martes, 13 de enero de 2009

El reto

Mi padre no era aficionado a los juegos de azar ni a los de cartas, salvo al guiñote que por cierto se lo manejaba bastante bien. Tampoco era dado a las apuestas; sin embargo de joven hizo una que se comentó en Ariño. Fue una extraña apuesta que mejor podría llamarse reto, ya que mi padre no iba a perder dinero aunque perdiera la apuesta; conviene aclarar por otra parte, que entonces el dinero era difícil de perder, porque muy pocos lo tenían, especialmente los jóvenes, y menos para jugárselo así como así.

Hay que decir que, como norma bastante generalizada, lo que les faltaba de dinero les sobraba de apetito y prueba de ello era que todo animalejo que, no teniendo sabor amargo, cayera en las manos de los jóvenes, o de cualquiera, tenía las horas contadas.

Mi padre en cuanto al apetito no era una excepción, pero tampoco es que tuviera una especial fama de gran comedor.

Una noche (quiero suponer que antes de cenar) estando con otros en el bar del tío Juan Alloza, que se hallaba situado en el barrio Bajo enfrente de una de las posadas (“la nueva”), derivó la conversación hacia lo mucho que les gustaban a los reunidos las galletas de vainilla y mi padre dijo que él sería capaz de comerse una caja llena. Aquellas cajas eran cúbicas y medirían unos treinta o cuarenta centímetros de arista, de manera que contendrían de veintisiete a sesenta y cuatro litros de galletas bien ordenaditas. Aunque la horquilla que doy es amplia, incluso considerando la cantidad inferior no deja de ser una enorme cantidad. Alguien del grupo le tomó la palabra y le retó, asegurando que estaba dispuesto a pagarlas si mi padre era capaz de comérselas. (Sin lugar a dudas el retador no apreciaba mucho a mi padre).

Los detalles del reto no quedaron bien pormenorizados, porque no se acordó por ejemplo quien pagaría las galletas en caso de perder mi padre y ni siquiera tuvieron la previsión de tasar el tiempo. Mi padre no podía perder, pero los retos son los retos y a nadie le gusta hacer el ridículo y menos en aquellos tiempos. Así que se despejó una mesa de de mármol y se le pidió al tío Juan que trajera una caja de galletas de vainilla sin abrir.

Se puso la caja sobre la mesa, se le quitó la tapa y se volcaron las galletas. El espectáculo fue asombroso para todos, porque se formó un montón de de tal altura que apenas cabían en la mesa y eso que era bastante grande.

El que competía con mi padre quedó convencido de que sin duda ganaría la apuesta. Mi padre, aunque nunca pensó que pudiera contener tantas galletas aquella caja y quedó tan sorprendido como los demás, apretó los dientes y se dispuso a comerlas aunque reventase en el empeño. Las cogía a puñados con ambas manos y en cuestión de segundos desaparecían de la circulación. Cuando llevaba liquidadas así como la mitad del montón apareció por la puerta del bar el tío Gasparico y al percatarse de la situación, dijo: “¿Todas esas galletas se ha de comer ese? ¡Pues cinco duros que llevo me los apuesto, con quien quiera, a que no se las come!”. Nadie le aceptó la apuesta porque estaban atentos a las maniobras de mi padre, pero le dijeron: “¡Pues ya se ha comido otras tantas!” Con esto el tío Gasparico se calló prudentemente y mi padre siguió chino chano hasta comerse la última, resultando ganador del reto y el contrincante perdedor y pagador de la caja de galletas.

Trascendió lo sucedido y hubo quien dijo que mi padre al día siguiente tuvo serios problemas digestivos. No es cierto ya que, por el contrario, desayunó con total normalidad y no acusó el más pequeño contratiempo, lo cual demuestra que tenía un estómago a prueba de galletas de vainilla y que estaban hechas con productos de muy buena calidad, dicho sea de paso.

También ocurrió que el tío Pedro el Codis, que era oficialmente el tácito campeón del pueblo en cuestión de comidas, en cuanto supo lo de la apuesta del día anterior pensó que él no podía ser menos, se ofreció para emular la proeza gastronómica y alguien efectivamente le aceptó el reto. Así que se personaron un grupo de personas en el mismo bar y pidieron la correspondiente caja. Pero cuando al vaciarla se formó el consabido montón, el tío Codis tuvo una extraña reacción, ya que cambió de color y cuando a pesar del susto se dispuso a comerlas, se ve que se le cerró la garganta y a cada galleta que se metía en la boca le daba vueltas y vueltas y a duras penas conseguía tragarla. El resultado fue que renunció a seguir al cabo de un rato, cuando había rebajado el montón en apenas media docena.

Así que todos los que estuvieron al corriente de aquellos sucesos se afianzaron en la idea de que las apariencias engañan en cuanto al “saque” de algunas personas, especialmente cuando se trata de jóvenes.

Al tío Codis, en aquel mismo bar, siendo yo niño, lo vi desmayarse con un ataque de epilepsia que me impresionó bastante. Estoy por pensar que el susto de aquella tarde aciaga de las galletas pudo ser el causante de la enfermedad y el bar en el que ocurrió, un factor desencadenante. Cosas más raras se han visto.

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