viernes, 23 de abril de 2010

La acequia del molino

Entre el manantial de “Los baños” y lo que fue molino de harina, había en Ariño una acequia que, separada del río Martín por un largo y espeso cañar y siguiendo el contorno de los huertos de “Darcos”, conducía el agua, recién nacida en los manantiales, hasta un depósito de obra anexo al molino.

Este depósito era una especie de chimenea de unos diez metros cuadrados de sección rectangular y una altura de unos cuatro. Desde arriba se veían los remolinos del agua antes de precipitarse hacia las turbinas con un estrépito considerable.

La acequia, excavada en el terreno, estaba forrada de obra de mampostería y fratasada con cemento, y mediría algo menos de dos metros de anchura y casi dos metros de profundidad. Estaba bien trazada y construida y tenía, a poca distancia de su comienzo, dos tajaderas metálicas perpendiculares entre sí, la una transversal a la acequia para cerrar el paso del agua hacia el molino, y la otra anterior y lateral para darle salida hacia el río. Estas tajaderas se accionaban manualmente cuando era necesario desviar de nuevo hacia el río el agua ya encauzada, fuera porque se precisase realizar reparaciones de las máquinas del molino, o por evitar desperfectos en ellas y el embarrado de la propia acequia, que pudieran producir las fuertes, y entonces frecuentes, avenidas del río Martín .

El caudal debía de ser de más de dos metros cúbicos por segundo y en el agua, muy transparente, se percibían barbos de considerable tamaño. Era impresionante verlos nadar enérgicamente a contracorriente a pesar de la elevada velocidad del agua. Incluso una vez vi una anguila, y a pesar de que me conocía bien los ríos de Ariño, nunca más tuve ocasión de hallar otra en ninguna parte, salvo un día en que mi tío Antonio, que era buen pescador, atrapó una, a mano, en la orilla del pozo que llamamos “La cueva de la Marta”.

El situarse a la orilla de aquella acequia infundía cierto temor porque no tenía protecciones laterales y en caso de caída accidental, dada la fuerza del agua y que no era posible asirse más que a algún que otro zarzal, existía una alta probabilidad de acabar en las turbinas del molino o en algún rastrillo de ramas que posiblemente hubiera, cosa que yo no llegué a saber con certeza. En cualquier caso significaba un alto riesgo de perder la vida.

Esta sensación de peligro y el andar por allí con cierta frecuencia, ya que mi abuelo tenía un huerto en aquella zona, hizo que me inventase un original test para determinar mi grado de integración con personas queridas, para lo cual hacía una lista mental con ellas y me sometía a la siguiente pregunta: ¿Si accidentalmente esta persona se cayera a la acequia, sería capaz de tirarme al agua para intentar salvarla? Yo mismo me llevaba sorpresas, porque la autorespuesta no siempre era afirmativa, y ello me permitía conocer por quién sería capaz de poner mi vida en alto riesgo de pérdida. Este ejercicio parece una tontería pero, sobre todo teniendo en cuenta que yo no era más que un chaval, tenía su miga. Esta ocurrencia, me sorprendió a mí mismo y, a pesar de los años transcurridos, la recuerdo siempre como un curioso ejercicio psicológico para la valoración del nivel de los afectos.

Aquella acequia, además del encanto natural del agua y de la agradable visión de los peces, me producía una gran admiración por ser una obra de gran utilidad para el pueblo, especialmente por dedicarse a mover el molino para el pan, cosa tan esencial en aquella época, y me hacía sentir una gran admiración por las personas que idearon todo aquello y gestionaron su construcción, puesta en servicio, y mantenimiento.

En estos momentos tengo entendido que dicha acequia está aterrada en el sentido físico y hasta pudiera ser que en el metafórico. No he confirmado la información mediante visita al lugar, porque estoy seguro de que me produciría mala impresión el comprobar la falta de interés que supone el despreciar la posibilidad de aprovechar la energía del agua, por ejemplo para reconvertir el molino en minicentral, como se ha hecho en muchos sitios, que permitiera incluso abastecer de forma autónoma los importantes requerimientos energéticos del previsto balneario. Hay que reconocer que generaciones anteriores, con menos medios, estuvieron mejor mentalizadas que las nuestras en estos aspectos.

Me temo que, para colmo, se trata de un error irreparable, debido a la ubicación de los cimientos de los pilares del puente que conduce al proyectado balneario, justo en la trayectoria de la acequia, en lugar de respetarla, como hubiera sido lo lógico.

Sería para mí un motivo de gran alegría saber que los aspectos del relato que he supuesto debido a comentarios oídos al respecto sin comprobación detallada in situ, finalmente no fueran ciertos; pero, mientras tanto, me propongo recordar a la acequia y al molino como eran en mi época de niño, y correr un tupido velo sobre el triste final de esta historia.

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