viernes, 5 de junio de 2009

MIS MAESTROS –Don Miguel-

En 1947 se nos fue don José y nos quedamos un poco huérfanos, pero enseguida nos rehicimos, pues los niños en general no guardan luto durante mucho tiempo; aunque siempre hemos recordado, al menos yo, a aquel extraordinario maestro, como bien puede apreciarse en mis anteriores escritos.

De los siguientes maestros recuerdo más bien lo que se refiere a sus figuras y personalidades, ya que los niños observan atentamente a sus maestros incluso en su forma de vestir y apariencia general. También me vienen a la memoria pequeñas anécdotas del interior de la clase, pero sobre todo las cosas que hacíamos en las inmediaciones de la escuela.

El primer maestro que ocupó la vacante de don José fue don Miguel, que tendría unos 30 años, era de estatura media y fuerte complexión, y estuvimos con él algo así como medio curso. No sé de donde procedía, porque mi curiosidad no llegaba a tanto en aquella etapa de mi vida.

Don Miguel se caracterizaba por ser muy atildado. Iba siempre impecable de los pies a la cabeza y le gustaba llevar trajes grises de chaqueta cruzada. Fumaba con boquilla y su pelo y peinado eran impresionantes (cuando hablamos de él con compañeros de aquellos cursos coincidimos en destacar su peinado). Siempre llevaba el pelo largo aunque limpio y bien cortado; se peinaba a raya pero las sienes las peinaba hacia atrás con visibles rayas del peine, resultando su peinado una obra de arte completada por lacas y abrillantadores. Usaba bigote, detalle que no era habitual en aquellos tiempos y, como era de esperar, lo llevaba siempre perfectamente recortado. Caminaba muy erguido y siempre en línea recta, sin descomponer para nada la figura.

En clase no recuerdo que nos enseñara nada nuevo, aunque hacía correctamente su trabajo; así que lo que habíamos aprendido con don José lo fijamos más si cabe en la memoria. Don Miguel pegaba poco pero le teníamos respeto porque sabía imponerlo y además le ayudaba su seriedad característica.

El sistema de los bofetones preferido por don José se sustituyó por los punterazos dados en la mano con el puntero de madera que se usaba para señalar en la pizarra. Yo tuve la suerte de no probarlo, así que no sé con exactitud el daño que hacía; pero veía que cuando a alguno le aplicaban este castigo se llevaba la mano rápidamente al sobaco o se la metía directamente en la boca para intentar mitigar el dolor, así que parece que no tenía nada de agradable. Por otra parte el nivel de castigo era proporcional a la fuerza aplicada y guardaba relación también con la forma de poner la mano, ya que podía estar plana, o con los dedos juntos hacia arriba en la forma que llamábamos “capullo” en la que los golpes resultaban más dolorosos. El maestro tenía que sujetar con fuerza el brazo del reo pues, en caso contrario, en el momento de bajar el puntero el alumno movía la mano y el maestro fallaba el punterazo. Entre los chicos circulaba la especie de que si se preparaba la palma frotándola bien con ajo se rompía el puntero y algunos incluso la creían puesto que, sin demostración en contra, uno puede creer cualquier patraña. Nadie sometió a prueba la hipótesis del ajo, fuera por desconfianza en el resultado o por cogerle siempre el castigo completamente desprevenido y no ser pertinente decirle al maestro que esperase un poco para prepararse con ajo la superficie receptora.
Algunas veces en que las faltas se consideraban menos graves, o bien no se tenía a mano o en buenas condiciones el puntero, se aplicaba el castigo sobre la palma de la mano con la regla (en aquella época eran de madera) y al golpe se le llamaba palmetazo.

El caso es que a partir de don José, como si se hubieran puesto de acuerdo, todos los maestros usaron estos nuevos métodos de castigo, aparte de un repertorio de otros menos dolorosos físicamente, como poner al castigado un rato de pie de cara a la pared o incluso de rodillas. Diré una vez más que nadie se escandalizaba de estas prácticas y los que habían sido castigados se guardaban bien de decirlo en sus casas por si les sobrevenía alguna colleja de propina por parte de sus padres, que daban el castigo del maestro por justo y merecido sin duda alguna, pues tal era el respeto y confianza que se les tenía a los maestros en aquella época.

Tuve yo un amigo, mi amigo Satur, que era de Ruesta, un pueblecito de Huesca. Sus padres eran muy amigos del maestro y en las frecuentes reuniones su padre le preguntaba por la marcha de mi amigo, y el maestro le contestaba: "pues va bien, pero enreda mucho”. El padre le respondía: “pues dele, dele”. Mi amigo cuando lo contaba decía: “y vaya que si me daba… ¡Y anda que no disfrutaban mis compañeros! Eso sí, menos uno que se compadecía y venía a mi lado y me decía todo compungido: “mecagüen…, ¿te ha hecho daño?”. Pongo este ejemplo para significar que en algunos casos el hecho de los castigos era una muestra del interés del maestro por el alumno, e incluso de una relación de amistad del maestro con los padres.

Le conté a un amigo de Zaragoza que nuestros maestros nos daban alguna colleja y me dijo que él fue a un colegio religioso con el hermano X y aquel si que daba no collejas o bofetadas, sino verdaderas “hostias” (debía de ser por su vocación religiosa).

Hoy llamamos a aquellos castigos “tremenda represión”, pero es necesario tener en cuenta que para valorar cosas de otros tiempos hay que saber situarse en aquel contexto, lo cual aunque parezca fácil no se consigue totalmente. Yo tengo la percepción de que dentro de unos años, cuando se hable de nosotros y se diga que nos alimentábamos de animalicos dirán que éramos unos caníbales (ya se comienza a pensar muy mal de cuando comíamos gorriones como bocado exquisito) y que solo es normal comer vegetales. Y más adelante, si se implanta otro tipo de alimentación, lo dirán de los vegetarianos, por haber comido seres vivos como son las plantas. Es decir que lo que parece lo más normal y no suscita ningún cargo de conciencia en algunas épocas, se ve algunas veces, cuando las circunstancias cambian, como una barbaridad. Ya he dicho alguna vez y así lo creo, que algunos maestros se pasaban con los castigos y que como todo hijo de vecino se equivocaban y cometían injusticias; pero esto sucede con muchas cosas, e incluso es posible pasarse por defecto, cosa que también sucede, por cierto con muy malos efectos, en la educación actual.

Me ha parecido oportuno romper una lanza a favor de aquellos maestros que no eran seres sin conciencia, como no lo eran los padres cuando merecidamente daban una zurra a tiempo a los hijos. La prueba de que no era perjudicial es que estas cosas (respaldadas por un cariño) no nos crearon traumas ni cosas raras (ver mis relatos sobre “los dos lapos de mi padre”). La falta de cariño, aunque se acompañe de buenas palabras, sí que crea serios problemas psicológicos.


Los maestros que yo conocí los juzgué (y los niños no perdonan así como así) como buenas personas. Don José castigaba quizá excesivamente, pero todos, si nuestro comportamiento era normal (que también a nosotros había que “atarnos corto”) nos tenían aprecio y deseaban lo mejor para nosotros.

Estas apreciaciones, que pudieran considerarse como excesivamente benevolentes con los maestros, no las hago por vinculaciones afectivas, sino porque me parece que estamos siendo un poco injustos con ellos y solo vemos el platillo de la balanza de lo censurable (que, insisto, tiene atenuantes) y restamos importancia al de sus desvelos, ayudas, e importantes aportaciones a nuestra formación personal.

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