viernes, 5 de febrero de 2010

La cultura del alivio discrecional

Antes de que el tema sobre el que voy a escribir pase definitivamente al olvido, me gustaría hacer un pequeño recordatorio de cómo tenían lugar ciertas necesidades fisiológicas primarias, hace más de cuarenta años, en nuestro pueblo.

Dicho en forma resumida, Ariño era una especie de acampada libre sin servicios, donde cada uno, dentro de un orden, se las arreglaba como podía.

Entrando un poco en el detalle de la cuestión, hay que establecer una diferencia entre las necesidades nocturnas y las diurnas. Las nocturnas, como la movilidad era limitada debido a las dificultades de iluminación, se resolvían por medio del orinal que había debajo de cada cama y, como todo el pueblo olía a estiércol, no causaban gran molestia los olores suplementarios. Es curioso observar que hasta en aquella situación la diferencia de estatus se notaba, aunque fuera por la calidad del orinal, que podía ser desde hierro esmaltado en blanco con desconchones en las familias humildes, hasta de fina porcelana con artísticas figuras policromadas, en las de mejor posición social .

Por las mañanas el contenido de los orinales se vaciaba en un rincón de la cuadra donde pasaba a integrarse con el estiércol de las caballerías, o en el corral, en cuyo caso las gallinas daban buena cuenta de los residuos porque para ellas eran un alimento muy apreciado. (Afortunadamente esta circunstancia no trascendía hasta el sabor de los hermosos huevos que solían poner casi todos los días).

Por el día la cosa era diferente: si se estaba en el campo, se buscaba un arbusto tupido para hacer aguas mayores, y para las menores los hombres no tenían problemas y las mujeres imagino que alguno, aunque tampoco debían de ser excesivos. Si se estaba en la casa, el sitio apropiado para satisfacer estas necesidades era la cuadra o el corral, espantando a las gallinas para mantenerlas alejadas.

Se contaba que un maestro que acordó alojarse “de patrona” en una casa del pueblo, cuando preguntó dónde hacer sus necesidades le indicaron que en el corral y, al regreso, le dijo a la patrona:
–¿Sabe usted que tiene unas gallinas muy especiales?
–¿Por qué lo dice? –preguntó la señora.
–¡Porque ponen los huevos negros! –contestó el maestro.
–No señor, no; blancos, y muy escasos –quejóse la buena mujer.
–¡Ponen los huevos negros a picotazos! –concluyó, escamado, el recién llegado.

En algunas casas, muy pocas por cierto, había una especie de lavabo y una tabla con un agujero redondo de dimensión apropiada que daba directamente a un pozo ciego. La limpieza de este era tan enojosa que no les arriendo las ganancias a quienes periódicamente tenían que limpiarlo. Otras veces daba directamente al corral, en cuyo caso los restos se reciclaban de inmediato por el procedimiento que he indicado en el párrafo anterior.

Había personas que, fuera por no tener sitio apropiado en la casa o por algún otro motivo, solían hacer sus necesidades en las proximidades de su vivienda, y no era extraño encontrar al aire libre, en los sitios algo más discretos, las consiguientes deposiciones. Por ejemplo, la ermita de santa Bárbara estaba festoneada en todo su perímetro de los consabidos restos. Este sistema tenía el inconveniente de que los que solíamos vagar por los alrededores cazando pájaros o mariposas, sorprendíamos, de vez en cuando a las señoras en tan comprometida faena, lo cual era un corte considerable por partida doble.

Las operación de limpieza se realizaba con lo que se podía, incluso con las piedras, que abundaban, sueltas por todas partes, y por eso eran el método más común (y muchas veces el único) sobre todo en el campo. Realmente la operación de limpieza era un fastidioso asunto.

En los alrededores del pueblo por todas partes encontrabas el rastro de estas necesidades y muchas veces quedaba clara la conveniencia para el autor de tomar alguna sustancia astringente y otras la de un laxante de tipo fuerte. Otras veces veíamos tomateras, demostración de que las semillas del tomate no se destruyen durante el proceso digestivo. En ocasiones se veían hasta pequeños melocotoneros, lo cual hacía pensar que el autor de la deposición se había comido a la vez un melocotón, para hacer la operación menos tediosa. En fin, que una persona algo observadora podía sacar curiosas enseñanzas en cualquier parte.

Los chicos no teníamos problemas en orinar en presencia de otros chicos. Tanto es así que incluso llegábamos a hacer, con toda naturalidad, concursos para ver quien meaba más lejos.

Eran cosas normales y, por ejemplo, cuando salíamos al recreo (uno de cuyos motivos era la meada general), teníamos la costumbre de ir a un pasillo muy pendiente que había entre dos corrales, y allí meábamos una docena o más de chicos, la mitad a cada lado, en dos filas frente a frente. Con ello se formaba una barrancada que desembocaba en el corral de la izquierda, entrando por debajo de su puerta. Nunca nos llamaron la atención, cosa que me extraña. Quizá la explicación era que aquellas aportaciones de urea de los orines les mejoraba a los propietarios la calidad del estiércol de su corral.

Los amigos varones, al atardecer en el pueblo, era frecuente que fueran a hacer sus necesidades en grupos de dos, o más, a la “Peña del Serrao”. Esta costumbre al parecer estaba muy generalizada al menos en Aragón, e incluso en toda España, según aseguran expresiones como aquella de “cuando mea un aragonés mean dos o tres”, y aquella otra de “pi… española no mea sola”. A veces no había más luz que la de la luna, y otras ni eso, y era normal conversar animadamente (a oscuras) con acompañamiento sonoro, mientras se hacían necesidades de todo tipo.

Un buen día hacia 1970, empezaron a abrir zanjas por todas partes y, en poco tiempo, el pueblo se encontró con una red de agua potable procedente de un manantial de Alacón, y canalizaciones para vertidos por medio de tubos de cemento. El pueblo aceptó la nueva situación y, al poco tiempo, todo el mundo comenzó a instalar lavabos con agua corriente y cuartos de baño, algunos con lujo asiático, según se rumoreaba por el pueblo. Cuando estos servicios se generalizaron es cuando nos dimos cuenta realmente de las condiciones tan primitivas y cavernícolas en que habíamos vivido en este aspecto hasta entonces, porque mientras se vivió así (que había sido desde la fundación del pueblo) parecía, por la fuerza de la costumbre, lo más natural. Por otra parte la acometida en cada casa del agua potable permitió terminar con el acopio del agua por medio de pozales, evitándose con ello un constante e ímprobo trabajo.

Quien hace algo bueno tiene, para siempre, el mérito de haberlo hecho y en este caso hay que reconocérselo a Francisco Aguilar, que durante muchos años fue nuestro alcalde. Sin duda tiene otros méritos, pero el promover unas infraestructuras de esta índole le hace merecedor de un gran reconocimiento por parte de todo el pueblo, por la mejora trascendental de costumbres que, por iniciativa suya, se produjo en Ariño, cuando menos en los aspectos a los que me he referido en este relato.

Para finalizar debo precisar que lo dicho en este relato se refiere exclusivamente a la parte alta del pueblo, ya que el barrio de SAMCA y las viviendas que en su entorno se construyeron, gozaron de agua corriente potable y cuartos de baño reglamentarios desde el principio, lo cual fue una evidente ventaja, durante muchos años, sobre el resto del pueblo. Como era de esperar, yo aprecié el entusiasmo de los ocupantes de estas viviendas por la disponibilidad de dichos servicios; sin embargo nunca noté muestras de envidia de los que seguían viviendo en peores condiciones, circunstancia que confirma, una vez más, que la gente de Ariño merece, en general, la fama de sociable y buena que ha tenido siempre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Nosotros si que éramos ecologistas!

Salvador Macipe dijo...

¡Incluso sin tener conciencia de ello!
Gracias por tu comentario y un cordial saludo, quienquiera que seas.

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