martes, 17 de agosto de 2010

Otro viaje a Zaragoza

Hacia 1955 se organizó, para las Fiestas del Pilar, un viaje a Zaragoza utilizando como medio de transporte un taxi grande que había entonces en Ariño que, debido a su gran capacidad, resultaba económico, aparte de que los horarios se podían ajustar de acuerdo con la conveniencia de la mayoría de los pasajeros. Con tales facilidades y los atractivos de esta ciudad, la propuesta resultaba muy interesante.

Yo, que entonces era estudiante no me apunté, pero sí lo hicieron dos personas que conozco bien, que a pesar de su juventud, tenían ya cierta solvencia económica, aunque no excesiva como se podrá ver en su momento.

Al día siguiente comprobé (porque nos veíamos casi cada día) que no habían regresado y sus familiares me comentaron que no habían acudido al sitio convenido a la hora de regreso acordada con el taxi. Desconocían la causa de este hecho y, aunque se mostraban preocupados, imaginaban que se trataba simplemente de una falta de puntualidad y pensaban que aparecerían en el coche de línea la tarde siguiente, como realmente sucedió. Según me explica mi informador (que fue uno de los protagonistas) el suceso dio lugar a que en sus respectivos domicilios hubiera más que palabras y que, a pesar de ser ya unos mozos, salieran de este asunto con las orejas bien calientes.

Lo sucedido, según mi improvisado cronista, había sido lo siguiente:

Efectivamente llegaron tarde a la cita de regreso en el taxi por lo que decidieron tomar el tren (un rápido) hasta La Puebla de Hijar y desde allí ir hasta Ariño con algún camión de TRAMISA o con el coche de línea que subía por la tarde recogiendo a los posibles viajeros del tren y parando en cada pueblo hasta llegar a Muniesa.

En la estación sacaron dos billetes en ventanilla y preguntaron a alguien por allí si el tren que estaba a punto de salir pasaba por La Puebla y cuando les respondieron afirmativamente se subieron a él y se durmieron de inmediato.

Les despertó el chirrido de los frenos del tren al llegar a una estación, comentaron que ya debían de estar cerca de La Puebla, y un señor que iba junto a ellos les dijo enseguida que el tren había pasado por ese pueblo, iba en dirección a Madrid y ya estaba en Pinseque a varios kilómetros de Zaragoza.

El susto fue morrocotudo al comprobar que estaban yendo en sentido contrario al previsto, y la reacción inmediata fue bajarse atropelladamente del tren cuando este iniciaba ya la salida de la estación de Pinseque.

Se encontraron, pues, en la carretera a considerable distancia de Zaragoza vestidos de fiesta, y sin una peseta en el bolsillo, ya que las últimas las habían gastado en los billetes; así que no les quedó más remedio que volver caminando durante horas otra vez a la estación de partida, mientras tomaban conciencia de que el error se debió a confundir el futuro con el pasado ya que, aunque el tren pasaba por dicho pueblo, no tenía que pasar, sino que ya había pasado cuando hicieron la consulta.

Cuando por fin llegaron a la estación dieron con un tren que sí que iba a La Puebla y se subieron a él sin billetes puesto que, como queda dicho, no llevaban dinero. Cuando le muestro a mi informador mi curiosidad por lo que tenían previsto hacer cuando pasara el revisor, me dice que cualquier cosa menos pagarle, porque esto era imposible. No tuvieron que afrontar esa papeleta simplemente porque cuando llegaron a su estación de destino el revisor todavía no había pasado, así que esta vez al menos, “les sonrió la fortuna”.

Le pregunté también cómo resolvieron lo del billete del coche de línea ya que el Juanico (es decir el cobrador) era inevitable, y me dice que le explicaron lo que les había sucedido y añade: “chico, aunque parezca mentira, ¡nos creyó y nos perdonó el billete!”.

Según hemos ido viendo se comprenden las reservas que he hecho al comienzo del relato sobre la solvencia económica de nuestros protagonistas y también he anticipado las consecuencias finales de sus andanzas, así que con esto termino este relato que demuestra, como argumenté en otro anecdotario, que los viajes a Zaragoza eran agradables, pero tenían riesgos de cierta importancia, si no se prestaba un mínimo de atención o no se iba suficientemente despierto.

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