sábado, 14 de febrero de 2009

Los rayos

Todos los años tenemos noticias de que varias personas mueren en Aragón por causa de los rayos. En Ariño se produjo hace bastantes años un fallecimiento por este motivo: un día al amanecer oí un trueno seco y fortísimo que me despertó y, al levantarme, vi que estaba muy nublado, como a punto de llover. No mucho más tarde, como a media mañana, empezó a circular por el pueblo el rumor de que había ocurrido una desgracia. Se acababa de saber que el Vicente “el Higuero”, que estaba casado y tenía un hijo pequeño, había fallecido cuando andaba, como buen pastor, en busca de una oveja que se le había perdido la tarde anterior. El rayo le alcanzó subiendo hacia “los Valellos” por el camino que hay monte arriba a partir de la casetica de “los cinco reales”. Alarmada su esposa por la tardanza en regresar al pueblo avisó a la familia y salieron varias personas en su busca, entre ellas el padre de Vicente, el tío Manuel, que fue precisamente quien encontró a su hijo abatido por el rayo. Para el pobre tío Manuel, que fue el primero en abrazar al hijo ya muerto; para la esposa y el hijo de Vicente y para el resto de la familia, hubo un antes y un después de aquel fatídico día, y muchas veces sus ojos se llenaron de lágrimas por el trágico final de Vicente Paricio, q.e.p.d.

Otro rayo que pudo causar también una tragedia alcanzó a José Manuel López, el hijo del José “el Tejero”, cuando iba cazando por el Puerto. Le cayó precisamente en la escopeta y, aunque le ocasionó varias quemaduras, milagrosamente no le mató a pesar del riesgo añadido de llevar la escopeta cargada y las cartucheras llenas. Yo le vi la cicatriz en forma de cruz que le quedó en el pecho debajo de una cruz que llevaba en una cadena colgando del cuello. Todo el mundo mostraba su admiración, él el primero, de que sobreviviera después de tan tremendo accidente.

Me informan de que hace unos cuatro años murió, también electrocutado por un rayo, un joven inmigrante que estaba trabajando en el tejado de la residencia. Técnicamente esa zona no es de gran riesgo y de hecho, que yo sepa, es la primera persona que muere por este motivo en el propio pueblo. Mala suerte y una gran pena sobre todo para sus familiares que lo debieron de ver marchar hacia España con la ilusión de abrirse camino y ya no volvieron a verlo vivo. Descanse igualmente en paz.

Recuerdo también que cuando yo tenía unos 14 años fuimos un día mi padre y yo con dos burras por la sierra de Arcos hacia un campo que teníamos en la loma Baja de las Coronas. Al poco tiempo de pasar la balsa apareció a nuestras espaldas una tormenta de muy mal aspecto con negros nubarrones precedidos de fuerte aparato eléctrico. Cuando nos alcanzó íbamos en fila, primero mi padre llevando a una burra del ramal, a continuación la otra burra con el ramal atado al baste de la primera, y yo cerrando la marcha. En aquel momento andábamos por la parte más alta de una montaña desde la que se divisaba, a nuestra derecha, la cuenca minera de Ariño. Yo comprendí que nuestra posición era peligrosa en aquellas circunstancias por la alta cota del camino y por la presencia de las burras cargadas de aperos con partes metálicas puntiagudas. Mis temores aumentaron de repente porque, en aquel momento, se produjo a la vez un relámpago y un trueno impresionante y vi, como a unos 300 metros, el humo producido por un rayo que acababa de caer. Mi padre apaciguó a las caballerías como pudo y seguimos adelante. Yo miraba a mi padre para ver si tomaba alguna medida de protección y, como él seguía inmutable, no me atreví a pedirle que buscásemos algún cobijo, porque me dio vergüenza demostrar mi temor. Y así seguimos, yo convencido de que en cualquier momento nos iba a caer un rayo que nos dejaría secos a todos, personas y caballerías. Mi padre, que no era tonto ni mucho menos, quizá estaba pensando lo mismo, aunque supongo que confiaría en aquello de que “nunca pasa nada”; el caso es que seguimos camino adelante sin pestañear, hasta que nos sobrepasó la tormenta, y eso fue todo.

El recuerdo de aquella tormenta se me quedó grabado en el cerebro con la sensación de que ha sido la ocasión, a lo largo de mi vida, en que más miedo he pasado y en la que más cerca de morir he estado.

Creo que aquella vez no actuamos correctamente, porque hicimos una temeridad. Debimos dejar aquel camino que estaba en una cota máxima, descender a otra menor, atar las burras distanciadas una de otra y separarnos de ellas protegiéndonos nosotros, incluso entre los romeros, hasta que pasase la tormenta, en lugar de seguir aparentemente tan campantes como si aquello no fuera con nosotros cuando estaban cayendo rayos a corta distancia. Yo no tuve la confianza de expresarle a mi padre mis temores pero es que entonces existía la equivocada idea de que demostrar miedo era cosa de cobardes y yo no quería pasar por tal de ninguna manera.

Mi hijo Joaquín Macipe sabe también algo de rayos por una vez que fuimos él y yo en Benasque a pescar truchas muy temprano. Allí, que los vimos también de cerca, no nos traumatizaron porque nos metimos en el coche y a esperar que escampe con la tranquilidad de que el estar en el interior de un coche proporciona una total seguridad frente a las descargas eléctricas. Dicho sea de paso, cuando escampó nos divertimos de lo lindo pescando. Sabido es que, para pescar, el tiempo revuelto amenazando tormenta es algo muy favorable. Lo hemos comprobado en muchas ocasiones y especialmente en aquella de Benasque, en que varias veces sacamos dos truchas con un solo tirón de la caña.

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