viernes, 26 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (I)

Hace unos 60 años, en cada casa de mi pueblo se encargaban de producir el pan que consumiría la familia durante todo el año.

El proceso para disponer de pan era muy largo y la posibilidad de tenerlo durante todo el año era la garantía de que uno de los principales problemas de la alimentación familiar estaría resuelto. Por ello la familia dedicaba a este asunto los máximos esfuerzos. Por el contrario, si una familia no conseguía el pan suficiente, la preocupación era constante, y al final se veían obligados a pedir dinero prestado a quien lo tenía, pagando a veces por él un elevado interés. Esto solía ocurrir, de vez en cuando, allá por la primavera. Salvo los agricultores más ricos, que eran una minoría, los demás a duras penas conseguíamos cada año el pan estrictamente necesario para cubrir las necesidades familiares.

Lo normal era disponer de uno o de dos burros, que eran las máquinas de los mil usos. Servían para todo, pero siempre estaban comiendo. Cuando se tenía una sola caballería, término genérico que se utilizaba para referirse tanto a burros como a burras, machos, mulas, etc., se llegaba al acuerdo con algún agricultor del mismo nivel para prestarse mutuamente las caballerías, de acuerdo con las necesidades de ambos. A este acuerdo se llamaba acoyundar y, por raro que parezca, funcionaba bastante bien. Ciertamente las caballerías prestaban un servicio, pero a su vez requerían tal atención y consumían tanto en alimentación, que muchas veces no se sabía quién trabajaba más para quién, si el burro para el amo, o el amo para el burro. El caso es que el fallecimiento de una caballería era una desgracia para la familia, ya que, cuanto antes, había que comprar otra, con lo escaso que estaba el dinero y lo caras que eran. Además estaba el aspecto sentimental, ya que frecuentemente el animal fallecido había llegado a ganarse, merecidamente, el aprecio de toda la familia.

El primer paso para llegar a tener pan era la siembra del trigo. Al mismo tiempo se sembraba cebada centeno y avena, estos ya principalmente para el burro, según queda insinuado anteriormente. La siembra requería una adecuada humedad de la tierra, es decir un buen tempero. Entonces se quedaba a la espera de que naciera bien, lo que muchas veces era dudoso, porque se había sembrado con mal tempero, es decir casi en seco.

En todas estas labores de siembra la herramienta principal era, como es bien sabido, el arado romano, el cual no era cómodo de usar, transportar y almacenar, pero era eficaz, fiable y sencillo. En definitiva este método de labranza fue muy útil a lo largo de muchos años. Con frecuencia se habla de él en forma injusta y despectiva, pero creo que alguna vez tendrá el reconocimiento que se merece.

Una vez nacido el trigo, era preciso que lloviera lo suficiente para tener buena cosecha, lo cual casi nunca sucedía. Al menos yo no recuerdo haber visto una buena cosecha más que cada cinco o seis años. En verano, el trigo superviviente a los distintos contratiempos quedaba listo para la recolección, es decir, para la siega.

La siega se realizaba exactamente en la época del año en que son posibles y probables las tormentas, algunas de ellas con pedrisco, que podía malograr completamente la cosecha, porque los pedriscos a veces eran, según se decía, “como huevos de paloma”. Yo huevos de paloma no he visto, porque no es fácil, pero tengo clara la idea de su tamaño por el de los pedriscos, que a esos sí que los he visto unas cuantas veces. Ante el peligro de las tormentas, se trataba de segar “contra reloj” que diríamos ahora. Entonces la expresión era “a toda leche” que tampoco tiene mucha lógica. El caso es que en cuanto la mies estaba a punto, había que recogerla cuanto antes, como es natural. De acuerdo con esta circunstancia y gracias a la solidaridad imperante, los que podían ayudaban a segar a familiares y amigos, formándose casi siempre tajos compuestos por unas cuantas personas. Alguno que otro segaba sin ayuda, pero una sola persona segando, con el burro atado en un ribazo, ambos bajo el inmisericorde sol del verano, es una de las situaciones penosas que pueden imaginarse.

En el proceso de segar se iban generando primero gavillas, que son fajos pequeños. Con varias gavillas superpuestas atadas con vencejos, que son sogas de esparto de 2m más o menos, se formaban los fajos, que se agrupaban en fajinas, que eran como prismas triangulares tumbados, o por decirlo más correctamente, apoyados por una de sus caras laterales. En estas fajinas, los fajos quedaban apretados unos contra otros, muy bien asegurados. Las fajinas se medían en fascales; así, se decía: esta fajina es de un fascal, de dos, de tres y así sucesivamente, teniendo en cuenta que un fascal equivale a 30 fajos. Estoy seguro de que en estos momentos pocos jóvenes de Ariño saben lo que significan estos nombres que entonces eran de uso normal y corriente y los conocía todo el mundo. Algunos de estos nombres, aunque en principio creamos que son expresiones ya caducadas, figuran todavía en los diccionarios.

En las casas que tenían poco para segar y por tanto les sobraba algo de tiempo, se solía espigar, que es recoger en el rastrojo las espigas que se habían ido cayendo durante la operación manual de la siega. Esta labor de recogida también se hacía a veces en el camino de regreso, generalmente por los chicos (ya que debido a su agilidad se agachan y enderezan sin problemas), y se llegaba a casa mostrando con orgullo un hermoso manojo de espigas destinado a las gallinas del corral, que lo recibían alborozadas.

Como vamos viendo, se aprovechaba todo. Incluso había quienes, en un capazo, iban recogiendo por los caminos los boñigos que dejaban las caballerías. Los límites de aprovechamiento dependían del nivel de necesidad de las familias, aunque pocas andaban muy holgadas. En estos casos solía venirnos a la memoria aquello de: “cuentan de un sabio que un día. . .”

La labor de segar se compaginaba con la de regar la huerta. Algunas veces tocaba segar por el día y regar por la noche. ¿Y dormir? Con frecuencia se dormía en la propia huerta esperando el turno de riego y otras veces se dormía por los caminos, montados en las caballerías. Algunos terminaban en el suelo, contratiempo que se guardaban de divulgar, para no servir de cuchufleta a sus convecinos. En fin, se dormía donde y cuando se podía, o cuando el cuerpo se declaraba en total rebeldía.

Durante esta época de la recolección del grano, se empleaban en ello todas las horas del día y unas cuantas de la noche; por supuesto, los sábados y domingos, apenas contaban a efectos festivos.

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