viernes, 8 de noviembre de 2013

El río Ariño (III)


Abusando un poco de la benevolencia de mis posibles lectores y ya que recorrimos el río Ariño en sentido descendente, me gustaría recorrerlo esta vez en sentido ascendente y centrar este escrito, más que en su topografía y aprovechamientos, en anécdotas diversas que permitan intuir la convivencia entre el río y sus compañeros habituales, que éramos las gentes de Ariño y en particular yo mismo, durante mi infancia y adolescencia.

Empezando, pues, por su precaria desembocadura, siempre me intrigó aquel cortado de rocas en que tenía lugar,  que parecía ser como la pared rústica de un castillo cuyo nombre  no era de tipo militar, sino religioso, porque lo llamábamos las Predicaderas y nunca supe, ni espero saber, por qué lo habían bautizado de este modo, ya que no me imagino a nadie predicando en aquellas alturas y aún menos a la gente escuchando desde abajo.

Cerca de la desembocadura aparecen, a la derecha (yendo río arriba), unas lastras que, como todas, cambian la dirección de las aguas del río. Allí he visto bañarse  a alguna persona  forastera, ya que los del pueblo sabemos que el pozo que allí se forma es algunas veces de cierta profundidad pero, el fondo tiene bastante barro, porque  se ocupa de aclarar el agua que le llega, reteniendo  la poca tierra que le queda en suspensión, de manera que, aunque en pequeña cantidad, al menos llegue al río que la recibirá lo más limpia y cristalina posible, porque también los ríos tienen su dignidad y si alguien lo duda, que se lo pregunte a los poetas.

En la anunciada marcha ascendente por el río, llegamos a la cuesta de las Mangraneras (en español, granados) por la que bajábamos a cruzarlo y a continuación subíamos por el camino del Chinebral (tan descuidado que más que un camino  parecía un barranco), para dirigirnos hacia el Batán, dejando a la izquierda el cerrao del Inglés y cruzando después el barranco de las Estacas, pasábamos por la chopera del Plano, hasta llegar a la ermita de san Pedro, la Sima y el Torrejón de los Moros.

Nos hemos alejado mucho del punto de partida, pero volvemos atrás y comenzaré por indicar que el cruzar el río es fácil, a veces incluso sin descalzarse. Durante muchos años la máxima ayuda  que se ha facilitado para este fin han sido unas  pasaderas, que son simples piedras salteadas de regular tamaño, para pasar, de orilla a orilla, saltando de piedra en piedra.

Al cruzar el río y subir a la cima del monte tanto por el camino de la derecha como por el caminejo de la izquierda, llegábamos al citado campo de fútbol, cuando Ariño tenía  un equipo más que mediano que participaba en competiciones comarcales de cierta importancia. Yo he visto unas cuantas veces subir por este sendero a los jugadores, equipados con su ropa deportiva reglamentaria, ya preparados para jugar.

Un día un jugador del equipo de Calanda, sin pedírselo, me subió sobre sus hombros “a caballo” hasta arriba. Calculo que yo tendría unos seis o siete años y agradecí el amable gesto de aquel mozo que además jugaba  estupendamente al fútbol, según tuve ocasión de comprobar al poco rato y quizá por aquel detalle, siempre he tenido por Calanda un cariño especial.

De aquel equipo de Ariño tan notable, no voy a mencionar uno por uno a sus componentes, pero sí diré que varios de ellos, con el paso de los años, han sido amigos míos. Aquellos amigos, junto con el resto del equipo, estuvieron a punto de pasar por la aduana de san Pedro, junto con numerosos vecinos de Ariño que les acompañaban en sus desplazamientos, cuando, en la cuesta de las Campanas (como se decía en el romance que compuso el “tío Sinforiano”) “aterrizaron el vuelco” y “se pusieron el camión por sombrero”.

 Gracias a la Virgen de Arcos, que dio prueba palpable de proteger a la gente en  aquellos parajes, no se desgraciaron unos cuantos ocupantes del repleto camión de jugadores y seguidores que regresaban (más bien, huían) de Hijar, de donde habían tenido que partir precipitadamente, por causa de los desencuentros que se dan,  a veces, en los encuentros de fútbol.

Después de esta larga digresión, seguimos río arriba, para encontrarnos con una captación de agua subterránea hecha por  Samca, que la impulsaba hasta un depósito cilíndrico elevado, para desde allí abastecer por gravedad al barrio minero que en la época de la que estoy hablando se hallaba en plena construcción. Siempre me chocó que inicialmente se practicó, más arriba de la explanada del frontón y del minicampo de fútbol,  en unos regueros, una excavación de bastante capacidad, con una zanja de salida en la parte inferior, que debió de ser la idea inicial del proyecto de abastecimiento de agua. Finalmente está claro que se optó por la solución del depósito cilíndrico indicado y el hueco quedó tal cual, para jugar al escondite y para ser utilizado como maxiretrete campestre. El problema es que aquel boquetón resultaba peligroso para quien rondase por aquellos parajes sin conocer su existencia, ya que no se aplicaron señales de advertencia, ni protecciones de ningún tipo.

En nuestro ascenso por el río, llegábamos hasta el puente de las tres Arcadas pasando por  la estación depuradora de vertidos, cuando la implantación del uso de lavadoras, otros electrodomésticos y la generalización de baños y duchas, hizo necesaria su construcción. Su existencia se notó a gran distancia por el desagradable olor que producía inicialmente, problema que se supo solucionar satisfactoriamente en poco tiempo, de forma que no hiciera inhabitables las viviendas más próximas.

Esta obra de depuración merece una alabanza, pues era inadmisible convertir a los ríos en cloacas. No sé si todas las depuradoras proyectadas en los distintos pueblos implicados estarán ya en servicio, aunque me temo que no, a juzgar por la calidad del agua y el estado lastimoso de los márgenes del río Martín a su paso por el término de Ariño, como indiqué en mi comunicado “el río Martín (III)”.

En el puente de las tres Arcadas, que soporta la carretera hacia Oliete,  tenemos a un lado las huellas de los dinosaurios y al otro  una zona de aparcamientos y los restos de una construcción parecida a un cubo  de cemento, que protegía la instalación de captación y bombeo del agua que se hacía llegar al depósito de la Venta para el abastecimiento  a Ariño, procedente, también, del subsuelo de nuestro polivalente río.

A corta distancia de este puente estaba el pozo donde me “mordió” una culebrilla de agua que confundí con una víbora y me hizo pasar un mal rato. ¿Recordáis mi artículo “la serpiente” que escribí hace algún tiempo?

La gente que desde el pueblo iba a la huerta, según la situación de su bancal lo hacía llaneando por los Albaretes que algunos llamaban el tiro el Bolo, o bajaba por alguna de las dos empinadas cuestas de las Bodegas. En este caso, se  pasaba por un abrevadero que había junto al río  y desde allí se seguía, por la Plana, hasta donde fuera necesario.

Este abrevadero era muy del agrado de las caballerías, porque el agua era buena, fresca y clara, ya que  procedía de un buen manantial próximo a la carretera y a los huertos de la Cerrada. Abastecía a una balseta hecha en la tierra, de unos tres o cuatro metros de diámetro y  medio metro de profundidad y por un canalillo accedía  el agua hasta el abrevadero. 

En esta balsa, como en otras del mismo estilo, vi con frecuencia en remojo mimbres destinados al tío Cestero, que subía periódicamente de Albalate a construir cestas, banastos, espuertas y otros utensilios que se utilizaban para el transporte de  lo necesario. Eran recipientes baratos, ligeros, resistentes, duraderos y ecológicos y todo el mundo los usaba. Ahora los vemos en algunas paredes como rústicos adornos. 

En Ariño, esta profesión de cestero, no sé por qué motivo, nadie la practicaba. El lugar que utilizaba el tío Cestero para sus trabajos era un porche de la ermita de santa Bárbara. A todo el mundo le parecía bien que ocupase aquel lugar y a mí especialmente, ya que vivía cerca. Me gustaba verlo trabajar y éramos amigos a pesar de la gran diferencia de edad, ya que el tío Cestero era un buen hombre; y de tanto verlos hacer, llegué a comprender muy bien como se construían aquellos contenedores de mimbre tan aparentes. Eso sí, lo recuerdo siempre fumando, con un cigarrillo hecho a mano y a medio consumir en los labios y quizá por eso,  tenía la voz ronca y tosía con frecuencia. 

Cerca de la balsa había una noguera grande, donde un día que andábamos por allí en la época de la trilla con un primo mío para llenar los botijos de agua en la fuente, le vi hacer un alarde de puntería, ya que con un tirachinas, que siempre llevaba en el bolsillo y una piedra como una peladilla, le disparó a un pájaro que había en el nogal a considerable distancia. Le dio de lleno y cayó al suelo, lo cual me dejó asombrado, ya que tal acierto  me parecía imposible. 

 Al seguir subiendo el río desde el abrevadero, aparecía una descomunal rambla llena de cantos rodados y a la derecha se encontraba la partida de la Tejería y a la orilla del río, la alameda del “tío Liberato”. (¿Verdad que se nota la influencia romana de algunos nombres de Ariño?). 

 Enfrente de esta alameda se veía el barranco Pedurrea, que solo daba señales de vida cuando había grandes tronadas.  Siguiendo por un camino que cruzaba la Plana, se llegaba al  pozo el Pigalo, al que me he referido elogiosamente en varias ocasiones.

Un poco más arriba había que pasar nuevamente el río  y encontrábamos a la derecha un cierto número de huertos que constituían la partida de los Padillos y a la izquierda la del Casetón (que formaba parte de la huerta Mayor), donde mis padres tenían un bancal con variadas hortalizas y algunas manzaneras, pero sobre todo con una enorme perera que, por sus muchos años, tenía un tronco de gran diámetro. Producía peras tempranas pequeñas y muy sabrosas y era famosa por ser la mayor de la huerta.

Enfrente, en los Padillos, teníamos también un huerto  y al nivel del río un arenal que es un espacio con tierra demasiado arenosa porque lo inunda el río periódicamente  y donde proliferan unos gusanos  que reciben el nombre de labradores, que son terribles porque parecen excavadoras de túneles: por ejemplo, las patatas las perforan de parte a parte y quedan como si se hubieran taladrado con una broca  y así proceden con cualquier tubérculo, por duro que sea.

 Mi padre utilizaba este arenal sobre todo para criar plantones de viña americana, que eran los primeros que se plantaban en las hoyas de las viñas y posteriormente se injertaban con las variedades definitivas. Este sistema hubo que utilizarlo para combatir a la enfermedad de las cepas que llamaban la filoxera, que se extendió desde América del Norte. No sé quien encontró tal solución pero, desde luego, era un procedimiento inteligente, sencillo y eficaz.

En estos lugares trabajaba mi padre después de su jornada de mina y campaba yo cuando tenía unos doce años. También había una fuentecica con agua potable fresca que, como de costumbre, abastecía a una balseta donde se mantenían los mimbres en haces, como medida previa para ser utilizados en su momento por el tío Cestero.

En aquellos ribazos conocí unas hierbas especiales (cola de caballo) que no le desagradaban a nuestra burra y luego he sabido que se crían solamente en sitios especiales y  son muy apreciadas para preparar infusiones diuréticas. En el río conocía, una por una, todas las madrigueras donde podía capturar a mano las madrillas  y en sus orillas algunas choperas que producían  setas casi todos los días.

Aprendí  una cosa muy curiosa que era la manera de dejar la burra atada del ramal de forma segura, ya que una burra mal atada puede desaparecer y volverte loco para encontrarla, porque deambula sabe Dios por dónde, o se dedica a hacer algún estropicio, comiéndose las hortalizas de los vecinos. El sistema es atarla en alguna junquera de las que abundaban en las proximidades del río. Si la burra se atase a una hierba cualquiera,  se la comería ipso facto y quedaría libre, pero los juncos no les gustan y además hay un nudo del ramal  fácil y de total seguridad, que lo conocen bien los que manejan burros. Es  muy fácil de hacer, pero difícil de explicar. Yo, cada vez que lo hacía, me quedaba maravillado de lo bien que funciona e imagino que se inventó hace cientos de años.

Siguiendo río arriba encontrábamos enfrente de los Padillos  el Valdecanales y no muy lejos, el pan Andrés. Finalmente llegábamos al comienzo del río Ariño, que era el final del río Alloza.

Con esto termino mi larga y algo repetitiva explicación sobre el río Ariño con la sana intención de levantar acta  de cómo fue nuestro pequeño río. Espero al menos no haber cometido errores de denominación de los lugares citados, porque desde la época en que me he situado, hasta hoy, han pasado unas cuantas  décadas y además, a estos lugares que frecuenté en mi infancia no me gusta volver, porque guardo muy buenos recuerdos y no quiero cambiarlos por los que podría encontrar ahora. Hay una regla que mucha gente conoce y aplica, que es:”no vuelvas a los lugares donde hace tiempo fuiste feliz”. Este principio es opinable  y respeto y acepto, sin problemas, el desacuerdo de quien piense lo contrario. 

Además de repetitiva, la visión es muy subjetiva y simplificada, como es lógico, ya que una exposición más detallada  necesitaría todo un libro de muchas páginas y no ha sido esta la intención de estos artículos.



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