martes, 20 de enero de 2009

La leña

El embalse de Cueva Foradada se construyó en Oliete entre 1903 y 1931, es decir que tardó en terminarse cerca de 30 años. Este tiempo tan largo hizo que comenzara a tomarse a cuchufleta la finalización, y hasta se hacían cancioncillas al respecto. Una de ellas comenzaba así: “El pantano de Oliete larán, larán…”. En el año 1896 se había terminado el embalse de Escuriza y los habitantes de Ariño, con el nacimiento de “la huerta mayor”, tuvieron una considerable mejora en sus condiciones de vida, que no eran muy boyantes hasta aquel momento. A partir de entonces los productos hortofrutícolas pasaron a ser abundantes, pero el dinero seguía siendo una rara especie. En cambio en Oliete con los puestos de trabajo a que dio lugar la construcción del embalse y la duración de esta, surgió una clase social en la que “circulaba el dinero” y la población, que además no abandonó las labores agrícolas, tenía una prosperidad y solvencia que le permitió ahorrarse algunas desagradables tareas que en los demás pueblos eran inevitables. Una de ellas muy característica era el acopio de leña.

Ante todo hay que decir de ella que en aquellos tiempos no era imaginable una casa que no la utilizase continuamente. La leña se hacía en el monte, principalmente con romeros. Los pinos no se utilizaban para quemarlos, sino como vigas y carpintería general para las casas. Los usos muy generalizados de las especies suelen conducir a su desaparición, porque muchas veces se supera el punto crítico de supervivencia. Ejemplos de esto lo tenemos en Ariño con los pinos, que llegaron a desaparecer casi totalmente siendo que antiguamente, según he oído decir, los había por todas partes. Entre la actividad de desyermar monte para el cultivo de cereales y la necesidad de los maderos y de las maderas para muchos usos se llegó a la extinción de todos los pinos que no tuvieran muy difícil acceso. Otro ejemplo de este principio lo tenemos en la desaparición de los romeros en Alacón, donde escaseaban tanto por haberse superado su nivel de supervivencia que, de vez en cuando, se veía llegar a nuestro guarda del monte acompañando a alguien de aquel pueblo (que en su conjunto tiene mi cariño y mi respeto) que había sido cogido “in fraganti” haciendo leña sin permiso en el monte de Ariño. El viaje terminaba en el Ayuntamiento y el infractor era sometido a la correspondiente sanción económica.

El fuego de leña en las casas era tan indicativo de la existencia de una familia que, en una época anterior, para calcular el potencial de recaudación de tributos y las posibilidades de formación de ejércitos se tomaba como unidad para medir la dimensión de los pueblos el “fuego”, y así como ahora decimos este pueblo tiene tantos habitantes, entonces se decía “este pueblo es de tantos fuegos”.

Pues bien, el pueblo de Oliete necesitaba, como todos, la leña y podía comprarla, y había gente que podía suministrarla y necesitaba el dinero. Así que nació un mercado de la leña que consistía en que los vendedores con sus caballerías cargadas de fajos de romeros recorrían las calles del pueblo anunciando de viva voz la mercancía y los potenciales compradores negociaban con los ofertantes el precio; y si se llegaba a un acuerdo se descargaba la caballería, y si no, se continuaba dando vueltas por el pueblo para seguir intentando venderla.

A propósito de esta cuestión me cuenta mi amigo Juan José que en aquella época, cerca ya la fiesta de Sanadonisinén, un mozo de Ariño le propuso a su padre, para recoger “unas perras”, hacer leña y llevarla a vender a Oliete. Le pareció bien al padre y efectivamente el muchacho subió al Puerto con un par de burros, hizo la leña y, por el camino de la sima de san Pedro, la llevó hasta el pueblo de destino. Dio unas vueltas con las caballerías cargadas, y al fin vio que se abría una ventana y, pensando que era el momento propicio, dijo, una vez más, en voz alta “¡Hay leña!” y desde dentro de la casa le contestaron: “¡La leña pa las costillas del que la lleva!”. El inexperto vendedor acusó el impacto de la tosca expresión pero siguió dando vueltas, hasta que se dio por vencido; sin embargo, en lugar de volver con los burros cargados hasta Ariño, decidió llevársela a una familia de la que eran amigos; así que fue a verlos y les dijo que venía a regalarles unas cargas de leña. Los amigos no supieron o no quisieron entender la insinuación, le dieron las gracias por el regalo, y esto fue todo. El mozo al llegar a Ariño con la cara colorada y con los pies y las costillas calientes, le dijo a su padre: “Padre, yo me voy a trabajar a Barcelona, porque esto ya no se puede resistir”. Y esta es una historia más de la emigración desde Ariño, que a mi amigo Juanjo le contó el protagonista de esta anécdota, en una de las periódicas visitas del catalán de adopción a su querido pueblo natal.

A pesar de de la inseguridad indicada, a esta actividad del suministro de leña se dedicaba, según me dijo mi padre, un matrimonio (sin hijos) instalado en un mas (o masía) en el Puerto de Ariño. El marido arrancaba con la azada estrecha los romeros y la esposa hacía los fajos y, cuando les parecía, cargaban la caballería e iba la mujer a Oliete a intentar vender la mercancía. Por cierto me contaba mi padre anécdotas increíbles sobre aquella pareja. Para empezar, el marido era un “malaleche” que siempre estaba de mal humor y gritándole a la esposa, y ella siempre asustada, aguantándole. Un detalle retrata la situación: el marido, al arrancar los romeros, en lugar de dejarlos juntos para facilitarle la labor de recogida, los tiraba tan lejos como podía en todas direcciones, para que tuviera un trabajo lo más fatigoso posible. Me contó también que ella era la encargada del avituallamiento, para lo cual pasaba (no sé si le dejaría utilizar la caballería) a Lécera a comprar lo necesario, cruzando por aquellos larguísimos y solitarios caminos del Puerto. Un día al regresar a media tarde se percató de que había olvidado algo, lo cual le costó repetir el viaje acto seguido para buscar lo que faltaba, con lo que regresó al mas cuando ya era noche cerrada.

En invierno el mercado de la leña se animaba, así que era la época del año en que más y en peores condiciones tenían que trabajar. Cierto día al amanecer se encontraron con que había nevado y seguía haciéndolo copiosamente. Dentro tenían un buen fuego, así que el hombre exclamó: “¡No hay miedo, que hay pataquina!”, refiriéndose a que tenían patatas abundantes para resistir sin salir del mas el tiempo que fuera necesario. Al oír esto la mujer, que estaba sentada en el banco de piedra al lado del fuego, murmuró: “sí,…pues están las últimas en el puchero”, mostrando el error de cálculo del marido, la preocupación por la nevada y el temor por las consecuencias que tendría para ella el fallo de la intendencia.

Cada vez que, mientras nieva, contemplando la nieve desde el calorcico de casa alguien, o yo mismo, decimos “no hay miedo que hay pataquina”, me viene a la mente la expresión “pues están las últimas en el puchero”, recordando con tristeza el trabajo tan duro de aquella pareja; y especialmente me produce una inmensa pena la vida de aquella pobre mujer siempre sola por aquellos duros y largos caminos temiendo encontrarse al llegar al mísero mas, con aquel hombre despiadado del que tenía buenas razones para recelar que la sometiera a maltratos o indignidades.

Realmente, de las historias que me contó mi padre, esta es una de las más tristes.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

con todos tus relatos nos haces pasar muy buenos ratos sigue contadonos

Anónimo dijo...

Excelentes relatos, por enésima vez me decido a felicitarte, aunque no estoy seguro que este mensaje pueda llegarte, mi torpeza con este medio es infinita.
Un saludo afectuoso

Salvador Macipe dijo...

Anónimo primero, tu telegráfico comentario dice lo suficiente y requiere una respuesta también corta pero sincera: gracias, y un afectuoso saludo.

Anónimo segundo,gracias por tu calificación de mis relatos y por todas las felicitaciones, que valen para mí como si las hubiera recibido.Sigue intentando el manejo de este medio que es el huevo de colón y sin duda te será útil.

Un cordial saludo.
Salvador Macipe

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