miércoles, 5 de noviembre de 2008

Para que te vayas fiando

En Ariño todos los accesos desde el barrio de la Venta al de santa Bárbara, son por calles o callejas muy “acosteradas” o sea con mucha cuestas, es decir que cuestan mucho de subir. La más empinada es la de la tía Pina, valga el reiterado juego de palabras. Le dábamos este nombre a la cuesta, —aunque no había ninguna placa en la pared— porque, en lo alto, en un lateral, en una casa muy pequeña, de adobes, vivía la tía Pina. Con este acuerdo tácito sobre la denominación de la cuesta, estábamos agasajando por vez primera en Ariño a una convecina, dedicándole una calle, aunque fuese tan humilde o más que la propia interesada. Además ni siquiera nos dimos cuenta de la trascendencia de lo que estábamos haciendo, cosa que ocurre con más frecuencia de lo que nos imaginamos.

Cuando conocí a la tía Pina era ya una señora muy mayor toda vestida de negro, muy delgadica incluso para aquellos tiempos. No sé como se las arreglaba para sobrevivir, porque creo que no tenía ningún familiar cercano que pudiera ayudarle. Parece ser que buscaba caracoles en la huerta y, con eso y con lo que debía de darle algún alma caritativa, iba subsistiendo. Debía de ser buena persona, porque trataba con cariño a los niños y por tanto a mí, que pasaba muchas veces por su desvencijada puerta. Siempre la he recordado con ternura y es de esas personas a las que, cuando te vienen a la memoria, les rezas una sencilla oración, pensando que será de las pocas que reciba donde quiera que esté. Aunque dudo que las necesite, ya que, si existe un Cielo, seguro que está en él, porque el Purgatorio ya debió tenerlo en su ancianidad, en lo alto de aquella cuesta en que vivía. Lamento que cuando pasaba por allí casi nada podía hacer por ella debido a mis pocos años y que ahora, que comprendo aquella situación, sea demasiado tarde. Ojala que estas reflexiones sirvan para hacernos el propósito de “procurar no llegar demasiado tarde” en ayuda de los demás y especialmente de los que tenemos más cerca.

Cuesta de la tía Pina vista desde arriba. En la parte derecha de la fotografía estaba su casa


He dicho que pasaba muchas veces por su puerta; ello se debía a que aquella cuesta era el camino más corto para traer el agua desde la fuente hasta nuestra casa de la calle santa Bárbara. También era el camino que utilizaba para llevar a abrevar a una burra que teníamos, cosa que solía hacer al mediodía, al salir de la escuela. Así que, antes de comer, me montaba a pelo en la burra, y tomábamos el rumbo del abrevadero del barrio Bajo, por la cuesta de la tía Pina.

Con el tiempo esta operación llegó a ser un número de circo, es decir que, para evitar el aburrimiento, trataba de hacerla cada vez más difícil. Normalmente iba por aquellas cuestas con la burra sin albarda, sin cabezana ni ramal y montado al revés, es decir mirando a la cola de la caballería. Un día me agencié un ramo de olivo, y para que la burra fuera más deprisa le iba azotando de vez en cuando en las ancas. Cuando llegamos a la altura de la fuente, ya muy cerca del abrevadero, se me ocurrió la maldad de hacerle cosquillas en la cola con el ramo de olivo. La burrica se asustó porque imaginó que aquello era producido por algún bicho raro; así que, actuando en defensa propia, se paró en seco y pegó un par de coces reglamentario, con las dos patas traseras a la vez. El efecto sobre mi cuerpo fue que di una vuelta de campana en el aire, y aterricé de espaldas en el suelo. Intenté incorporarme y noté, asustado, que no me funcionaban los pulmones y no podía respirar. Fue una sensación tan desagradable, que siempre la recuerdo. Afortunadamente al cabo de unos segundos pude respirar de nuevo, y la cosa no pasó a mayores. Miré furtivamente alrededor y pensé: “Menos mal que no me ha visto nadie”. Abrevé a la burra y nos fuimos los dos para casa, yo tocándome de vez en cuando las costillas por si llevaba alguna rota; y en lo sucesivo mis modales durante la operación del abrevado mejoraron de forma notable.

Algunas veces en el trato con las personas suceden cosas parecidas: te vas tomando confianzas, y al final, “te pasas”; y menos mal si, después de las consecuencias, puedes recuperar la respiración, no te has roto ninguna costilla y has aprendido la lección.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buena la historia y la moraleja, doy fe de que Ariño es uno,si no el que más, de los pueblos en los que he estado con mas cuestas. He tenido la oportunidad de pasar una semana viviendo allí y creo sinceramente que es un pueblo maravilloso y leyendo tus historias me imagino como serían y paso un rato agradable y entretenido, gracias Salvador por ser como eres, tan buena persona como buen escritor.
Un saludo desde Madrid, Álvaro Moriano

Anónimo dijo...

Álvaro, gracias por tu comentario. Lo que dices de mí es verdad pero sobre todo intento que sea cierto. El relato que has elegido es también uno de los que más me gustan.
Hoy domingo he oído hablar de "los talentos" y me he acordado de tí. Tengo la intuición de que harás cosas muy importantes.
Un abrazo
Salvador Macipe

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