lunes, 17 de marzo de 2014

La era del portillo


A lo largo de mis relatos he ido explicando algunas de nuestras actividades cuando éramos unos chavalines y hasta chavalotes, pero ha sido una pequeña muestra y me he quedado con la impresión de dejarme muchas en el tintero, como suele decirse.

En este escrito me propongo añadir algunas más que practicábamos con frecuencia y con agrado casi todos los chicos y eran exclusivas para el género masculino, ya que las chicas se dedicaban, con el mismo interés que nosotros, a otras muy diferentes.

Como lugares preferidos para estas actividades teníamos la plaza Mayor y la zona que llamábamos “debajo de los corrales”, que es la calle donde se ha construido la Residencia.

En la época a la que me refiero, esta era una calle  de tierra, bastante ancha, que en un lado tenía regueros y en el otro corrales, que en un sentido continuaba hasta el abrevadero y por el otro salía a lo que entonces llamábamos barrio de la balsa, que actualmente se llama calle de las Minas. En el punto en que estas calles confluyen,  un año  que había llovido muchísimo, vimos  aparecer una balseta o manantial, que seguramente no era la primera vez que sucedía y ello debió motivar el que se hubiera dado el nombre de “la Balsa” a dicha calle.

Adyacentes unos y próximos otros a dicha zona, había varios lugares en los que nos entreteníamos jugando, cuando no lo hacíamos en la propia calle. La circulación de automóviles era nula e incluso la de caballerías era limitada, así que en ese sentido no teníamos problemas.  De los lugares apuntados había dos que ocupábamos con especial frecuencia, que solían ser la cercana era del portillo que se convirtió en nuestro particular campo de fútbol y el refugio y aledaños que estaban debajo de la calle y se prestaban a variadas calaveradas.

 La era del portillo  la circundaba una pared de piedras de algo así como un metro de altura, hecha por motivos de seguridad para las faenas de trilla, porque a veces el trillo se salía de la parva y en aquella era hubiera sido peligroso, porque algunos de los regueros que la rodeaban estaban a menor altura que la era, así que la tal pared servía  para evitar la salida de caballerías, trillo, trillador y los problemas consiguientes.

Acabo de decir que a veces “el trillo se salía de la parva” y es curioso observar lo frecuente que era llevar estas cosas de la vida ordinaria en forma de metáforas al lenguaje habitual y en este caso cuando alguien desbarraba  o se saltaba  las normas ordinarias se solía decir que “trillaba por fuera de la parva”. ¿Recordáis aquella expresión que argumenté en uno de mis artículos de “no tengo beta pa la zoqueta” como excusa cuando no se quería hacer algo que nos proponían? Pues ambas  y algunas más, son ejemplos del fenómeno lingüístico aludido.

Volviendo a la era de mi relato, cuya forma circular en lugar de la rectangular preceptiva para los campos de fútbol, lo que para nosotros era algo sin importancia, además tenía el detalle de que  la pared descrita del contorno, con el paso del tiempo, había perdido piedras en algunos puntos y ese era el motivo de que se la llamase “la era del portillo”, aunque hubiera sido más propio llamarla “la era de los portillos”, porque tenía más de uno; pero por un portillo más o menos no vamos a discutir.

Más importante era que la superficie de juego aparecía muy plana y la arcilla se conservaba muy fina, sin piedrecillas y por estas cualidades,  y por su proximidad al pueblo, se convirtió en nuestro campo de fútbol preferido, en el que jugábamos muchos días varios partidos.

Aquel era un fútbol muy especial, empezando por el balón, que era en nuestro caso una especie de pelota gorda de trapos rodeada de cuerdas de manera que tuviera la forma más esférica posible y estas sujetasen bien a los trapos. Como aquella cosa (que no sé cómo llamarla) pesaba bastante y no tenía elasticidad, donde caía no rebotaba sino que se quedaba quieta, hasta que una piña de jugadores la emprendía a patadas para llevarla hacia otra parte, preferiblemente hacia las porterías de uno u otro bando, que consistían en dos pedruscos bastante grandes, distanciados entre sí un número de pasos razonable, que sería el mismo, eso sí, para ambas porterías. Para determinar si la entrada de la “pelota” por encima del portero había sido o no gol, las alturas se calculaban a ojo de buen cubero, aunque dadas las características del “esférico”, el juego por alto era casi imposible y lo normal era el juego raso.

Los equipos se formaban con un número de jugadores acorde con el número de congregados  y la división se realizaba adelantándose dos de los líderes y cada uno iba eligiendo alternativamente al que le parecía mejor, hasta llegar al último o menos apto para este deporte. Si el número total de candidatos era impar, el sobrante, como lógicamente sería de los menos valiosos, no importaba adjudicárselo al equipo que había resultado perjudicado en la elección global. Luego, en cada equipo se decidía el que haría de portero y durante el partido los demás jugadores seguían la estrategia de intentar meter el mayor número posible de goles en la portería contraria y el menor en la propia, y la táctica de ir todos en piña detrás del balón dándole fuertes patadas que a veces iban a parar a las espinillas de cualquiera del grupo. Por eso no era raro que los chicos, que usábamos pantalones cortos con tirantes,  luciésemos hermosas moraduras en las piernas, algunas de ellas de considerable tamaño. A pesar del riesgo de accidentes, no recuerdo que nadie en aquella época se rompiera algún hueso y esto se debía sin duda a que los teníamos de goma y además, a la continua atención de los ángeles de la guarda.

Por alguna cualidad específica o por lo que fuera, yo solía ocupar un puesto de portero, lo que tenía también su riesgo, porque las patadas podías recibirlas en la cara si alguno de los jugadores del equipo contrario era especialmente bruto, circunstancia nada rara.

El  arbitraje lo ejercíamos entre todos y por supuesto lo de fuera de juego, patadas por detrás y demás pamplinas no formaban parte del listado de faltas sancionables. Solamente el tocar el balón descaradamente con las manos cerca de las porterías podía considerarse penalti y en tal caso el balón se lanzaba desde un punto situado a un número de pasos de las porterías acordado y señalado previamente.

Como era muy raro que alguien llevase botas (como máximo de aquellas de puntera redonda), los golpes no producían roturas de ligamentos al perjudicado, pero las punteras de las albarcas tenían su peligro; y como nadie tenía reloj, los tiempos se calculaban a ojo, por consenso o por cansancio.

A pesar de la cantidad de acuerdos a los que había que llegar, se conseguían sin dificultad y por alguna razón, nos gustaba mucho este juego y lo practicábamos con frecuencia. Por otro lado, hematomas aparte, era un sano deporte para fortalecernos y para gastar calorías ya que muchas veces terminábamos sudando y con ganas de ir a la fuente, ya que en mi pueblo no había  botellines de cristal  y los plásticos no se habían inventado todavía. En fin, que aquel deporte, como tantas cosas, era muy diferente a su forma actual, pero todo ello lo vivíamos con alegría, entusiasmo y sin mayores problemas.


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