A
lo largo de mis relatos he ido explicando algunas de nuestras actividades
cuando éramos unos chavalines y hasta chavalotes, pero ha sido una pequeña
muestra y me he quedado con la impresión de dejarme muchas en el tintero, como
suele decirse.
En
este escrito me propongo añadir algunas más que practicábamos con frecuencia y
con agrado casi todos los chicos y eran exclusivas para el género masculino, ya
que las chicas se dedicaban, con el mismo interés que nosotros, a otras muy
diferentes.
Como
lugares preferidos para estas actividades teníamos la plaza Mayor y la zona que
llamábamos “debajo de los corrales”, que es la calle donde se ha construido la
Residencia.
En
la época a la que me refiero, esta era una calle de tierra, bastante ancha, que en un lado
tenía regueros y en el otro corrales, que en un sentido continuaba hasta el
abrevadero y por el otro salía a lo que entonces llamábamos barrio de la balsa,
que actualmente se llama calle de las Minas. En el punto en que estas calles
confluyen, un año que había llovido muchísimo, vimos aparecer una balseta o manantial, que
seguramente no era la primera vez que sucedía y ello debió motivar el que se
hubiera dado el nombre de “la Balsa” a dicha calle.
Adyacentes
unos y próximos otros a dicha zona, había varios lugares en los que nos
entreteníamos jugando, cuando no lo hacíamos en la propia calle. La circulación
de automóviles era nula e incluso la de caballerías era limitada, así que en
ese sentido no teníamos problemas. De los
lugares apuntados había dos que ocupábamos con especial frecuencia, que solían
ser la cercana era del portillo que se convirtió en nuestro particular campo de
fútbol y el refugio y aledaños que estaban debajo de la calle y se prestaban a
variadas calaveradas.
La era del portillo la circundaba una pared de piedras de algo así
como un metro de altura, hecha por motivos de seguridad para las faenas de
trilla, porque a veces el trillo se salía de la parva y en aquella era hubiera sido peligroso, porque algunos
de los regueros que la rodeaban estaban a menor altura que la era, así que la
tal pared servía para evitar la salida de
caballerías, trillo, trillador y los problemas consiguientes.
Acabo
de decir que a veces “el trillo se salía de la parva” y es curioso observar lo
frecuente que era llevar estas cosas de la vida ordinaria en forma de metáforas
al lenguaje habitual y en este caso cuando alguien desbarraba o se saltaba
las normas ordinarias se solía decir que “trillaba por fuera de la
parva”. ¿Recordáis aquella expresión que argumenté en uno de mis artículos de
“no tengo beta pa la zoqueta” como
excusa cuando no se quería hacer algo que nos proponían? Pues ambas y algunas más, son ejemplos del fenómeno
lingüístico aludido.
Volviendo
a la era de mi relato, cuya forma circular en lugar de la rectangular preceptiva
para los campos de fútbol, lo que para nosotros era algo sin importancia, además tenía el detalle de que la pared
descrita del contorno, con el paso del tiempo, había perdido piedras en algunos
puntos y ese era el motivo de que se la llamase “la era del portillo”, aunque
hubiera sido más propio llamarla “la era de los portillos”, porque tenía más de
uno; pero por un portillo más o menos no vamos a discutir.
Más
importante era que la superficie de juego aparecía muy plana y la arcilla se
conservaba muy fina, sin piedrecillas y por estas cualidades, y por su proximidad al pueblo, se convirtió
en nuestro campo de fútbol preferido, en el que jugábamos muchos días varios
partidos.
Aquel
era un fútbol muy especial, empezando por el balón, que era en nuestro caso una
especie de pelota gorda de trapos rodeada de cuerdas de manera que tuviera la
forma más esférica posible y estas sujetasen bien a los trapos. Como aquella
cosa (que no sé cómo llamarla) pesaba bastante y no tenía elasticidad, donde
caía no rebotaba sino que se quedaba quieta, hasta que una piña de jugadores la
emprendía a patadas para llevarla hacia otra parte, preferiblemente hacia las
porterías de uno u otro bando, que consistían en dos pedruscos bastante grandes,
distanciados entre sí un número de pasos razonable, que sería el mismo, eso sí,
para ambas porterías. Para determinar si la entrada de la “pelota” por encima
del portero había sido o no gol, las alturas se calculaban a ojo de buen
cubero, aunque dadas las características del “esférico”, el juego por alto era
casi imposible y lo normal era el juego raso.
Los
equipos se formaban con un número de jugadores acorde con el número de
congregados y la división se realizaba
adelantándose dos de los líderes y cada uno iba eligiendo alternativamente al
que le parecía mejor, hasta llegar al último o menos apto para este deporte. Si
el número total de candidatos era impar, el sobrante, como lógicamente sería de
los menos valiosos, no importaba adjudicárselo al equipo que había resultado
perjudicado en la elección global. Luego, en cada equipo se decidía el que
haría de portero y durante el partido los demás jugadores seguían la estrategia
de intentar meter el mayor número posible de goles en la portería contraria y
el menor en la propia, y la táctica de ir todos en piña detrás del balón
dándole fuertes patadas que a veces iban a parar a las espinillas de cualquiera
del grupo. Por eso no era raro que los chicos, que usábamos pantalones cortos
con tirantes, luciésemos hermosas
moraduras en las piernas, algunas de ellas de considerable tamaño. A pesar del
riesgo de accidentes, no recuerdo que nadie en aquella época se rompiera algún
hueso y esto se debía sin duda a que los teníamos de goma y además, a la
continua atención de los ángeles de la guarda.
Por
alguna cualidad específica o por lo que fuera, yo solía ocupar un puesto de
portero, lo que tenía también su riesgo, porque las patadas podías recibirlas
en la cara si alguno de los jugadores del equipo contrario era especialmente
bruto, circunstancia nada rara.
El arbitraje lo ejercíamos entre todos y por
supuesto lo de fuera de juego, patadas por detrás y demás pamplinas no formaban
parte del listado de faltas sancionables. Solamente el tocar el balón
descaradamente con las manos cerca de las porterías podía considerarse penalti
y en tal caso el balón se lanzaba desde un punto situado a un número de pasos
de las porterías acordado y señalado previamente.
Como
era muy raro que alguien llevase botas (como máximo de aquellas de puntera
redonda), los golpes no producían roturas de ligamentos al perjudicado, pero
las punteras de las albarcas tenían su peligro; y como nadie tenía reloj, los
tiempos se calculaban a ojo, por consenso o por cansancio.
A
pesar de la cantidad de acuerdos a los que había que llegar, se conseguían sin
dificultad y por alguna razón, nos gustaba mucho este juego y lo practicábamos
con frecuencia. Por otro lado, hematomas aparte, era un sano deporte para
fortalecernos y para gastar calorías ya que muchas veces terminábamos sudando y
con ganas de ir a la fuente, ya que en mi pueblo no había botellines de cristal y los plásticos no se habían inventado todavía.
En fin, que aquel deporte, como tantas cosas, era muy diferente a su forma
actual, pero todo ello lo vivíamos con alegría, entusiasmo y sin mayores
problemas.
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