martes, 17 de agosto de 2010

Otro viaje a Zaragoza

Hacia 1955 se organizó, para las Fiestas del Pilar, un viaje a Zaragoza utilizando como medio de transporte un taxi grande que había entonces en Ariño que, debido a su gran capacidad, resultaba económico, aparte de que los horarios se podían ajustar de acuerdo con la conveniencia de la mayoría de los pasajeros. Con tales facilidades y los atractivos de esta ciudad, la propuesta resultaba muy interesante.

Yo, que entonces era estudiante no me apunté, pero sí lo hicieron dos personas que conozco bien, que a pesar de su juventud, tenían ya cierta solvencia económica, aunque no excesiva como se podrá ver en su momento.

Al día siguiente comprobé (porque nos veíamos casi cada día) que no habían regresado y sus familiares me comentaron que no habían acudido al sitio convenido a la hora de regreso acordada con el taxi. Desconocían la causa de este hecho y, aunque se mostraban preocupados, imaginaban que se trataba simplemente de una falta de puntualidad y pensaban que aparecerían en el coche de línea la tarde siguiente, como realmente sucedió. Según me explica mi informador (que fue uno de los protagonistas) el suceso dio lugar a que en sus respectivos domicilios hubiera más que palabras y que, a pesar de ser ya unos mozos, salieran de este asunto con las orejas bien calientes.

Lo sucedido, según mi improvisado cronista, había sido lo siguiente:

Efectivamente llegaron tarde a la cita de regreso en el taxi por lo que decidieron tomar el tren (un rápido) hasta La Puebla de Hijar y desde allí ir hasta Ariño con algún camión de TRAMISA o con el coche de línea que subía por la tarde recogiendo a los posibles viajeros del tren y parando en cada pueblo hasta llegar a Muniesa.

En la estación sacaron dos billetes en ventanilla y preguntaron a alguien por allí si el tren que estaba a punto de salir pasaba por La Puebla y cuando les respondieron afirmativamente se subieron a él y se durmieron de inmediato.

Les despertó el chirrido de los frenos del tren al llegar a una estación, comentaron que ya debían de estar cerca de La Puebla, y un señor que iba junto a ellos les dijo enseguida que el tren había pasado por ese pueblo, iba en dirección a Madrid y ya estaba en Pinseque a varios kilómetros de Zaragoza.

El susto fue morrocotudo al comprobar que estaban yendo en sentido contrario al previsto, y la reacción inmediata fue bajarse atropelladamente del tren cuando este iniciaba ya la salida de la estación de Pinseque.

Se encontraron, pues, en la carretera a considerable distancia de Zaragoza vestidos de fiesta, y sin una peseta en el bolsillo, ya que las últimas las habían gastado en los billetes; así que no les quedó más remedio que volver caminando durante horas otra vez a la estación de partida, mientras tomaban conciencia de que el error se debió a confundir el futuro con el pasado ya que, aunque el tren pasaba por dicho pueblo, no tenía que pasar, sino que ya había pasado cuando hicieron la consulta.

Cuando por fin llegaron a la estación dieron con un tren que sí que iba a La Puebla y se subieron a él sin billetes puesto que, como queda dicho, no llevaban dinero. Cuando le muestro a mi informador mi curiosidad por lo que tenían previsto hacer cuando pasara el revisor, me dice que cualquier cosa menos pagarle, porque esto era imposible. No tuvieron que afrontar esa papeleta simplemente porque cuando llegaron a su estación de destino el revisor todavía no había pasado, así que esta vez al menos, “les sonrió la fortuna”.

Le pregunté también cómo resolvieron lo del billete del coche de línea ya que el Juanico (es decir el cobrador) era inevitable, y me dice que le explicaron lo que les había sucedido y añade: “chico, aunque parezca mentira, ¡nos creyó y nos perdonó el billete!”.

Según hemos ido viendo se comprenden las reservas que he hecho al comienzo del relato sobre la solvencia económica de nuestros protagonistas y también he anticipado las consecuencias finales de sus andanzas, así que con esto termino este relato que demuestra, como argumenté en otro anecdotario, que los viajes a Zaragoza eran agradables, pero tenían riesgos de cierta importancia, si no se prestaba un mínimo de atención o no se iba suficientemente despierto.

jueves, 12 de agosto de 2010

Un viaje a Zaragoza

En la década de los cincuenta solían hacer los mocetes de Ariño algún que otro viaje a Zaragoza y para ello la ocasión ideal eran las fiestas del Pilar del doce de octubre.

Me cuenta un ariñero, que tampoco reside en Ariño, anécdotas sobre uno de aquellos viajes acompañado por otro chico de su misma o parecida edad, y me dice que, a sugerencia del acompañante, la primera operación que hicieron fue ir al puente de piedra y alquilar una barca de remos a la orilla del Ebro y, sin haber practicado nunca esta actividad, comenzar a remar en dirección al centro del río. Como es lógico la corriente los llevó rápidamente a donde quiso, que fue hacia una zona en la que había numerosos pescadores de caña que, enfadados por la interferencia y alarmados porque nuestros remeros corrían un peligro evidente, les gritaron para que se alejaran de allí a sitio menos peligroso e inoportuno. Los avisos tuvieron efecto inmediato y los sofocados barqueros remando como pudieron y a base de trazar la barca numerosos círculos consiguieron llegar por fin hasta la orilla, gracias a un milagro de nuestra señora la Virgen del Pilar que permanece entre los muchos no computados hasta la fecha. Eso sí, como consecuencia de los numerosos golpes al agua con los remos planos salieron de la barca con las ropas mojadas a fondo, lo que nos da una idea del lastimoso estado en que iniciaban su estancia en la engalanada ciudad.

El siguiente objetivo de su programa fue ir a alguna zona donde hubiera buen nivel de ambiente festivo y al efecto aparecieron por la calle san Miguel (o cercanías), lugar muy concurrido, donde un señor les preguntó la hora. Ante este elemental incidente mi informador se detuvo para consultar su reloj, pero su amigo aceleró el paso tomando distancia y volviendo hacia atrás la cabeza previno a su camarada, en alta voz, con estas palabras: “¡No te pares con la gente, que aun te quitarán la cartera!”. Esta actuación le sentó fatal al destinatario por ser puesto en evidencia ante los presentes y más teniendo en cuenta que el señor que le había preguntado la hora era nada menos que un sacerdote de avanzada edad vestido, como era entonces habitual, con la clásica sotana, así que el aviso no podía ser más inoportuno.

A juzgar por las actuaciones anteriores supongo que debieron de tener unos cuantos tropiezos durante el tiempo en que deambularon por Zaragoza, pero uno más, que mi informador comenta, fue que tomaron el tranvía “Venecia-Delicias”, que iba a Torrero desde la avenida de Madrid y viceversa, y aunque tenían como destino la calle Vista Alegre que se halla cerca del parque Pignatelli, no tomaron bien la referencia de donde debían apearse y cuando el tranvía estaba llegando al final del recorrido, lejos de la calle a la que pretendían ir, preguntó uno de ellos al conductor si ya estaban cerca de “la parada vista alegre” a lo cual el empleado, con aire socarrón, sin volver la cara le contestó: “No; cerca de aquí está la parada vista triste”. No le faltaba razón porque ya casi se veían la cárcel y el cementerio de Torrero que era a lo que el conductor se refería, aunque no le hubiera costado mucho ser un poco más amable y educado con aquellos usuarios del tranvía en el que se ganaba cada día las habichuelas, por más que los viera con pinta de despistados y pueblerinos.

En aquella época el ir desde el pueblo a Zaragoza efectivamente daba lugar a constantes problemas porque había muchas cosas que eran vistas por primera vez por el que venía del pueblo, como los tranvías, los teatros, la multitud de coches, las considerables distancias, etc., etc..Casi todo era diferente, incluidas las normas de comportamiento, el atuendo y hasta la forma de hablar. Cuando se permanecía durante el suficiente tiempo en esta ciudad, se volvía al pueblo con bastantes conocimientos, adquiridos muchas veces, al igual que nuestros amigos, a base de tropiezos. En algunos casos como en el de los quintos en fase de hacer la preceptiva mili, a veces no se podía evitar volver con cierto aire de suficiencia, que es lo que le sucedió al militar que protagoniza uno de mis relatos que titulo “chascarrillos”.

Zaragoza, que nos atraía de forma especial por tener a nuestra Virgen del Pilar, mostraba realmente aires de gran ciudad y había que ir a ella con cuidado y bien aconsejado, so pena de encontrar problemas, eso sí más enojosos que importantes; sin embargo el ir a nuestra capital, Teruel, no daba lugar a ninguna dificultad (salvo la del complicado viaje), porque era como un pueblo grande en el que no se sentía la más pequeña hostilidad del entorno. Quizá esto sea la razón de que quienes hemos vivido un tiempo en esta encantadora ciudad le tengamos un cariño muy especial y la recordemos de una forma entrañable.

miércoles, 7 de julio de 2010

El desmayo

Contaba mi padre que, en cierta ocasión, estando varios amigos en el café-bar del tío Pablo uno de ellos tuvo una especie de desmayo y se quedó como muerto. Trataron inútilmente de reanimarlo y cuando vieron que no respondía a los tratamientos clásicos como darle bofetadas, hacerle beber coñac o un vaso de agua, etc., consideraron que lo más conveniente era llevarlo urgentemente a la casa de sus padres situada en las proximidades del abrevadero del barrio Bajo y llamar al médico. Entre varios amigos lo bajaron, pues, hasta la calle y cogiéndole unos de las piernas y otros de los brazos iniciaron el camino hacia su casa con la limitada rapidez que permitía el peso del paciente, que era mucho. Al llegar a la bifurcación de calles que hay al final de la iglesia tuvieron dudas sobre el mejor camino a seguir ya que el del barrio Bajo era más llano y más corto pero estaba más concurrido y sería todo un espectáculo el verlos pasar de aquellas formas, y la calle de arriba tenía otros inconvenientes; así que allí seguían parados sin decidir el mejor trayecto, cuando el presunto muerto, con voz de ultratumba, dijo: “por esta, por esta calle iba yo cuando estaba vivo”. La sorpresa mezcla de rabia y de asombro hizo que todos los portadores lo soltaran a la vez y el “muerto” emprendió veloz carrera hasta el bar de partida seguido de sus amigos cargados de aviesas intenciones. Una vez que llegaron todos al bar, el enfermo imaginario les invitó a una copa, les dijo “qué bien os he engañado” y los demás le respondieron que había escapado por los pelos de recibir allí mismo un justo castigo, y le perjuraron que si alguna vez tenía un problema de verdad tendría que ir solo a casa como buenamente pudiera, pues eso había conseguido con el engaño.
Desconozco la probabilidad de certeza de este relato, pero está tan bien ambientado que si no sucedió realmente, bien pudo haber sucedido ya que era normal en aquella época gastarse bromas pesadas, ya que las sencillas no tenían suficiente enjundia. El ambiente de nuestro Ariño entonces era así, qué queréis que os diga.

martes, 22 de junio de 2010

El gua

Cuando yo era un niño (hace ya muchíiiiisimos años), nuestra necesidad innata de jugar la satisfacíamos por medio de juegos de bajo o nulo coste porque, aunque no estábamos en crisis (“momento en que se produce un cambio muy marcado en algo”), estábamos siempre bajo mínimos en disponibilidad monetaria; así que solo jugábamos con cualquier cosa que supusiera un desembolso económico insignificante.

Uno de estos juegos en Ariño era el gua. Consistía en la competición entre dos chicos (las chicas jugaban a otras cosas), provistos cada uno simplemente de una canica, que nosotros la llamábamos pitón, y era el nombre más empleado entonces en muchos pueblos de Aragón. Lo de canica se ha impuesto posteriormente.

Estos pitones eran de varias clases: de cristal (que la mayoría eran verdes y procedían de las botellas de gaseosa), de acero pulido (procedentes de rodamientos), de piedra, y de cerámica. Estos últimos eran los más utilizados, ya que los otros eran demasiado resbaladizos y además los de cristal eran frágiles, los de acero excesivamente pesados, y los de piedra más caros (la regla comercial era que uno de piedra valía por cuatro, o más, de cerámica).

Los de cerámica tenían un peso muy adecuado y solo el inconveniente de aparecer, recién estrenados, con la superficie muy lisa; sin embargo al cabo de un tiempo de uso, debido a los roces y choques a los que eran sometidos de continuo, adquiría la rugosidad óptima requerida para este juego. Al pitón que tenía las mejores condiciones de tamaño, y rugosidad y por tanto funcionaba mejor, en algunas partes se le llamaba “la tiradera” y es el que se reservaba para jugar. Los demás de cerámica se utilizaban para el pago de las partidas perdidas, como indicaremos en su momento.

Para jugar al gua había que situarse en una superficie plana para que no se produjeran rodaduras inconvenientes de las canicas, y era mejor la tierra que el cemento, porque en este último tipo de suelo los movimientos de los pitones eran más difíciles de controlar debido al menor rozamiento; sin embargo, a pesar de dicho inconveniente, tenía otras ventajas y, por ello, también se jugaba al gua en algunas superficies de cemento.

Se requería que en el suelo hubiera un pocete (llamado gua) más o menos profundo y de unos seis a ocho centímetros de diámetro, como algunos que había en la plaza mayor, que se formaron por casualidad cuando se cubrió la plaza, que era de tierra, con una capa cemento. Se ve que quedaron algunas gravillas demasiado superficiales y, con un poco de ayuda, se fueron desprendiendo, dando lugar a un par de agujeros muy adecuados para el juego que estoy explicando.

Para jugar, después de los acuerdos previos, se situaban los dos jugadores a una determinada distancia del gua y se tiraban sucesivamente los pitones tratando de dejarlos a la menor distancia posible del agujero y, con suerte, dentro de él. El ganador de esta primera operación llevaba la iniciativa en la parte siguiente del juego que consistía en los siguientes movimientos: primero el gua, que era introducir el pitón en el agujero. A continuación se hacía lo que llamábamos chiva, que era golpear al otro pitón, luego el pie, que era separarlos, por medio de un nuevo impacto, a una distancia de más de un pie; acto seguido tute, que era igual a chiva y, finalmente gua, que era meterlo otra vez en el agujero.

La práctica de todos los movimientos se hacía con las dos manos: la izquierda con el pulgar en el punto donde se hallaba situado el pitón propio en la fase correspondiente y el meñique tocando a la mano derecha, que sujetaba al pitón entre el índice y el pulgar y este dedo era el que lo impulsaba finalmente, a modo de proyectil, para lograr lo requerido en cada una de las sucesivas fases del juego.

Cuando se fallaba el tiro en cualquier fase, pasaba la iniciativa al otro jugador, empezando este por la fase en que hubiera quedado con anterioridad.

El primero que completaba todas las fases era el ganador de cada juego, y su oponente tenía que darle lo acordado, que podía ser un pitón, un cromo, una chapa, o incluso una moneda, generalmente de cinco o de diez céntimos de peseta.

Este juego era uno de los más populares y lo practicábamos continuamente. Los que tenían más habilidad llevaban siempre los bolsillos llenos de pitones que terminaban vendiéndoselos a los menos habilidosos, así que al final la habilidad se traducía en dinero, cosa que tiene su miga, y también era un detalle curioso que los chicos más expertos en estos juegos eran los que peor iban en clase, que es una demostración de la existencia de una especie de ley compensatoria que se refiere al conjunto de las facultades con que somos dotados los individuos de la especie humana.

Para finalizar se me ocurren dos observaciones: la primera, que era admirable que un juego tan simple tuviese tan gran aceptación a pesar de que había que estar todo el rato con una rodilla en tierra, y la segunda, que este juego es más fácil de practicar que de explicarlo y que algo que precisa tantas explicaciones se aprendía, viéndolo practicar, en menos de un minuto, incluso por los chicos menos espabilados, lo que nos indica la gran ventaja que tiene la enseñanza con ejemplos y ejercicios prácticos, frente a las explicaciones demasiado teóricas, como las que he utilizado en el presente escrito.

viernes, 23 de abril de 2010

La acequia del molino

Entre el manantial de “Los baños” y lo que fue molino de harina, había en Ariño una acequia que, separada del río Martín por un largo y espeso cañar y siguiendo el contorno de los huertos de “Darcos”, conducía el agua, recién nacida en los manantiales, hasta un depósito de obra anexo al molino.

Este depósito era una especie de chimenea de unos diez metros cuadrados de sección rectangular y una altura de unos cuatro. Desde arriba se veían los remolinos del agua antes de precipitarse hacia las turbinas con un estrépito considerable.

La acequia, excavada en el terreno, estaba forrada de obra de mampostería y fratasada con cemento, y mediría algo menos de dos metros de anchura y casi dos metros de profundidad. Estaba bien trazada y construida y tenía, a poca distancia de su comienzo, dos tajaderas metálicas perpendiculares entre sí, la una transversal a la acequia para cerrar el paso del agua hacia el molino, y la otra anterior y lateral para darle salida hacia el río. Estas tajaderas se accionaban manualmente cuando era necesario desviar de nuevo hacia el río el agua ya encauzada, fuera porque se precisase realizar reparaciones de las máquinas del molino, o por evitar desperfectos en ellas y el embarrado de la propia acequia, que pudieran producir las fuertes, y entonces frecuentes, avenidas del río Martín .

El caudal debía de ser de más de dos metros cúbicos por segundo y en el agua, muy transparente, se percibían barbos de considerable tamaño. Era impresionante verlos nadar enérgicamente a contracorriente a pesar de la elevada velocidad del agua. Incluso una vez vi una anguila, y a pesar de que me conocía bien los ríos de Ariño, nunca más tuve ocasión de hallar otra en ninguna parte, salvo un día en que mi tío Antonio, que era buen pescador, atrapó una, a mano, en la orilla del pozo que llamamos “La cueva de la Marta”.

El situarse a la orilla de aquella acequia infundía cierto temor porque no tenía protecciones laterales y en caso de caída accidental, dada la fuerza del agua y que no era posible asirse más que a algún que otro zarzal, existía una alta probabilidad de acabar en las turbinas del molino o en algún rastrillo de ramas que posiblemente hubiera, cosa que yo no llegué a saber con certeza. En cualquier caso significaba un alto riesgo de perder la vida.

Esta sensación de peligro y el andar por allí con cierta frecuencia, ya que mi abuelo tenía un huerto en aquella zona, hizo que me inventase un original test para determinar mi grado de integración con personas queridas, para lo cual hacía una lista mental con ellas y me sometía a la siguiente pregunta: ¿Si accidentalmente esta persona se cayera a la acequia, sería capaz de tirarme al agua para intentar salvarla? Yo mismo me llevaba sorpresas, porque la autorespuesta no siempre era afirmativa, y ello me permitía conocer por quién sería capaz de poner mi vida en alto riesgo de pérdida. Este ejercicio parece una tontería pero, sobre todo teniendo en cuenta que yo no era más que un chaval, tenía su miga. Esta ocurrencia, me sorprendió a mí mismo y, a pesar de los años transcurridos, la recuerdo siempre como un curioso ejercicio psicológico para la valoración del nivel de los afectos.

Aquella acequia, además del encanto natural del agua y de la agradable visión de los peces, me producía una gran admiración por ser una obra de gran utilidad para el pueblo, especialmente por dedicarse a mover el molino para el pan, cosa tan esencial en aquella época, y me hacía sentir una gran admiración por las personas que idearon todo aquello y gestionaron su construcción, puesta en servicio, y mantenimiento.

En estos momentos tengo entendido que dicha acequia está aterrada en el sentido físico y hasta pudiera ser que en el metafórico. No he confirmado la información mediante visita al lugar, porque estoy seguro de que me produciría mala impresión el comprobar la falta de interés que supone el despreciar la posibilidad de aprovechar la energía del agua, por ejemplo para reconvertir el molino en minicentral, como se ha hecho en muchos sitios, que permitiera incluso abastecer de forma autónoma los importantes requerimientos energéticos del previsto balneario. Hay que reconocer que generaciones anteriores, con menos medios, estuvieron mejor mentalizadas que las nuestras en estos aspectos.

Me temo que, para colmo, se trata de un error irreparable, debido a la ubicación de los cimientos de los pilares del puente que conduce al proyectado balneario, justo en la trayectoria de la acequia, en lugar de respetarla, como hubiera sido lo lógico.

Sería para mí un motivo de gran alegría saber que los aspectos del relato que he supuesto debido a comentarios oídos al respecto sin comprobación detallada in situ, finalmente no fueran ciertos; pero, mientras tanto, me propongo recordar a la acequia y al molino como eran en mi época de niño, y correr un tupido velo sobre el triste final de esta historia.

jueves, 25 de marzo de 2010

Los latones

Ante todo comenzaré por explicar qué son los latones, por si alguien no conoce estos curiosos frutos. Cuando están maduros son unas bolitas casi negras de algo menos de un centímetro de diámetro, que tienen una piel fina y dura, una pulpa amarillenta comestible de sabor dulce, y un hueso esférico de poco más de medio centímetro. Pertenecen a la familia de las drupas que son los frutos con piel, carne y una sola semilla, como las ciruelas, las cerezas, etc. Los producen los latoneros, árboles de madera noble y correosa de los que se sacan buenas varas y, si no estoy equivocado, los garrotes largos que usan los pastores. Estos árboles son raros y en Ariño hay unos pocos, llenos de polvo, próximos a la cuesta de las bodegas, a la orilla de la carretera, cerca de las huellas de los dinosaurios. Aunque el nombre de latonero es correcto, más técnico es almez, por extraño que parezca. En Zaragoza los veo plantados en los jardines públicos y en los alcorques de las aceras. A veces, cuando tienen latones maduros, cojo algunos, recordando prácticas de la infancia.

El nombre y aplicaciones eran generalmente conocidos por los chicos de los pueblos con ligeras variaciones en la denominación; en cambio los de las ciudades, cuando oían la palabra latón, supongo que pensarían que se referían a la aleación de cobre y cinc de color amarillo claro, susceptible de gran brillo y pulimento, como lo define la Real Academia.

Volviendo a las actividades de los chicos de Ariño en edad escolar que fueron objeto de mi anterior relato, había una que gozaba de gran atractivo en otoño, que era el cañoneo con los huesos de los latones. El sistema consistía en proveerse de una caña con diámetro interior adecuado y de una longitud de algo más de un palmo, cargarla con un hueso y, soplando con fuerza, lanzarlo con la mayor velocidad posible.

Menos mal que no nos explicaron entonces que algunos indígenas lanzan por este procedimiento hasta dardos envenenados, porque es sabido que los niños lo van probando todo, y aprendiendo a base del principio del escarmiento. Imagino también las dotes creativas de quien fue capaz de inventar dicho aparato relacionando los misteriosos huesecillos y la posibilidad de utilizarlos con finalidad agresiva; sin embargo la inventiva no pasó de este nivel, porque aunque el uso del aparato coincidió con nuestro conocimiento de las armas de fuego por medio de los tebeos y de las películas del Oeste, no inventamos algún sistema de carga rápida de los latones o de repetición como los utilizados por los revólveres, los rifles o las ametralladoras, aunque fuera en versión simple.

El aparato, dentro de su sencillez, funcionaba con eficacia y, si el canuto estaba bien calculado, era sorprendente la velocidad del ecológico proyectil, la rectitud de su trayectoria y la energía del impacto. Eso sí, como queda insinuado, la recarga para un nuevo lanzamiento era relativamente lenta, lo que le quitaba capacidad combativa.

La problemática principal de este digamos juego, era el acopio de los latones, ya que, como he indicado, en Ariño no había latoneros productivos; así que había que ir hasta cerca de la sima de san Pedro a buscarlos, porque allí estaban los más próximos. Esto representaba dos problemas: uno era la distancia de varios kilómetros, y otro, que se hallaban en el término de Oliete, y los zagales de ese pueblo también los utilizaban. Y comoquiera que las relaciones entre los chicos de los pueblos vecinos, si no había un factor moderador no eran especialmente amistosas, el encuentro de las dos bandas de aspirantes a la recolección solía terminar en combate a pedradas, técnica en la que había unos cuantos expertos en ambos bandos y, aunque el arte de esquivarlas se dominaba muy bien, no era extraño regresar al pueblo con algún combatiente descalabrado.

El caso es que, de una u otra forma, muchos chicos llevábamos bolsilladas de latones, de huesos de latón, y la famosa caña. Luego, dependía de la mentalidad de cada uno el uso más o menos agresivo que de este equipo se hiciera. Algunos tenían la mala sombra de tirarles latones a las chicas, que no eran partidarias de este tipo de “juegos” y por tanto existía ventaja sobre ellas, aunque también se tenía muy en cuenta los “rebotes” que podían sobrevenir de los amigos y familiares de las mozas, como consecuencia de tales agresiones.

Con todo, lo más divertido era disparar contra otro chico equipado reglamentariamente y, era ya la repanocha, cuando a veces se producían tiroteos entre grupos organizados cuidadosamente en dos bandos participando los chicos más aguerridos.

Yo siempre consideré este juego como algo peligroso, aunque no por ello me privé de practicarlo. Realmente en caso de darle a alguien con uno de estos proyectiles en un ojo se le podía dejar tuerto. Cierto es que era poco probable la coincidencia, pero a veces el diablo hace afinar la puntería y suceden las desgracias; sin embargo en Ariño los ángeles de la guarda, que los llevábamos siempre a mal traer y haciendo horas extras, realizaban muy bien su trabajo y, que yo sepa, nunca se produjeron en realidad estos potenciales y temibles percances.

domingo, 7 de marzo de 2010

Cada uno en su sitio


En Ariño, a partir del momento en que comenzábamos a tener uso de razón y a circular con cierta independencia en un radio cada vez mayor tomando como centro nuestras casas, intuitivamente nos preguntábamos cuál era nuestra situación en relación con nuestro entorno y, en especial, con las personas que, según íbamos descubriendo, habitaban en nuestro mismo pueblo.

La primera percepción se refería al volumen o tamaño de las personas y en una segunda etapa, afinando ya más, a su edad y situación social. Con estas actividades de nuestros virginales cerebros llegábamos a establecer grupos, lo que tenía el mérito de ser un intento de hacer una primera clasificación, ya que algo internamente nos decía que esto era esencial para seguir circulando por allí sin excesivos problemas.

El primer grupo era el de las personas mayores, que a su vez lo dividíamos en los viejos y en los casados, aunque estos fueran todavía jóvenes o de mediana edad. El siguiente era el de los jóvenes, que incluía desde mozos hasta chicos de un año más que nosotros. Otro era el de chicos de nuestra misma edad. Uno más era el de los chicos de menor edad y a continuación el de los recién nacidos y de los que andaban todavía a gatas y, por fin, el de las chicas.

Nuestras actuaciones eran diferentes según el grupo con el que tratábamos. Así las personas mayores, si no eran auténticos desastres, merecían un gran respeto, les correspondía el trato de usted y con ellos era impensable mantener cualquier polémica o causarles el más pequeño contratiempo.

Para el trato con el grupo segundo se tenía muy en cuenta la edad, que era un grado, como la veteranía en la mili. La cuestión era de tal precisión, que una diferencia de un año significaba ya un neto predominio del chico de mayor edad.

El mismo criterio se seguía con los chicos de menor edad en los que esta circunstancia determinaba, de forma inapelable, la superioridad del mayor.

Respecto a las chicas diré que, en la temprana edad a que me refiero, pasábamos olímpicamente de ellas, al igual que ellas de nosotros. Con el paso de los años esta indiferencia y distanciamiento inicial evidentemente se iba acortando a medida que se producía la revolución hormonal que cambiaba los conceptos y las distancias entre unos y otras. Pero esto es algo en lo que no me voy a extender en el presente relato.

Así pues, volviendo a nuestro tema, vemos que había muchas cosas que estaban perfectamente claras y la cuestión de establecer nuestro sitio en el ordenamiento jerárquico se reducía, simplemente, a conquistarlo entre los varones de la misma edad. Este asunto se dilucidaba por medio de las peleas cuerpo a cuerpo sin herramientas de ningún tipo y sin el empleo de ninguna clase de artes marciales sofisticadas. (Ya de mayor he visto que lo más parecido a nuestras peleas infantiles es la lucha canaria).

En dichas peleas se trataba de derribar y sujetar al contrincante con la espalda en el suelo el tiempo suficiente para que este, de forma más o menos explícita, admitiese la superioridad del otro. No se utilizaban, como he apuntado, malas artes, objetos agresivos, ni siquiera el uso de los puños como en el boxeo. Así que la lucha era limpia y se terminaba sin daño físico apreciable, pero sí con la posición escalar refrendada o modificada.

Estas peleas tenían lugar continuamente, sobre todo en la plaza principal del pueblo, debido a que era donde estábamos la mayor parte del tiempo y a que su suelo de cemento era favorable para un menor deterioro de nuestras ropas, que ya de por sí no eran una gran cosa. Por si estas peleas espontáneas no fueran suficientes aún había chicos mayores, ya mozalbetes, que acudían allí para fomentar este tipo de contiendas. El protocolo que seguían era el siguiente: juntaban a dos chicos de la misma edad y le decían a uno que le mojase la oreja al otro, lo cual provocaba con toda seguridad el inicio de la pelea. Otras veces nos ponían frente a frente, trazaban una raya en el suelo con una tiza, decían que aquella raya era de uno, e incitaban al otro a que se la pisase y ya estaba organizado el lío. En nuestro interior teníamos formado un mal concepto de aquellos incitadores, que casi siempre eran los mismos, considerándolos gente de malas intenciones; sin embargo, con el paso de los años, he visto que no todos eran irredentos ya que algunos se formalizaron y llegaron a ser personas sensatas y buenas, constituyendo familias normales a pesar de su etapa de gamberrillos adolescentes.

A veces, aunque era muy raro, se daba el caso de pelear un chico con una chica a brazo partido. Recuerdo en especial una pelea de un amigo mío con una chica, en la que llevaba él las de ganar ya que tenía a la moza en fase de inmovilización. Comoquiera que lo necesitábamos a él para un juego y además creí que aquella pelea no tenía sentido, fui a separarlo estirándolo por detrás. Lo malo fue que se asustó, interpretó que la chica recibía refuerzos, y volvió la cabeza rápidamente cuando mi cabeza estaba rozando a la suya. El resultado fue que su frente chocó con mis dientes con un fuerte impacto. Fui a decir algo y mi lengua percibió que algo en la empalizada de mis dientes había cambiado. Así era, en efecto, ya que dos hermosas palas que yo tenía se habían roto dejando un perfecto triángulo entre ellas. Las esquinas que faltaban estaban clavadas en la frente de mi amigo, que sangraba abundantemente por lo que tuvo que ir al médico para que le arreglase el desperfecto. Lo mío fue peor, porque no queráis saber la murga que la dichosa rotura de las dos palas me ha dado a lo largo de toda mi vida.

Otra anécdota que recuerdo es que un chico, que tenía un año menos que yo, me retó formalmente, no sé por que motivo, nada menos que a batirnos de inmediato en la era de la trilladora. Me pareció una tontería ir a reñir tan lejos, pero acepté y, como lo oyeron varios compañeros, se formó una nutrida partida para presenciar el combate, encabezada por los dos protagonistas del inminente pugilato. El año de diferencia de edad y la práctica jugaron a mi favor, así que salí vencedor en aquella contienda a pesar de que el otro era bastante fuerte y tenía genio. Pasados muchos años, un día aquel chico, ya mozo, me recordó que fue él mi contrincante en aquella pelea; y me dijo que siempre me había guardado un respeto especial como consecuencia de aquel combate. Yo sí recordaba la pelea pero no que había sido con él, a pesar de que nos tratábamos bastante cuando nos fuimos haciendo mayores.

No siempre me fue tan favorable el resultado de mis peleas, ya que un día en la placica de la iglesia teniendo a mi contendiente, que era un chico de mi edad, en posición de bloqueo, en un descuido mío (porque pensé que ya se rendía), flexionó las piernas de tal modo y con tal rapidez, que me puso los pies en el pecho y me catapultó hacia atrás, con tan mala suerte que di con mi cabeza en una piedra de la pared y me sangró tanto la herida que le costó trabajo a mi madre el curarla; finalmente me cortó una coronilla de pelo, me desinfectó la cabeza con alcohol, me puso un esparadrapo, y dio el asunto por zanjado. Pagué caro el no haber ido al médico, porque aquella herida tardó tiempo en curarse y me dejó una notable cicatriz y aún salí bien librado, porque realmente era de las que precisaban unos cuantos puntos de sutura.

En aquella sociedad tan asilvestrada de chavales, la caída por el pueblo de uno nuevo era para compadecerlo al principio, y de hecho andaba durante bastante tiempo fuera de cualquier escalafón, a no ser que viniera ya aguerrido de lances similares en otros pueblos; en tal caso pronto ocupaba su lugar jerarquizado, sin necesidad de muchas demostraciones adicionales.

Quizá estoy dando la impresión de que la relación entre los chicos era enconada y tensa. No era así, sino todo lo contrario. Nos pasábamos el día jugando unos con otros y, si se daba el caso de alguna pelea, se nos olvidaba al cabo de pocos minutos y seguíamos siendo tan amigos como antes.

Era una manera natural de ejercitar la convivencia y de irnos ajustando al grupo humano con el que nos había tocado convivir, es decir de irnos educando para aquella sociedad, educación que, aparte de la que nos inculcaban en nuestras casas y en las escuelas, se producía desde los otros grupos sociales que he nombrado al principio, y no era raro que desde ellos llegasen informaciones, cuando nos pescaban haciendo alguna travesura, hasta nuestros padres y hasta nuestros maestros, que eran digamos el poder ejecutivo directo sobre nuestras personas.

En tales casos se nos avisaba, diciendo: “Espera pajáro que cuando vea a tu maestro o a tus padres les voy a explicar esto”. Y nos quedábamos un tiempo con el culín apretado esperando a ver si la amenaza se convertía en realidad, lo que ya de por sí era una penitencia por la maldad que estaríamos haciendo.

Para este ejercicio educativo multidireccional era necesario algo que siempre he considerado una gran ventaja en los pueblos y es que todos se conocían y, por ejemplo, de cada chico y en general de cada vecino, se sabían con detalle su forma de ser y casi todas sus circunstancias.

Los ajustes de la convivencia se producían también en el grupo de las personas mayores, siempre favorecidos por el factor enunciado del conocimiento mutuo. Cuando hemos salido de los pueblos y nos hemos visto en las ciudades inmersos entre gentes que desconocemos, esto nos ha creado un estrés que no existe en los pueblos. (“Solo se teme a lo que se desconoce”, dice la sentencia). La indumentaria y el aspecto externo nos dan en las ciudades una idea, pero solo aproximada y, en todo caso, poco fiable.

En los pueblos no valen las caretas. Todo el mundo se conoce, por más que se intenten disimular los defectos, lo cual es una táctica también generalizada y comprensible. Hay sin embargo personas que tienen la cualidad de mostrarse, sin tapujos, directamente como en realidad son. Estas son las que yo llamo auténticas, que suelen ser escasas pero admirables. En la mente tengo algunas.
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