miércoles, 11 de marzo de 2009

Los llamaban locos

Hubo en Ariño una familia muy popular cuyos progenitores eran el tío Javier (lo llamábamos el tío Javiel) y la tía Jacoba. El tío Javiel había nacido en Ariño y era un hombre un poco raro. La imagen que tengo de él, de cuando yo era un niño, es que hablaba en voz alta con un acento especial y llevaba la cabeza muy levantada como si se sintiese algo superior al entorno. La tía Jacoba al parecer era de Alfajarín y tenía aspecto de ser muy buena mujer. La recuerdo pequeña y andando con cierta dificultad, siempre trabajando en la carnicería que tenían en la replaceta del médico.

De aquel matrimonio nacieron tres hijos varones cuyos respectivos nombres de mayor a menor eran Antonio, Joaquín y Pascual, todos buenas personas, pero tenían también un punto de rareza que debía de ser motivada por algún gen heredado del padre.

El mayor, a quien llamaban el Antonio “el Loco”, estaba ingresado en “el Psiquiátrico” de Teruel cuando tuve conciencia de él, pero pasaba temporadas en el pueblo, donde te lo encontrabas por los caminos de la huerta donde menos lo esperabas. Decía mi padre que en alguna de aquellas visitas en invierno le habían visto bañarse en el río con el agua helada. Este detalle era suficiente para que la gente desconfiase de su cordura. Él tampoco se interesaba por la gente, actuando como si pasase de todo y de todos. En su etapa de normalidad se había casado y tenían un hijo que era varios años menor que yo y vivía con sus abuelos. Este chico, que también se llamaba Javier, tenía aspecto de muy inteligente y era bueno, simpático y amable.

Al Antonio, cuando era joven, se le consideraba de una inteligencia superior a la media y ejercía el oficio de barbero, practicante y sacamuelas. Teniendo en cuenta lo que ahora conocemos de su evolución, el imaginarlo manejando aquellas navajas alemanas de afeitar que utilizaban entonces no deja de producir un cierto escalofrío.

He tenido interés en hacer los anteriores apuntes sobre esta familia porque entre todos ejercían una cierta influencia en Ariño y porque existen algunas vinculaciones con la persona de la que voy a hablar a continuación, que es el motivo central de este relato.

Se trata del Vicente “el Tormos” a quien algunos llamaban también el Vicente “el Loco”. Hacía cosas extrañas, lo que en Ariño se consideraba siempre como signo de locura. Concretamente, a pesar de que tenía varios familiares, vivía aislado por decisión propia, en un corral (con una zona cubierta) próximo al “cerradillo”, rodeado de varios animales: un macho, un cerdo, varias reses y algunas gallinas. Te lo encontrabas por los caminos siempre acompañado por su macho y a veces por las ovejas y, cuando le saludabas con un “¡hola Vicente!”, te contestaba “¡holaaa…!” y esta era toda la conversación. Llevaba siempre una gorra de aquellas negras que le hacía de visera para que no le molestase el sol en los ojos y ello le obligaba, para ver bien el camino, a llevar la cabeza muy levantada. También tenía una forma especial de caminar con pasos largos y lentos; parecía como si en su niñez hubiera aprendido a caminar pasado el momento preciso. El aspecto, como es lógico dados los antecedentes, era descuidado y sobre todo sus barbas y su pelo necesitaban muchos más cuidados de los que les dedicaba.

En cierta ocasión el Antonio (el hijo del tío Javiel) movido por un curioso impulso de solidaridad que se da entre personas que intuyen tener algo en común, fue a hablar con el Vicente y le propuso que pasase por su barbería para adecentarle la barba y el pelo gratuitamente, a lo cual este le contesto: “¡Ah no!¡Yo no entrego mis barbas en manos de un loco!”.

Esta frase se hizo famosa y la gente la relacionaba con aquello de “la sartén le dijo al cazo” y en general se le daba a la anterior entrevista el tratamiento de un chascarrillo más.

Siguiendo con el relato de las actividades del Vicente diré que solía ir con frecuencia a un campo de olivos que tenía en “el Batán” cerca de “el Plano” y utilizaban, él y su macho, una cueva próxima como refugio. Para ir a dicho campo necesitaban cruzar el río Ariño y el Martín y este era bastante caudaloso. Un día al regresar al pueblo ya anocheciendo, al cruzar el río Martín, el macho, que ya era viejo, se desplomó en mitad del río. El Vicente lo descargó como pudo pero el macho ni siquiera así tenía fuerzas para levantarse. Acudieron algunas personas en su ayuda pero tampoco consiguieron levantarlo. Puede que el agua fría le produjera una hipotermia o que su viejo corazón estuviera dando sus últimos latidos; el caso es que, después de muchos esfuerzos, desistieron de sacarlo del agua. Y así falleció el macho, a pesar de que hasta el último momento mantuvo la cabeza fuera del agua y podía respirar.

Estas imágenes del Vicente desesperado viendo que se le estaba muriendo el macho, y otras en que me lo imagino velándolo durante gran parte de aquella aciaga noche, me producen, cuando las recuerdo, una inmensa pena.

Mi vida lejos de Ariño hizo que dejase de tener noticias del Vicente y no sé qué más pasó con él, pero siempre lo recuerdo con cariño y con tristeza. Con el tiempo he visto que su apodo no refleja la realidad ya que para mí aquel hombre no estaba loco, porque no hizo nada que pudiera acreditarlo como tal. Estoy convencido de que simplemente se trataba de una persona autista, condición que le incapacitaba para relacionarse socialmente. Lo veo como una buena persona víctima de una situación que entonces no tenía remedio.

Cuando reflexionamos sobre si “el progreso” vale siempre la pena, dudamos de ello por lo mucho que perdemos a cambio de lo que ganamos con él; pero no me cabe duda de que, en el tratamiento de muchas problemáticas personales como la de nuestro Vicente, actualmente estamos en una situación muchísimo mejor que en aquellos tiempos.

Para terminar confieso que siempre he sentido la necesidad de solidarizarme con la humilde figura del Vicente “el Tormos” porque, sin serlo, la gente lo llamaba loco; aunque tampoco la locura sea una deshonra, sino simplemente una enfermedad (y las hay mucho peores).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy ameno como siempre, terminare conociendo Ariño y su historia.
Me sigue sorprendiendo como recuerdas los nombres y apodos

Salvador Macipe dijo...

Apreciado Anónimo, tu comentario, aunque corto, tiene bastante “miga”; por eso requiere una contestación algo extensa:

Estoy contando cosas de Ariño que las he vivido o me las han dicho, para que no se pierdan porque forman parte de la historia de nuestro pueblo. Si además os resultan amenas me parece estupendo.

Aparte de conocer Ariño y su polifacética microhistoria es posible que, por conocimiento y por contagio, acabes también queriéndolo. No serías el primero a quien esto sucede.

Los niños tienen una memoria extraordinaria porque es su principal herramienta intelectual; sin embargo yo mismo, rebuscando en mis recuerdos, me sorprendo de lo clarísimas que tengo muchas vivencias infantiles.

Los apodos son un recurso en los pueblos que han sido endogámicos durante siglos. Los nombres y los apellidos se repiten y esto significa un problema de comunicación. Por eso, sin proponérnoslo expresamente, hemos recurrido al método de los apodos que son más determinantes y al, contrario que los apellidos, normalmente tienen sentido y son fáciles de recordar. Lo malo es que tienen efectos secundarios ya que algunos apodos son terribles y a veces los usa todo el mundo a regañadientes de los propios adjudicatarios.

Gracias por tu comentario y un cordial saludo.

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