domingo, 29 de agosto de 2010

Penuria

En Ariño, al igual que en muchos otros pueblos de Aragón, se produjo, durante la guerra civil española, el fenómeno de la emigración masiva a Francia a causa del temor a las represalias ante la inminente toma de los pueblos por las tropas nacionales.

Lo más frecuente era la huida de los padres de familia, quedando estas rotas y con subsistencia difícil en muchos casos, como es fácilmente comprensible; sin embargo también era normal la salida de familias enteras, que se veían sometidas, en su partida y reubicación, a auténticas odiseas.

Con el tiempo, cuando el retorno dejó de ser peligroso, la mayoría de los cabezas de familia regresaron al pueblo para reintegrarse a sus hogares. También se daba la circunstancia de que las familias se reagrupasen en Francia adquiriendo los integrantes la nacionalidad francesa.

La vida en Francia, tanto de los hombres en solitario como de las familias, no les fue fácil ya que su país de adopción estaba implicado en la desgarradora circunstancia de la segunda guerra mundial con todo lo que ello representaba.

A una de las familias que emigraron en bloque me voy a referir en este relato, explicando lo que contaba mi padre. Se trataba una familia constituida por un hombre de bastante edad y al menos por una hija y un hijo, ya maduros. Es posible que la integrase alguna persona más, pero no puedo asegurarlo. El padre al parecer estaba enfermo quizá de depresión, de añoranza y de algo más, y permanecía en cama en el momento a que se refiere la siguiente anécdota:

Volvía la hija de intentar comprar lo indispensable para la supervivencia, quejándose de lo difícil que estaba la localización de alimentos, con expresiones como las siguientes:
–En los escaparates no se ven más que fajos de leña. Además de que todo es carísimo, hoy no he podido encontrar nada de nada.
El padre, que desde el lecho estaba “haciendo oreja”, ante tal afirmación de su hija, tímidamente, le hizo la siguiente pregunta:
–¿Tampoco tabaco?
La hija, categóricamente, respondió:
–¡Bien tabaco! ¡Ni soñarlo!
El padre que se había incorporado a medias, se llevó las manos a la cabeza, y se dejó caer hacia atrás en la cama, mientras exclamaba:
–¡Ayyy!
Y comenzó a sollozar, a la vez que decía:
–Yo quiero partir pa España! ¡Yo quiero partir pa España que aquí me voy a morir…!
Y así permaneció, con sus lamentos, hasta quedar completamente exhausto.

Con esto mi padre mostraba el difícil trance y las necesidades que pasaban los que habían emigrado a Francia, según las noticias que de uno u otro modo iban llegando al pueblo, y al mismo tiempo ironizaba sobre la importancia que en aquel contexto de extrema dificultad podía llegar a tener la insatisfacción de un pequeño pero arraigado vicio, que entonces ni siquiera se calificaba así, ya que la costumbre de fumar se consideró un vicio pernicioso (quizá con razón) muchos años después. Entonces fumaba casi todo el mundo, eso sí, lo que buenamente podían (incluso alfalfa y patatera seca), y algunos precoces chavales, a escondidas, hasta “gatos de noguera”. El Gobierno consideraba el fumar como un derecho inalienable para los hombres y el tabaco (el paquetón de picadura) se incluía en la cartilla de racionamiento con la que se controlaba, igual que el tabaco, la cantidad de alimentos esenciales que cada familia tenía derecho a consumir, como legumbres, patatas, aceite, y pocos más, previo pago de su importe.

Respecto a la misma familia (que no he podido identificar) decía mi padre que antes de la guerra, el hijo, que se las daba de aventurero, no se recataba de comentar que permanecía en España por hacerle compañía a su padre, y era frecuente oírle decir: “mi padre muerto, yo, tren y barco, tren y barco. Hala, hala de aquí”. Con esta actitud daba la imagen de que estaba deseando la muerte de su padre para tener expedita la puerta del mundo entero, a la vez que menospreciaba la calidad de la vida en el pueblo. Pero, ironías del destino, se murió él antes que su padre, y la gente, que captó la paradoja, comentaba la situación con cierta guasa.

No puedo terminar este relato, en el que se refleja, someramente, algún aspecto del ambiente de Ariño en la posguerra, sin manifestar la admiración que siento por la talla humana que demostraron tener las mujeres que asumieron la responsabilidad de sacar adelante a sus familias sin la presencia de sus maridos. Ellas y los abuelos, dieron ejemplo de entereza y dignidad ante tan difícil papeleta, y fueron capaces de cumplir con su deber, sin alardear nunca de ello. Además del respeto, su recuerdo merece la gratitud de los que, de más o menos cerca, hemos visto y vivido las críticas situaciones de aquella ya lejana época, ojalá que irrepetible.

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