viernes, 4 de septiembre de 2009

Tan caras lombrices

Poco antes del año 1950 había en Ariño uno o varios guardas jurados que eran vecinos del propio pueblo y, tanto en el monte como en la huerta, intentaban la captura de ladrones y de ladronzuelos, ejerciendo su actividad con razonable dignidad y rigor; sin embargo en cierto momento debió de considerarse (pienso que por las autoridades locales) más conveniente contratar para este cometido a algún guarda jurado titulado seleccionado en la capital de la provincia turolense.

Contratado para la indicada función, un buen día apareció por el pueblo un hombre joven de poco más de 30 años, procedente de Teruel. Estaba casado con una señora rubia. Ella era de esa clase de rubias que llaman la atención (más en aquella época) y solía ser destinataria de las maliciosas miradas de algunos vecinos (y vecinas), así que las malas lenguas insinuaban, no sé si con mucho o poco fundamento, que el nuevo guarda tendría que demostrar su pericia guardadora no lejos de su propia casa.

El caso es que, puesto a ejercer su cargo, se fue difundiendo por el pueblo la idea de que la prioridad de su gestión sancionadora se centraba en complicar la vida a los vecinos en lugar de en aminorar el número de hurtos en campos y huertas. Se metía en que había que llevar las caballerías a una distancia reglamentaria entre ellas, en que después de la segunda, si había un objeto saliente, debía llevarse colgado de él un trapo rojo, etc., etc. Incluso a mi primo Inocencio y a mí, que entonces tendríamos unos nueve y doce años respectivamente, nos tocó sufrir los efectos de su desenfoque profesional, como explico a continuación:

Estábamos cierto día acompañando a nuestras madres que esperaban para hacer compras en el economato de SAMCA (entonces se hallaba cerca de las primeras casas de la carretera a mano izquierda viniendo de Albalate) y además de ellas estaba esperando, con el mismo propósito, un numeroso grupo de mujeres. Era a media mañana y llevábamos en los bolsillos Inocencio y yo unas rudimentarias líneas de pesca. Como las cañas que utilizábamos para pescar eran simples cañas que abundaban en los dos ríos, teníamos todo lo necesario para entretenernos pescando en la zona de los Pilones mientras nuestras madres esperaban pacientemente su turno para realizar las referidas compras. Únicamente necesitábamos el cebo, y conseguirlo fue nuestro siguiente objetivo. Se trataba simplemente de escarbar con algún palo en el barro de la próxima acequia, donde esperábamos encontrar lombrices, que para aquella ocasión eran a nuestro juicio el cebo más apropiado.

Elegimos como lugar adecuado para la búsqueda la zona de la acequia situada detrás del local que años más tarde sería baile-bar del Prudencio “el Bello”. Estábamos, pues, allí hurgando con dificultad en el barro, cuando, antes de encontrar alguna lombriz, oímos una voz autoritaria próxima a nosotros conminándonos a abandonar de inmediato nuestra actividad. Alzamos las miradas y vimos, en escorzo desde abajo, la figura del nuevo guardia en la que resaltaban a simple vista los símbolos de su autoridad y cargo: llevaba en especial bien visibles la tercerola y la banda de cuero (con su chapa ovalada de latón brillante) que cruzaba en diagonal la camisa del flamante uniforme. Mirándonos con la expresión más amenazadora posible nos dijo que estábamos infringiendo las normas de huertas y acequias y que nos iba a denunciar por ello. No había terminado de decirlo cuando Inocencio dio media vuelta y emprendió una veloz carrera que parecía la de los cien metros lisos, primero por el margen de la acequia y luego carretera adelante hacia el grupo de mujeres y, llegando hasta donde estaba mi madre, le dijo con voz entrecortada:”Tía…tía…, que al Salvador lo han denunciado”. Mi madre tenía narices suficientes para defenderme de lo que fuese preciso, pero estaba con ella una prima suya que se llamaba Águeda que, comportándose en aquella ocasión como más papista que el Papa (actitud que no le priva de mi agradecimiento) soltó un sonoro taco y se dirigió a toda prisa al lugar de autos dispuesta a desfacer el entuerto y a poner las cosas en su sitio. Entretanto yo, que no quise o no pude salir huyendo como mi primo, tuve que darle los dos nombres al guarda, cosa que tiene la disculpa de su avasalladora actitud, y de que en el fondo, a pesar de ser solamente un niño, pensaba que no nos podían castigar mucho por una falta tan leve y que, viviendo en el mismo pueblo, antes o después el guarda nos cazaría y entonces la cuestión sería más complicada.

Salimos el guarda y yo a la carretera y entonces vimos venir, hecha una furia, a la susodicha prima de mi madre. El encontronazo fue de consideración y resultó finalmente que el guardia denunció a la Águeda por desacato a la autoridad y acto seguido se esfumó con cierta prisa, sospecho que para soslayar el riesgo de que aquella mañana tuviera que denunciar a la mitad de las mujeres del pueblo a los pocos días del comienzo de su actividad, lo cual sería una perspectiva muy poco favorable para él.

Ni Inocencio ni yo volvimos a tener noticias de aquellas denuncias (y supongo que tampoco la Águeda) fuera porque el guarda no se atrevió a cursarlas o porque las invalidaron personas de más autoridad que él, que debieron de considerar lo sucedido como una sarta de fruslerías y tuvieron más claro que aquel personaje, que realmente se esperaban de su flamante cargo cosas de más enjundia que denunciar a dos chavales por escarbar en el barro de una acequia en busca de media docena de lombrices para pescar en el próximo río.

4 comentarios:

angela dijo...

Hola Salvador: ¡felicidades y gracias! Ambas cosas por los buenos ratos que pasamos leyendo tus relatos que son nuestra historia.
Para que disfrutara tambien mi padre -Manolo el Vaquero- las imprimia y hoy caigo en la cuenta que al faltar él tengo algunas atrasadas. ¡Con que admiración me decía que eras muy estudioso y que habías sacado una carrera cuando no estaba al alcance todos!
Un abrazo en su nombre Angela

Anónimo dijo...

Ciertamente Salvador fué así, pero yo después de ese día no salí de casa por lo menos en una semana esperando se aclarara la situación después de las gestiones que nuestros padres hicieron. Un abrazo. Inocencio

Salvador Macipe dijo...

Ángela, me alegro de que os gusten mis relatos y especialmente de que dieran a tu padre ocasión de recordar cosas de Ariño.
Las alabanzas que me hacía se deben, más que nada, a que él era muy buena persona. Debido a la diferencia de edad habíamos conversado pocas veces; sin embargo tengo de él la mejor opinión: era sensato, educado, con gran personalidad y, como ya he indicado, buena persona, cosa que se le apreciaba nada más verlo. En suma, tu padre fue un hombre notable que supo adaptarse perfectamente a su nueva vida en nuestro pueblo, mereciendo siempre el aprecio y el respeto de todos sus convecinos.
Supongo que sabes que cuando mis padres venían a Zaragoza y vivíamos en Alonso V se juntaban tu padre y el mío en el parque Bruil y tenían siempre tema de conversación. A veces emprendían largas caminatas y un día me dijo mi padre que habían ido al campo de fútbol del Zaragoza,lo que debió de costarles varias horas. En fin que en Zaragoza fueron también buenos amigos además de compañeros.
Acepto complacido el abrazo que me envías en nombre de tu padre, q.e.p.d., y te agradezco tu amable comentario.
Un afectuoso saludo.

Salvador Macipe dijo...

Inocencio, gracias por tu comentario. El fallecimiento de nuestro querido y común amigo Gregorio ha hecho que nos viéramos varias veces recientemente, pero no quiero dejar de agradecer tu intervención aclaratoria de las consecuencias que se derivaron para ti de los sucesos en que nos vimos involucrados el día de las lombrices. Otras muchas actividades realizamos juntos en nuestra infancia, porque verdaderamente hemos sido unos primos inseparables, especialmente de chavales.
Un fuerte abrazo.

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