martes, 22 de junio de 2010

El gua

Cuando yo era un niño (hace ya muchíiiiisimos años), nuestra necesidad innata de jugar la satisfacíamos por medio de juegos de bajo o nulo coste porque, aunque no estábamos en crisis (“momento en que se produce un cambio muy marcado en algo”), estábamos siempre bajo mínimos en disponibilidad monetaria; así que solo jugábamos con cualquier cosa que supusiera un desembolso económico insignificante.

Uno de estos juegos en Ariño era el gua. Consistía en la competición entre dos chicos (las chicas jugaban a otras cosas), provistos cada uno simplemente de una canica, que nosotros la llamábamos pitón, y era el nombre más empleado entonces en muchos pueblos de Aragón. Lo de canica se ha impuesto posteriormente.

Estos pitones eran de varias clases: de cristal (que la mayoría eran verdes y procedían de las botellas de gaseosa), de acero pulido (procedentes de rodamientos), de piedra, y de cerámica. Estos últimos eran los más utilizados, ya que los otros eran demasiado resbaladizos y además los de cristal eran frágiles, los de acero excesivamente pesados, y los de piedra más caros (la regla comercial era que uno de piedra valía por cuatro, o más, de cerámica).

Los de cerámica tenían un peso muy adecuado y solo el inconveniente de aparecer, recién estrenados, con la superficie muy lisa; sin embargo al cabo de un tiempo de uso, debido a los roces y choques a los que eran sometidos de continuo, adquiría la rugosidad óptima requerida para este juego. Al pitón que tenía las mejores condiciones de tamaño, y rugosidad y por tanto funcionaba mejor, en algunas partes se le llamaba “la tiradera” y es el que se reservaba para jugar. Los demás de cerámica se utilizaban para el pago de las partidas perdidas, como indicaremos en su momento.

Para jugar al gua había que situarse en una superficie plana para que no se produjeran rodaduras inconvenientes de las canicas, y era mejor la tierra que el cemento, porque en este último tipo de suelo los movimientos de los pitones eran más difíciles de controlar debido al menor rozamiento; sin embargo, a pesar de dicho inconveniente, tenía otras ventajas y, por ello, también se jugaba al gua en algunas superficies de cemento.

Se requería que en el suelo hubiera un pocete (llamado gua) más o menos profundo y de unos seis a ocho centímetros de diámetro, como algunos que había en la plaza mayor, que se formaron por casualidad cuando se cubrió la plaza, que era de tierra, con una capa cemento. Se ve que quedaron algunas gravillas demasiado superficiales y, con un poco de ayuda, se fueron desprendiendo, dando lugar a un par de agujeros muy adecuados para el juego que estoy explicando.

Para jugar, después de los acuerdos previos, se situaban los dos jugadores a una determinada distancia del gua y se tiraban sucesivamente los pitones tratando de dejarlos a la menor distancia posible del agujero y, con suerte, dentro de él. El ganador de esta primera operación llevaba la iniciativa en la parte siguiente del juego que consistía en los siguientes movimientos: primero el gua, que era introducir el pitón en el agujero. A continuación se hacía lo que llamábamos chiva, que era golpear al otro pitón, luego el pie, que era separarlos, por medio de un nuevo impacto, a una distancia de más de un pie; acto seguido tute, que era igual a chiva y, finalmente gua, que era meterlo otra vez en el agujero.

La práctica de todos los movimientos se hacía con las dos manos: la izquierda con el pulgar en el punto donde se hallaba situado el pitón propio en la fase correspondiente y el meñique tocando a la mano derecha, que sujetaba al pitón entre el índice y el pulgar y este dedo era el que lo impulsaba finalmente, a modo de proyectil, para lograr lo requerido en cada una de las sucesivas fases del juego.

Cuando se fallaba el tiro en cualquier fase, pasaba la iniciativa al otro jugador, empezando este por la fase en que hubiera quedado con anterioridad.

El primero que completaba todas las fases era el ganador de cada juego, y su oponente tenía que darle lo acordado, que podía ser un pitón, un cromo, una chapa, o incluso una moneda, generalmente de cinco o de diez céntimos de peseta.

Este juego era uno de los más populares y lo practicábamos continuamente. Los que tenían más habilidad llevaban siempre los bolsillos llenos de pitones que terminaban vendiéndoselos a los menos habilidosos, así que al final la habilidad se traducía en dinero, cosa que tiene su miga, y también era un detalle curioso que los chicos más expertos en estos juegos eran los que peor iban en clase, que es una demostración de la existencia de una especie de ley compensatoria que se refiere al conjunto de las facultades con que somos dotados los individuos de la especie humana.

Para finalizar se me ocurren dos observaciones: la primera, que era admirable que un juego tan simple tuviese tan gran aceptación a pesar de que había que estar todo el rato con una rodilla en tierra, y la segunda, que este juego es más fácil de practicar que de explicarlo y que algo que precisa tantas explicaciones se aprendía, viéndolo practicar, en menos de un minuto, incluso por los chicos menos espabilados, lo que nos indica la gran ventaja que tiene la enseñanza con ejemplos y ejercicios prácticos, frente a las explicaciones demasiado teóricas, como las que he utilizado en el presente escrito.

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