viernes, 3 de octubre de 2008

El perdigacho del Aguedo


El José “El Aguedo” era un personaje muy popular en Ariño. Debió nacer hacia el año 1921. Le pusieron de nombre José y lo de Aguedo era el apodo sobrevenido, porque su madre se llamaba Águeda. El acento prosódico del apodo se aplicaba en la e de gué.

Vivía con su madre en una casa de la calle Mayor. Nunca conocí a su padre y creo que tenían muy poca familia. Eran de esas pobres gentes a las que les toca la parte peor de la “tarta social”, aunque ellos, por fortuna, muchas veces no lleguen a saberlo; piensan que las cosas son así, y ya está.

Era cojo y hasta hace poco tiempo yo desconocía el origen de su cojera. Pensaba que quizá fue a causa de la poliomielitis (la parálisis infantil que decíamos), aunque también pudo ser debida a un accidente. Hace poco he sabido, por mi amigo Lino, que le sobrevino en realidad por un mallazo que le dio en el pie un primo suyo cuando estaban ambos triturando yeso en un casetón, dedicado a este fin, que había a la entrada del pueblo, cerca de las casas de Sindicatos. A causa de su cojera, su modo de andar era muy aparatoso, de forma que, si llevaba calderilla en los bolsillos, el sonido se oía desde bastante distancia (valga la exageración).

Vestía más o menos con la indumentaria normal del pueblo, es decir: pantalones de pana algo cortos de un “sufrido color” entre verde y negro, camisa azul descolorida, boina negra y “abarcas cazoludas”. Eso sí, todo lo llevaba un poco estrafalario, bastante sucio y fuera de su sitio. Para hacerse una idea del concepto que la gente tenía de su forma de vestir, basta con decir que cuando yo de pequeño iba vestido descuidadamente, mi madre me decía: “¡Paices un Aguedo!”

Era, a pesar de sus circunstancias, bastante sociable; pero debido a sus pocas luces y a su escasísima formación, la relación con él era complicada. En general era, más que nada, un destinatario de continuas chanzas, muchas veces harto despiadadas.

A mí me daba un poco de pena, pero a él se le veía sin complejos ni especial tristeza por su lastimosa situación.

Le aplicaban muchos chascarrillos, aunque me malicio que muchos eran simples chistes en los que figuraba como involuntario protagonista.

Trabajaba en la mina y también era agricultor. De hecho tenía un macho. Por cierto, en una de aquellas “judiadas” que le hacían, le dijeron que se estaban repartiendo por el pueblo números para la rifa de su caballería. Imaginaos el desespero del José cuando lo supo, pues para él su macho era como uno más de su escasa familia.

Era también cazador y tenía un perdigacho que utilizaba como reclamo para cazar perdices, lo que por cierto estaba prohibido. Se corrió por el pueblo el rumor de que el Aguedo vendía el perdigacho, así que un interesado en la compra fue a verlo y le dijo:

–Me han dicho que quieres vender el perdigacho...

–Pues es verdad, respondió el José.

–Pues yo te podría dar por él. . . hasta quinientas pesetas.

– ¡Eso sí que no!, contestó el José algo alterado y, acto seguido, concluyó:

– ¡Yo, por menos de cien duros, no vendo el perdigacho!

Esta anécdota, que tiene visos de figurar entre las verdaderas, hizo fortuna en el pueblo, de tal modo que, cuando un vendedor de algo no estaba de acuerdo con el precio que le proponía el comprador, alguna vez se decía: “¡Por menos de cien duros no te vendo el perdigacho!”

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy interesante su post sobre Aguedo. Nos ha hecho recordarlo.

Siga así.

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