lunes, 20 de abril de 2009

MIS MAESTROS-Don José (II)-

Don José estaba recién llegado al pueblo, era natural de Cuenca y tendría unos 30 años. Mediría como 1,75m, es decir que entonces se le consideraba un hombre bastante alto. Era recio, guapote, cabeza grande con incipiente papada, pelo negro algo ensortijado y siempre bien peinado. Su voz era agradable, como aterciopelada, (parecida a la del actor aragonés Gabriel Latorre). Vestía, como todos los maestros de aquella época, pulcramente, es decir: chaqueta, corbata, pantalón bien planchado, etc., y en clase usaba en invierno un elegante jersey de lana marrón hecho a mano, con botones a juego.

Estaba casado con una señora guapa y elegante que, al parecer, era valenciana. Recuerdo que Iranzo una vez en la ronda de los quintos, en Año Nuevo, le cantó en su puerta -haciéndole de apuntador Francisco Valiente (e.p.d.)-, la siguiente jota, como siempre muy acertada:

En la huerta de Valencia
No solo se crían flores,
Que se crían valencianas –asómate niña y verás…-
Tan bonitas como flores…

No tenían hijos y vivían, lo que no hicieron los maestros siguientes, en una cómoda casa de SAMCA, próxima a la que se utilizaba como clínica de la empresa.

Se rumoreó que había sido profesor de Instituto y llegaba a este pequeño pueblo de Teruel como castigado por su posicionamiento de izquierdas durante la guerra civil española. Nosotros, sus alumnos, no llegamos a saber nada sobre sus ideas políticas porque no las mostró en ningún momento o no supimos verlas y, sobre todo, porque el tema no nos interesaba en absoluto. El caso es que nos daba la clase obligatoria de historia sagrada, nos llevaba en fila a misa cuando era necesario, y no le oímos ningún comentario ni a favor ni en contra del régimen vigente; es decir que ante nosotros se comportó siempre como totalmente apolítico.

En la clase de don José entré de la mano de mi vecino y amigo Manuel “el Pelegrín” que era varios años mayor que yo y de momento el maestro me permitió instalarme al lado de mi mentor, en la sección de los mayores. Con don Basilio yo no había llegado a hacer problemas de matemáticas así que, como don José tenía mayores pretensiones, comenzó a ponérnoslos con frecuencia y mi amigo Manuel me ayudaba a resolverlos diciéndome “este es de sumar, este de restar y así sucesivamente”. Yo comprendía que aquello era trampa y no era serio e intentaba adaptarme a la nueva situación pero no daba con el mecanismo mental necesario; sin embargo poco a poco fui avanzando hasta que no fueron precisas aquellas ilegales ayudas del Manuel, que por su buena intención siempre he agradecido. Otro chico mayor que yo, que se movía por la misma zona media de la clase, era Ernesto Macipe que también me tomó bajo su protección porque hasta que tuve cinco años habíamos sido vecinos ya que yo vivía con mis abuelos en la calle de salida al Calvario y él a corta distancia. A pesar de que el Ernesto era una persona no demasiado sociable, siempre nos tuvimos aprecio y sentí que después de unos problemas cardíacos que lo llevaron a un trasplante de corazón, mi protector de aquella etapa infantil finalmente falleciera, cuando era bastante joven. Descanse en paz mi buen amigo Ernesto.

Con aquel maestro fui aprendiendo muchísimas cosas, entre lo que iba dirigido a mí y lo que oía destinado a los mayores, de los que recuerdo como aventajados a Pepe -el carpintero-, (a quien admiraba por lo serio e inteligente que me parecía), a José Antonio Jiménez (sacerdote de vocación tardía que falleció hace muchos años en Colombia), a Santos -el hijo de la tía Visita- a quien un día don José le preguntó las partes del intestino grueso y contestó “son cuatro: ciego, colon y recto y tubo escape”. La carcajada fue general, pero siempre he pensado que en la clase de don José la respuesta fue una temeridad porque bromas como aquella podían tener funestas consecuencias. Y como a estos, recuerdo a otros, aunque no a todos.

El horario era de 9 a 1 y (con un recreo incluido) y de 3 a 5 por la tarde, pero luego había un repaso voluntario de una hora u hora y media por el que pagábamos no sé si 5 ó 10 pesetas al mes. El calificativo del repaso que también se llamaba “la clase especial” lo he escrito en cursiva ya que don José a los que no se quedaban a este repaso no los miraba con cara especialmente grata; así que nos apuntábamos prácticamente la totalidad de los alumnos, unos por interés y otros “por si acaso”. En descargo de don José diré que los sueldos de los maestros eran muy escasos y se veían obligados a proponer clases especiales para nosotros, para adultos, etc., intentando sobrevivir con cierta dignidad harto merecida. Y aquellos ingresos suplementarios buenos sudores les costaban porque siempre llegaban a sus casas ya de noche y bien cansados porque llevar adelante una clase con 40 alumnos es un trabajo especialmente duro y estresante, de lo que incluso puedo hablar por experiencia propia.

Como acabo de indicar, la clase era de unos 40 alumnos de todas edades, niveles y condiciones. Poco a poco se iban quedando atrás algunos y pasando a los primeros pupitres los más despabilados para los estudios. Era curioso que los más expertos en las actividades extraescolares como la caza de pájaros con cepos, búsqueda de nidos, lanzamiento de piedras con tirachinas, y en toda clase de juegos, eran los más atrasados en clase y viceversa; y es que aquellas “cosicas” que explicaba el maestro no llegaban a interesarles y se pasaban el rato hablando y enredando en clase. Don José, harto de aquel follón, de vez en cuando ponía a un grupo de enredadores en fila, se quitaba el reloj de la muñeca y la emprendía a bofetones tocándoles un par por destinatario y con eso se calmaba un poco el jolgorio habitual. Como a pesar de todo no conseguía un mínimo de atención y de compostura, llegó al borde de la desesperación e inventó algo con lo que casi consiguió el silencio en la clase: a la entrada de la escuela puso un botijo lleno de agua y así como íbamos entrando teníamos que llenarnos la boca con ella y mientras no tuviéramos que hablar para responder a sus preguntas, o para despedir a alguna visita con un general “usté lo pase bien” poniéndonos en pie, había que estar con el agua en la boca. Algunos espabilados se la tragaban sin justificación a pesar de lo peligroso que era y cuando don José estaba de espaldas seguían hablando; pero el maestro terminaba descubriéndolos, en cuyo caso les hacía acercarse hasta su mesa, les decía “echa el agua al suelo” y allí veíamos a los aludidos intentando producir saliva a toda prisa para simular la requerida agua, cosa que nunca se conseguía, con las consecuencias correspondientes. Este sistema actualmente parece un disparate integral, una medida medieval o de película cómica, pero entonces, por extraño que parezca, lo veíamos como algo perfectamente normal, como sucede con muchas otras cosas. Lo cierto es que a nadie le pareció impugnable el sistema y siguió practicándolo durante bastante tiempo, sin queja alguna.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy ameno como siempre, lo del botijo es genial, lo de los bofetones o palmetazos con regla o hemos sufrido los que tenemos cierta edad y se veia normal aunque no gustara nada, recuardo a mi madre y a quejarse al profesor por un bofeton que me dejo marca, por que ademas fue injusto ya que yo no era al culpable de lo castigado

Salvador Macipe dijo...

Apreciado Anónimo, agradezco tu comentario y me alegro de que te resulten amenos mis relatos.
Tienes razón en que aunque los palmetazos, los punterazos, los bofetones y hasta las hostias (que me decía un amigo) llovían por todas las escuelas y parecían cosa normal y hasta demostración de interés del profesor (que a veces “calentaba” tanto más al alumno cuanto más amigo era de sus padres), muchas veces eran castigos injustos y excesivos y, como decimos ahora, algunos maestros se pasaban considerablemente, por más asilvestrados e indómitos que fuéramos con frecuencia los chavales.
Un cordial saludo.

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