jueves, 30 de julio de 2009

un mas del Puerto

Me estoy refiriendo al mas del tío Morel, es decir de mi abuelo Domingo, y por lo tanto de mi abuela Petra, que debieron de edificarlo en su juventud, seguramente de recién casados.

Para llegar hasta él había que ir a la balsa primera del Puerto, tomar el camino de la izquierda, pasar por una zona con muchas losetas que hay enfrente del mas de los Novellas y rebasar la loma siguiente; es decir que se hallaba situado cerca ya del término de Alacón.

Acabo de nombrar la palabra Puerto. Para mí, de pequeño, esta solo tenía un significado: la zona de Ariño donde mis abuelos tenían unos campos y un mas donde me gustaba mucho ir. Cuando los maestros empezaron a hablarnos de los puertos marítimos pensé que este término lo estábamos utilizando mal en nuestro pueblo. Más adelante comprendí que todo era correcto porque el término puerto también sirve para denominar el paso entre montañas que era la acepción que servía para nuestro Puerto.

Volviendo al mas, que hemos dejado aparcado cerca del término de Alacón, voy a explicar las características del edificio y algunas cosas que allí sucedieron:

Las paredes eran gruesas, hechas con piedras y losetas que abundan en las cercanías. Tenía una planta baja y otra encima cuyo piso quedaba como medio metro más alto que el nivel de una era de arcilla de tamaño reglamentario, que formaba parte del conjunto. El suelo de la planta baja era de losetas y el de la superior de cañizos enyesados. Los maderos procedían de los troncos de los pinos que todavía abundaban en el Puerto y las tejas las llevaron desde la tejería del pueblo, lo que debió de representar una formidable labor de acarreo.

En el exterior, cerca de la entrada de la planta baja, se veían los restos de un antiguo horno para hacer el yeso que utilizaron en la construcción. Era fácil imaginar el considerable trabajo que realizaron para traer el aljez desde las Salmorreras donde se hallaba el yacimiento, contando que hay entre ambos puntos como una hora y media de camino y bastantes cuestas, y también debió de costarles lo suyo el moler finamente los tormos de materia prima una vez calcinados.

La arcilla de la era seguramente la trajeron desde las cercanías, pues había por allí visibles muestras de tierra arcillosa.

El mas tenía dos puertas, una amplia en la planta baja y otra de menor anchura en el pajar. Nunca se pintaron y por eso tenían aquel color gris característico que toma la madera expuesta al sol sin ninguna clase de protección.

En la planta baja había en primer lugar un espacio de unos veinticinco metros cuadrados que era la zona habitable donde destacaban dos amplios y robustos bancos de piedra, situados a ambos lados del fuego bajo. En las paredes se veían numerosas escarpias y estacas para ser utilizadas como percheros, y en los rincones de la estancia bastes y algunos aperos propios de los distintos usos agrícolas. Algunas cestas y banastas completaban aquella mínima dotación de humildes enseres que sería pretencioso llamar mobiliario.

Al fondo de esta planta baja había un espacio de unos veinte metros cuadrados destinado a cuadra con sus correspondientes pesebres, separado del espacio anterior por unos tabiques de cañizos enyesados en los que había un hueco rectangular para el paso de personas y de caballerías.

El piso de arriba se destinaba a pajar, que también llamábamos cambra, y además de estar ocupado por una considerable cantidad de paja y de sacos de cereales producto de la trilla, se utilizaba para dormitorio. Sobre aquella paja multiusos dormíamos las personas que pernoctábamos en el mas, que a veces éramos unas cuantas, acompañadas por unos pocos e inofensivos ratoncillos.

Aquella construcción sencilla pero resistente era la base logística de las muchas y variadas operaciones agrícolas que el cultivo de cereales en una superficie de varias hectáreas requería.

Como acabo de apuntar, allí nos juntábamos, sobre todo en la época de la siega-trilla, numerosas personas sin sentir el más pequeño agobio, sino la alegría de estar todos juntos comiendo en la misma olla y bebiendo en el mismo botijo la exquisita agua de un balsete próximo.

La edificación no tenía ni una sola ventana, pero las puertas abiertas permitían de día una aceptable iluminación del interior y, como ya dije en otra ocasión, la luna y los candiles de aceite (aquellos sí que eran de bajo consumo), se consideraban, de noche, medios de iluminación suficientes.

Al entrar al mas se apreciaba un olor característico (a mas) que a mí me agradaba como dije en alguno de mis recientes relatos.

No puedo terminar esta descripción sin señalar un detalle que siempre me ha intrigado: yo, desde que era un niño de pocos años jugaba sentado en el suelo cerca de la puerta del mas y veía, en una superficie de pocos metros cuadrados, una especie de flores de un solo color en verde claro, muy numerosas y curiosas, que no he visto en ninguna otra parte. Creo que son de una especie rarísima que valdría la pena estudiar.

Volviendo al tema de mi relato diré que, dentro de aquella austeridad general había un detalle curioso a la entrada de la cambra y era una loseta bien cuadrada, más saliente que las demás, en la pared próxima a la puerta, que se pensó a propósito para dejar sobre ella una caja de cerillas y para colgar el candil de aceite con mecha de algodón que permitiría disponer de una titubeante luz si fuera necesaria durante la noche.

Focalizo la atención en la dichosa loseta, por ambientar lo que voy a explicar acto seguido:

Una tarde, mientras los mayores hacían la siesta, mi hermana María que era unos años mayor que yo (y yo tendría unos seis), me propuso que cogiera las cerillas de tan señalado lugar y, entre ambos, incendiar una hermosa mata de barda que crecía pegada a la pared del mas en la parte posterior del fondo. Yo, obediente a mi hermana y, por qué no, interesado, como muchos niños, en la espectacularidad de las llamas, pito y bien mandado sustraje las cerillas y participé activamente en la operación que ella había ideado.

Al principio todo nos fue bien a los precoces pirómanos, pero en pocos segundos la barda ardió a toda leche y para apagarla se nos ocurrió utilizar estiércol seco que había en una femera (montón de estiércol) próxima, con lo cual solo conseguimos incrementar el problema. Aunque aquella hoguera no era un peligro real para el mas, la magnitud de las llamas nos asustó, y mi hermana salió corriendo despavorida, y yo detrás, en dirección al pueblo, huyendo sin reparar en que la casa de mis abuelos estaba a hora y media de allí y cerrada a cal y canto. Cuando habíamos recorrido unos doscientos metros y perdido de vista el desagradable espectáculo de las llamas lamiendo la pared exterior del mas, nos refugiamos en una caseta y allí nos quedamos atascados sin atrevernos ni a ir al pueblo ni a volver al mas ni a permanecer en aquella solitaria caseta.

Transcurridos unos minutos oímos a mi abuelo que nos llamaba a lo lejos desde lo alto de la loma, con lo cual vimos el cielo abierto. Al parecer el olor a quemado le había despertado y al no vernos tuvo la intuición de todo lo que había sucedido, así que salió en nuestra busca y nos halló acojonadicos en la caseta. No nos hizo ningún duro reproche ni nos castigó porque, además de que era muy bueno, se dio cuenta de que con el susto habíamos pagado la travesura y de que nunca más haríamos otro disparate como aquel.

Nosotros (y especialmente mi hermana que moralmente se sentía la protagonista principal del hecho) siempre agradecimos a nuestro abuelo que viniera a buscarnos y que no nos castigara. Cuando nos vemos de vez en cuando con mi hermana todavía solemos sacar aquel incidente a colación alabando la bondad de nuestro abuelo y censurando nuestras disparatadas actuaciones infantiles.

Aquel conato de incendio fue un presagio de lo que iba a suceder unos diez años más tarde, que lo explico a continuación:

Mis abuelos habían prestado las llaves del mas a un vecino del pueblo que necesitaba hacer en el Puerto unos trabajos, y mi tío Antonio, proyectando subir a cazar les pidió también las llaves. Ellos le informaron de la situación y mi tío pensó en ir de todos modos, siguiendo cuidadosamente el camino para encontrarse con el anterior ocupante del mas si se hallaba de regreso.

No lo vio en todo el camino y cuando llegó al mas tampoco estaba. Algo había ocurrido que hizo que no salieran las cosas según lo previsto, y mi tío decidió dormir en la puerta del mas en aquella hermosa noche de verano después de cenar y de fumarse a gusto un par de cigarros. Le despertaron los estornudos de su perro a causa del humo y entonces vio que en el interior había unas formidables llamas. Después de jurar en hebreo presa de la impotencia, se le ocurrió de pronto que en el pajar estaba el fruto de la cosecha y, a toda velocidad, con una piedra de gran tamaño, rompió la puerta de la cambra para sacar los sacos a la era. De momento la vía de aire que se produjo avivó notablemente las llamas, pero luchando con el incendio, mi tío salvó buena parte de lo almacenado aun a riesgo de perder la vida en tan peligrosa operación. Se quedó finalmente tendido en la era deshecho física y moralmente, viendo como llegaba a su fin aquel edificio tan querido y necesario para toda la familia.
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No se logró averiguar si la causa del incendio fueron la posibles brasas del interior o alguna colilla de mi tío mal apagada que el vientecillo avivó e hizo pasar por debajo de la puerta hasta la paja que solía haber por el suelo en el interior. Ambas cosas eran posibles pero el daño estaba hecho y no se iba a resolver removiendo el tema. Se dejó como estaba y en paz. Lo que sí es cierto que de no haber ocurrido la desgraciada descoordinación indicada anteriormente es casi seguro que aquel día el mas no se hubiera quemado.

Mis abuelos, que eran mayores, se quedaron como pasmados, mi tío enfermó al poco tiempo (mi madre siempre relacionó la enfermedad de mi tío con aquella aciaga noche en el Puerto) y al resto de la familia no nos sobraban fuerzas, medios y moral para reconstruir el más, así que allí quedó medio derruido resistiendo, la parte que se mantuvo en pie, el paso del tiempo.

Cuando hace un par de años fui con Elena y mis hijos Joaquín y Javi a verlo quemado después de más de cincuenta años, al acariciar aquellas piedras, sentí como si estuviera abrazando a varias generaciones de mis antepasados y, más que de tristeza, me invadió una insólita sensación de profunda paz, recordando a la vez a muchas y buenas personas y a tantas cosas allí sucedidas.



















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