lunes, 23 de febrero de 2009

Costumbres peligrosas

En Ariño, durante muchos años, los mineros fueron al trabajo andando por su cuenta y riesgo, lo cual les representaba caminar cada día más de dos horas entre ir y volver; de manera que, viéndolo positivamente, esta gimnasia era motivo suficiente para estar la mayoría bastante sanos, a pesar de lo insano que era el interior de la mina sobre todo para los pulmones.

Un buen día algún directivo tuvo la razonable idea de poner, para el transporte del personal, un camión al que se llamaba “el camión de los mineros”. A los del casco antiguo de Ariño se les recogía en “los Albaretes”, o sea en la confluencia del camino del cementerio con la carretera de las minas. Aunque la caminata diaria no se eliminó totalmente, se redujo mucho porque pasó a costar, más o menos, un cuarto de hora. La gente reconoció la mejora ya que, aunque aquellos camiones no eran cómodos, la situación cambiaba mucho y además los mineros no eran quejones. Con los años las cosas fueron mejorando y, al final, el trayecto en ambos sentidos se hacía en flamantes y cómodos autobuses a cargo de la Empresa; eso sí, hasta donde yo recuerdo, el autobús siguió teniendo su primer punto de recogida en el barrio de SAMCA y una parada en “los Albaretes” que, como queda dicho, seguía estando a un cuarto de hora del pueblo. Para decirlo todo hay que reconocer que el estado de los caminos no facilitaba una mayor aproximación de los camiones ya que, además de ser de tierra, estaban llenos de piedras, y lo único que se hacía como mantenimiento era despedregarlos “a zofra” unos días antes de las fiestas de septiembre. (Entonces no se celebraban en agosto como ahora).

Volviendo a la época de los primeros camiones, un día de invierno, al amanecer, iba mi padre medio dormido con la capaceta al hombro y las manos en los bolsillos del pantalón a causa del frío y, cuando estaba a la altura del cementerio, vio que el camión llegaba ya, por lo que decidió acelerar el paso hasta casi correr. En estas tropezó en uno de los abundantes pedruscos y el tropezón fue de tal envergadura que perdió la vertical y, mientras iba cayendo, intentó desesperadamente sacar las manos de los bolsillos, cosa que no consiguió del todo a pesar de casi romperlos, a la vez que mentalmente se iba diciendo “no te está mal, no, que esto te pasa por ir corriendo con las manos en los bolsillos”. El caso es, que, aunque mi padre era delgado y por tanto de poco peso, pegó un tripazo en el suelo de tal calibre, que, según decía, notó una rayada de dolor en diagonal por todo el cuerpo desde la ingle hasta el hombro, que le hizo pensar: “¡Ya me he reventao!” Pero a pesar de lo aparatoso del accidente vio que la cosa no pasaba a mayores, por lo que recogió la boina y la fiambrera, recompuso la figura y siguió adelante a buen paso; pero esta vez con las manos al aire, ya que los sustos gordos a veces modifican los criterios sobre el frío.

2 comentarios:

Joaquín Macipe dijo...

Esta anécdota explica porqué mi abuela Pilar me reprendía si me veía correr con las manos en los bolsillos...

Salvador Macipe dijo...

Tu abuela Pilar te reprendía por eso y por otras cosas; y el cariño con que te cuidó ha influido para que llegaras a ser, y no me duelen prendas al decirlo, una persona extraordinaria.
Gracias Joaquín por todo, y un abrazo.

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