sábado, 27 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (II)


Los tajos de segadores que hemos apuntado antes, los componían personas de todos géneros y edades: se veían hombres, mujeres, abuelos, personas de mediana edad, niños y niñas. Todos hacían algo en la medida de sus posibilidades, aunque verdaderamente los chavales pequeños, además de llevarles el botijo a los segadores, lo que más les divertía era perseguir a toda clase de bichos, coger flores (esto más bien las niñas­­) e inventar toda clase de chorradillas. Para ellos, aparte de arrancar las matas que podían, la ocasión era una fiesta, sobre todo por ver reunidas a tantas personas, situación que les encantaba.

A veces aparecía una ayuda imprevista, como la llegada de un pastor amigo con su ganado. Después de los saludos de rigor, pedía una hoz y se ponía a segar un rato con todos. Además ordeñaba alguna de sus cabras y regalaba un puchero de leche. En justa correspondencia se le invitaba a merendar y se le animaba a beber unos buenos tragos de vino. Todo con una fraternidad admirable. A mí todo esto me parecía muy bien, aunque yo entonces era muy pequeño para que mi parecer fuera tenido en cuenta.

Las herramientas que se utilizaban para segar eran las hoces, las zoquetas y nada más. Con una hoz, o fal (que también así se llama) unos vencejos, un botijo con agua y un burro para llevar y traer al segador y a los escasos aperos necesarios, ya se podía segar; aunque con poca ayuda, insistimos en que la situación era pesada, aburrida e interminable.

Las hoces siempre funcionaban razonablemente bien, apenas se desgastaban y ni siquiera se perdían. Supongo que las fabricaban en el Norte, ya que ello tenía su miga y entonces las cosas de buen acero solían hacerse en Las Vascongadas. Aunque las hoces fueran viejas, seguían cortando bastante bien. Las zoquetas eran como unos rudimentarios guantes de madera que servían como protección de la mano que sujetaba la mies. Llevaban un agujero para que “respirasen los dedos” y una beta, que así se llamaba a una cinta para sujetar la zoqueta a la muñeca izquierda (si el segador era diestro). Esta cinta siempre era negra porque si de principio había sido blanca, con el tiempo acababa siendo también negra. Era curiosa la forma de sujetar la zoqueta a la muñeca: difícil de explicar aquí, pero el caso es que resultaba fácil de ajustar la tensión y además no molestaba, a pesar del trajín que en la operación de segar llevaba la mano izquierda. De todos modos aquellas manos se quejaban muy poco, todo sea dicho. Estas zoquetas también eran eternas y con los roces cada vez más finas al tacto. Ahora las vemos, colgadas de las paredes, como muestra de objetos raros, y la gente las mira con expresión intrigada.

Al parar temporalmente o definitivamente de segar, cada segador ataba la zoqueta al mango de la hoz, y allí se quedaba colgando. Luego se juntaban todas las hoces y se envolvían con una tela de saco, asegurando el conjunto con una cuerda bien atada. Estas maniobras de seguridad todo el mundo las aplicaba, porque se sabía, sin lugar a dudas, que las hoces descontroladas son herramientas peligrosas.

Finalmente, respecto a las zoquetas diré, que cuando dormía en casa de mis abuelos y de madrugada, muy temprano, oía abajo, por el patio empedrado, el ruido de las zoquetas chocando unas con otras y captaba el ajetreo de los preparativos para ir toda la familia completa a segar al puerto (que era donde mis abuelos tenían una masía y unos cuantos campos) para estar allí varios días, sentía una inmensa alegría, de esas que bastantes veces sienten los niños; hecho que a los mayores nos pasa desapercibido, por falta de atención al recuerdo de nuestras propias vivencias infantiles.

La calidad de la comida durante la época de la siega era la mejor de todo el año: como se realizaba un ejercicio agotador, había que proporcionar al cuerpo calorías abundantes; así que para esta ocasión se reservaban el jamón bien curado del año anterior (aquel si que era buen jamón) y las conservas en aceite de cosas selectas del cerdo: chorizo, longaniza, lomo y costillas. Al mediodía se comía de caliente que solía ser: rancho de patatas con carne, patatas con judías y cosas del cerdo, etc., etc. No recuerdo que comiéramos segundo plato, ni postre; quizá olivas que eran un complemento alimenticio muy socorrido y frecuente, por tener muchas y buenas calorías y ser fáciles de conservar. Era divertido ver comerlas haciendo seguidamente puntería soplando con fuerza los huesos, aunque algunos hombres alardeaban de comerlas con hueso y todo, y otras veces las trituraban con los dientes, demostrando la fuerza de las mandíbulas y el buen estado de la dentadura.

La comida se terminaba con unos buenos tragos de vino del tonelillo o de la bota, y acto seguido se reemprendía el trabajo sin contemplaciones a la digestión, a la siesta, ni a nada. Yo creo que se hacía porque, de seguir un rato más sentados, hubiera sido muy difícil levantarse después. Por otra parte la comida se hacía muchas veces a pleno sol, ya que en el monte no había árboles y las sombrillas ni siquiera se habían inventado y el estar a pleno sol obliga, como mal menor, a levantarse y continuar segando.

Por la tarde se hacía una parada para merendar, y entonces se servían en bandejas unas magras y unos bocados de conserva que se agradecían, aparte de por su valor intrínseco, porque la merienda representaba un respiro en el esforzado trabajo realizado después de la comida. Esta merienda era como un coffee-break a lo bestia, aunque entonces esta expresión inglesa nadie la conocía ni falta que nos hacía.

Todo aquel grupo de gente tenía sus necesidades fisiológicas: cuando menos mear e incluso cosas mayores. Para evitar el indecoroso espectáculo a las posibles miradas, se contaba con los romeros, que solían abundar por los alrededores; y si había alguna sabina, que son más voluminosas, mejor que mejor. El papel higiénico eran las piedras, ya que el papel auténtico no solía verse más que en las escuelas y en las carnicerías para envolver la carne.

A veces, a alguien se le cortaba la digestión o tenía algún malestar interno. En estos casos, el tratamiento siempre era beber un vaso de gaseosa efervescente, que se preparaba sobre la marcha, echando en un vaso de agua dos sobres de distinto color de la marca Armisén, que reaccionaban rápidamente y había que beber a toda prisa. Era raro que con estos zarandeos y las explosiones de las burbujitas no se acabara remojando también los ojos y las barbas del paciente; pero, de cualquier modo, fuera por el efecto placebo, o fuera por lo que fuera, el caso es que el afectado pasaba a encontrarse mejor al cabo de poco rato. Este tratamiento era válido incluso para las caballerías, en cuyo caso se ponía dosis doble o triple, se añadía también aceite, se metía todo en una botella y, tras acostar a la caballería (lo que requería gran esfuerzo y habilidad), se le hacía tragar el “combinado” a viva fuerza, metiéndole el cuello de la botella por el lateral del morro, a pesar de los esfuerzos del animal por evitarlo. El primer indicio de los benéficos efectos de la medicina era un sonoro eructo mayor, como es de suponer, en el caso de los animales, pero no despreciable en el caso de las personas.

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