domingo, 28 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (III)

Para beber se utilizaba el agua de balsetes y de balsas. Era de un color blanquecino debido a la arcilla que llevaba disuelta, pero tenía un saborcico a campo que a todos nos gustaba y siempre se alababa. Había que compartir el uso de balsas y de balsetes con toda clase de animales, unos de dos patas y otros de cuatro, como por ejemplo aves y ganado, además de una variada fauna de bichos acuáticos, a los que para que no acabasen en el interior de los botijos o de los cántaros, se los alejaba por centrifugación, haciendo círculos en el agua con la mano, girando deprisa. Con todo, nunca se podía garantizar que alguno no acabase en el cocido o en las tripas de los presentes; sin embargo aquellas aguas eran inofensivas y además, como procedían directamente de la lluvia y no del subsuelo como las de ahora, apenas tenían sales disueltas y con ellas se cocían las judías estupendamente, lo cual dejaba a las personas pensativas pero convencidas de su buena calidad, sin precisar mayores argumentos.

Cuando hablo del agua estoy pensando en la que se utilizaba para beber, ya que para el aseo personal se gastaba muy poca; se lavaban las manos y los ojos y poco más, a no ser que una tormenta sorprendiese a alguien al raso, en cuyo caso a la fuerza se remojaba todo el cuerpo, lo cual sucedía muy pocas veces, que la gente no era tonta. Aunque esta situación de infrahigiene solía prolongarse por espacio de unos cuantos días, en el campo todo el mundo olía a romero, a tomillo y a espliego, y casi nadie olía a otras cosas, seguramente porque la sabia Naturaleza de alguna manera conseguía que aquellos olores a plantas aromáticas se impusieran sobre los menos agradables y así todo el mundo estaba tranquilo y nadie era rechazado por este motivo.

Cuando se dormía en el mas el alumbrado nocturno era el que proporcionaban los candiles de aceite, las llamas del fuego y algunas veces la luna. No es mucho, pero nadie se quejaba y además la noche no necesitaba mucha luz, ya que estaba hecha para que en la temporada de la siega pudieran, con suerte, dormir las personas de bien que entonces eran casi todas.

Los dormitorios eran los pajares, en los que siempre se oían ruidos que hacían sospechar la existencia de ratoncillos inofensivos que no asustaban a nadie. Ellos sí que tenían motivos para estar asustados ante la invasión del pajar por aquellas moles humanas que eran realmente peligrosas. Aunque los humanos tampoco molestaban mucho, porque al cabo de cinco minutos estaban todos durmiendo.

Cuando se daba por terminada la siega, se hacía el cómputo definitivo de lo cosechado. Estimaciones aproximadas se venían haciendo desde que asomaban en la tierra los primeros brotes. Las sucesivas aproximaciones hacían que nadie se llevase sorpresas. La única sorpresa podía producirla lo dicho del pedrisco y aún esto era un factor correctivo que estaba en todas las mentes aunque se hablase poco de ello, por aquello de “no llamar al mal tiempo”.

Finalizada, pues, la siega, empezaban las operaciones de trillar lo cosechado. Cuando los campos eran de cierta dimensión y se hallaban lejos del pueblo (a veces hasta varias horas de camino) se solía disponer de mases con era y se trillaba allí mismo. Por cierto los mases tenían un olor característico, que me parecía encantador y es para mí inolvidable. Aunque a mí me gustaba, no sé que les parecería a los demás, ya que no se lo he dicho a nadie y nunca he oído comentarios acerca de este asunto.

El tema de trillar en la era de la masía tenía pros y contras, porque si bien el acarreo era menor, ya que la paja se quedaba en el pajar, en cambio había que estar más días fuera del pueblo, con los consiguientes problemas de avituallamiento y demás. El caso es que si se decidía trillar en la masía, los agricultores, acabada la trilla, terminaban yendo al pueblo con las caballerías cargadas de talegas llenas de grano, las cuales pesaban lo suyo, es decir lo justo para que no se descojonasen los animales. Casi siempre se tenían que realizar varios viajes, haciendo padecer, quizá más de la cuenta, a los sufridos acarreadores.

Si se decidía trillar en el pueblo, volvía todo el grupo de segadores a casa, y sin tardanza, se continuaba con lo que se llamaba acarreo, que consistía en llevar los fajos desde los campos, que, como queda dicho, a veces estaban muy lejos del pueblo, hasta las eras que había en los alrededores. Estas eras se compartían con otros propietarios y tenían anexos los diferentes pajares. Cada propietario, a base de acarreos, iba acumulando en las proximidades de la era su cosecha, amontonando en fajinas los diferentes cereales.

Esta labor de acarreo generalmente era incumbencia del cabeza de familia o de los hijos mayores, ya que no todo el mundo era capaz de cargar bien las caballerías de manera que no se quedase la carga por el camino. Se requería fuerza para sujetar bien los fajos con las sogas, y saber de qué forma había que colocarlos para que no se fueran descolgando y acabaran finalmente en el suelo.

Los burros, que durante la siega estaban todo el día mirando dulcemente a los segadores, cuando tocaba el acarreo las pasaban “moradas”, sudando lo suyo. El amo, durante el camino de ida hacia el campo, iba montado dando cabezadas debido al enorme madrugón y siempre a riesgo de venirse al suelo. Una vez en el campo, cargaba las caballerías, que solían ser dos, con seis fajos cada una y luego regresaban, amo y burros al pueblo, aquel arreglando de vez en cuando las cargas y los burros aguantando el tipo como podían, aunque se les notaba más animados en el momento que se les orientaba mirando hacia la población, seguramente imaginando el contenido del pesebre. Esta labor de acarreo siempre me pareció poco fatigosa para quien la realizaba, seguramente porque yo nunca la hice.

La trilla era otra de las labores en que participaba toda la familia con su caballería y la del coyundero, esta prestada como habíamos dicho, porque para trillar se necesitaban dos caballerías. Si se tenían dos caballerías en propiedad, la cosa era más sencilla, pero como se puede intuir fácilmente, esto tenía otra clase de inconvenientes.

El día de trilla se extendían de buena mañana los fajos en la era y a continuación se deshacían, de forma que quedase la mies lo más desordenada posible, y se iban reuniendo y guardando para el año siguiente los vencejos. La mies extendida se denominaba parva, que tendría un espesor de unos 30 a 50cm y debía ser lo más uniforme posible en cuanto al espesor.

A continuación se aparejaban las caballerías con las colleras y las trilladeras, al final de las cuales había un gancho de forja al que se enganchaba el trillo por medio de un fuerte anillo muy bien sujeto al mismo en su tercio anterior. Los respectivos ramales bien unidos a las cabezanas de las caballerías quedaban situados a derecha e izquierda en manos del trillador, sirviéndole para dirigirlas, ya que éstas la mayor parte del tiempo iban medio dormidas.

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