domingo, 27 de octubre de 2013

El río Ariño (II)


Tanto la huerta Mayor, que tenía una gran extensión, como la de la izquierda del rio, que eran tierras de labor con muchos y pequeños bancales, estaban trabajadas hasta el último rincón (aunque la mayoría de los propietarios fueran también mineros) y en ellas se cultivaban todos los productos que requerían las habituales necesidades caseras. Los ingresos en dinero (salvo en una época en que también los hubo por causa de una importante y continuada demanda de manzanas), eran exclusivamente los obtenidos en la mina, a pesar de que entonces los salarios no eran  comparables con los de épocas posteriores. El caso es que allí existía una economía que podemos llamar “sostenible”, aunque fuera a costa de tener bastante trabajo y pocas vacaciones. Daba gusto ver  toda la huerta tan bien cuidada.

 Se vivía razonablemente bien, aunque tampoco sobraba nada. Así que si nos imaginamos a Ariño en la época anterior a la de la inauguración del pantano (que tuvo lugar en 1896), con  pequeños huertos hechos en lugares inverosímiles en el río Martín y los que a base de azudes se regaban con el río Ariño exclusivamente en su margen izquierda; una población incluso mayor que la actual  y sin las nóminas mineras, tenemos que intuir que aquellos antepasados debieron de pasarlas canutas y el agua de este río debió de tener entonces un valor incalculable; por eso dije al comenzar el artículo (I), que este río debió de ser algo importantísimo, por la escasez de huerta que sufría la considerable población asentada en el lugar. Y no digo nada de cómo debían de pasarlas los pueblos de secano que no tenían ni siquiera un río Ariño.

 Las circunstancias con el tiempo cambian, unas veces a mejor y otras a peor, incluso a lo largo  de una generación y no es mala idea el tratar de adivinar el futuro y prepararnos para afrontarlo, en lugar de que las vacas flacas nos cojan descuidados, con las huertas yermas y las pocas que aún pueden ser rentables, en manos de propietarios más emprendedores que nosotros, que ni siquiera habitan en nuestro pueblo.

A continuación citaré algunas características que definen un poco más al río Ariño. La primera es que su cauce es serpenteante (como el de casi todos los ríos) y tenía unas cuantas ramblas de gran extensión (a pesar del pequeño caudal habitual). Esta particularidad se debe a que, con cierta frecuencia, se producían importantes avenidas, debidas a la extensa cuenca que originaba un no despreciable número de barrancos, que normalmente estaban secos, pero a veces  salían todos a la vez, por alguna razón  que ignoro sobre las nubes, las corrientes verticales y esos variados fenómenos  meteorológicos que conocen los entendidos (valga la obviedad).

 Enfrente de nuestros huertos de los Padillos, pero un poco más arriba, desembocaba el Valdecanales, con un agua limpia  habitada por una fauna piscícola, ranil, arácnida y culebril, y por  ratoncillos, topos  y otros muchos animalejos de menor tamaño. En fin, que se veía llegar, en ayuda del río, una constante  vía de agua,  plena de vida animal.

También en el río encontraban un perfecto acomodo variadas especies de animales que las avenidas citadas no hacían desaparecer. Estoy pensando en los de cierto tamaño, ya que los más pequeños eran para nosotros no dignos de consideración a pesar de que, con los años, comprendemos que el tema es más complejo, ya que los pequeños animales, algunos casi invisibles, tienen un papel fundamental en lo que  los expertos llaman cadenas tróficas. Desde nuestro elemental punto de vista diré que el río estaba habitado por madrillas, ranas,  y un cierto número de culebras (culebrillas) de unos cuarenta centímetros de longitud como máximo. Las ranas eran las que se hacían notar más, por el coro nocturno que organizaban, que se oía perfectamente desde la parte sur del pueblo, principalmente durante el verano. 

Me llamó siempre la atención que cada río tuviera sus moradores específicos y como no hay regla sin excepción,  las madrillas podían verse en los dos ríos, pero en cambio los barbos, las anguilas y los cangrejos, eran habituales pobladores del Martín e inexistentes en el Ariño. Verdaderamente suceden infinidad de hechos curiosos de los que no conocemos las causas ya que, efectivamente, la ignorancia que tenemos de casi todo, es inmensa.

Otro punto especial que me interesa señalar, es el cruce del río con el camino que conduce hacia el Chinebral, que luego continúa hasta la alameda del Plano, cercana al Torreón de los Moros.

 Se llega al cruce indicado  comenzando donde estaba el primer cuartel de la Guardia Civil y bajando hacia el río  por la cuesta de las mangraneras en la que había algunas, además de varios chincholeros.  Los jóvenes quizá no conozcáis estas palabras porque en castellano se dice granados, y chinchol es una palabra que ni siquiera aparece en el diccionario; sin embargo estas palabras son parecidas a como se denominan estos árboles y sus frutos en catalán. Es muy curioso que lo mismo ocurre con muchas otras expresiones de términos agrícolas que se empleaban en Ariño hace unas décadas, lo cual indica que la forma de expresarse en catalán y en el aragonés de nuestro pueblo, debió de ser entonces bastante parecida. Con un cierto complejo de inferioridad, hemos asumido que nuestra forma de hablar era nada más que una incorrecta expresión del castellano, cuando en realidad era un idioma que tenía, con toda su personalidad y derecho, su propia forma en amplias zonas (con ligeras diferencias) del reino aragonés, en el que se incluía el condado de Cataluña. Y cambiando un poco el tono del discurso, y puestos a señalar cosas curiosas, también diré que en Ariño solo existen (que yo sepa), árboles de estas especies en la referida cuesta.

Esta cuesta ha sido siempre muy transitada por personas y caballerías y además fue el camino obligado para llegar al campo de fútbol cuando este deporte vivió días de gloria en Ariño. El campo de fútbol estaba en el Chinebral y era un yermo (creo que del tío Victorio), que lindaba con una viña de mi abuelo Domingo. En aquel campo se jugaron interesantes partidos a pesar de que era bastante pedregoso, acosterado  y no tenía ni una mata de césped. Debido a esta falta de horizontalidad era muy ventajoso el corresponderte  la parte más alta y además, si los jugadores de la parte favorable fallaban el tiro en las proximidades de la portería contraria, el balón salía hacia el río Martín a toda leche y había que esperar a que algún corredor lo alcanzase, para continuar el partido. Se podría decir que, en algunos aspectos, aquello parecía propio de una película cómica italiana.

Nuestro equipo era notable y yo, que entonces era un chavalín, me maravillaba con las acrobáticas paradas de dos porteros que luego fueron grandes amigos míos: me estoy refiriendo en especial al Manuel el Pelegrín con quien nos seguimos viendo en la calle santa Bárbara y Vicente Omedas  fallecido hace pocos años.  

Me he salido bastante del tema principal de mi artículo, pero no he podido evitar el recordar la relación que para mí tenía el cruce del río con subir al campo de futbol a contemplar las hazañas de nuestros futbolistas, que entonces algunos me parecían hombres maduros, cuando en realidad eran todos, hasta los de más edad, bastante jóvenes.

Para terminar mi larga exposición, diré que en los Padillos y alrededores, unas veces ayudando a mi padre, otras pescando madrillas, atrapando ranas y tratando de localizar setas en los chopos, pasé mucho tiempo de los veranos de mi adolescencia, con una obligación ineludible, que era la de proveer diariamente a nuestra caballería de una saca de lastón, segado en los ribazos circundantes, labor en la que me hice experto, ya que conocía perfectamente las hierbas preferidas por el animal, aunque esta actividad me costó unos cuantos cortes de hoz, cuyas señales conservo en los dedos de la mano izquierda, ya que las zoquetas, que son la protección segura para segar la mies, no servían para segar el lastón, por la pequeña longitud de este.

 El caso es que en verano al atardecer emprendíamos contentos mi padre, la caballería y yo, el camino de regreso a casa, con alimentos para personas y animales y, muy frecuentemente, con un talego de tela que contenía una mezcla de setas, ranas y caracoles. Aparte,  sujetos  en un junco, traía una ristra de madrillas que, fritas sin más, eran un bocado exquisito,  además de una fuente de las proteínas que escaseaban en aquellos tiempos. 

Las cosas cambian de tal modo, que todo lo que inocentemente hacía sin perjudicar a nadie, ni afectar negativamente al medio ambiente, hoy estará seguramente prohibido y severamente castigado. Paradójicamente,  muchas de aquellas especies de animalicos estarán actualmente en peligro de extinción por causas que deberíamos conocer y que, desde luego, no son la de algún que otro chaval haciendo aquel combinado de caza/deporte/juego, que eran actividades inofensivas, además de  muy saludables y atractivas.

Nuestro río seguía y sigue mansamente su curso desde el cruce de la cuesta de las mangraneras y bordeando la partida de los Molinares aporta su pequeño caudal residual  al Martín en el cortado escalonado de las Predicaderas. Como el pez grande se come al chico, en aquella confluencia desaparece para siempre, absorbido por el más caudaloso, aunque actualmente tampoco este sea gran cosa ni al parecer merezca grandes cuidados de quien debiera proporcionárselos. Y así le va, a pesar de que algún que otro francotirador, como el autor de estos artículos, de vez en cuando, indique el lastimoso estado actual de nuestros dos ríos, que fueron, hace tan solo unas décadas, un admirable regalo de la Naturaleza.

martes, 22 de octubre de 2013

El río Ariño (I)


En su momento escribí sobre uno de nuestros ríos, el Martín, que es el más caudaloso de los dos que atraviesan el término de Ariño; sin embargo, durante muchos años, para las gentes de nuestro pueblo, el  más importante (ya veremos por qué),  fue el de menos caudal, es decir el que ahora llaman Escuriza.

Los de Ariño siempre lo habíamos llamado río Ariño y el nombre de Escuriza se le asignó recientemente (o sea, hace no muchos años) por ser el nombre oficial. Para mí siempre será el río Ariño, que es el  primer nombre que aprendí y lo utilizó todo el pueblo durante quizá siglos. En Alloza les pasa algo parecido, ya que siempre lo llamaron río Alloza, mientras discurre por su término. Esta particularidad de que un mismo río se nombre de distintas formas según por donde pasa es algo curioso, pero yo, que vivo en Zaragoza, encuentro aquí con frecuencia que una misma calle se denomina de distinta forma según el tramo de que se trate, así que no somos los de Ariño los únicos en aplicar, si conviene, estas formas de denominación variable.

Hay que decir también que, a lo largo de su recorrido, su nivel es algo menor que el de las huertas próximas y para poder utilizar el agua para el riego de las mismas se ideó, hará cientos de años, un sistema de azudes en los que se canaliza el agua conectándolos con acequias de menor pendiente que la del cauce del río (la mínima para que circule el agua sin dejar demasiado barro en su fondo) y de este modo, poco a poco, se va aumentando el desnivel entre la acequia y el río. Gracias a esto, se pueden regar los bancales a cierta distancia del azud. El hecho de tratarse de un terreno bastante accidentado y la idea de aprovechar las emanaciones de agua durante el curso,  obligan a que haya numerosos azudes, aunque la longitud del río sea relativamente pequeña.

Después de esta introducción voy a dedicarme a enumerar distintos aspectos del curso del río y para seguir un cierto orden, comenzaré por su entrada en el término de Ariño, que tiene lugar en la zona que llamamos la partida del río Alloza, donde este pasa bajo la carretera de las minas.

Al bajar por el comienzo del cauce encontramos, a la derecha, las Carrrasquiellas, o Airedá, campos que se hallan a bastante altura sobre el río. Cerca de allí, también a la derecha estaba, casi en ruinas, lo que  llamaban el mas del Faustino “el Andarín”. Abajo, a la izquierda, había un bancal,  con esa misma denominación y a continuación encontramos  una extensión de huerta considerable que se llama el pan Andrés a ambos lados del río. En la parte más baja, a la izquierda, había una fuente que era muy popular y muchos la conocíamos como la fuente del pan Andrés.

 Entre el bancal del Faustino y el pan Andrés, aunque a mayor cota que ambos, encontré una especie de poblado, del cual solo quedaba un somero esquema pétreo del trazado de sus calles y casas o habitáculos, con restos de carbón enterrados en  el suelo,  que aparecían al escarbar un poco en la tierra, como si hubiera sido quemado todo el espacio. Lo notifiqué a algunas personas de Ariño, y lo visitaron acompañados por un experto en estos temas y no le parecieron  restos importantes; supuso que se trataba de algo de una época anterior a la dominación árabe y no le dio más trascendencia. Yo tengo mis dudas al respecto.

Siguiendo  nuestro  río, pasado el pan Andrés, a la izquierda, se destacaba claramente una acequia a la que se la veía  discurriendo a bastante altura por un costado de tierra roja. Esta acequia tenía como finalidad el riego de toda la partida de los Padillos, en la que teníamos un bancal y un arenal en propiedad. Al final de esta partida de numerosos bancales, podía verse un escurridero donde el agua de la acequia retornaba  al río desde bastante altura. Justo allí, se la recogía de nuevo, ya que se había construído un azud con gruesas rocas y cemento (como para resistir  importantes avenidas), para regar la huerta siguiente, que es el rincón de los Terreros. Un poco antes del comienzo de esta huerta, como a unos cincuenta metros del referido azud, nos encontramos con un punto muy popular, que llamamos el pozo el Pigalo

Este era un lugar muy especial, por ser el mayor pozo del río. Su profundidad se debe a la existencia de una roca redondeada de considerable tamaño, que aflora a la orilla del camino, enrasada con él. En este pozo se refugiaban numerosas madrillas, de forma que era el lugar más indicado para la pesca con caña. Para completar la singularidad, en la extensa roca citada, que es plana en la parte superior, tiene un pocete (quiero pensar que natural) que, lleno de agua, servía para conservar los peces vivos, mientras se seguía pescando. Poniéndonos románticos, todo aquello parecía  una amable invitación del río a disfrutar pescando en él. Unos cuantos chopos próximos, completan y sombrean este especial lugar que, como he insinuado, es para mí el más interesante de todo el río.

Volviendo a la enumeración de las partidas cercanas al cauce, al final del rincón de los Terreros encontramos la Tejería que llega hasta el puente de las tres Arcadas,  donde, en una lastra contigua a él, se ven bien destacadas y señaladas, huellas de los dinosaurios. La huerta que encontramos a continuación,   se llama la Arboleda

Tanto la Tejería como la Arboleda, por su proximidad al pueblo, solían ser lugares donde los perales y los melonares sufrían  cierto peligro de hurto de día y de noche, y este era un deporte muy generalizado, a pesar de la vigilancia intensiva de los guardas. Me contaba uno de los protagonistas que un pequeño grupo de mozos decidió una noche ir a robar pericas “de san Juan”  y al llegar a la base del peral saltó al suelo alguien desde el árbol y creyendo primero los de arriba y a continuación los de abajo que se trataba del guarda, salieron todos corriendo en sentidos opuestos, cuando casualmente al guarda no le tocaba aquella noche  vigilar al disputado peral, por suerte para los  gamberrillos nocturnos.

Enfrente de los Padillos se distinguen zonas como el Prau, el Morraz , Valdecanales, el Casetón, el pozo el Pigalo, la Plana, el huerto del Cura, el barranco Pedurrea, la Cerrada (actualmente Centro de Interpretación) la piedra Picada (donde se ha ubicado la estación depuradora de vertidos de las aguas residuales del pueblo), la huerta Baja y el fin de la Huerta. Todas estas partidas constituían lo que genéricamente se llamaba La huerta Mayor y tenían algo importantísimo en común y es que todas ellas se regaban por medio de la acequia Mayor, que partía de un azud al comienzo de nuestro término y se abastecía del pantano  del Escuriza, cuando lo decidían en Híjar. La decisión  se tomaba de acuerdo con la conveniencia de los pueblos que tenían ese derecho, entre los que no estaba incluido Ariño; sin embargo Ariño tenía el de utilizar el agua mientras la hubiera en la acequia y en el río. Comoquiera que en esta situación el río mejoraba su caudal, las partidas de la margen izquierda que, por no pertenecer a la huerta Mayor, tenían el agua constante pero más bien escasa, en estos momentos de abundancia del líquido elemento, también resultaban beneficiadas. 

Aún recuerdo al tío Tejero, que  entonces era el alguacil, cuando emprendía el camino hasta el pantano llevando la orden de soltar el agua durante el tiempo que se hubiera estipulado. No existía ningún medio de locomoción mecánico  ni tampoco teléfono y el largo trecho entre Ariño y el pantano y viceversa, lo hacía andando. Menos mal que el tío Tejero era alto, tenía larga zancada y fuertes piernas, así que no era un grave problema el desplazamiento necesario para llevar  el esperado mensaje.

Cuando por fin comenzaba a verse el agua en la acequia, los turnos de riego se guardaban ordenadamente en la huerta Mayor y el avance de la disponibilidad de agua se anunciaba por el pregonero a la hora que correspondiera de día y de noche. La particularidad de los pregones en este caso, es que se anunciaban redoblando un tambor en lugar de hacer sonar la gaita típica de los bandos ordinarios. En el caso de los riegos, el pregonero, en las esquinas habituales, decía (por ejemplo): “Se hace saber…  todos los vecinos que tengan que regar… acudirán a recoger el agua desde el ador hasta el tercer aujero del Valdecanales…” y una vez terminado el escueto bando, se seguía con el redoble hacia la siguiente parada. En muchos casos, si el regador no estaba ya esperando el agua en su bancal (seguramente de tertulia con otros regadores o durmiendo en el ribazo), abandonaba el lecho a toda prisa, tomaba la ajada (así se llamaba a la azada) y limpiándose las legañas emprendía el camino hasta su bancal, para proceder al riego cuando el agua efectivamente le llegase.

Para terminar estas explicaciones debo precisar que estoy hablando de cómo era el río, sus huertas y costumbres hace unas cuantas décadas. Me temo que actualmente todo aquello habrá cambiado a peor, pero, de todos modos, como siempre digo, trato de reflejar un cierto pasado, que puede ser conveniente conocer y recordar.


jueves, 3 de octubre de 2013

Las setas en Ariño

Desde el comienzo del río Ariño hasta su final, había unas cuantas choperas con el mismo tipo de chopos y en bastantes de ellas surgían lo que llamábamos hongos de chopo, de tres o cuatro especies, aunque el nombre que les dábamos era el mismo y el sabor parecido, muy bueno por cierto. Eran más abundantes en otoño, pero prácticamente los encontrábamos en una u otra chopera todos los días, ya que en la época a la que me refiero la mayor parte de ellas tenían algo de humedad porque recibían agua, tanto de las lluvias como de la que escurría desde los bancales próximos, al ser regados. 

 El primer recuerdo que tengo de las setas, es de un día que volviendo de nuestra viña de las Carrasquiellas por el río, cuando yo tenía unos ocho años, en una pequeña chopera a la orilla del cauce al comienzo del pan Andrés, en la que había media docena de chopos y otros tantos tocones que salían un palmo del suelo, me mostró mi padre uno que tenía una piña con numerosas setas que lo invadían casi totalmente . Eran pequeñas, de forma hemisférica y de color marrón por su parte superior. Mi padre sacó su navaja y las cortó cuidadosamente en unos pocos tajos y con esto llenó medio talego de tela que llevaba. Mientras él hacía esto y yo le observaba admirado, levantó la cabeza y me señalo los tocones próximos, en los que también había muchas de aquellas setas, algunas de ellas parcialmente escondidas bajo las primeras hojas de chopo caídas en aquel comienzo del otoño. Mi padre me explicó que eran hongos comestibles de los mejores y no tenían el más pequeño rastro de gusanos a la vista de la limpieza del corte de los tallos. Aquel día fue para mí memorable y me quedó en la mente la foto fija de aquella chopera, de las setas, de mi padre, y de la emoción de los dos. Han pasado muchos años pero cuando encuentro piñas parecidas a aquellas, siempre me viene mi padre a la memoria en aquella chopera del pan Andrés. 

Según me dijo otro día, una de las primeras personas que enseñó en Ariño que estas setas eran comestibles fue el tío Allocino. Le llamábamos así por ser de Alloza y era el padre de mi quinto Eliseo. Durante algún tiempo la gente no hacía caso de ellas, pero poco a poco se ha suscitado tal interés, que casi se ha llegado a montar guardia en las proximidades de los chopos, para ser los primeros en verlas y disfrutarlas. No se ha dado el caso de envenenamientos porque son bien conocidas y si en un otoño pródigo aparece alguna diferente, los seteros, que saben el riesgo que se corre si se come una seta desconocida, la desprecian olímpicamente y siguen cogiendo solo las conocidas de siempre. 

 Solamente una vez se produjo un incidente que pudo convertirse en una tragedia: un día varias personas estábamos en la puerta de la casa de mi tío Antonio “el Morel”, cuando apareció él, con una caldereta grande, casi llena con unos kilos de setas de olivo, de un color así como marrón. Alguien le había dicho que eran comestibles y además de buena calidad. Los presentes ignorábamos tal cosa y no pudimos aportar nada nuevo. Cuando por la noche llegué a casa después de haber estado como de costumbre un rato de charla con los amigos en las cuatro esquinas, me dijo mi madre que mi primico, el Domingo, nos había traído una buena cantidad de las setas mencionadas y como mis tíos tenían muchos amigos en el pueblo, se habían acordado de todos ellos para hacerles el mismo obsequio. Me preguntó mi madre si me freía unas cuantas para cenar, pero se me encendió una bombillita en el cerebro y le dije:” prefiero que las comamos mañana”.

 Al amanecer de la mañana siguiente oímos el picaporte golpeando con insistencia y era el Domingo que, sofocado por la distancia, la cuesta y la gravedad del mensaje, nos venía a decir que no comiéramos las setas que nos trajo el día anterior, ya que eran venenosas y en su casa todos los que las comieron estaban vomitando. Imagino que en la misma situación estarían los numerosos destinatarios del regalo, repartidos por todo el pueblo. Menos mal que realmente las setas no eran venenosas, sino no comestibles, porque producían los efectos descritos, pero nada más. Las setas venenosas suelen producir sus primeros síntomas al cabo de varios días de comerlas y estos son, en muchos casos, de altísima gravedad. Si lo hubieran sido, en el pueblo habría ocurrido una calamidad de las que aparecen en los periódicos. Analizado el hecho positivamente, aunque algunos lo pasaron mal, se consiguió a escaso precio una enseñanza difícil de olvidar. Y como efecto secundario positivo también, mi primo Domingo profundizó en el conocimiento de las setas, de tal modo que las conoce amplia y detalladamente, incluso por sus nombres en latín. Como vemos, una vez más se cumple aquello de que no hay mal que por bien no venga. 

 En otro momento llegó a mis oídos que los mineros de Samca residentes en Muniesa, al terminar la jornada, mientras esperaban a completar el autobús de regreso a su pueblo, se daban alguna vuelta por los alrededores de la mina y encontraban unas setas que ellos decían que eran de cardo y muy apreciadas como comestible. Le transmití la noticia a mi querido amigo Francisco Valiente y se interesó mucho por este tema, pero no conocíamos el tipo de setas ni por donde podían hallarse a razonable distancia del pueblo. Nuestro único conocimiento era que salían en las zonas de los cardos seteros y a estos sí que los teníamos claramente identificados. Con este motivo montamos una batida los dos solos por una amplia zona de los secanos próximos al río Ariño, desde el pozo el Pigalo hasta las Carrasquiellas. El resultado fue que encontramos algunas setas por el monte en los sitios con cardos, pero no llegamos a convencernos totalmente de que eran las que buscábamos, así que después de este primer intento, en lugar de desmoralizarnos, al menos a mí me aumentó el interés y siempre que tenía la oportunidad, hacía algún sondeo por los sitios que imaginaba que podían reunir los requisitos necesarios para producir estas setas. Al fin fui dando con zonas muy concretas en las que aparecían algunas y, mientras tanto, me había enterado de cómo eran exactamente. Y con estos conocimientos pasé a ampliar mis posibilidades de encontrar cosas nuevas y a llevar a casa, de vez en cuando, una considerable cantidad de este tipo de setas, que algunos las sitúan entre las más sabrosas. Todo esto no lo pregoné, pero sí se lo dije a unas pocas personas para que también disfrutasen de esta actividad tan interesante. La situación actual en cuanto a la recogida de estas setas no la conozco con certeza, por mis largas ausencias y cortas estancias en mi pueblo. 

 Para información (no exhaustiva) de quien no las conozca, diré que las setas de cardo, vistas desde abajo, son de color blanco ligeramente amarillento y sus láminas algo decurrentes, es decir que descienden un poco por el tallo. Por la parte superior tienen un color más oscuro, generalmente grisáceo. Son parecidas a las que en algunas tiendas llaman setas de cardo y las venden en bandejitas blancas. La denominación es optimista porque realmente muchas veces son simples pleorotus ostreatus de cultivo y su sabor no tiene ningún parecido con las de cardo. 

 Las verdaderas suelen aparecer en bancales de secano en los que haya los mencionados cardos seteros, en superficies yermas o que se hayan dejado de trabajar un año o más, y dentro de ellos, en las zonas que llamamos de molsa es decir cercana al ribazo inferior donde, si llueve lo suficiente, se remansa el agua conteniendo la tierra que finalmente se deposita formando poco a poco una superficie más o menos horizontal y con alguna traza de humedad en el mejor de los casos. 

 La búsqueda es laboriosa porque las interfieren los romeros, los tomillos e incluso las aliagas, que van surgiendo al no trabajar la tierra y, por otra parte, tienen un tono parecido al del terreno y se confunden con él, es decir que se mimetizan. Para desenmascararlas encontré un procedimiento que es mirar al suelo a cierta distancia teniendo el sol de frente y mejor si este está rasante, ya que se produce en la parte superior de la seta un fenómeno de reflexión solar y entonces la seta brilla. Vemos a cierta distancia, en el campo visual, un tono predominante de sombra salvo algunas pequeñas superficies brillantes que son precisamente (ojalá) las setas que buscamos. Si las rastreamos yendo con nuestra sombra delante de nosotros, es decir caminando de espaldas al sol, es posible también verlas, pero es más difícil y solo se ven las muy cercanas.
 Volviendo a la época a que me refería anteriormente, se estaba produciendo, con los acontecimientos citados, la afición a la búsqueda de las setas y uno de los hitos importantes fue debido a Bautista Vallespín, dueño del bar Central, que era un emprendedor destacado y desarrollaba variadas actividades. Con él congeniábamos el Valiente y yo, y otros muchos de su muy numerosa clientela. Cierto día, nos dijo reservadamente a unos pocos que en un viaje que había hecho a Fonfría había comprado unos cuantos hongos que allí los llamaban robellones y al parecer eran muy apreciados. Nos propuso hacer al horno una bandeja de aquellas setas para que las probásemos aquel grupico de amigos. Efectivamente, en privado las cocinó y las catamos cuatro o cinco personas. La conclusión general fue que resultaban un poco bastas y decepcionantes de sabor con relación al de las que nosotros conocíamos, pero podían considerarse aceptables, así que quedaron incorporadas en nuestra lista de las comestibles, aunque como no teníamos coche prácticamente nadie, quedaron en situación de no accesibles por entonces. Este fue, que yo sepa, el primer contacto que hubo en Ariño con los robellones, a los que ahora todo el mundo conoce y aprecia en su justo valor. Como es bien sabido hay setas mejores y hasta mucho mejores, pero aquellos tienen la ventaja de que su calidad es razonablemente buena, son fáciles de identificar y se hallan extendidos en muchísimos pinares de nuestra España, e imagino que algo parecido ocurrirá en otros países. 

 El tema de las setas es muy extenso, pero he pretendido con mi escrito dejar constancia de cómo se produjeron en nuestro pueblo los conocimientos que he mencionado, lo cual tiene su interés dentro de lo que llamamos la intrahistoria de Ariño. 

En mi blog “cosas de Ariño” en un artículo que titulé “ideas, estrategias y tácticas” hablé de un intento de producir champiñones en una bodega. Así que habría que incluirlos en el listado de las setas comestibles, cuyo conocimiento vi surgir y en cierta medida protagonicé en nuestro pueblo, cuando yo era adolescente e incluso ya un mozo con numerosas aficiones. 

 Las setas comestibles reseñadas y algunas más que he conocido posteriormente, tienen unos importantes competidores en cuanto al deseo de comerlas, que son los gusanos. Este es, podríamos decir, un grave inconveniente de las setas: su escasa permanencia sin gusanos desde el momento mismo de aparecer en la superficie. Esta observación la hice desde el comienzo de mi conocimiento de las setas de chopo y luego la he comprobado reiteradamente. Entonces elaboré mi hipótesis sobre la causa de la existencia de los gusanos en las setas, al observar entre sus láminas unos husillos microscópicos verdes y brillantes y escuchando y confirmando el hecho de que las setas se agusanan enseguida si surgen en las noches de luna llena. Esta hipótesis es, que dichos husillos son huevos con esa forma, que los depositan algunas moscas que vuelan incluso de noche si hay luz de la luna. No es que la luna tenga ninguna misteriosa acción de las que se le atribuyen en algunos casos. Estos huevos tienen una maduración de menos de un día y se convierten a continuación en larvas y a las pocas horas en las orugas (gusanos) que invaden rápidamente toda la seta. Hoy por hoy no he encontrado algo que me contradiga la hipótesis sobre este fenómeno, que imaginé cuando era un chavalín. La existencia de gusanos no produce trastornos digestivos porque, al examinarlas, aun el que los mira con lupa se deja alguno y terminan en su estómago y ya no digo nada de quienes las ponen en la plancha tal como les llegan desde la tienda sin más controles. Y hasta he conocido personas que no hacen caso de los gusanos. De todo hay en la viña del Señor. 

 Para completar estos apuntes sobre las setas en Ariño tal como yo viví sus comienzos, me gustaría añadir varias cosas: la primera, que me queda la duda de que en épocas de hace algunas décadas, antes de tener estas noticias, es posible que fueran utilizadas como comestibles, pero esto no lo puedo saber. La segunda, que quiero insistir en lo peligroso que es probar setas con apariencia de comestibles, si no se sabe a ciencia cierta si lo son. Cada año mueren personas, incluso familias enteras, debido a la trampa de las setas. 

 Es algo impresionante, que el metabolismo humano que trabaja de una forma tan coordinada produciendo para su uso interno productos esenciales complejos, indispensables para sostener la vida y amoldarse a multitud de exigencias; que se relaciona con el exterior por medio de al menos cinco sentidos maravillosos; que posee unos mecanismos de defensa del sistema orgánico magníficos…, con unos gramos de seta aparentemente inofensiva, toda la estructura tan bien defendida se desestabilice de tal manera que se derrumbe en pocos días y ocurra la muerte de las personas afectadas, con alta probabilidad de tal desenlace. 

 Intuyo que el conocimiento profundo de los mecanismos de ataque del veneno de las setas algún día aportará conocimientos sobre nuestro metabolismo, que aumentarán la posibilidad de avanzar en la curación de algunas enfermedades que actualmente no tienen remedio. 

Se me ocurren ahora unas cuantas preguntas: ¿Verdad que es sorprendente que al parecer los animales, alguno de los cuales comen setas (por ejemplo, las reses), sepan distinguir cuales son las perjudiciales para ellos? ¿No será que su organismo las metaboliza sin problemas? Y en otro caso, ¿cómo pueden distinguir las que les perjudicarían? Y además ¿no es bien sabido que el hecho de que algunos limacos coman una porción de seta y no mueran no garantiza que no sea venenosa? Y, finalmente, ¿qué tiene de especial el metabolismo de estos animales en su funcionamiento básico que los hace insensibles ante el veneno de las setas? 

 Y rizando el rizo, aunque en los laboratorios se experimenta con animales lo que luego se extrapolará a las personas sobre la base de que los sistemas son similares, acabo de apuntar con las preguntas del párrafo anterior nada menos que esta hipótesis de igualdad no sé si es tan generalizable. Quizá por eso me suena que, al final de la investigación, en ciertos casos, sea inevitable el experimentar en las propias personas. Vuelvo a lo de siempre: ¡Ignoramos tantas cosas!
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