jueves, 30 de octubre de 2014

CERCA DEL REFUGIO


Según dije en uno de mis escritos, me quedaban por contar nuestros juegos infantiles en el entorno del refugio. Era una  zona que estaba cerca de la entrada de la calle que llamábamos “debajo de los corrales”. Hace poco tiempo vi que en algún momento se le ha dado a la calle un nombre más prestigioso, que es “don Juan de Lanuza”, según figura en la placa de cerámica colocada en una de aquellas  paredes.

 El refugio era una cueva  de considerable anchura, poca altura y mediana profundidad,  techo de roca y suelo arcilloso, que en la época de los bombardeos de nuestro pueblo durante la guerra se utilizaba como refugio de los vecinos de los alrededores. Esta es la causa de que lo llamásemos “el Refugio”.

 Este mismo servicio lo hicieron unas cuantas bodegas,  porque el pueblo fue bombardeado varias veces y de vez en cuando, al oír a los aviones, todo el mundo corría hacia estos lugares que proporcionaban una razonable protección.

 No tengo noticia de que falleciera por causa de las  bombas ningún vecino y aunque no puedo asegurarlo, creo que  murió un miliciano en la zona de la huerta, porque, al parecer, le cayó una  justo en el lugar donde  él estaba, que ya es puntería del piloto o mala suerte del miliciano, si realmente es cierto lo indicado.

El caso es que un pueblo tan pequeño como el nuestro recibió, según he oído, nada menos que una  paliza de alrededor de ciento sesenta bombas, que ya son bombas para tan poca superficie y para tan escasa resistencia militar. Por eso el pueblo quedó con numerosos “escachaos” que permanecieron así durante años.

Algunas casas tuvieron la suerte de no sufrir apenas deterioro, pese a que las casas contiguas, incluso con alguna pared de carga común, quedaron completamente destruidas.

En el susodicho refugio hacíamos de todo: encender fuego, jugar a batallas de piedras con los de fuera, nuestras necesidades fisiológicas, etc., etc.

 Yo tenía un amigo que podría calificarse como “mi primo el de Zumosol”, que era “Ernesto Macipe” de quien hablé en uno de mis relatos. En cierta ocasión me indicó que las canicas y monedas que ganásemos (sobre todo él) en nuestros habituales juegos infantiles, las guardaríamos en el fondo arcilloso del refugio en un pocete que haríamos y cubriríamos con arcilla para dejarlo bien disimulado.

 Esta “caja fuerte” nos sirvió durante cierto tiempo para el fin previsto y, a pesar de que el lugar elegido estaba muy frecuentado, nadie imaginó que allí teníamos, fácilmente accesibles nuestras justas y tempranas ganancias. De vez en cuando hacíamos  arqueo y reparto del contenido y siempre nos salieron bien las cuentas.

 Siempre he agradecido a mi amigo y vecino Ernesto su generosa amistad y protección cuando yo era un chavalín y él tres años mayor. Sentí especialmente su temprana muerte (a los sesenta años) después de una afección cardíaca que trataron de resolver nada menos que por medio de un trasplante de corazón en Pamplona (terapia que entonces era una técnica muy novedosa), aunque esto le alargó la vida durante poco tiempo.

Sirvan estas líneas como un cariñoso y agradecido recuerdo de Ernesto, junto con el deseo de que descanse en paz mi querido amigo.

Otra de las actividades que realizábamos en el pedregoso terreno contiguo al refugio era la de explosionar (con cierto riesgo) los cohetes que por alguna razón habían fallado en los fuegos artificiales que se programaban durante las fiestas de santa Bárbara, ya que después de realizarse la exhibición inspeccionábamos la zona y no era raro encontrar algunos que conservaban su carga explosiva.

Y como esto de las explosiones (os recuerdo la terrorífica de la bomba de la cantera) nos atraía especialmente, también en este lugar solíamos practicar la de los botes de carburo que inventó algún iluminado y que tenía más peligro del aparente.

Anticipándonos al invento de los toboganes que son imprescindibles en todos los parques infantiles actuales, nosotros teníamos uno que lo llamábamos deslizadera y también esbarizaculos, en un terraplén de arcilla que se había producido en el borde del solar que quedó en lo que había sido un edificio próximo.

Para que funcionase bien aquel tobogán de arcilla, había que humedecerlo previamente (cosa que hacíamos no precisamente con agua potable) y para proteger nuestros sufridos pantalones utilizábamos  normalmente alguna piel (generalmente de cabra o de oveja) que alguien se había agenciado para este fin.

Esta práctica del tobogán o deslizadera era uno de los juegos más divertidos de la zona y también la causa de frecuente revolcones.

En la calle, justo encima del refugio, sentados en el puro suelo, un grupo de cuatro o seis chavales organizábamos juegos de baraja, que generalmente eran “el siete y medio” y “las bazas”. El pinte era de una o varias monedas de aluminio de cinco o de diez céntimos, es decir “perras chicas” o “perras gordas”. 

En el peor de los casos las pérdidas eran perfectamente asumibles y además nadie de los mayores nos lo criticaba, quizá porque esta actividad era una de las más inofensivas que practicábamos.

En el mismo sitio o en un lugar cercano a veces se situaba un hombre,  con una rudimentaria máquina de madera. Con una de sus piezas golpeaba deprisa y reiteradamente  los tallos de unas plantas secas y alargadas de color amarillento que al parecer eran  cáñamo. Creo que  esta operación se llamaba “agramado”.

 En el suelo quedaban los restos de la parte interior de aquellos tallos. La exterior eran las fibras de cáñamo (nosotros lo llamábamos cañámo ) con las que formaba madejas, que luego se utilizarían para diversos fines, especialmente para hacer cuerdas de más o menos diámetro,  con las que coser enseres y calzados usando punzones y para fabricar ramales y sogas. Al parecer con la hilaza de los cáñamos más finos se hacían, antiguamente, diversos tejidos.

Los chicos, aparte de curiosear esta inusual actividad, tratábamos de agenciarnos las semillas de aquellas plantas, que eran ni más ni menos que los cañamones que los comíamos en competencia con los gorriones, a los que también les encantaban  estas semillas.

Como flora de la zona no había más que lo sembrado en los regueros, los sisallos de los ribazos y  abundante cantidad de ortigas,  que nosotros llamábamos “picasarnas”. Entonces no podíamos ni imaginar que son comestibles hervidas como verdura y  tienen otras interesantes propiedades.

Además se criaban en los escasos sitios donde se podía asegurar que estaban limpios de excrementos de animales y de personas, ya que por su picor al menor roce ahuyentaban de ellas a todo bicho viviente.

Ahora las ortigas supongo que son una especie en peligro de extinción, porque no las encuentro por ninguna parte, ni siquiera por los lugares donde antiguamente solían criarse.

Nosotros las empleábamos para fastidiar a los amigos rozándoselas por las piernas cuando estaban descuidados, ya que aún empleábamos los pantalones cortos en la época en que me he situado y nuestras ideas no siempre eran angelicales.

Aunque entonces no nos entreteníamos en este tipo de observaciones luego he pensado que era raro que no hubiera en todo el pueblo y en los alrededores más que un árbol en la calle del calvario, que era  una higuera que, por cierto,  dio a sus dueños el mote correspondiente, que se extendió y aún se aplica a toda la familia, sin ningún problema.

Por eso cuando apareció por Ariño mosén José Fuster y plantó dos acacias en la placeta contigua a la iglesia, una a cada lado de la puerta, todos nos sorprendimos  de este hecho tan simple y natural y sin embargo para nosotros tan novedoso.

La fauna no era otra que simples lagartijas que tomaban el sol asomadas lo menos posible en sus agujeros, con buen criterio, porque, aun así, los chicos, que éramos muy rápidos de reflejos, les dábamos caza acercándonos a ellas sigilosamente.

 Luego las volvíamos a soltar, quizá sin cola, porque al atraparlas solían perderla. Esto no era un problema, porque una vez indultadas les volvía a surgir, al cabo de poco tiempo. Se ve que es una parte vital para el desenvolvimiento normal de dichos animalillos y su metabolismo las reproduce una y otra vez.

No sigo enumerando al resto de la fauna, ya que tendríamos que pasar a animales minúsculos, que no nos despertaban el menor interés en aquellos momentos.

Y con esto doy por terminado mi relato, no sin hacer un par de observaciones: una es que, casualmente y a pesar del tiempo transcurrido, hoy los niños también juegan en aquella zona, ya que se ha elegido el lugar para instalar un parque infantil.

Otra,  que alguno de los niños de mi época también están próximos a  aquel refugio, porque debido a su edad,  comienzan a refugiarse en la Residencia de los mayores que está ubicada al lado del parquecillo.

La entrada del refugio se fue poco a poco reduciendo por efecto de la tierra y de las basuras y finalmente, si es que aún no se había cegado del todo,  lo cerrarían a propósito durante las obras del parque y de la residencia; pero que conste que en él y en sus alrededores pasamos muchos y divertidos ratos en los años de mi niñez, practicando los juegos que he relatado y alguno más.

 Aquel lugar nos atraía  casi tanto como la plaza mayor, seguramente por  la sensación de libertad que nos producía y también porque, desde allí veíamos la era del portillo, donde jugábamos al fútbol casi todos los días y este era una de nuestros deportes favoritos.

lunes, 17 de marzo de 2014

La era del portillo


A lo largo de mis relatos he ido explicando algunas de nuestras actividades cuando éramos unos chavalines y hasta chavalotes, pero ha sido una pequeña muestra y me he quedado con la impresión de dejarme muchas en el tintero, como suele decirse.

En este escrito me propongo añadir algunas más que practicábamos con frecuencia y con agrado casi todos los chicos y eran exclusivas para el género masculino, ya que las chicas se dedicaban, con el mismo interés que nosotros, a otras muy diferentes.

Como lugares preferidos para estas actividades teníamos la plaza Mayor y la zona que llamábamos “debajo de los corrales”, que es la calle donde se ha construido la Residencia.

En la época a la que me refiero, esta era una calle  de tierra, bastante ancha, que en un lado tenía regueros y en el otro corrales, que en un sentido continuaba hasta el abrevadero y por el otro salía a lo que entonces llamábamos barrio de la balsa, que actualmente se llama calle de las Minas. En el punto en que estas calles confluyen,  un año  que había llovido muchísimo, vimos  aparecer una balseta o manantial, que seguramente no era la primera vez que sucedía y ello debió motivar el que se hubiera dado el nombre de “la Balsa” a dicha calle.

Adyacentes unos y próximos otros a dicha zona, había varios lugares en los que nos entreteníamos jugando, cuando no lo hacíamos en la propia calle. La circulación de automóviles era nula e incluso la de caballerías era limitada, así que en ese sentido no teníamos problemas.  De los lugares apuntados había dos que ocupábamos con especial frecuencia, que solían ser la cercana era del portillo que se convirtió en nuestro particular campo de fútbol y el refugio y aledaños que estaban debajo de la calle y se prestaban a variadas calaveradas.

 La era del portillo  la circundaba una pared de piedras de algo así como un metro de altura, hecha por motivos de seguridad para las faenas de trilla, porque a veces el trillo se salía de la parva y en aquella era hubiera sido peligroso, porque algunos de los regueros que la rodeaban estaban a menor altura que la era, así que la tal pared servía  para evitar la salida de caballerías, trillo, trillador y los problemas consiguientes.

Acabo de decir que a veces “el trillo se salía de la parva” y es curioso observar lo frecuente que era llevar estas cosas de la vida ordinaria en forma de metáforas al lenguaje habitual y en este caso cuando alguien desbarraba  o se saltaba  las normas ordinarias se solía decir que “trillaba por fuera de la parva”. ¿Recordáis aquella expresión que argumenté en uno de mis artículos de “no tengo beta pa la zoqueta” como excusa cuando no se quería hacer algo que nos proponían? Pues ambas  y algunas más, son ejemplos del fenómeno lingüístico aludido.

Volviendo a la era de mi relato, cuya forma circular en lugar de la rectangular preceptiva para los campos de fútbol, lo que para nosotros era algo sin importancia, además tenía el detalle de que  la pared descrita del contorno, con el paso del tiempo, había perdido piedras en algunos puntos y ese era el motivo de que se la llamase “la era del portillo”, aunque hubiera sido más propio llamarla “la era de los portillos”, porque tenía más de uno; pero por un portillo más o menos no vamos a discutir.

Más importante era que la superficie de juego aparecía muy plana y la arcilla se conservaba muy fina, sin piedrecillas y por estas cualidades,  y por su proximidad al pueblo, se convirtió en nuestro campo de fútbol preferido, en el que jugábamos muchos días varios partidos.

Aquel era un fútbol muy especial, empezando por el balón, que era en nuestro caso una especie de pelota gorda de trapos rodeada de cuerdas de manera que tuviera la forma más esférica posible y estas sujetasen bien a los trapos. Como aquella cosa (que no sé cómo llamarla) pesaba bastante y no tenía elasticidad, donde caía no rebotaba sino que se quedaba quieta, hasta que una piña de jugadores la emprendía a patadas para llevarla hacia otra parte, preferiblemente hacia las porterías de uno u otro bando, que consistían en dos pedruscos bastante grandes, distanciados entre sí un número de pasos razonable, que sería el mismo, eso sí, para ambas porterías. Para determinar si la entrada de la “pelota” por encima del portero había sido o no gol, las alturas se calculaban a ojo de buen cubero, aunque dadas las características del “esférico”, el juego por alto era casi imposible y lo normal era el juego raso.

Los equipos se formaban con un número de jugadores acorde con el número de congregados  y la división se realizaba adelantándose dos de los líderes y cada uno iba eligiendo alternativamente al que le parecía mejor, hasta llegar al último o menos apto para este deporte. Si el número total de candidatos era impar, el sobrante, como lógicamente sería de los menos valiosos, no importaba adjudicárselo al equipo que había resultado perjudicado en la elección global. Luego, en cada equipo se decidía el que haría de portero y durante el partido los demás jugadores seguían la estrategia de intentar meter el mayor número posible de goles en la portería contraria y el menor en la propia, y la táctica de ir todos en piña detrás del balón dándole fuertes patadas que a veces iban a parar a las espinillas de cualquiera del grupo. Por eso no era raro que los chicos, que usábamos pantalones cortos con tirantes,  luciésemos hermosas moraduras en las piernas, algunas de ellas de considerable tamaño. A pesar del riesgo de accidentes, no recuerdo que nadie en aquella época se rompiera algún hueso y esto se debía sin duda a que los teníamos de goma y además, a la continua atención de los ángeles de la guarda.

Por alguna cualidad específica o por lo que fuera, yo solía ocupar un puesto de portero, lo que tenía también su riesgo, porque las patadas podías recibirlas en la cara si alguno de los jugadores del equipo contrario era especialmente bruto, circunstancia nada rara.

El  arbitraje lo ejercíamos entre todos y por supuesto lo de fuera de juego, patadas por detrás y demás pamplinas no formaban parte del listado de faltas sancionables. Solamente el tocar el balón descaradamente con las manos cerca de las porterías podía considerarse penalti y en tal caso el balón se lanzaba desde un punto situado a un número de pasos de las porterías acordado y señalado previamente.

Como era muy raro que alguien llevase botas (como máximo de aquellas de puntera redonda), los golpes no producían roturas de ligamentos al perjudicado, pero las punteras de las albarcas tenían su peligro; y como nadie tenía reloj, los tiempos se calculaban a ojo, por consenso o por cansancio.

A pesar de la cantidad de acuerdos a los que había que llegar, se conseguían sin dificultad y por alguna razón, nos gustaba mucho este juego y lo practicábamos con frecuencia. Por otro lado, hematomas aparte, era un sano deporte para fortalecernos y para gastar calorías ya que muchas veces terminábamos sudando y con ganas de ir a la fuente, ya que en mi pueblo no había  botellines de cristal  y los plásticos no se habían inventado todavía. En fin, que aquel deporte, como tantas cosas, era muy diferente a su forma actual, pero todo ello lo vivíamos con alegría, entusiasmo y sin mayores problemas.


viernes, 8 de noviembre de 2013

El río Ariño (III)


Abusando un poco de la benevolencia de mis posibles lectores y ya que recorrimos el río Ariño en sentido descendente, me gustaría recorrerlo esta vez en sentido ascendente y centrar este escrito, más que en su topografía y aprovechamientos, en anécdotas diversas que permitan intuir la convivencia entre el río y sus compañeros habituales, que éramos las gentes de Ariño y en particular yo mismo, durante mi infancia y adolescencia.

Empezando, pues, por su precaria desembocadura, siempre me intrigó aquel cortado de rocas en que tenía lugar,  que parecía ser como la pared rústica de un castillo cuyo nombre  no era de tipo militar, sino religioso, porque lo llamábamos las Predicaderas y nunca supe, ni espero saber, por qué lo habían bautizado de este modo, ya que no me imagino a nadie predicando en aquellas alturas y aún menos a la gente escuchando desde abajo.

Cerca de la desembocadura aparecen, a la derecha (yendo río arriba), unas lastras que, como todas, cambian la dirección de las aguas del río. Allí he visto bañarse  a alguna persona  forastera, ya que los del pueblo sabemos que el pozo que allí se forma es algunas veces de cierta profundidad pero, el fondo tiene bastante barro, porque  se ocupa de aclarar el agua que le llega, reteniendo  la poca tierra que le queda en suspensión, de manera que, aunque en pequeña cantidad, al menos llegue al río que la recibirá lo más limpia y cristalina posible, porque también los ríos tienen su dignidad y si alguien lo duda, que se lo pregunte a los poetas.

En la anunciada marcha ascendente por el río, llegamos a la cuesta de las Mangraneras (en español, granados) por la que bajábamos a cruzarlo y a continuación subíamos por el camino del Chinebral (tan descuidado que más que un camino  parecía un barranco), para dirigirnos hacia el Batán, dejando a la izquierda el cerrao del Inglés y cruzando después el barranco de las Estacas, pasábamos por la chopera del Plano, hasta llegar a la ermita de san Pedro, la Sima y el Torrejón de los Moros.

Nos hemos alejado mucho del punto de partida, pero volvemos atrás y comenzaré por indicar que el cruzar el río es fácil, a veces incluso sin descalzarse. Durante muchos años la máxima ayuda  que se ha facilitado para este fin han sido unas  pasaderas, que son simples piedras salteadas de regular tamaño, para pasar, de orilla a orilla, saltando de piedra en piedra.

Al cruzar el río y subir a la cima del monte tanto por el camino de la derecha como por el caminejo de la izquierda, llegábamos al citado campo de fútbol, cuando Ariño tenía  un equipo más que mediano que participaba en competiciones comarcales de cierta importancia. Yo he visto unas cuantas veces subir por este sendero a los jugadores, equipados con su ropa deportiva reglamentaria, ya preparados para jugar.

Un día un jugador del equipo de Calanda, sin pedírselo, me subió sobre sus hombros “a caballo” hasta arriba. Calculo que yo tendría unos seis o siete años y agradecí el amable gesto de aquel mozo que además jugaba  estupendamente al fútbol, según tuve ocasión de comprobar al poco rato y quizá por aquel detalle, siempre he tenido por Calanda un cariño especial.

De aquel equipo de Ariño tan notable, no voy a mencionar uno por uno a sus componentes, pero sí diré que varios de ellos, con el paso de los años, han sido amigos míos. Aquellos amigos, junto con el resto del equipo, estuvieron a punto de pasar por la aduana de san Pedro, junto con numerosos vecinos de Ariño que les acompañaban en sus desplazamientos, cuando, en la cuesta de las Campanas (como se decía en el romance que compuso el “tío Sinforiano”) “aterrizaron el vuelco” y “se pusieron el camión por sombrero”.

 Gracias a la Virgen de Arcos, que dio prueba palpable de proteger a la gente en  aquellos parajes, no se desgraciaron unos cuantos ocupantes del repleto camión de jugadores y seguidores que regresaban (más bien, huían) de Hijar, de donde habían tenido que partir precipitadamente, por causa de los desencuentros que se dan,  a veces, en los encuentros de fútbol.

Después de esta larga digresión, seguimos río arriba, para encontrarnos con una captación de agua subterránea hecha por  Samca, que la impulsaba hasta un depósito cilíndrico elevado, para desde allí abastecer por gravedad al barrio minero que en la época de la que estoy hablando se hallaba en plena construcción. Siempre me chocó que inicialmente se practicó, más arriba de la explanada del frontón y del minicampo de fútbol,  en unos regueros, una excavación de bastante capacidad, con una zanja de salida en la parte inferior, que debió de ser la idea inicial del proyecto de abastecimiento de agua. Finalmente está claro que se optó por la solución del depósito cilíndrico indicado y el hueco quedó tal cual, para jugar al escondite y para ser utilizado como maxiretrete campestre. El problema es que aquel boquetón resultaba peligroso para quien rondase por aquellos parajes sin conocer su existencia, ya que no se aplicaron señales de advertencia, ni protecciones de ningún tipo.

En nuestro ascenso por el río, llegábamos hasta el puente de las tres Arcadas pasando por  la estación depuradora de vertidos, cuando la implantación del uso de lavadoras, otros electrodomésticos y la generalización de baños y duchas, hizo necesaria su construcción. Su existencia se notó a gran distancia por el desagradable olor que producía inicialmente, problema que se supo solucionar satisfactoriamente en poco tiempo, de forma que no hiciera inhabitables las viviendas más próximas.

Esta obra de depuración merece una alabanza, pues era inadmisible convertir a los ríos en cloacas. No sé si todas las depuradoras proyectadas en los distintos pueblos implicados estarán ya en servicio, aunque me temo que no, a juzgar por la calidad del agua y el estado lastimoso de los márgenes del río Martín a su paso por el término de Ariño, como indiqué en mi comunicado “el río Martín (III)”.

En el puente de las tres Arcadas, que soporta la carretera hacia Oliete,  tenemos a un lado las huellas de los dinosaurios y al otro  una zona de aparcamientos y los restos de una construcción parecida a un cubo  de cemento, que protegía la instalación de captación y bombeo del agua que se hacía llegar al depósito de la Venta para el abastecimiento  a Ariño, procedente, también, del subsuelo de nuestro polivalente río.

A corta distancia de este puente estaba el pozo donde me “mordió” una culebrilla de agua que confundí con una víbora y me hizo pasar un mal rato. ¿Recordáis mi artículo “la serpiente” que escribí hace algún tiempo?

La gente que desde el pueblo iba a la huerta, según la situación de su bancal lo hacía llaneando por los Albaretes que algunos llamaban el tiro el Bolo, o bajaba por alguna de las dos empinadas cuestas de las Bodegas. En este caso, se  pasaba por un abrevadero que había junto al río  y desde allí se seguía, por la Plana, hasta donde fuera necesario.

Este abrevadero era muy del agrado de las caballerías, porque el agua era buena, fresca y clara, ya que  procedía de un buen manantial próximo a la carretera y a los huertos de la Cerrada. Abastecía a una balseta hecha en la tierra, de unos tres o cuatro metros de diámetro y  medio metro de profundidad y por un canalillo accedía  el agua hasta el abrevadero. 

En esta balsa, como en otras del mismo estilo, vi con frecuencia en remojo mimbres destinados al tío Cestero, que subía periódicamente de Albalate a construir cestas, banastos, espuertas y otros utensilios que se utilizaban para el transporte de  lo necesario. Eran recipientes baratos, ligeros, resistentes, duraderos y ecológicos y todo el mundo los usaba. Ahora los vemos en algunas paredes como rústicos adornos. 

En Ariño, esta profesión de cestero, no sé por qué motivo, nadie la practicaba. El lugar que utilizaba el tío Cestero para sus trabajos era un porche de la ermita de santa Bárbara. A todo el mundo le parecía bien que ocupase aquel lugar y a mí especialmente, ya que vivía cerca. Me gustaba verlo trabajar y éramos amigos a pesar de la gran diferencia de edad, ya que el tío Cestero era un buen hombre; y de tanto verlos hacer, llegué a comprender muy bien como se construían aquellos contenedores de mimbre tan aparentes. Eso sí, lo recuerdo siempre fumando, con un cigarrillo hecho a mano y a medio consumir en los labios y quizá por eso,  tenía la voz ronca y tosía con frecuencia. 

Cerca de la balsa había una noguera grande, donde un día que andábamos por allí en la época de la trilla con un primo mío para llenar los botijos de agua en la fuente, le vi hacer un alarde de puntería, ya que con un tirachinas, que siempre llevaba en el bolsillo y una piedra como una peladilla, le disparó a un pájaro que había en el nogal a considerable distancia. Le dio de lleno y cayó al suelo, lo cual me dejó asombrado, ya que tal acierto  me parecía imposible. 

 Al seguir subiendo el río desde el abrevadero, aparecía una descomunal rambla llena de cantos rodados y a la derecha se encontraba la partida de la Tejería y a la orilla del río, la alameda del “tío Liberato”. (¿Verdad que se nota la influencia romana de algunos nombres de Ariño?). 

 Enfrente de esta alameda se veía el barranco Pedurrea, que solo daba señales de vida cuando había grandes tronadas.  Siguiendo por un camino que cruzaba la Plana, se llegaba al  pozo el Pigalo, al que me he referido elogiosamente en varias ocasiones.

Un poco más arriba había que pasar nuevamente el río  y encontrábamos a la derecha un cierto número de huertos que constituían la partida de los Padillos y a la izquierda la del Casetón (que formaba parte de la huerta Mayor), donde mis padres tenían un bancal con variadas hortalizas y algunas manzaneras, pero sobre todo con una enorme perera que, por sus muchos años, tenía un tronco de gran diámetro. Producía peras tempranas pequeñas y muy sabrosas y era famosa por ser la mayor de la huerta.

Enfrente, en los Padillos, teníamos también un huerto  y al nivel del río un arenal que es un espacio con tierra demasiado arenosa porque lo inunda el río periódicamente  y donde proliferan unos gusanos  que reciben el nombre de labradores, que son terribles porque parecen excavadoras de túneles: por ejemplo, las patatas las perforan de parte a parte y quedan como si se hubieran taladrado con una broca  y así proceden con cualquier tubérculo, por duro que sea.

 Mi padre utilizaba este arenal sobre todo para criar plantones de viña americana, que eran los primeros que se plantaban en las hoyas de las viñas y posteriormente se injertaban con las variedades definitivas. Este sistema hubo que utilizarlo para combatir a la enfermedad de las cepas que llamaban la filoxera, que se extendió desde América del Norte. No sé quien encontró tal solución pero, desde luego, era un procedimiento inteligente, sencillo y eficaz.

En estos lugares trabajaba mi padre después de su jornada de mina y campaba yo cuando tenía unos doce años. También había una fuentecica con agua potable fresca que, como de costumbre, abastecía a una balseta donde se mantenían los mimbres en haces, como medida previa para ser utilizados en su momento por el tío Cestero.

En aquellos ribazos conocí unas hierbas especiales (cola de caballo) que no le desagradaban a nuestra burra y luego he sabido que se crían solamente en sitios especiales y  son muy apreciadas para preparar infusiones diuréticas. En el río conocía, una por una, todas las madrigueras donde podía capturar a mano las madrillas  y en sus orillas algunas choperas que producían  setas casi todos los días.

Aprendí  una cosa muy curiosa que era la manera de dejar la burra atada del ramal de forma segura, ya que una burra mal atada puede desaparecer y volverte loco para encontrarla, porque deambula sabe Dios por dónde, o se dedica a hacer algún estropicio, comiéndose las hortalizas de los vecinos. El sistema es atarla en alguna junquera de las que abundaban en las proximidades del río. Si la burra se atase a una hierba cualquiera,  se la comería ipso facto y quedaría libre, pero los juncos no les gustan y además hay un nudo del ramal  fácil y de total seguridad, que lo conocen bien los que manejan burros. Es  muy fácil de hacer, pero difícil de explicar. Yo, cada vez que lo hacía, me quedaba maravillado de lo bien que funciona e imagino que se inventó hace cientos de años.

Siguiendo río arriba encontrábamos enfrente de los Padillos  el Valdecanales y no muy lejos, el pan Andrés. Finalmente llegábamos al comienzo del río Ariño, que era el final del río Alloza.

Con esto termino mi larga y algo repetitiva explicación sobre el río Ariño con la sana intención de levantar acta  de cómo fue nuestro pequeño río. Espero al menos no haber cometido errores de denominación de los lugares citados, porque desde la época en que me he situado, hasta hoy, han pasado unas cuantas  décadas y además, a estos lugares que frecuenté en mi infancia no me gusta volver, porque guardo muy buenos recuerdos y no quiero cambiarlos por los que podría encontrar ahora. Hay una regla que mucha gente conoce y aplica, que es:”no vuelvas a los lugares donde hace tiempo fuiste feliz”. Este principio es opinable  y respeto y acepto, sin problemas, el desacuerdo de quien piense lo contrario. 

Además de repetitiva, la visión es muy subjetiva y simplificada, como es lógico, ya que una exposición más detallada  necesitaría todo un libro de muchas páginas y no ha sido esta la intención de estos artículos.



domingo, 27 de octubre de 2013

El río Ariño (II)


Tanto la huerta Mayor, que tenía una gran extensión, como la de la izquierda del rio, que eran tierras de labor con muchos y pequeños bancales, estaban trabajadas hasta el último rincón (aunque la mayoría de los propietarios fueran también mineros) y en ellas se cultivaban todos los productos que requerían las habituales necesidades caseras. Los ingresos en dinero (salvo en una época en que también los hubo por causa de una importante y continuada demanda de manzanas), eran exclusivamente los obtenidos en la mina, a pesar de que entonces los salarios no eran  comparables con los de épocas posteriores. El caso es que allí existía una economía que podemos llamar “sostenible”, aunque fuera a costa de tener bastante trabajo y pocas vacaciones. Daba gusto ver  toda la huerta tan bien cuidada.

 Se vivía razonablemente bien, aunque tampoco sobraba nada. Así que si nos imaginamos a Ariño en la época anterior a la de la inauguración del pantano (que tuvo lugar en 1896), con  pequeños huertos hechos en lugares inverosímiles en el río Martín y los que a base de azudes se regaban con el río Ariño exclusivamente en su margen izquierda; una población incluso mayor que la actual  y sin las nóminas mineras, tenemos que intuir que aquellos antepasados debieron de pasarlas canutas y el agua de este río debió de tener entonces un valor incalculable; por eso dije al comenzar el artículo (I), que este río debió de ser algo importantísimo, por la escasez de huerta que sufría la considerable población asentada en el lugar. Y no digo nada de cómo debían de pasarlas los pueblos de secano que no tenían ni siquiera un río Ariño.

 Las circunstancias con el tiempo cambian, unas veces a mejor y otras a peor, incluso a lo largo  de una generación y no es mala idea el tratar de adivinar el futuro y prepararnos para afrontarlo, en lugar de que las vacas flacas nos cojan descuidados, con las huertas yermas y las pocas que aún pueden ser rentables, en manos de propietarios más emprendedores que nosotros, que ni siquiera habitan en nuestro pueblo.

A continuación citaré algunas características que definen un poco más al río Ariño. La primera es que su cauce es serpenteante (como el de casi todos los ríos) y tenía unas cuantas ramblas de gran extensión (a pesar del pequeño caudal habitual). Esta particularidad se debe a que, con cierta frecuencia, se producían importantes avenidas, debidas a la extensa cuenca que originaba un no despreciable número de barrancos, que normalmente estaban secos, pero a veces  salían todos a la vez, por alguna razón  que ignoro sobre las nubes, las corrientes verticales y esos variados fenómenos  meteorológicos que conocen los entendidos (valga la obviedad).

 Enfrente de nuestros huertos de los Padillos, pero un poco más arriba, desembocaba el Valdecanales, con un agua limpia  habitada por una fauna piscícola, ranil, arácnida y culebril, y por  ratoncillos, topos  y otros muchos animalejos de menor tamaño. En fin, que se veía llegar, en ayuda del río, una constante  vía de agua,  plena de vida animal.

También en el río encontraban un perfecto acomodo variadas especies de animales que las avenidas citadas no hacían desaparecer. Estoy pensando en los de cierto tamaño, ya que los más pequeños eran para nosotros no dignos de consideración a pesar de que, con los años, comprendemos que el tema es más complejo, ya que los pequeños animales, algunos casi invisibles, tienen un papel fundamental en lo que  los expertos llaman cadenas tróficas. Desde nuestro elemental punto de vista diré que el río estaba habitado por madrillas, ranas,  y un cierto número de culebras (culebrillas) de unos cuarenta centímetros de longitud como máximo. Las ranas eran las que se hacían notar más, por el coro nocturno que organizaban, que se oía perfectamente desde la parte sur del pueblo, principalmente durante el verano. 

Me llamó siempre la atención que cada río tuviera sus moradores específicos y como no hay regla sin excepción,  las madrillas podían verse en los dos ríos, pero en cambio los barbos, las anguilas y los cangrejos, eran habituales pobladores del Martín e inexistentes en el Ariño. Verdaderamente suceden infinidad de hechos curiosos de los que no conocemos las causas ya que, efectivamente, la ignorancia que tenemos de casi todo, es inmensa.

Otro punto especial que me interesa señalar, es el cruce del río con el camino que conduce hacia el Chinebral, que luego continúa hasta la alameda del Plano, cercana al Torreón de los Moros.

 Se llega al cruce indicado  comenzando donde estaba el primer cuartel de la Guardia Civil y bajando hacia el río  por la cuesta de las mangraneras en la que había algunas, además de varios chincholeros.  Los jóvenes quizá no conozcáis estas palabras porque en castellano se dice granados, y chinchol es una palabra que ni siquiera aparece en el diccionario; sin embargo estas palabras son parecidas a como se denominan estos árboles y sus frutos en catalán. Es muy curioso que lo mismo ocurre con muchas otras expresiones de términos agrícolas que se empleaban en Ariño hace unas décadas, lo cual indica que la forma de expresarse en catalán y en el aragonés de nuestro pueblo, debió de ser entonces bastante parecida. Con un cierto complejo de inferioridad, hemos asumido que nuestra forma de hablar era nada más que una incorrecta expresión del castellano, cuando en realidad era un idioma que tenía, con toda su personalidad y derecho, su propia forma en amplias zonas (con ligeras diferencias) del reino aragonés, en el que se incluía el condado de Cataluña. Y cambiando un poco el tono del discurso, y puestos a señalar cosas curiosas, también diré que en Ariño solo existen (que yo sepa), árboles de estas especies en la referida cuesta.

Esta cuesta ha sido siempre muy transitada por personas y caballerías y además fue el camino obligado para llegar al campo de fútbol cuando este deporte vivió días de gloria en Ariño. El campo de fútbol estaba en el Chinebral y era un yermo (creo que del tío Victorio), que lindaba con una viña de mi abuelo Domingo. En aquel campo se jugaron interesantes partidos a pesar de que era bastante pedregoso, acosterado  y no tenía ni una mata de césped. Debido a esta falta de horizontalidad era muy ventajoso el corresponderte  la parte más alta y además, si los jugadores de la parte favorable fallaban el tiro en las proximidades de la portería contraria, el balón salía hacia el río Martín a toda leche y había que esperar a que algún corredor lo alcanzase, para continuar el partido. Se podría decir que, en algunos aspectos, aquello parecía propio de una película cómica italiana.

Nuestro equipo era notable y yo, que entonces era un chavalín, me maravillaba con las acrobáticas paradas de dos porteros que luego fueron grandes amigos míos: me estoy refiriendo en especial al Manuel el Pelegrín con quien nos seguimos viendo en la calle santa Bárbara y Vicente Omedas  fallecido hace pocos años.  

Me he salido bastante del tema principal de mi artículo, pero no he podido evitar el recordar la relación que para mí tenía el cruce del río con subir al campo de futbol a contemplar las hazañas de nuestros futbolistas, que entonces algunos me parecían hombres maduros, cuando en realidad eran todos, hasta los de más edad, bastante jóvenes.

Para terminar mi larga exposición, diré que en los Padillos y alrededores, unas veces ayudando a mi padre, otras pescando madrillas, atrapando ranas y tratando de localizar setas en los chopos, pasé mucho tiempo de los veranos de mi adolescencia, con una obligación ineludible, que era la de proveer diariamente a nuestra caballería de una saca de lastón, segado en los ribazos circundantes, labor en la que me hice experto, ya que conocía perfectamente las hierbas preferidas por el animal, aunque esta actividad me costó unos cuantos cortes de hoz, cuyas señales conservo en los dedos de la mano izquierda, ya que las zoquetas, que son la protección segura para segar la mies, no servían para segar el lastón, por la pequeña longitud de este.

 El caso es que en verano al atardecer emprendíamos contentos mi padre, la caballería y yo, el camino de regreso a casa, con alimentos para personas y animales y, muy frecuentemente, con un talego de tela que contenía una mezcla de setas, ranas y caracoles. Aparte,  sujetos  en un junco, traía una ristra de madrillas que, fritas sin más, eran un bocado exquisito,  además de una fuente de las proteínas que escaseaban en aquellos tiempos. 

Las cosas cambian de tal modo, que todo lo que inocentemente hacía sin perjudicar a nadie, ni afectar negativamente al medio ambiente, hoy estará seguramente prohibido y severamente castigado. Paradójicamente,  muchas de aquellas especies de animalicos estarán actualmente en peligro de extinción por causas que deberíamos conocer y que, desde luego, no son la de algún que otro chaval haciendo aquel combinado de caza/deporte/juego, que eran actividades inofensivas, además de  muy saludables y atractivas.

Nuestro río seguía y sigue mansamente su curso desde el cruce de la cuesta de las mangraneras y bordeando la partida de los Molinares aporta su pequeño caudal residual  al Martín en el cortado escalonado de las Predicaderas. Como el pez grande se come al chico, en aquella confluencia desaparece para siempre, absorbido por el más caudaloso, aunque actualmente tampoco este sea gran cosa ni al parecer merezca grandes cuidados de quien debiera proporcionárselos. Y así le va, a pesar de que algún que otro francotirador, como el autor de estos artículos, de vez en cuando, indique el lastimoso estado actual de nuestros dos ríos, que fueron, hace tan solo unas décadas, un admirable regalo de la Naturaleza.

Visitas desde el 15-09-2008
Visitas desde el 22-06-2009... contador de visitas
contador de visitas