Según dije en uno de mis escritos, me quedaban por contar nuestros juegos infantiles en el entorno del refugio. Era una zona que estaba cerca de la entrada de la calle que llamábamos “debajo de los corrales”. Hace poco tiempo vi que en algún momento se le ha dado a la calle un nombre más prestigioso, que es “don Juan de Lanuza”, según figura en la placa de cerámica colocada en una de aquellas paredes.
El refugio era una cueva de considerable anchura, poca altura y mediana
profundidad, techo de roca y suelo
arcilloso, que en la época de los bombardeos de nuestro pueblo durante la guerra
se utilizaba como refugio de los vecinos de los alrededores. Esta es la causa
de que lo llamásemos “el Refugio”.
Este mismo servicio lo hicieron unas cuantas
bodegas, porque el pueblo fue
bombardeado varias veces y de vez en cuando, al oír a los aviones, todo el
mundo corría hacia estos lugares que proporcionaban una razonable protección.
No tengo noticia de que falleciera por causa
de las bombas ningún vecino y aunque no
puedo asegurarlo, creo que murió un miliciano
en la zona de la huerta, porque, al parecer, le cayó una justo en el lugar donde él estaba, que ya es puntería del piloto o
mala suerte del miliciano, si realmente es cierto lo indicado.
El caso es que un pueblo tan
pequeño como el nuestro recibió, según he oído, nada menos que una paliza de alrededor de ciento sesenta bombas,
que ya son bombas para tan poca superficie y para tan escasa resistencia
militar. Por eso el pueblo quedó con numerosos “escachaos” que permanecieron
así durante años.
Algunas casas tuvieron la suerte
de no sufrir apenas deterioro, pese a que las casas contiguas, incluso con
alguna pared de carga común, quedaron completamente destruidas.
En el susodicho refugio hacíamos
de todo: encender fuego, jugar a batallas de piedras con los de fuera, nuestras
necesidades fisiológicas, etc., etc.
Yo tenía un amigo que podría calificarse como
“mi primo el de Zumosol”, que era “Ernesto Macipe” de quien hablé en uno de mis
relatos. En cierta ocasión me indicó que las canicas y monedas que ganásemos
(sobre todo él) en nuestros habituales juegos infantiles, las guardaríamos en
el fondo arcilloso del refugio en un pocete que haríamos y cubriríamos con
arcilla para dejarlo bien disimulado.
Esta “caja fuerte” nos sirvió durante cierto
tiempo para el fin previsto y, a pesar de que el lugar elegido estaba muy
frecuentado, nadie imaginó que allí teníamos, fácilmente accesibles nuestras justas y tempranas ganancias. De vez en
cuando hacíamos arqueo y reparto del
contenido y siempre nos salieron bien las cuentas.
Siempre he agradecido a mi amigo y vecino
Ernesto su generosa amistad y protección cuando yo era un chavalín y él tres
años mayor. Sentí especialmente su temprana muerte (a los sesenta años) después
de una afección cardíaca que trataron de resolver nada menos que por medio de
un trasplante de corazón en Pamplona (terapia que entonces era una técnica muy novedosa),
aunque esto le alargó la vida durante poco tiempo.
Sirvan estas líneas como un cariñoso
y agradecido recuerdo de Ernesto, junto con el deseo de que descanse en paz mi
querido amigo.
Otra de las actividades que
realizábamos en el pedregoso terreno contiguo al refugio era la de explosionar
(con cierto riesgo) los cohetes que por alguna razón habían fallado en los
fuegos artificiales que se programaban durante las fiestas de santa Bárbara, ya
que después de realizarse la exhibición inspeccionábamos la zona y no era raro
encontrar algunos que conservaban su carga explosiva.
Y como esto de las explosiones
(os recuerdo la terrorífica de la bomba de la cantera) nos atraía
especialmente, también en este lugar solíamos practicar la de los botes de
carburo que inventó algún iluminado y que tenía más peligro del aparente.
Anticipándonos al invento de los
toboganes que son imprescindibles en todos los parques infantiles actuales,
nosotros teníamos uno que lo llamábamos deslizadera y también esbarizaculos, en
un terraplén de arcilla que se había producido en el borde del solar que quedó en
lo que había sido un edificio próximo.
Para que funcionase bien aquel
tobogán de arcilla, había que humedecerlo previamente (cosa que hacíamos no
precisamente con agua potable) y para proteger nuestros sufridos pantalones
utilizábamos normalmente alguna piel
(generalmente de cabra o de oveja) que alguien se había agenciado para este
fin.
Esta práctica del tobogán o
deslizadera era uno de los juegos más divertidos de la zona y también la causa
de frecuente revolcones.
En la calle, justo encima del
refugio, sentados en el puro suelo, un grupo de cuatro o seis chavales organizábamos
juegos de baraja, que generalmente eran “el siete y medio” y “las bazas”. El pinte era de una o varias monedas de aluminio de cinco o de diez céntimos,
es decir “perras chicas” o “perras gordas”.
En el peor de los casos las
pérdidas eran perfectamente asumibles y además nadie de los mayores nos lo
criticaba, quizá porque esta actividad era una de las más inofensivas que
practicábamos.
En el mismo sitio o en un lugar
cercano a veces se situaba un hombre, con
una rudimentaria máquina de madera. Con una de sus piezas golpeaba deprisa y
reiteradamente los tallos de unas
plantas secas y alargadas de color amarillento que al parecer eran cáñamo. Creo que esta operación se llamaba “agramado”.
En el suelo quedaban los restos de la parte
interior de aquellos tallos. La exterior eran las fibras de cáñamo (nosotros lo
llamábamos cañámo ) con las que
formaba madejas, que luego se utilizarían para diversos fines, especialmente
para hacer cuerdas de más o menos diámetro, con las que coser enseres y calzados usando
punzones y para fabricar ramales y sogas. Al parecer con la hilaza de los
cáñamos más finos se hacían, antiguamente, diversos tejidos.
Los chicos, aparte de curiosear
esta inusual actividad, tratábamos de agenciarnos las semillas de aquellas
plantas, que eran ni más ni menos que los cañamones que los comíamos en
competencia con los gorriones, a los que también les encantaban estas semillas.
Como flora de la zona no había
más que lo sembrado en los regueros, los sisallos de los ribazos y abundante cantidad de ortigas, que nosotros llamábamos “picasarnas”.
Entonces no podíamos ni imaginar que son comestibles hervidas como verdura y tienen otras interesantes propiedades.
Además se criaban en los
escasos sitios donde se podía asegurar que estaban limpios de excrementos de
animales y de personas, ya que por su picor al menor roce ahuyentaban de ellas
a todo bicho viviente.
Ahora las ortigas supongo que
son una especie en peligro de extinción, porque no las encuentro por ninguna
parte, ni siquiera por los lugares donde antiguamente solían criarse.
Nosotros las empleábamos para
fastidiar a los amigos rozándoselas por las piernas cuando estaban descuidados,
ya que aún empleábamos los pantalones cortos en la época en que me he situado y
nuestras ideas no siempre eran angelicales.
Aunque entonces no nos
entreteníamos en este tipo de observaciones luego he pensado que era raro que
no hubiera en todo el pueblo y en los alrededores más que un árbol en la calle
del calvario, que era una higuera que,
por cierto, dio a sus dueños el mote
correspondiente, que se extendió y aún se aplica a toda la familia, sin ningún
problema.
Por eso cuando apareció por
Ariño mosén José Fuster y plantó dos acacias en la placeta contigua a la
iglesia, una a cada lado de la puerta, todos nos sorprendimos de este hecho tan simple y natural y sin
embargo para nosotros tan novedoso.
La fauna no era otra que
simples lagartijas que tomaban el sol asomadas lo menos posible en sus agujeros,
con buen criterio, porque, aun así, los chicos, que éramos muy rápidos de
reflejos, les dábamos caza acercándonos a ellas sigilosamente.
Luego las volvíamos a soltar, quizá sin cola,
porque al atraparlas solían perderla. Esto no era un problema, porque una vez indultadas
les volvía a surgir, al cabo de poco tiempo. Se ve que es una parte vital para
el desenvolvimiento normal de dichos animalillos y su metabolismo las reproduce
una y otra vez.
No sigo enumerando al resto de
la fauna, ya que tendríamos que pasar a animales minúsculos, que no nos despertaban
el menor interés en aquellos momentos.
Y con esto doy por terminado
mi relato, no sin hacer un par de observaciones: una es que, casualmente y a
pesar del tiempo transcurrido, hoy los niños también juegan en aquella zona, ya
que se ha elegido el lugar para instalar un parque infantil.
Otra, que alguno de los niños de mi época también están próximos a aquel refugio,
porque debido a su edad, comienzan a refugiarse en la Residencia de los
mayores que está ubicada al lado del parquecillo.
La entrada del refugio se fue
poco a poco reduciendo por efecto de la tierra y de las basuras y finalmente,
si es que aún no se había cegado del todo, lo cerrarían a propósito durante las obras del
parque y de la residencia; pero que conste que en él y en sus alrededores
pasamos muchos y divertidos ratos en los años de mi niñez, practicando los
juegos que he relatado y alguno más.
Aquel lugar nos atraía casi tanto como la plaza mayor, seguramente
por la sensación de libertad que nos
producía y también porque, desde allí veíamos la era del portillo, donde
jugábamos al fútbol casi todos los días y este era una de nuestros deportes
favoritos.
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