecido y algunos se iban riendo por “lo bajinis” al imaginar la tonta pregunta y la ridícula forma de hablar que había adquirido en el servicio militar aquel licenciado.


Los repechos del Puerto

No sé a quien le oí contar que cierto día, una comitiva compuesta por un burro, un hombre de cierta edad y su hijo, subían en fila hacia el puerto, el padre agarrado al baste y el hijo varios metros más atrás del conjunto padre-burro. Al aumentar la pendiente de la cuesta se oyó una ventosidad de tal calibre que justificó la siguiente pregunta: “Padre, ¿ha sido usté, o el burro?”; a lo que el padre respondió: “Yo he sido, yo, hijo mío”. Y dijo el hijo: “¡Ya me paicía a mí que pa el burro era mucho!”

Este tipo de dichos sobre temas que ahora damos en llamar escatológicos, antes producían mucha risa; y aquella risoterapia frecuente y generalizada, era (como ahora es bien sabido) un factor motivador de la felicidad de la gente.


Una desigual pelea

Explicando los pormenores de una contienda, uno de mi pueblo, explicaba lo que decía uno de los contendientes:

"Ellos, garrotazo; nosotros, puñau de paja. Ellos garrotazo; nosotros, puñau de paja". Y concluía:

"¡Cómo los pusimos de paja!"

¿Verdad que en las contiendas de vida real tenemos a veces la sensación de que las cosas nos están sucediendo de esta desigual y desfavorable forma?

jueves, 30 de julio de 2009

un mas del Puerto

Me estoy refiriendo al mas del tío Morel, es decir de mi abuelo Domingo, y por lo tanto de mi abuela Petra, que debieron de edificarlo en su juventud, seguramente de recién casados.

Para llegar hasta él había que ir a la balsa primera del Puerto, tomar el camino de la izquierda, pasar por una zona con muchas losetas que hay enfrente del mas de los Novellas y rebasar la loma siguiente; es decir que se hallaba situado cerca ya del término de Alacón.

Acabo de nombrar la palabra Puerto. Para mí, de pequeño, esta solo tenía un significado: la zona de Ariño donde mis abuelos tenían unos campos y un mas donde me gustaba mucho ir. Cuando los maestros empezaron a hablarnos de los puertos marítimos pensé que este término lo estábamos utilizando mal en nuestro pueblo. Más adelante comprendí que todo era correcto porque el término puerto también sirve para denominar el paso entre montañas que era la acepción que servía para nuestro Puerto.

Volviendo al mas, que hemos dejado aparcado cerca del término de Alacón, voy a explicar las características del edificio y algunas cosas que allí sucedieron:

Las paredes eran gruesas, hechas con piedras y losetas que abundan en las cercanías. Tenía una planta baja y otra encima cuyo piso quedaba como medio metro más alto que el nivel de una era de arcilla de tamaño reglamentario, que formaba parte del conjunto. El suelo de la planta baja era de losetas y el de la superior de cañizos enyesados. Los maderos procedían de los troncos de los pinos que todavía abundaban en el Puerto y las tejas las llevaron desde la tejería del pueblo, lo que debió de representar una formidable labor de acarreo.

En el exterior, cerca de la entrada de la planta baja, se veían los restos de un antiguo horno para hacer el yeso que utilizaron en la construcción. Era fácil imaginar el considerable trabajo que realizaron para traer el aljez desde las Salmorreras donde se hallaba el yacimiento, contando que hay entre ambos puntos como una hora y media de camino y bastantes cuestas, y también debió de costarles lo suyo el moler finamente los tormos de materia prima una vez calcinados.

La arcilla de la era seguramente la trajeron desde las cercanías, pues había por allí visibles muestras de tierra arcillosa.

El mas tenía dos puertas, una amplia en la planta baja y otra de menor anchura en el pajar. Nunca se pintaron y por eso tenían aquel color gris característico que toma la madera expuesta al sol sin ninguna clase de protección.

En la planta baja había en primer lugar un espacio de unos veinticinco metros cuadrados que era la zona habitable donde destacaban dos amplios y robustos bancos de piedra, situados a ambos lados del fuego bajo. En las paredes se veían numerosas escarpias y estacas para ser utilizadas como percheros, y en los rincones de la estancia bastes y algunos aperos propios de los distintos usos agrícolas. Algunas cestas y banastas completaban aquella mínima dotación de humildes enseres que sería pretencioso llamar mobiliario.

Al fondo de esta planta baja había un espacio de unos veinte metros cuadrados destinado a cuadra con sus correspondientes pesebres, separado del espacio anterior por unos tabiques de cañizos enyesados en los que había un hueco rectangular para el paso de personas y de caballerías.

El piso de arriba se destinaba a pajar, que también llamábamos cambra, y además de estar ocupado por una considerable cantidad de paja y de sacos de cereales producto de la trilla, se utilizaba para dormitorio. Sobre aquella paja multiusos dormíamos las personas que pernoctábamos en el mas, que a veces éramos unas cuantas, acompañadas por unos pocos e inofensivos ratoncillos.

Aquella construcción sencilla pero resistente era la base logística de las muchas y variadas operaciones agrícolas que el cultivo de cereales en una superficie de varias hectáreas requería.

Como acabo de apuntar, allí nos juntábamos, sobre todo en la época de la siega-trilla, numerosas personas sin sentir el más pequeño agobio, sino la alegría de estar todos juntos comiendo en la misma olla y bebiendo en el mismo botijo la exquisita agua de un balsete próximo.

La edificación no tenía ni una sola ventana, pero las puertas abiertas permitían de día una aceptable iluminación del interior y, como ya dije en otra ocasión, la luna y los candiles de aceite (aquellos sí que eran de bajo consumo), se consideraban, de noche, medios de iluminación suficientes.

Al entrar al mas se apreciaba un olor característico (a mas) que a mí me agradaba como dije en alguno de mis recientes relatos.

No puedo terminar esta descripción sin señalar un detalle que siempre me ha intrigado: yo, desde que era un niño de pocos años jugaba sentado en el suelo cerca de la puerta del mas y veía, en una superficie de pocos metros cuadrados, una especie de flores de un solo color en verde claro, muy numerosas y curiosas, que no he visto en ninguna otra parte. Creo que son de una especie rarísima que valdría la pena estudiar.

Volviendo al tema de mi relato diré que, dentro de aquella austeridad general había un detalle curioso a la entrada de la cambra y era una loseta bien cuadrada, más saliente que las demás, en la pared próxima a la puerta, que se pensó a propósito para dejar sobre ella una caja de cerillas y para colgar el candil de aceite con mecha de algodón que permitiría disponer de una titubeante luz si fuera necesaria durante la noche.

Focalizo la atención en la dichosa loseta, por ambientar lo que voy a explicar acto seguido:

Una tarde, mientras los mayores hacían la siesta, mi hermana María que era unos años mayor que yo (y yo tendría unos seis), me propuso que cogiera las cerillas de tan señalado lugar y, entre ambos, incendiar una hermosa mata de barda que crecía pegada a la pared del mas en la parte posterior del fondo. Yo, obediente a mi hermana y, por qué no, interesado, como muchos niños, en la espectacularidad de las llamas, pito y bien mandado sustraje las cerillas y participé activamente en la operación que ella había ideado.

Al principio todo nos fue bien a los precoces pirómanos, pero en pocos segundos la barda ardió a toda leche y para apagarla se nos ocurrió utilizar estiércol seco que había en una femera (montón de estiércol) próxima, con lo cual solo conseguimos incrementar el problema. Aunque aquella hoguera no era un peligro real para el mas, la magnitud de las llamas nos asustó, y mi hermana salió corriendo despavorida, y yo detrás, en dirección al pueblo, huyendo sin reparar en que la casa de mis abuelos estaba a hora y media de allí y cerrada a cal y canto. Cuando habíamos recorrido unos doscientos metros y perdido de vista el desagradable espectáculo de las llamas lamiendo la pared exterior del mas, nos refugiamos en una caseta y allí nos quedamos atascados sin atrevernos ni a ir al pueblo ni a volver al mas ni a permanecer en aquella solitaria caseta.

Transcurridos unos minutos oímos a mi abuelo que nos llamaba a lo lejos desde lo alto de la loma, con lo cual vimos el cielo abierto. Al parecer el olor a quemado le había despertado y al no vernos tuvo la intuición de todo lo que había sucedido, así que salió en nuestra busca y nos halló acojonadicos en la caseta. No nos hizo ningún duro reproche ni nos castigó porque, además de que era muy bueno, se dio cuenta de que con el susto habíamos pagado la travesura y de que nunca más haríamos otro disparate como aquel.

Nosotros (y especialmente mi hermana que moralmente se sentía la protagonista principal del hecho) siempre agradecimos a nuestro abuelo que viniera a buscarnos y que no nos castigara. Cuando nos vemos de vez en cuando con mi hermana todavía solemos sacar aquel incidente a colación alabando la bondad de nuestro abuelo y censurando nuestras disparatadas actuaciones infantiles.

Aquel conato de incendio fue un presagio de lo que iba a suceder unos diez años más tarde, que lo explico a continuación:

Mis abuelos habían prestado las llaves del mas a un vecino del pueblo que necesitaba hacer en el Puerto unos trabajos, y mi tío Antonio, proyectando subir a cazar les pidió también las llaves. Ellos le informaron de la situación y mi tío pensó en ir de todos modos, siguiendo cuidadosamente el camino para encontrarse con el anterior ocupante del mas si se hallaba de regreso.

No lo vio en todo el camino y cuando llegó al mas tampoco estaba. Algo había ocurrido que hizo que no salieran las cosas según lo previsto, y mi tío decidió dormir en la puerta del mas en aquella hermosa noche de verano después de cenar y de fumarse a gusto un par de cigarros. Le despertaron los estornudos de su perro a causa del humo y entonces vio que en el interior había unas formidables llamas. Después de jurar en hebreo presa de la impotencia, se le ocurrió de pronto que en el pajar estaba el fruto de la cosecha y, a toda velocidad, con una piedra de gran tamaño, rompió la puerta de la cambra para sacar los sacos a la era. De momento la vía de aire que se produjo avivó notablemente las llamas, pero luchando con el incendio, mi tío salvó buena parte de lo almacenado aun a riesgo de perder la vida en tan peligrosa operación. Se quedó finalmente tendido en la era deshecho física y moralmente, viendo como llegaba a su fin aquel edificio tan querido y necesario para toda la familia.
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No se logró averiguar si la causa del incendio fueron la posibles brasas del interior o alguna colilla de mi tío mal apagada que el vientecillo avivó e hizo pasar por debajo de la puerta hasta la paja que solía haber por el suelo en el interior. Ambas cosas eran posibles pero el daño estaba hecho y no se iba a resolver removiendo el tema. Se dejó como estaba y en paz. Lo que sí es cierto que de no haber ocurrido la desgraciada descoordinación indicada anteriormente es casi seguro que aquel día el mas no se hubiera quemado.

Mis abuelos, que eran mayores, se quedaron como pasmados, mi tío enfermó al poco tiempo (mi madre siempre relacionó la enfermedad de mi tío con aquella aciaga noche en el Puerto) y al resto de la familia no nos sobraban fuerzas, medios y moral para reconstruir el más, así que allí quedó medio derruido resistiendo, la parte que se mantuvo en pie, el paso del tiempo.

Cuando hace un par de años fui con Elena y mis hijos Joaquín y Javi a verlo quemado después de más de cincuenta años, al acariciar aquellas piedras, sentí como si estuviera abrazando a varias generaciones de mis antepasados y, más que de tristeza, me invadió una insólita sensación de profunda paz, recordando a la vez a muchas y buenas personas y a tantas cosas allí sucedidas.



















jueves, 2 de julio de 2009

La cultura del pan en Ariño (VI)

Cada quince días, con la harina blanca impoluta, se procedía a realizar lo que se llamaba la masada. La cantidad se calculaba de acuerdo con el consumo de pan de la familia durante unos quince días. El amasado consistía en mezclar bien la harina con agua, formando una masa pegajosa y compacta. Para conseguirlo se metía el brazo hasta el codo en la pasta y se realizaba una y otra vez un movimiento de batido a buena velocidad. Costaba un tiempo y era pesado. Esta masa tenía que fermentar, y para ello se había mezclado bien con la levadura. Esta cabía en un puchero pequeño que se llevaba de casa en casa dentro del barrio y cuando se necesitaba amasar, se preguntaba quien la tenía y se le pedía. A su vez, al terminar, se llenaba el puchero con masa fermentada y se guardaba esperando al primero que amasase. Siempre que pienso en esta organización de la levadura, me maravillo de lo bien que funcionaba, sin ocasionar nunca el más pequeño problema.

La tarea de amasar la realizaban siempre las mujeres a pesar de que requería un considerable esfuerzo físico. Por extraño que parezca, así estaba asignado, desde sabe Dios cuando, al llamado sexo débil.

Después de una noche de fermentación de la masa, a la mañana siguiente se la llevaba al horno elegido previo acuerdo con sus dueños, para obtener un cierto número de panes. Los hornos se caldeaban quemando romeros y el olor a romeros quemados se extendía al atardecer por las calles próximas. Este era también uno de los inolvidables olores característicos del pueblo, algunos días en que la atmósfera estaba especialmente tranquila.

Los panaderos dividían la masa en porciones adecuadas al tamaño de los panes y poco a poco se metían a cocer en el horno, a través de la boquera. Los expertos ojos del panadero calculaban el momento exacto en que los panes estaban cocidos y con una pala que tenía un mango de 4 ó 5m, eran finalmente extraídos. Utilizando una pluma de gallina mojada en aceite de oliva a modo de brocha, se frotaba un poco en la parte superior de los panes, que quedaban brillantes como si estuvieran barnizados.

Estos panes estaban muy tiernos y se decía que no era saludable comerlos calientes. Yo creo que esto era una exageración disuasoria, ya que estaban tan apetitosos recién salidos del horno que, de no poner alguna cortapisa, en poco tiempo se podía rebajar sustancialmente el lote, que debía llegar sin menguas apreciables a casa, ya que, según hemos indicado, tenían que durar unos quince días.

Los panes se guardaban en la artesa, bien tapados, y aguantaban, sin endurecerse demasiado, los quince días previstos y una vez transcurridos, se repetía el proceso de amasar. Y así sucesivamente a lo largo del año y, sin variaciones notables, un año tras otro.

Para terminar este bosquejo de costumbres y de añoranzas, se impone un salto en el tiempo al día de hoy. Hoy en día, todo ha cambiado respecto al pan. Sofisticadas máquinas cultivan y cosechan el trigo empleando a muy pocas personas, y la conversión del trigo en pan se produce en grandes factorías. Finalmente, a base de una impecable logística, nos encontramos cada día a la puerta de casa por poco dinero el pan necesario, sin darnos ni cuenta de lo que esto lleva consigo, ni de la gran transformación que se ha producido en algo que antiguamente era una cuestión fundamental. Ahora todo es muy fácil y mucho hemos ganado, pero quizá no está todo tan claro, y alguna vez me pregunto si estamos comiendo el pan de siempre, o más bien estamos consumiendo un sucedáneo que poco tiene que ver con el de los pasados tiempos. Cuando veo lo rápidamente que este pan se seca; que se llega a desaconsejar en la dieta y que en todo caso se permite, con reparos, el integral, intuyo que algo importante se nos ha escapado, que el pan de aquel trigo, verdaderamente era otra cosa, y que aquel sí que era lo que debía ser: nada menos que un alimento señalado por Dios desde el comienzo de los tiempos, como algo esencial para garantizar la supervivencia de la especie humana.


GLOSARIO DE TERMINOS DE USO COMÚN EN LA ÉPOCA DEL RELATO

Acoyundar.- acuerdo entre labradores para prestarse las caballerías..
Aventar.- echar al aire la mies trillada para separar el grano de la paja.
Avena.- un tipo de cereal.
Balsa.- laguna pequeña de unos 30 m de diámetro.
Balsete.- pozo de obra de unos 3 m de diámetro y unos 2 m de profundidad.
Beta.- cuerda de tela.
Boñigo.- excremento de caballería.
Boquera.- puerta pequeña del pajar o del horno.
Bota.- recipiente de piel para 1l o de 1,5l de vino.
Caballería.- burro, burra, macho, mula, caballo.
Cabezana.- guarnición de cuero que se pone a las caballerías para afianzar el ramal.
Candil.- aparato de iluminación muy simple, con aceite y mecha de hilos de algodón.
Capazo.- cesto flexible hecho de fibras vegetales.
Centeno.- tipo de cereal utilizado para pienso de animales.
Cuchufleta.- broma.
Espigar.- recoger las espigas del rastrojo.
Fajina.- apilamiento de fajos.
Fal.- hoz.
Falcada.- mies que se lleva en el brazo,mientras se siega, antes de dejarla en la gavilla.
Fascal.- 30 fajos.
Gaseosa.- solución en agua de dos productos, que es efervescente y dulce.
Gavilla.- conjunto de falcadas de mies.
Horca.- herramienta con cuatro púas de madera, para manejar la mies y la paja.
durante las diversas labores de la trilla.
Hoz.- herramienta curvada con dientes de sierra, utilizada para segar.
Mas.- casa de campo, usada para tareas agrícolas.
Masía.- mas.
Mies.- cereal maduro.
Muñeca.- la parte del brazo más próxima a la mano.
Parva.- mies troceada extendida en la era y también el montón resultante.
Rastro.- utensilio de madera que se utiliza para amontonar la paja.
Rastrojo.- campo después de segar el cereal.
Ribazo.- separación entre fincas.
Sabina.- arbusto de secano mayor que los romeros.
Salvado.- cáscara del trigo.
Solar.- montón resultante del barrido de la era después de trillar.
Tajo.- grupo de segadores.
Talega.- saco de tela de lona, para contener unos 100Kg de trigo.
Tempero.- humedad de la tierra de labor.
Tonelillo.- tonel de unos 2l para llevar vino.
Torno.- Aparato para separar el salvado de la harina
Trilladeras.- conjunto de sogas y aparejos, para tirar del trillo las caballerías
Parva.- mies extendida en la era
Porgadero.- cedazo para el trigo
Vencejo.- especie de soga de baja calidad de unos 2 m

martes, 30 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (V)


Como vemos todas estas labores eran pesadas, y había que realizarlas en el menor tiempo posible. Las familias que se dedicaban exclusivamente a la agricultura normalmente tenían más tierras, así que entre atender lo que tenían de cereales y la huerta, iban siempre “azacanados”, como se decía en Ariño, es decir desbordados por sus muchos trabajos. En las que tenían unas cuantas tierras de secano y algo de huerta, que eran la mayoría, los hombres generalmente trabajaban además en las minas, así que el trabajo también les sobraba por todos lados y no les quedaba más remedio que emplear, además de todos los días festivos, parte de sus vacaciones reglamentarias, reservándose el resto para coger las olivas. En una palabra, que todos, hombres mujeres (y hasta los niños) en verano trabajábamos muchísimo. Los hombres adultos solían llevar la peor parte y, cuando los recuerdo, me producen una sensación no de lástima, sino de orgullo y admiración porque eran unos trabajadores formidables que se sacrificaban por toda la familia sin una queja, y sin hacer el más pequeño alarde, como si fuera la cosa más lógica y natural; y aún les quedaba alegría y satisfacción para cantar alguna que otra jota, cosa que ahora hemos olvidado.


Todas las familias realizaban estas labores por las mismas fechas y todo el pueblo terminaba casi a la vez. En compensación a las muchas fatigas pasadas tenían lugar, al igual que en muchos pueblos, las fiestas mayores que en Ariño se celebraban en honor del santo Patrón san Roque, y servían a la vez para relacionarse los chicos y las chicas; trataban de verse, conocerse, bailar y, como consecuencia de ello y de algún que otro bienintencionado consejo materno, solían aparecer algunos nuevos noviazgos cada año.

Durante las fiestas se olía por las calles a carne asada de cordero, lo que en contadas ocasiones sucedía a lo largo del resto del año. Si la cosecha no había sido buena las fiestas no eran tan alegres, pero también en este caso eran una buena terapia para las tribulaciones pasadas y venideras, así que siempre eran bien recibidas por todo el mundo, y por descontado por todos los jóvenes de ambos sexos.

Habíamos dejado reposando al trigo en el granero hasta que, en los momentos programados a lo largo del año, en cantidad de un par de talegas, se le ponía otra vez en movimiento para llevarlo al molino, transportado como siempre, sirviéndose de las caballerías.

El molino estaba a orillas del río Martín, más abajo de los Baños, a unos 3km del pueblo. La instalación hidráulica consistía en un canal grande bien hecho con cemento, que tomaba el agua del río muy cerca de los Baños y terminaba en un edificio grande tipo almacén, que llamábamos “el molino”, dentro del cual, al fondo, estaba el salto de agua con sus correspondientes turbinas, las cuales movían las ruedas del molino propiamente dicho. A la salida se veía un considerable caudal de turbulentas aguas y, dicho sea de paso, en esta zona se pescaban a veces barbos de buen tamaño. Este era uno de los mejores sitios para pescar de todo el río, ya que los barbos lo preferían por alguna razón que desconozco.

Toda aquella instalación, con sus corrientes, sus torbellinos y su estrépito, era un poco sobrecogedora y peligrosa, especialmente para los niños, que solíamos acompañar a los padres cuando llevaban el trigo a moler.

Lo gestionaba y maniobraba el “tío molinero” que, mediante el pago de un módico importe por el servicio, devolvía en las mismas talegas el trigo convertido en harina de molienda, es decir harina mezclada con cáscara de trigo. Con esta harina se habría fabricado pan integral, pero todos preferíamos el pan blanco, porque nos gustaba más, sin saber que se desperdiciaban la mayor parte de las vitaminas. La harina se cernía en los tornos que había en algunas casas del pueblo, quedando separada de la cáscara, que recibía el nombre de salvado. Este servía, mezclado con remolachas, patatas pequeñas hervidas, calabazas, etc., para comida de los cerdos; así que con estos alimentos, mejores que las bellotas, no es extraño que los cerdos criasen, en Ariño, estupendos jamones.

lunes, 29 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (IV)

En Ariño todos los trillos eran muy parecidos y bastante simples. Pesarían unos 50kg y tenían forma más o menos rectangular. Estaban hechos con varias tablas gruesas de muy buena madera, curvadas ligeramente hacia arriba en su parte anterior, muy bien ensambladas, y unidas por dos fuertes travesaños cuadrados, también de madera, atornillados en la parte superior. En la parte de abajo llevaban multitud de alojamientos rectangulares, en los que había, insertadas a presión, piedras pequeñas de pedernal con aristas, que hacían el efecto de cuchillas. De vez en cuando había que repasar el trillo y reponer las piedras que se habían embotado o desaparecido. Además de las piedras solían llevar varias sierras de acero y cuatro ruedas, también de acero, de unos 6cm de diámetro, afiladas de forma apropiada para ejercer el efecto cortante deseado.

Antes he dicho que estos eran trillos simples, porque en alguna parte he visto trillos de aquella época que son verdaderos alardes, con multitud de artilugios de hierro salientes por todos lados. Supongo que debían de ser eficaces, pero no sé si yo me hubiera subido a uno de estos aparatos sin que alguien me convenciese totalmente de que era menos peligroso de lo que parecían.

Encima del trillo se situaba el cabeza de familia, con el látigo en la mano y, comprobando que todo era correcto, se daba la orden de marcha y a dar vueltas y vueltas, arrastrando los burros al trillo y al ocupante. Después de dar media docena de vueltas se cedían las riendas a los chicos, que ya estábamos reclamándolas.

Al principio las caballerías iban a buen paso e incluso al trote. Más tarde, por cansancio, aburrimiento, calor o por mareo, iban bajando la velocidad y si no se les amenazaba continuamente, llegaban a pararse descaradamente y, para más ignominia, se ponían a comer en la parva. Esto solía ocurrir cuando el trillador era una chica, o un chico de pocos recursos. Resuelto este incidente y otros parecidos y a puro de vueltas y de sol, se iban, poco a poco, troceando las pajas y desgranando las espigas, que es lo que con todo este montaje se pretendía.

Normalmente se trillaba con un solo trillo, pero alguna vez se ponían dos en paralelo, uno ocupado por el trillador y el otro lastrado con un peso. El control de la operación era más difícil y fuera por esto, o porque era un lío tener dos trillos, el caso es que esta modalidad de trilla raramente se practicaba.

Los chicos participaban con gran entusiasmo en la trilla, porque les gustaba muchísimo, ya que se trataba de una especie de tiovivo ecológico muy divertido. Por otra parte además de divertirse eran de gran ayuda, porque mientras ellos trillaban, los mayores, horca en mano, iban dando vueltas a la parva, es decir haciéndole una especie de peinado a rayas paralelas. Con estas maniobras iban saliendo a la superficie las pajas largas, que se “escondían” del trillo en la parte inferior de la parva.

Todo el mundo bebía mucha agua en el botijo y, a media mañana aparecía la dueña de la casa con el almuerzo, era recibida con gran algazara y regocijo, y se reunían los comensales en un esquina de la era, mientras el más sacrificado, que solía ser el padre y muchas veces la madre, seguía trillando hasta que le tocase su turno de desayuno, es decir cuando acabasen todos los demás.

Cuando el experto, es decir el cabeza de familia, consideraba que la parva estaba suficientemente trillada, se daba la orden de parar las caballerías, las que por una vez obedecían inmediatamente. Se desmontaba el tinglado de trillar y se procedía a amontonar la parva, lo cual requería el uso del rastro y de unas escobas especiales hechas con ontinas, que eran arbustos de ramas finas y flexibles bastante resistentes. Estas escobas no tenían mango de palo como las que se utilizan en las casas, por lo que había que escobar agachados, sujetándolas con ambas manos a la vez, sufriendo bastante los riñones (o más propiamente las vértebras lumbares). Como en esta labor de amontonamiento participaban normalmente varias personas, por suerte se acababa en poco tiempo, obteniendo finalmente un montón cónico de unos 2m de altura de una mezcla de paja y grano, y otro más pequeño de arcilla en polvo y grano que llamábamos “el solar” (resultado del barrido), que se situaban en un puntos estratégicos de la era, elegidos de acuerdo con el viento dominante de la zona.

El programa de la trilla era trabajar hasta el mediodía aprovechando bien el calor del sol, recoger la parva, ir personas y animales a comer a casa, y por la tarde, sin pérdida de tiempo, volver a la era para aventar. Este programa podía tener variaciones en función del gusto y circunstancias de cada uno, así que al expuesto podemos llamarle programa tipo.

Para aventar, que así se llamaba al proceso de separar el grano de la paja, era necesario que hiciera buen viento (ni escaso ni excesivo y en buena dirección y sentido) cosa que, por raro que parezca, casi siempre sucedía. Con ayuda de las horcas que eran, por así decirlo, como unos tenedores gigantes de cuatro púas, que al parecer se obtenían (dondequiera que las fabricasen) de ciertos árboles a base de cortar las ramas apropiadas y darles la forma conveniente, se iban tirando al aire las horcadas de paja mezclada con el grano, cayendo este casi vertical, y separándose la paja arrastrada por el viento. Por este procedimiento físico elemental repetido una y otra vez, se conseguía la casi total separación entre el grano y los elementos de menor densidad, como el polvo, la paja, y un variado grupo de partículas indeseables.

Cuando se había separado la casi totalidad de la paja, y reducido por tanto considerablemente el tamaño del montón inicial, se seguía aventando con pala de madera, y finalmente, utilizando cribas y porgaderos, que son tamices circulares con borde de madera, se completaba la separación total. Esta fase final de separación de piedras, cachurros, pajas y demás contaminantes, era la especialidad de las mujeres, ya que requería mover los tamices con un cierto garbo, y los hombres tenemos que reconocer que por lo general somos un poco desgarbados.

Entretanto la paja que había ido arrastrando el aire al aventar, se iba poco a poco acumulando en la era y, utilizando un rastro, se amontonaba en la boquera del pajar, que había sido abierta previamente retirando las piedras que la taponaban. Sirviéndose de una horca se traspasaba fácilmente al interior, donde quedaba almacenada. De allí se iría retirando saco a saco a lo largo del año, para ser empleada en gran número de aplicaciones, en las cuales era prácticamente insustituible. La operación de separación del trigo del montón al que según hemos dicho llamábamos solar se hacía al final, para no contaminar a la paja con el abundante polvo de arcilla resultante del barrido de la era.

Con el grano bien limpio obtenido a base de unos cuantos ciclos de criba y porgadero, se iban llenando las talegas y generalmente al anochecer, siempre con la ayuda de las caballerías, usadas una vez más como medio de transporte de cargas pesadas, se llegaba con las talegas a casa. Entonces había que subirlas al granero, que estaba en el piso superior de la vivienda, donde menos humedad había. Las operaciones de carga, descarga y subir el trigo al granero correspondía a los hombres, porque se requería mucha fuerza. El caso es que con estos esfuerzos algunos terminaban herniados, y además para siempre, ya que la operación para reparar la hernia era desconocida, al menos en mi pueblo.

Las talegas se vaciaban en el granero y allí quedaba el trigo, lo más desparramado posible, en espera de sus futuros traslados.

La trilla se realizaba, en la forma descrita, todos los días seguidos que fuesen necesarios según la importancia de la cosecha, y al final de estas operaciones todo el grano quedaba a buen recaudo, extendido en el granero.

domingo, 28 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (III)

Para beber se utilizaba el agua de balsetes y de balsas. Era de un color blanquecino debido a la arcilla que llevaba disuelta, pero tenía un saborcico a campo que a todos nos gustaba y siempre se alababa. Había que compartir el uso de balsas y de balsetes con toda clase de animales, unos de dos patas y otros de cuatro, como por ejemplo aves y ganado, además de una variada fauna de bichos acuáticos, a los que para que no acabasen en el interior de los botijos o de los cántaros, se los alejaba por centrifugación, haciendo círculos en el agua con la mano, girando deprisa. Con todo, nunca se podía garantizar que alguno no acabase en el cocido o en las tripas de los presentes; sin embargo aquellas aguas eran inofensivas y además, como procedían directamente de la lluvia y no del subsuelo como las de ahora, apenas tenían sales disueltas y con ellas se cocían las judías estupendamente, lo cual dejaba a las personas pensativas pero convencidas de su buena calidad, sin precisar mayores argumentos.

Cuando hablo del agua estoy pensando en la que se utilizaba para beber, ya que para el aseo personal se gastaba muy poca; se lavaban las manos y los ojos y poco más, a no ser que una tormenta sorprendiese a alguien al raso, en cuyo caso a la fuerza se remojaba todo el cuerpo, lo cual sucedía muy pocas veces, que la gente no era tonta. Aunque esta situación de infrahigiene solía prolongarse por espacio de unos cuantos días, en el campo todo el mundo olía a romero, a tomillo y a espliego, y casi nadie olía a otras cosas, seguramente porque la sabia Naturaleza de alguna manera conseguía que aquellos olores a plantas aromáticas se impusieran sobre los menos agradables y así todo el mundo estaba tranquilo y nadie era rechazado por este motivo.

Cuando se dormía en el mas el alumbrado nocturno era el que proporcionaban los candiles de aceite, las llamas del fuego y algunas veces la luna. No es mucho, pero nadie se quejaba y además la noche no necesitaba mucha luz, ya que estaba hecha para que en la temporada de la siega pudieran, con suerte, dormir las personas de bien que entonces eran casi todas.

Los dormitorios eran los pajares, en los que siempre se oían ruidos que hacían sospechar la existencia de ratoncillos inofensivos que no asustaban a nadie. Ellos sí que tenían motivos para estar asustados ante la invasión del pajar por aquellas moles humanas que eran realmente peligrosas. Aunque los humanos tampoco molestaban mucho, porque al cabo de cinco minutos estaban todos durmiendo.

Cuando se daba por terminada la siega, se hacía el cómputo definitivo de lo cosechado. Estimaciones aproximadas se venían haciendo desde que asomaban en la tierra los primeros brotes. Las sucesivas aproximaciones hacían que nadie se llevase sorpresas. La única sorpresa podía producirla lo dicho del pedrisco y aún esto era un factor correctivo que estaba en todas las mentes aunque se hablase poco de ello, por aquello de “no llamar al mal tiempo”.

Finalizada, pues, la siega, empezaban las operaciones de trillar lo cosechado. Cuando los campos eran de cierta dimensión y se hallaban lejos del pueblo (a veces hasta varias horas de camino) se solía disponer de mases con era y se trillaba allí mismo. Por cierto los mases tenían un olor característico, que me parecía encantador y es para mí inolvidable. Aunque a mí me gustaba, no sé que les parecería a los demás, ya que no se lo he dicho a nadie y nunca he oído comentarios acerca de este asunto.

El tema de trillar en la era de la masía tenía pros y contras, porque si bien el acarreo era menor, ya que la paja se quedaba en el pajar, en cambio había que estar más días fuera del pueblo, con los consiguientes problemas de avituallamiento y demás. El caso es que si se decidía trillar en la masía, los agricultores, acabada la trilla, terminaban yendo al pueblo con las caballerías cargadas de talegas llenas de grano, las cuales pesaban lo suyo, es decir lo justo para que no se descojonasen los animales. Casi siempre se tenían que realizar varios viajes, haciendo padecer, quizá más de la cuenta, a los sufridos acarreadores.

Si se decidía trillar en el pueblo, volvía todo el grupo de segadores a casa, y sin tardanza, se continuaba con lo que se llamaba acarreo, que consistía en llevar los fajos desde los campos, que, como queda dicho, a veces estaban muy lejos del pueblo, hasta las eras que había en los alrededores. Estas eras se compartían con otros propietarios y tenían anexos los diferentes pajares. Cada propietario, a base de acarreos, iba acumulando en las proximidades de la era su cosecha, amontonando en fajinas los diferentes cereales.

Esta labor de acarreo generalmente era incumbencia del cabeza de familia o de los hijos mayores, ya que no todo el mundo era capaz de cargar bien las caballerías de manera que no se quedase la carga por el camino. Se requería fuerza para sujetar bien los fajos con las sogas, y saber de qué forma había que colocarlos para que no se fueran descolgando y acabaran finalmente en el suelo.

Los burros, que durante la siega estaban todo el día mirando dulcemente a los segadores, cuando tocaba el acarreo las pasaban “moradas”, sudando lo suyo. El amo, durante el camino de ida hacia el campo, iba montado dando cabezadas debido al enorme madrugón y siempre a riesgo de venirse al suelo. Una vez en el campo, cargaba las caballerías, que solían ser dos, con seis fajos cada una y luego regresaban, amo y burros al pueblo, aquel arreglando de vez en cuando las cargas y los burros aguantando el tipo como podían, aunque se les notaba más animados en el momento que se les orientaba mirando hacia la población, seguramente imaginando el contenido del pesebre. Esta labor de acarreo siempre me pareció poco fatigosa para quien la realizaba, seguramente porque yo nunca la hice.

La trilla era otra de las labores en que participaba toda la familia con su caballería y la del coyundero, esta prestada como habíamos dicho, porque para trillar se necesitaban dos caballerías. Si se tenían dos caballerías en propiedad, la cosa era más sencilla, pero como se puede intuir fácilmente, esto tenía otra clase de inconvenientes.

El día de trilla se extendían de buena mañana los fajos en la era y a continuación se deshacían, de forma que quedase la mies lo más desordenada posible, y se iban reuniendo y guardando para el año siguiente los vencejos. La mies extendida se denominaba parva, que tendría un espesor de unos 30 a 50cm y debía ser lo más uniforme posible en cuanto al espesor.

A continuación se aparejaban las caballerías con las colleras y las trilladeras, al final de las cuales había un gancho de forja al que se enganchaba el trillo por medio de un fuerte anillo muy bien sujeto al mismo en su tercio anterior. Los respectivos ramales bien unidos a las cabezanas de las caballerías quedaban situados a derecha e izquierda en manos del trillador, sirviéndole para dirigirlas, ya que éstas la mayor parte del tiempo iban medio dormidas.
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