domingo, 7 de marzo de 2010

Cada uno en su sitio


En Ariño, a partir del momento en que comenzábamos a tener uso de razón y a circular con cierta independencia en un radio cada vez mayor tomando como centro nuestras casas, intuitivamente nos preguntábamos cuál era nuestra situación en relación con nuestro entorno y, en especial, con las personas que, según íbamos descubriendo, habitaban en nuestro mismo pueblo.

La primera percepción se refería al volumen o tamaño de las personas y en una segunda etapa, afinando ya más, a su edad y situación social. Con estas actividades de nuestros virginales cerebros llegábamos a establecer grupos, lo que tenía el mérito de ser un intento de hacer una primera clasificación, ya que algo internamente nos decía que esto era esencial para seguir circulando por allí sin excesivos problemas.

El primer grupo era el de las personas mayores, que a su vez lo dividíamos en los viejos y en los casados, aunque estos fueran todavía jóvenes o de mediana edad. El siguiente era el de los jóvenes, que incluía desde mozos hasta chicos de un año más que nosotros. Otro era el de chicos de nuestra misma edad. Uno más era el de los chicos de menor edad y a continuación el de los recién nacidos y de los que andaban todavía a gatas y, por fin, el de las chicas.

Nuestras actuaciones eran diferentes según el grupo con el que tratábamos. Así las personas mayores, si no eran auténticos desastres, merecían un gran respeto, les correspondía el trato de usted y con ellos era impensable mantener cualquier polémica o causarles el más pequeño contratiempo.

Para el trato con el grupo segundo se tenía muy en cuenta la edad, que era un grado, como la veteranía en la mili. La cuestión era de tal precisión, que una diferencia de un año significaba ya un neto predominio del chico de mayor edad.

El mismo criterio se seguía con los chicos de menor edad en los que esta circunstancia determinaba, de forma inapelable, la superioridad del mayor.

Respecto a las chicas diré que, en la temprana edad a que me refiero, pasábamos olímpicamente de ellas, al igual que ellas de nosotros. Con el paso de los años esta indiferencia y distanciamiento inicial evidentemente se iba acortando a medida que se producía la revolución hormonal que cambiaba los conceptos y las distancias entre unos y otras. Pero esto es algo en lo que no me voy a extender en el presente relato.

Así pues, volviendo a nuestro tema, vemos que había muchas cosas que estaban perfectamente claras y la cuestión de establecer nuestro sitio en el ordenamiento jerárquico se reducía, simplemente, a conquistarlo entre los varones de la misma edad. Este asunto se dilucidaba por medio de las peleas cuerpo a cuerpo sin herramientas de ningún tipo y sin el empleo de ninguna clase de artes marciales sofisticadas. (Ya de mayor he visto que lo más parecido a nuestras peleas infantiles es la lucha canaria).

En dichas peleas se trataba de derribar y sujetar al contrincante con la espalda en el suelo el tiempo suficiente para que este, de forma más o menos explícita, admitiese la superioridad del otro. No se utilizaban, como he apuntado, malas artes, objetos agresivos, ni siquiera el uso de los puños como en el boxeo. Así que la lucha era limpia y se terminaba sin daño físico apreciable, pero sí con la posición escalar refrendada o modificada.

Estas peleas tenían lugar continuamente, sobre todo en la plaza principal del pueblo, debido a que era donde estábamos la mayor parte del tiempo y a que su suelo de cemento era favorable para un menor deterioro de nuestras ropas, que ya de por sí no eran una gran cosa. Por si estas peleas espontáneas no fueran suficientes aún había chicos mayores, ya mozalbetes, que acudían allí para fomentar este tipo de contiendas. El protocolo que seguían era el siguiente: juntaban a dos chicos de la misma edad y le decían a uno que le mojase la oreja al otro, lo cual provocaba con toda seguridad el inicio de la pelea. Otras veces nos ponían frente a frente, trazaban una raya en el suelo con una tiza, decían que aquella raya era de uno, e incitaban al otro a que se la pisase y ya estaba organizado el lío. En nuestro interior teníamos formado un mal concepto de aquellos incitadores, que casi siempre eran los mismos, considerándolos gente de malas intenciones; sin embargo, con el paso de los años, he visto que no todos eran irredentos ya que algunos se formalizaron y llegaron a ser personas sensatas y buenas, constituyendo familias normales a pesar de su etapa de gamberrillos adolescentes.

A veces, aunque era muy raro, se daba el caso de pelear un chico con una chica a brazo partido. Recuerdo en especial una pelea de un amigo mío con una chica, en la que llevaba él las de ganar ya que tenía a la moza en fase de inmovilización. Comoquiera que lo necesitábamos a él para un juego y además creí que aquella pelea no tenía sentido, fui a separarlo estirándolo por detrás. Lo malo fue que se asustó, interpretó que la chica recibía refuerzos, y volvió la cabeza rápidamente cuando mi cabeza estaba rozando a la suya. El resultado fue que su frente chocó con mis dientes con un fuerte impacto. Fui a decir algo y mi lengua percibió que algo en la empalizada de mis dientes había cambiado. Así era, en efecto, ya que dos hermosas palas que yo tenía se habían roto dejando un perfecto triángulo entre ellas. Las esquinas que faltaban estaban clavadas en la frente de mi amigo, que sangraba abundantemente por lo que tuvo que ir al médico para que le arreglase el desperfecto. Lo mío fue peor, porque no queráis saber la murga que la dichosa rotura de las dos palas me ha dado a lo largo de toda mi vida.

Otra anécdota que recuerdo es que un chico, que tenía un año menos que yo, me retó formalmente, no sé por que motivo, nada menos que a batirnos de inmediato en la era de la trilladora. Me pareció una tontería ir a reñir tan lejos, pero acepté y, como lo oyeron varios compañeros, se formó una nutrida partida para presenciar el combate, encabezada por los dos protagonistas del inminente pugilato. El año de diferencia de edad y la práctica jugaron a mi favor, así que salí vencedor en aquella contienda a pesar de que el otro era bastante fuerte y tenía genio. Pasados muchos años, un día aquel chico, ya mozo, me recordó que fue él mi contrincante en aquella pelea; y me dijo que siempre me había guardado un respeto especial como consecuencia de aquel combate. Yo sí recordaba la pelea pero no que había sido con él, a pesar de que nos tratábamos bastante cuando nos fuimos haciendo mayores.

No siempre me fue tan favorable el resultado de mis peleas, ya que un día en la placica de la iglesia teniendo a mi contendiente, que era un chico de mi edad, en posición de bloqueo, en un descuido mío (porque pensé que ya se rendía), flexionó las piernas de tal modo y con tal rapidez, que me puso los pies en el pecho y me catapultó hacia atrás, con tan mala suerte que di con mi cabeza en una piedra de la pared y me sangró tanto la herida que le costó trabajo a mi madre el curarla; finalmente me cortó una coronilla de pelo, me desinfectó la cabeza con alcohol, me puso un esparadrapo, y dio el asunto por zanjado. Pagué caro el no haber ido al médico, porque aquella herida tardó tiempo en curarse y me dejó una notable cicatriz y aún salí bien librado, porque realmente era de las que precisaban unos cuantos puntos de sutura.

En aquella sociedad tan asilvestrada de chavales, la caída por el pueblo de uno nuevo era para compadecerlo al principio, y de hecho andaba durante bastante tiempo fuera de cualquier escalafón, a no ser que viniera ya aguerrido de lances similares en otros pueblos; en tal caso pronto ocupaba su lugar jerarquizado, sin necesidad de muchas demostraciones adicionales.

Quizá estoy dando la impresión de que la relación entre los chicos era enconada y tensa. No era así, sino todo lo contrario. Nos pasábamos el día jugando unos con otros y, si se daba el caso de alguna pelea, se nos olvidaba al cabo de pocos minutos y seguíamos siendo tan amigos como antes.

Era una manera natural de ejercitar la convivencia y de irnos ajustando al grupo humano con el que nos había tocado convivir, es decir de irnos educando para aquella sociedad, educación que, aparte de la que nos inculcaban en nuestras casas y en las escuelas, se producía desde los otros grupos sociales que he nombrado al principio, y no era raro que desde ellos llegasen informaciones, cuando nos pescaban haciendo alguna travesura, hasta nuestros padres y hasta nuestros maestros, que eran digamos el poder ejecutivo directo sobre nuestras personas.

En tales casos se nos avisaba, diciendo: “Espera pajáro que cuando vea a tu maestro o a tus padres les voy a explicar esto”. Y nos quedábamos un tiempo con el culín apretado esperando a ver si la amenaza se convertía en realidad, lo que ya de por sí era una penitencia por la maldad que estaríamos haciendo.

Para este ejercicio educativo multidireccional era necesario algo que siempre he considerado una gran ventaja en los pueblos y es que todos se conocían y, por ejemplo, de cada chico y en general de cada vecino, se sabían con detalle su forma de ser y casi todas sus circunstancias.

Los ajustes de la convivencia se producían también en el grupo de las personas mayores, siempre favorecidos por el factor enunciado del conocimiento mutuo. Cuando hemos salido de los pueblos y nos hemos visto en las ciudades inmersos entre gentes que desconocemos, esto nos ha creado un estrés que no existe en los pueblos. (“Solo se teme a lo que se desconoce”, dice la sentencia). La indumentaria y el aspecto externo nos dan en las ciudades una idea, pero solo aproximada y, en todo caso, poco fiable.

En los pueblos no valen las caretas. Todo el mundo se conoce, por más que se intenten disimular los defectos, lo cual es una táctica también generalizada y comprensible. Hay sin embargo personas que tienen la cualidad de mostrarse, sin tapujos, directamente como en realidad son. Estas son las que yo llamo auténticas, que suelen ser escasas pero admirables. En la mente tengo algunas.

viernes, 5 de febrero de 2010

La cultura del alivio discrecional

Antes de que el tema sobre el que voy a escribir pase definitivamente al olvido, me gustaría hacer un pequeño recordatorio de cómo tenían lugar ciertas necesidades fisiológicas primarias, hace más de cuarenta años, en nuestro pueblo.

Dicho en forma resumida, Ariño era una especie de acampada libre sin servicios, donde cada uno, dentro de un orden, se las arreglaba como podía.

Entrando un poco en el detalle de la cuestión, hay que establecer una diferencia entre las necesidades nocturnas y las diurnas. Las nocturnas, como la movilidad era limitada debido a las dificultades de iluminación, se resolvían por medio del orinal que había debajo de cada cama y, como todo el pueblo olía a estiércol, no causaban gran molestia los olores suplementarios. Es curioso observar que hasta en aquella situación la diferencia de estatus se notaba, aunque fuera por la calidad del orinal, que podía ser desde hierro esmaltado en blanco con desconchones en las familias humildes, hasta de fina porcelana con artísticas figuras policromadas, en las de mejor posición social .

Por las mañanas el contenido de los orinales se vaciaba en un rincón de la cuadra donde pasaba a integrarse con el estiércol de las caballerías, o en el corral, en cuyo caso las gallinas daban buena cuenta de los residuos porque para ellas eran un alimento muy apreciado. (Afortunadamente esta circunstancia no trascendía hasta el sabor de los hermosos huevos que solían poner casi todos los días).

Por el día la cosa era diferente: si se estaba en el campo, se buscaba un arbusto tupido para hacer aguas mayores, y para las menores los hombres no tenían problemas y las mujeres imagino que alguno, aunque tampoco debían de ser excesivos. Si se estaba en la casa, el sitio apropiado para satisfacer estas necesidades era la cuadra o el corral, espantando a las gallinas para mantenerlas alejadas.

Se contaba que un maestro que acordó alojarse “de patrona” en una casa del pueblo, cuando preguntó dónde hacer sus necesidades le indicaron que en el corral y, al regreso, le dijo a la patrona:
–¿Sabe usted que tiene unas gallinas muy especiales?
–¿Por qué lo dice? –preguntó la señora.
–¡Porque ponen los huevos negros! –contestó el maestro.
–No señor, no; blancos, y muy escasos –quejóse la buena mujer.
–¡Ponen los huevos negros a picotazos! –concluyó, escamado, el recién llegado.

En algunas casas, muy pocas por cierto, había una especie de lavabo y una tabla con un agujero redondo de dimensión apropiada que daba directamente a un pozo ciego. La limpieza de este era tan enojosa que no les arriendo las ganancias a quienes periódicamente tenían que limpiarlo. Otras veces daba directamente al corral, en cuyo caso los restos se reciclaban de inmediato por el procedimiento que he indicado en el párrafo anterior.

Había personas que, fuera por no tener sitio apropiado en la casa o por algún otro motivo, solían hacer sus necesidades en las proximidades de su vivienda, y no era extraño encontrar al aire libre, en los sitios algo más discretos, las consiguientes deposiciones. Por ejemplo, la ermita de santa Bárbara estaba festoneada en todo su perímetro de los consabidos restos. Este sistema tenía el inconveniente de que los que solíamos vagar por los alrededores cazando pájaros o mariposas, sorprendíamos, de vez en cuando a las señoras en tan comprometida faena, lo cual era un corte considerable por partida doble.

Las operación de limpieza se realizaba con lo que se podía, incluso con las piedras, que abundaban, sueltas por todas partes, y por eso eran el método más común (y muchas veces el único) sobre todo en el campo. Realmente la operación de limpieza era un fastidioso asunto.

En los alrededores del pueblo por todas partes encontrabas el rastro de estas necesidades y muchas veces quedaba clara la conveniencia para el autor de tomar alguna sustancia astringente y otras la de un laxante de tipo fuerte. Otras veces veíamos tomateras, demostración de que las semillas del tomate no se destruyen durante el proceso digestivo. En ocasiones se veían hasta pequeños melocotoneros, lo cual hacía pensar que el autor de la deposición se había comido a la vez un melocotón, para hacer la operación menos tediosa. En fin, que una persona algo observadora podía sacar curiosas enseñanzas en cualquier parte.

Los chicos no teníamos problemas en orinar en presencia de otros chicos. Tanto es así que incluso llegábamos a hacer, con toda naturalidad, concursos para ver quien meaba más lejos.

Eran cosas normales y, por ejemplo, cuando salíamos al recreo (uno de cuyos motivos era la meada general), teníamos la costumbre de ir a un pasillo muy pendiente que había entre dos corrales, y allí meábamos una docena o más de chicos, la mitad a cada lado, en dos filas frente a frente. Con ello se formaba una barrancada que desembocaba en el corral de la izquierda, entrando por debajo de su puerta. Nunca nos llamaron la atención, cosa que me extraña. Quizá la explicación era que aquellas aportaciones de urea de los orines les mejoraba a los propietarios la calidad del estiércol de su corral.

Los amigos varones, al atardecer en el pueblo, era frecuente que fueran a hacer sus necesidades en grupos de dos, o más, a la “Peña del Serrao”. Esta costumbre al parecer estaba muy generalizada al menos en Aragón, e incluso en toda España, según aseguran expresiones como aquella de “cuando mea un aragonés mean dos o tres”, y aquella otra de “pi… española no mea sola”. A veces no había más luz que la de la luna, y otras ni eso, y era normal conversar animadamente (a oscuras) con acompañamiento sonoro, mientras se hacían necesidades de todo tipo.

Un buen día hacia 1970, empezaron a abrir zanjas por todas partes y, en poco tiempo, el pueblo se encontró con una red de agua potable procedente de un manantial de Alacón, y canalizaciones para vertidos por medio de tubos de cemento. El pueblo aceptó la nueva situación y, al poco tiempo, todo el mundo comenzó a instalar lavabos con agua corriente y cuartos de baño, algunos con lujo asiático, según se rumoreaba por el pueblo. Cuando estos servicios se generalizaron es cuando nos dimos cuenta realmente de las condiciones tan primitivas y cavernícolas en que habíamos vivido en este aspecto hasta entonces, porque mientras se vivió así (que había sido desde la fundación del pueblo) parecía, por la fuerza de la costumbre, lo más natural. Por otra parte la acometida en cada casa del agua potable permitió terminar con el acopio del agua por medio de pozales, evitándose con ello un constante e ímprobo trabajo.

Quien hace algo bueno tiene, para siempre, el mérito de haberlo hecho y en este caso hay que reconocérselo a Francisco Aguilar, que durante muchos años fue nuestro alcalde. Sin duda tiene otros méritos, pero el promover unas infraestructuras de esta índole le hace merecedor de un gran reconocimiento por parte de todo el pueblo, por la mejora trascendental de costumbres que, por iniciativa suya, se produjo en Ariño, cuando menos en los aspectos a los que me he referido en este relato.

Para finalizar debo precisar que lo dicho en este relato se refiere exclusivamente a la parte alta del pueblo, ya que el barrio de SAMCA y las viviendas que en su entorno se construyeron, gozaron de agua corriente potable y cuartos de baño reglamentarios desde el principio, lo cual fue una evidente ventaja, durante muchos años, sobre el resto del pueblo. Como era de esperar, yo aprecié el entusiasmo de los ocupantes de estas viviendas por la disponibilidad de dichos servicios; sin embargo nunca noté muestras de envidia de los que seguían viviendo en peores condiciones, circunstancia que confirma, una vez más, que la gente de Ariño merece, en general, la fama de sociable y buena que ha tenido siempre.

viernes, 29 de enero de 2010

Confesiones

Hubo una época en que en Ariño había dos sacerdotes: uno de ellos era el párroco, y el otro, el coadjutor. Explicaba mi padre que, en cierta ocasión, se acercó una abuela al confesionario dispuesta a descargar su alma de pecados, y le dijo al sacerdote que en aquel momento actuaba de confesor, lo siguiente:

–Ave María Purísima.

–Sin Pecado Concebida –le respondió el sacerdote.

–Pues… confieso, padre, que tengo un pecado que me da mucha vergüenza decirlo.

–Venga, hija mía, adelante, que Dios todo te lo quiere perdonar –le animó el reverendo.

La buena señora siguió todavía un rato con sus remilgos hasta que, por fin, le dijo al confesor:

–Es que el otro día estaba dándole el almuerzo a mi nieto y, como es muy enredador, le pegó una patada al puchero, tiró las sopas de leche a la ceniza y me dio tal coraje que… ¡me cagué en los coj… del cura!

Aquel cura, que tenía una considerable dosis de socarronería, le contestó sin inmutarse:

–¡Pues habrá sido en los de mosén Nicolás, que yo los llevo muy limpios!

La señora tuvo el desliz de contarle lo sucedido a una supuesta amiga y al poco tiempo lo sabía todo el pueblo. Como era de esperar, los convecinos se partían de risa cada vez que lo comentaban.

En una época muy posterior, cuando ya solo había en el pueblo un sacerdote, que era mosén Manuel Úbeda (que por cierto nos bautizó a mis quintos y a mí), las confesiones se realizaban por un método simplificado que consistía en que el mosén iba preguntando si se había hecho esto o lo otro, y el presunto pecador simplemente respondía “sí, padre o no, padre”. Con estas facilidades, la gente se acercaba con menos corte al confesionario, las confesiones eran más completas porque la lista protocolaria estaba bien estudiada, y además se ganaba tiempo. Al final el sacerdote preguntaba si había algo más, por si acaso; y, si no lo había, aquí paz y después gloria.

Al lado del confesionario había un banco que algunas veces, especialmente por Pascua Florida, estaba ocupado en su totalidad por varones de diferentes edades que esperaban su turno. Un día había un hombre arrodillado confesándose y los del banco percibían el murmullo característico de la confesión cuando, de pronto, aquel hombre, en voz alta, exclamó: “¡¡Eso no!!”. Todos volvieron la cabeza extrañados, pero el hombre prosiguió sin dar más voces, terminó su confesión, se santiguó y salió de la iglesia.

Como al parecer era más precavido que la señora del relato anterior, no le dijo a nadie lo que le había preguntado el cura, así que nunca se supo; pero mucha gente se quedó con las ganas de saberlo, y también se iba comentando lo sucedido, dando pie a diversas especulaciones, así que no sé qué es peor.

Cuando falleció mosén Manuel, que era un sacerdote muy apreciado, vino al pueblo mosén José Fuster, que era bastante joven (poco más de treinta años) y llegó con aires renovadores, fruto lógico de su moderna formación en el seminario. Era activo y deportista y, por ejemplo, no le importaba subirse la sotana hasta la cintura y ponerse a jugar al fútbol si se daba el caso, cosa que nos dejaba admirados.

Acostumbrados los fieles de Ariño a los métodos de mosén Manuel nos extrañábamos de muchas cosas del nuevo cura, y una de ellas fue el cambio del protocolo de la confesión, ya que este sacerdote no preguntaba por los pecados, sino que esperaba, sin decir nada, a que se los recitasen. Este cambio significó para muchos algo difícil de aceptar y un día que estaba el mencionado banco de espera abarrotado de hombres, le tocó el turno a uno de cierta edad y dijo, como siempre, “Ave María Purísima”. “Sin Pecado Concebida” le contestó el reverendo, y se quedó esperando la enumeración de los pecados, y el otro a que el sacerdote se los preguntara. Cuando pasaron varios minutos, ambos en silencio, el arrodillado dijo “adiós buenos días”, se levantó, y se fue. Mosén José sacó la cabeza del confesonario y dijo “¡oiga, oiga!”…, pero el desertor siguió su camino sin volverse y murmurando por lo bajinis: “¡el pájaro no está dos veces en el nido!”.

También esta vez se comentó por el pueblo lo sucedido, y yo lo relato porque refleja la realidad y porque, bien mirado, tiene su gracia imaginar las caras que debían de poner mosén José y el malhumorado prófugo.

viernes, 22 de enero de 2010

Uno sobre campanas

Este relato lo contaba mi padre y se refiere a las frecuentes procesiones que antiguamente se celebraban en Ariño por muy distintos motivos: festividades religiosas, fiestas de los santos patronos de los barrios, e incluso para pedir la lluvia en los años de especial sequía.

Cuando se trataba de las fiestas de los santos patronos, tenía lugar, durante la procesión, el volteo de las campanas de la torre, rivalizando en energía los mozos más fornidos de cada barrio.

Explicaba mi padre que en una de aquellas procesiones estaba siendo tan patente un especial brío en la actividad campanil, que una señora de la comitiva le dijo a su vecina:
- Este año sí que van fuertes las campanas. ¿Sabes quién las toca?
- Es el chico de la tía… -respondió la otra-.
La primera, una vez que supo de quien se trataba, concluyó:
- Pues sí que las toca bien, ¡y eso que no sabe de letras!

Mi padre se reía de lo que parecía una incongruente exclamación; sin embargo esta tenía su miga, porque implícitamente relacionaba dos admiraciones: la que se profesaba a las personas que sabían leer, y la que correspondía a la agudeza vivacidad y fortaleza del mozo; y es curioso observar cómo todas estas cualidades se mezclan e influyen mutuamente en el pensamiento intuitivo de aquella señora.

A propósito del volteo de las campanas hay que decir que la operación requería fuerza, pero también destreza y rapidez de reflejos, porque el no ladearse a tiempo de la trayectoria de la campana entrañaba gran riesgo de sufrir un grave accidente.

domingo, 10 de enero de 2010

El cine en Ariño

Hacia 1946, el equipo de albañiles de SAMCA dirigido por un señor muy competente, amable, alto y fuerte que se llamaba Manolo Sos, daba fin a la construcción de un proyecto de gran envergadura, cuya gestación supongo que debió de hacerse en Barcelona, para servicio y diversión de los habitantes de Ariño. Aunque destinado básicamente a toda la población minera, por su ubicación en el barrio de SAMCA tuvo, en esta parte del pueblo, su mayor influencia.

Se trataba de un complejo compuesto por un espacioso bar con fachada a la carretera, una pensión-residencia, y un local multiusos de considerables proporciones destinado a sala de cine, teatro y baile.

El aspecto exterior de este conjunto era el de un edificio de un solo volumen de planta rectangular y notable altura, austero pero bien pensado, que se había construido con los mejores materiales y medios que en aquella época de escasez se podían conseguir.

El ambicioso proyecto se completaba con una extensa zona deportiva anexa al edificio, en la que aparecían un frontón de tamaño reglamentario, un campo de fútbol relativamente pequeño, y una pérgola circular prevista para el patinaje.

Unas acacias plantadas en los sitios adecuados daban un punto de verdor y de frescura a la estética de todo aquel conjunto.

No sé si nos dimos cuenta de que aquel proyecto significó para Ariño un paso adelante con relación a los pueblos del entorno, pues entonces era muy difícil encontrar uno que tuviese alguna instalación de aquel nivel. Alguien, en alguna parte, quiso poner al servicio de Ariño estos recursos sociales, para diversión de niños, jóvenes y mayores y para que tuviéramos acceso a diversas opciones de tipo cultural. La obra y el equipamiento de todo ello debió de representar una considerable inversión y cuantiosos gastos de mantenimiento, pero a nosotros no nos costó ni un céntimo y, por nuestro escaso conocimiento e información, quizá debimos de pensar que todo aquello estaba surgiendo de la nada por arte de magia.

Nunca es tarde para reconocer el mérito de dicho proyecto de SAMCA que, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces; a pesar de los cambios de dueños y de costumbres sociales; y con las adecuaciones necesarias en las que se vislumbra el importante protagonismo de nuestro malogrado amigo Gregorio Palos y de su hermano José (ciertamente ayudados por la SAMCA actual), todavía sigue dando unas interesantes prestaciones a Ariño, adaptadas en lo posible a sus actuales necesidades y circunstancias.

Todo este largo preámbulo es para referirme a lo que ahora más me interesa que son las polifacéticas funciones del local que llamábamos cine.

Tengo que decir que el cine en particular, tanto por el diseño como por la construcción y por el aprovechamiento de los limitados recursos, era un proyecto francamente brillante, en especial para aquellos tiempos. Hasta en el más pequeño detalle se veía la labor concienzuda de un equipo bien dirigido de técnicos y de profesionales de distintas especialidades, tratando de hacer, todos juntos, un trabajo perfecto y lo más económico posible.

El salón tendría capacidad para más de quinientas personas, que es tanto como decir para casi todo el pueblo de Ariño y, de hecho, hubo ocasiones en que asistió a algún acto casi toda la población, y el salón permitió su total acomodo sin mayores problemas.

Antes de inaugurar el salón se proyectó alguna película en el exterior, al aire libre, pero de esto conservo solamente un vago recuerdo.

El operador de cine sería el tío Feliciano, que era el padre de Manolo y de Vicente Omedas, familia de trayectoria muy notable, reconocida por todo el pueblo, especialmente por sus muchos amigos, entre los que me incluyo.

Las sesiones de cine tenían lugar los sábados por la noche y los domingos por la tarde y para las festividades de calendario (que eran las mismas para toda España excepto para los santos patronos de cada lugar) la película de turno se pasaba también dos veces, es decir la víspera y el día festivo.

La sesión de cine del sábado por la noche tenía la particularidad de que comenzaba relativamente temprano respecto al horario de la cena, y aun así acababa demasiado tarde; así que los que vivíamos en la parte alta del pueblo teníamos que hacer la ida y el retorno sin pérdida de tiempo. Cuando salíamos del cine en invierno había que vernos a paso ligero con las bufandas tapándonos la nariz, emitiendo al respirar nubes de vapor, subiendo la cuesta del Secano Cuartana a increíble velocidad, casi corriendo, para espantar el frío y llegar al Barrio Bajo en pocos minutos. Aquella prueba de esfuerzo circunstancial la resistíamos perfectamente, sin ningún problema. La bajada al comienzo de la sesión, nos costaba menos de dos minutos, porque la hacíamos corriendo, a toda leche.

Recuerdo que una de aquellas noches en que andaba mal de tiempo tuve que hacer un especial sprint desde la puerta de mi casa, y cuando estaba a mitad de la cuesta, no sé qué me pasó, si es que tropecé en alguna de las abundantes piedras del camino o que se me quedaron los pies retrasados con relación al cuerpo, el caso es que me pegué una talegada de tal calibre que fui a rastras varios metros. Cuando se detuvo mi cuerpo, me sacudí la ropa para quitarle el polvo, comprobé que no tenía ningún hueso roto, y seguí mi marcha (algo menos rápida) hasta el cine. Como resultado de aquella fenomenal plancha en el puro suelo, no recuerdo ningún efecto secundario importante, ni en el cuerpo ni en la digestión de la cena.

Las sesiones de cine de los domingos y festivos comenzaban sobre las cuatro de la tarde, que era una hora muy cómoda tanto para las personas adultas como para los chavales, que incluso teníamos tiempo en verano de darnos, después de comer, un buen baño en Los pilones o en el Pozo Loren en las entonces cristalinas aguas del río Martín, por supuesto sin esperar a hacer la digestión, ni mucho menos.

La asistencia al cine era o no permitida en función de la edad y de la calificación que le correspondía a la película, que venía fijada por las autoridades eclesiásticas de alguna parte y expuesta al público en el tablón de anuncios de la puerta de la iglesia.

Había que sacar en taquilla las entradas, que costaban algo así como 1,50 pesetas, cantidad que era accesible, sin duda alguna, para los mayores pero que para los chavales rozaba el límite de lo permitido por la economía familiar. Existía también la posibilidad de sacar abonos mensuales y entonces se disponía de una tarjeta que facilitaba los trámites de acceso al cine y permitía ser usada por el titular y por cualquier otra persona (entonces no se hilaba tan fino como ahora en estos temas) así que yo, cuando mi tío Antonio no la usaba, se la pedía y con ello podía ir al cine alguna vez más que las que mi escasa disponibilidad de dinero me permitía.

Algunas veces en que no nos llegaba el dinero para la entrada, recurríamos a una treta que consistía en mirar por un agujero que había en la puerta de madera del fondo, que dudo de que lo llevase cuando se puso la puerta por primera vez en su sitio. Como solíamos andar en grupo, nos turnábamos en la contemplación ilegal de la película y nos explicábamos lo visto, hasta que hartos de la incómoda postura y la dificultad de entender nada, comprendíamos que no valía la pena el esfuerzo y nos íbamos con la música a otra parte.

Cuando podíamos sacar religiosamente la entrada, al acceder al edificio, antes del salón, nos encontrábamos con un vestíbulo cuyas paredes estaban totalmente ocupadas por carteles de las distintas películas que antes o después se irían proyectando, que eran tan espectaculares y de actores tan famosos, que justo nos venía para reprimir exclamaciones de admiración.

Las localidades no eran numeradas y cada uno se sentaba donde podía, lo que no representaba, por la abundancia de butacas, problema alguno. El alumbrado era indirecto y bien calculado y el aviso de su apagado y del comienzo de la proyección tenía lugar por medio de dos timbrazos. Antes de la película se pasaba un noticiario-documental (el NODO) que con su peculiar estilo nos daba noticias de toda España por medio de imágenes en blanco y negro y una voz en off muy característica. Con esto se trataba de informarnos de lo bien que marchaba todo, aunque no siempre fuera cierto. A continuación se pasaban, como aperitivo, unos dibujos animados generalmente de Walt Disney o de Warner Bros, y su comienzo venía acompañado de una fuerte algarabía de los espectadores infantiles. Así fuimos conociendo a Popeye y Olivia, al pato Donald, al Correcaminos y al Coyote, al gato Lucas, a Mickey Mouse, a La pantera rosa, y a otros más. Al finalizar esta parte se encendían las luces para dar tiempo a la preparación de la película principal, la cual se proyectaba, por fin, transcurridos unos pocos minutos.

Tengo que señalar aquí que a los niños de nueve o diez años, que era mi edad por aquel entonces, el permanecer a oscuras durante las casi dos horas que venían a durar las películas les produce (al menos a mí me pasaba y supongo que también a los demás) una especie de depresión temporal. Yo, cuando menos lo esperaba, entre escena y escena, desde un rinconcico de mi cerebro me llegaba la idea de que antes o después se morirían mis padres y cosas parecidas, lo que me producía gran tristeza y desvalimiento, sensación que desaparecía cuando el recinto se iluminaba de nuevo. Así que valga mi experiencia como aviso para los padres que tengan hijos en esta edad. Debo decir también que las escenas de terror a esas tempranas edades también hay que evitarlas. Yo vi la película “Jack el destripador” en la que había una escena en que al entrar una persona en una habitación salía de repente de detrás de la puerta el dichoso Jack con un enorme cuchillo y la asesinaba. Se me grabó aquella escena de tal manera que, durante años, al entrar en las habitaciones, contemplaba instintivamente la posibilidad de que pudiera sufrir una agresión de este tipo. De modo que cuidado también con las películas que ven los niños de pequeños, pues pueden producirles traumas fastidiosos de cierta duración como me pasó a mí en el cine de mi pueblo.

En el transcurso de la película la población infantil producía molestias, que daba lugar a quejas como la que me contaron y reproduzco a continuación:

Parece ser que un niño no dejaba oír la película por causa de sus constantes lloriqueos, hasta que desde una zona próxima, alguien, dirigiéndose a la madre, dijo: “¡Dale teta!”; a lo cual respondió la madre: “¡Si ya tiene tres años…!”. El intransigente interlocutor concluyó con la siguiente expresión, rotunda y malsonante: “¡Pues dale una hostia, que no deja oír!”.

En fin, que en aquel cine que se llenaba en cada sesión, nos familiarizamos con las imágenes de aquellos grandes actores americanos como Clark Gable, Gary Cooper, Montgomery Cliff, Errol Flynn, Richard Burton, Victor Mature, Spencer Tracy y muchos más, y actrices como Bette Davis, Olivia de Havilland, Greta Garbo, Ingrid Bergman, Elizabeth Taylor, y un largo etcétera y vimos, si la edad nos lo permitió, películas como “Lo que el viento se llevó”, “Murieron con las botas puestas”, “Casablanca”, “Gilda”, “Retorno al abismo”, y muchas otras.

La primera de la que tengo noción es “Kit Carson”, película del Oeste con las aventuras propias de las luchas entre los indios y los colonos, y recuerdo que el protagonista llevaba una chaqueta de cuero con unas hileras de tiras colgando de las mangas, que ignoro la función que tenían, pero me pareció un adorno muy curioso. Un tiempo después vi que también usaba una chaqueta así Buffalo Bill, cuando vestía de gala.

Las películas de entonces eran generalmente entretenidas, y creo que positivas en cuanto a las enseñanzas que podían extraerse de sus sencillos argumentos. Así que, para mi entender, aquel cine fue un recurso cultural muy valioso y divertido.

Ahora tenemos la posibilidad de ver películas de cine en todas partes y lo consideramos algo normal y cotidiano, pero entonces supuso para los habitantes de Ariño un privilegio, un acceso a la contemplación de otros modos de vida, un aliciente para los días de fiesta, una ocasión de socialización con los demás y, en fin, una ocasión para el desarrollo personal incluso mayor de lo que imaginamos.

Al principio indiqué que el salón de cine era polivalente y no quiero terminar sin comentar que, efectivamente, se empleó muchas veces para representar en aquel hermoso escenario obras de teatro de aficionados del pueblo, algunas promovidas por mosén José Fuster que en paz descanse (yo fui uno de los actores) y otras tipo revista, varietés, etc., cuando la festividad lo requería, en cuyo caso los organizadores contrataban a la compañía que consideraban más apropiada. En este aspecto considero que de haber surgido personas impulsoras de la actividad teatral, el salón y sus medios hubieran permitido sacarla adelante perfectamente, ya que la disponibilidad por parte de la SAMCA no faltó en ningún momento.

Citaré también, aunque sea someramente, el uso de la sala para baile. A tal fin se despejaba el espacio de los asientos (que se apartaban y apilaban con facilidad), se situaba la orquesta en el escenario (recuerdo incluso alguna cantante a las que a veces se les llamaba animadoras) y la gente nos dedicábamos a bailar (los más animados) o a contemplar el jubiloso ambiente los más retraídos. Aunque la inclinación del suelo que se proyectó así pensando en uso del salón como cine era un inconveniente más enojoso de lo imaginable, no era suficiente para impedir que multitud de parejas se divirtieran bailando. Seguro que muchos noviazgos tuvieron su inicio o desarrollo en aquellas sesiones de baile en el cine de SAMCA, a la romántica luz de la iluminación indirecta que el cine requería, y al son de los boleros que entonces se prodigaban.

Para finalizar diré que estoy seguro de que algún lector que conoció lo que aquí se recuerda pensará que debería haber hecho más hincapié en este o aquel aspecto del tema. Lo siento pero he tenido que seguir mis recuerdos (principalmente de niño) y a ellos me he atenido. Mi juicio sobre este relato es que se refiere a algo muy amplio con muchas vivencias, y solamente se pueden dar unas pinceladas gruesas sin entrar en un tratamiento exhaustivo que requeriría todo un volumen. De todos modos ENTABÁN es un espacio abierto al que todos podemos llevar los recuerdos que consideremos interesantes, así como a la zona de comentarios, que también facilitan esa participación. Así que, como muchas veces decimos… ánimo, y ¡ENTABÁN!

martes, 24 de noviembre de 2009

Los tebeos en Ariño

En Ariño hay un lugar que llamamos “el ladrillao” en el que confluyen tres calles y tiene tres esquinas. Mi relato va a referirse a este punto porque tiene para mí una significación especial por varias razones: quizá la más importante es que tengo mis primeros recuerdos en ese entorno, porque hasta los cinco años viví con mis abuelos Domingo y Petra en una casa que está justo al comienzo de la calle “subida al Calvario” y, cuando fui creciendo, por estar tan cerca de la casa de mis abuelos a la que iba varias veces cada día, siguió siendo para mí dicho lugar una zona muy frecuentada.

La casa de mis abuelos era la segunda de la derecha

Citaré, como detalle curioso, que una de las primeras escenas que recuerdo es a una señora caminando con un cántaro en la cabeza y llegar hasta ella otra gritando y dándole con un bastón en el cántaro de tal modo que cayó este al suelo, se hizo añicos, y se organizó una trifulca que nunca después he podido (ni pretendido) aclarar, pero que, como es lógico, me impresionó vivamente.

El hecho es que en dicho punto las plantas bajas de dos de las tres casas que hacían esquina eran carpinterías: una era de la familia del tío José Lahoz, y la otra del tío Pablo. A esta teníamos más acceso los chavales, ya que la puerta siempre estaba abierta, y veíamos todo lo que el carpintero hacía y tenía. Recuerdo que no había ninguna máquina que utilizase la corriente eléctrica y solo se veían martillos, limas, sierras, serruchos, garlopas y cepillos, todo de uso manual. El aparato más sofisticado era una muela de grano abrasivo humedecido que se movía a pedal y que el tío Pablo utilizaba para afilar las cuchillas de las distintas herramientas.

Estoy viendo al tío Pablo, con la cara chupada debido a su delgadez, siempre con la colilla del cigarro en los labios y un lápiz plano de carpintero en la oreja para tenerlo siempre a mano. Cuando no estaba serrando o cepillando alguna madera estaba clavando puntas sin cesar o pegando las distintas partes con cola de carpintero. Todas las medidas las hacía con un metro amarillo plegable, y para el posicionamiento correcto de unas maderas con otras utilizaba varios tipos de escuadras. Este señor vivía solo en aquella casa y un día vi que todas las puertas estaban cerradas y era debido a que el tío Pablo había muerto y yo no me había enterado. Descanse en paz aquel trabajador y silencioso carpintero.

El ladrillao”: a la izquierda la carpintería del tío Pablo, en el centro la del tío José Lahoz
y a la derecha la casa de Teodoro Rodrigo, que fue tienda del tío Pascual Alcaine

La tercera casa pertenecía a la familia de Teodoro Rodrigo y era una de las más notables del pueblo por la obra, a partir de cierta altura, de ladrillo árabe y ventanas con arcos de medio punto y alero a juego. Este ladrillado supongo que fue la causa del nombre del referido lugar.

Casa de Teodoro Rodrigo, con los arcos y alero que se citan

Un día (en 1943) vimos que aparecía en esta casa un local comercial con puerta a la calle Lacería y una ventana grande con cristal y alambrada a la calle Mayor. El negocio de este local lo estaba proyectando un tío de Juan José (“el Lino”) que se llamaba Pascual Alcaine, junto con su esposa Dolores, que tenían una hija que se llamaba Mariluz y era unos dos años mayor que yo.

En Ariño (y supongo que en todos pueblos) algo así era un acontecimiento observado atentamente por todos los vecinos sin excepción, de manera que nos quedamos muy interesados en ver lo que allí se iba a hacer.

Los preliminares del proyecto eran que el tío Pascual había comenzado a trabajar en la mina y, cuando llevaba quince días, pidió la baja porque le bastó ese tiempo para darse cuenta de que con el oficio de minero entonces no iba a hacer gran cosa, y él tenía mayores pretensiones, que las acompañaba con cualidades que mucha gente reconocía y respetaba. Pensó que era más positivo dedicarse al comercio, instalando una tienda en un punto del pueblo adecuado para esta actividad. Así que señaló aquel lugar como idóneo, y allí situó su tienda.

Vimos que el tal comercio iba a ser una verdulería, lo que provocó dudas de que tuviera éxito ya que pocas familias del pueblo no tenían un huerto donde recoger verduras para dar y vender; sin embargo el tío Pascual era clarividente y lo tenía todo pensado. Por ejemplo, en Ariño no se sabía lo que eran los plátanos y gracias a él los conocimos; los tomates canarios que maduran en invierno empezaron a verse allí; las naranjas no eran fruta propia de nuestro pueblo y los camiones naranjeros de Valencia venían de tarde en tarde, etc.; en definitiva, cuando fallaba alguna fruta u hortaliza en el pueblo la hacía llegar de otras partes y, en fin, que estaba siempre atento a las demandas que se iban produciendo, lo cual era, además de interesante para la tienda, un servicio para Ariño.

A medida que pasaba el tiempo iba introduciendo nuevos productos, algunos de ellos pensados para los niños, especialmente en la época de Reyes. Un año aparecieron en la ventana-escaparate bien iluminados una serie de juguetes que hizo que los niños dejásemos la malla metálica llena de los mocos que solíamos llevar en nuestras diminutas narices. Yo me centré en una pistolica niquelada que al apretar el gatillo podía hacer chispear a un rollo de martinas (un crepitante que se vendía en tiras) y ya no tuve ojos para ninguna otra cosa. Supongo que di la noticia en mi casa pero la insinuación de lo mucho que me gustaba no fue suficiente, porque entonces los Reyes no tenían los medios de transporte actuales y no llegaban hasta Ariño más que raras veces, y los padres nos solían regalar en esas fechas calcetines y cosas parecidas. La pistolica estuvo allí varios años y algunos chicos (no muchos) sí que las compraron, pero yo no estuve entre los agraciados.

Un día apareció en la tienda un producto que iba a tener gran éxito y, sin imaginarlo, gran inflluencia entre todos los niños del pueblo, especialmente los varones. Fueron los tebeos, que el tío Pascual, con su característico buen olfato comercial, supo acercar hasta Ariño supongo que desde Zaragoza o sabe Dios desde dónde. Primero fue “el guerrero del antifaz”, basado en las luchas entre moros y cristianos; luego “el pequeño luchador” que relataba aventuras entre indios y vaqueros del Oeste norteamericano; enseguida apareció “hazañas bélicas” que se inspiraba en acciones de la segunda guerra mundial y, al mismo tiempo, “Roberto Alcázar y Pedrín” que narraba aventuras de este atildado superdetective y un chavalín que era su compañero inseparable. En poco tiempo nuevos personajes fueron engrosando la lista de los anteriores como Carpanta, Mortadelo y Filemón (agencia de información), el reporter Tribulete (que en todas partes se mete), Zipe, Zape y don Pantuflo, etc., etc. Había una de aquellas publicaciones que, además de muchas historietas, traía los famosos inventos del profesor Frank de Copenhague; se llamaba TBO y supongo que el nombre de tebeos que dábamos a todas ellas, debía de provenir de esta. Actualmente se va popularizando la denominación de cómics que, aunque aceptable, no deja de ser un anglicismo.

Aquellos tebeos llegaban puntualmente cada semana y estábamos esperándolos como al agua de mayo. Comprábamos algunos y luego nos los prestábamos de unos a otros para reducir los gastos, que empezaban a parecerles excesivos a nuestros padres.

Aquello fue una revolución cultural que nos hizo visualizar muchas imágenes muy bien dibujadas, con poco texto, y darnos a conocer mundos fantásticos creados por aquellos maestros del cómic; y todo ello nos hizo adherirnos a los tebeos de una forma total: estábamos a todas horas leyéndolos y releyéndolos de día y de noche y, si bajaban la guardia nuestros padres, incluso durante las comidas.

Las personas mayores no aceptaron bien la nueva situación, primero porque nos gastábamos en ellos más perricas de lo que nuestras posibilidades aconsejaban, y porque nos veían “ciegos con los tebeos perdiendo el tiempo en una cosa inútil, dejando algo arrinconadas las asignaturas verdaderamente importantes de la escuela”.

Esta mala imagen sobre la lectura de tebeos duró varios años y yo tengo la satisfacción de haber sido uno de los primeros que los defendí y aconsejé su lectura porque me parecieron una manera estupenda de fomentar la lectura de los escolares también en sus casas. Además los mensajes que transmitían eran, a mi entender, graciosos en muchos casos y, en general, no perjudiciales para la formación de los niños.

Los maestros que había entonces en Ariño dejaron pasar la oportunidad de aprovechar este nuevo medio de expresión hecho a medida de los escolares, y más bien consideraron a los tebeos como una cosa poco seria e intrascendente, que no valía la pena ser tenida en cuenta a efectos formativos.

Volviendo al tío Pascual, parecía que se iba defendiendo bien con unas cosas y otras y entonces (en 1946), otra vez para sorpresa de sus convecinos, cerró la tienda y se trasladó con toda la familia, que hacía tres meses que había aumentado con un nuevo miembro, Antonio, a Muniesa.

Fue una nueva muestra de su carácter emprendedor y poco acomodaticio ya que vio mayores posibilidades de desarrollo comercial en aquel pueblo y no le importaron los esfuerzos e incomodidades que estos cambios de residencia y de actividad significan, con tal de sacar adelante en mejores condiciones a su familia, cosa que sucedió según lo previsto, y en Muniesa pudo alcanzar en no demasiado tiempo, una posición más que notable.

La casualidad, que a veces permite que nos encontremos con agradables sorpresas, hizo que un día coincidiéramos en una celebración Antonio (el hijo del tío Pascual) y yo, así que me vino a buscar para “conocer a la persona que su padre admiraba y le ponía siempre como ejemplo”, que resulta que era yo. Entonces descubrí que, sin saberlo, su padre y yo nos teníamos recíproca admiración. Fue para mí muy gratificante el que a una persona de gran valía como Antonio, que tenía en Madrid una brillante situación profesional le hubieran podido servir como estímulo mis esfuerzos por salir adelante estudiando (primero Peritaje y a continuación Ingeniería Superior) con unos recursos económicos muy limitados. A partir de entonces nos tenemos, sin vernos apenas, un verdadero aprecio, como si fuéramos viejos amigos.

No quiero terminar este relato sin aclarar un punto que pudiera inducir a confusiones: se trata de mi respeto por el oficio de minero. No podía ser de otro modo, empezando por el hecho de que mi padre, mis tíos y algunos de mis primos eran mineros, y siguiendo por que para mí cualquier trabajo serio y honesto es respetable. Por otra parte, aunque en la época de la que hablo los jornales eran bastante exiguos, con el dinero que se ingresaba y el trabajo de las tierras (en todo el término, huerta y secano se cultivaban) la gente se iba defendiendo mejor que hasta entonces y Ariño empezó a tener como un cierto florecimiento, ya que anteriormente la gente estaba razonablemente bien alimentada pero no sabía cómo era el dinero; sin embargo alabo la actitud del tío Pascual, que era un emprendedor que no se resignó a seguir la rutina imperante y buscó y encontró métodos para ganarse la vida decentemente con mejores perspectivas que las ordinarias, aunque ello supongo que le costaría más problemas, cavilaciones y dolores de cabeza de los que la gente se imaginaba. Por ello con el debido respeto a todos, reitero mi admiración por las aspiraciones y trayectoria del tío Pascual Alcaine, que fue, durante muchos años, convecino nuestro y, entre otras cosas, introductor de los tebeos en Ariño, para regocijo, placer y alegría (que no es poco) de la población infantil en aquella época.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Mi muñeca

En 1955, cuando yo tenía dieciocho años y estaba estudiando Peritaje Industrial en Zaragoza, en las vacaciones de Semana Santa nos entró a un grupo de amigos una vocación repentina por los deportes y quedamos en comenzar a practicarlos jugando un partido de fútbol, en el minicampo que había en el barrio de SAMCA, al lado del frontón.

Acudimos de buena mañana más o menos equipados (más bien menos) y comenzamos el partido. A mí no sé qué puesto me correspondió pero, como todos íbamos en grupo detrás de la pelota, daba lo mismo. A los diez minutos del comienzo, estábamos cuatro o cinco de los improvisados futbolistas en un pequeño círculo con el balón en el centro y todos intentando darle patadas, cuando tuve la feliz idea de dar un salto con los dos pies y situarme sobre la pelota para frenarla. Nunca lo hiciera pues el balón actuó de bisagra ayudado por alguna de aquellas patadas, y yo caí finalmente de espaldas. Al caer apoyé las dos manos hacia atrás para protegerme y, al chocar en el suelo, noté una fuerte tensión en las muñecas. Me levanté, y al verificar si me había roto algún hueso, percibí que la muñeca izquierda me dolía; y allí se terminó el partido para mí, y al poco rato también para el Juanito “El barbero”, que se rompió el dedo meñique de la mano derecha y ya para siempre le quedó torcido; visto lo cual dimos por terminado el encuentro y nos fuimos todos, cada uno a su casa.

Al llegar a la mía, mi madre me notó en la cara que algo me pasaba, y era que la muñeca me seguía doliendo bastante. Me la observó y señaló un pequeño bulto en el lateral, que a ella le dio mala espina, por lo que hizo el diagnóstico provisional de que algún hueso se me había estropeado. Con este diagnóstico y el hecho de que cada vez el dolor iba en aumento, decidimos ir a Zaragoza al día siguiente a casa de nuestros buenos amigos los Oliete (de los que éramos como familia), para que me viese algún traumatólogo.

Aquella noche la recuerdo como una de las peores de mi vida porque la muñeca me dolía muchísimo sin cesar el dolor ni un segundo. A la mañana siguiente el coche de línea y el tren nos llevaron a Zaragoza. La más pequeña vibración hacía que me aumentase el dolor, así que fui todo el viaje de pie para amortiguarlo, flexionando las piernas continuamente. Nuestros amigos me prepararon una cita con un traumatólogo que conocían, el doctor Lorente Sanz, que lo era del hospital militar con grado de teniente coronel y que tenía consulta privada en la calle san Gil y allí fui, a la hora convenida, acompañado por mi madre.

El médico me quitó el vendaje casero que llevaba y me cogió la mano con la suya como si se saludaran dos zurdos, y simplemente con esta operación, me desapareció el dolor casi totalmente. Supongo que debí de poner cara de extraordinaria sorpresa ante lo fácilmente que desaparecía un dolor tan agudo y constante. Debió de tardar unos diez minutos en diagnosticarme una fisura del radio y me citó para la mañana siguiente en la Cruz Roja que está en la plaza que entonces se llamaba de José Antonio y me vendó e inmovilizó el antebrazo de tal manera que el dolor era ya muy soportable.

A la mañana siguiente, en la Cruz Roja, cuando yo creía que simplemente me iban a escayolar el brazo, me pusieron una bata, me pasaron a un quirófano, me acostaron en una mesa, me colocaron una mascarilla y me dijeron “cuenta hasta diez”. Cuando iba por el ocho lo dejé… Me desperté con el brazo escayolado al lado de mi madre y el doctor Lorente me dijo que habían tenido que estirarlo mucho para arreglar los desperfectos, y me citó en su despacho por la tarde.

Cuando vio que la evolución postoperatoria era correcta me indicó que esperaba quitarme la escayola dentro de cuatro semanas y que si entretanto tenía algún problema fuese a verle. Con esto regresamos a Ariño con el brazo reparado y las vacaciones tocando a su fin.

En la fecha prevista fui a que me quitase la escayola, y me dijo que el brazo estaba bien y que, para la recuperación de la fuerza, hiciera algunos ejercicios y de vez en cuando lo bañase en agua caliente salada. En este momento le pregunté cuánto tenía que pagarle y me dijo que no había prisa, que ya hablaríamos más adelante, y me citó para dentro de otras dos semanas.

Acudí de nuevo esperando que aquel día me daría el alta definitiva y la factura, y fui provisto del dinero que pude recoger. Efectivamente me dio el alta y entonces le dije: “Doctor Lorente, ahora si que tiene que decirme ya cuales son sus honorarios”. Me miró con una mirada escrutadora y me dijo: “El caso es que ha sido una operación complicada: yo he tenido que pagar quirófano, anestesista y a varios ayudantes...”. A mí comenzaron a temblarme las piernas y debía de ser transparente para aquel hombre tan brillante y experimentado. De pronto me hizo la siguiente pregunta: “Vamos a ver… tú, ¿qué dinero llevas? Le contesté que tres mil pesetas, y él me dijo finalmente: “Pues dame mil quinientas”. Insistí en darle al menos las tres mil, pero se mantuvo en lo dicho y también añadió: “Espero que algún día hagas tú lo que yo acabo de hacer contigo”. Me dio un abrazo y salí de su casa con los ojos arrasados de lágrimas y el corazón lleno de afecto y agradecimiento hacia aquel hombre, que se hizo cargo de que éramos una familia humilde, y yo becario, y de que nos pondría en grave dificultad si nos cobraba lo que realmente valía la operación y las consultas. Con las mil quinientas pesetas que le dimos, aunque eran de las de hace 54 años, no pagamos, ni mucho menos, los elevados costes de la operación, su propio trabajo y las numerosas visitas en su consulta.

Se me ocurren, como conclusión, varias cosas: la primera, que es mal sistema el comenzar una práctica deportiva por un deporte que podemos calificar de violento. La segunda, que las coberturas sociales son incomparablemente mejores ahora que entonces, porque los estudiantes teníamos simplemente un seguro escolar válido únicamente para accidentes en el interior del Centro, en época y horario lectivos, y no durante las vacaciones. Otra gran mejora ha sido la asistencia médica inmediata y la disponibilidad de medicamentos. Si aquello me hubiera ocurrido actualmente, con analgésicos y antiinflamatorios me hubiera ahorrado 24 horas de fuertes dolores. Otra observación es que cuando tenemos 16 ó 18 años, que ya nos parece que somos autosuficientes, si nos ocurre cualquier cosa, al final son los padres los que nos sacan del apuro, porque nuestra autosuficiencia solo es aparente. Y, para terminar, que el encontrar personas como mi traumatólogo, nos da una lección de humanidad, de delicadeza y de caballerosidad que nos hace ir por la vida deseando parecernos a esas personas que se convierten en magníficos modelos de referencia.

Hace poco tiempo vi en una sala de espera, en una orla de la Facultad de Medicina, la fotografía del doctor Lorente Sanz; además de agolparse muchos recuerdos en mi mente, le dediqué una vez más mi callado, emocionado y sincero homenaje de gratitud, por todo lo que este señor ha significado en mi vida.

Para terminar señalaré, una vez más, que los acontecimientos aparentemente negativos, suelen venir acompañados de aspectos favorables que, si los sabemos ver, dan en muchos casos un saldo positivo, como sucedió en aquella ocasión: el haber tenido la oportunidad de conocer a tan magnífica persona y haber podido ver su forma de actuar, no tiene ni punto de comparación con la fisura de un simple hueso.
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