jueves, 25 de marzo de 2010

Los latones

Ante todo comenzaré por explicar qué son los latones, por si alguien no conoce estos curiosos frutos. Cuando están maduros son unas bolitas casi negras de algo menos de un centímetro de diámetro, que tienen una piel fina y dura, una pulpa amarillenta comestible de sabor dulce, y un hueso esférico de poco más de medio centímetro. Pertenecen a la familia de las drupas que son los frutos con piel, carne y una sola semilla, como las ciruelas, las cerezas, etc. Los producen los latoneros, árboles de madera noble y correosa de los que se sacan buenas varas y, si no estoy equivocado, los garrotes largos que usan los pastores. Estos árboles son raros y en Ariño hay unos pocos, llenos de polvo, próximos a la cuesta de las bodegas, a la orilla de la carretera, cerca de las huellas de los dinosaurios. Aunque el nombre de latonero es correcto, más técnico es almez, por extraño que parezca. En Zaragoza los veo plantados en los jardines públicos y en los alcorques de las aceras. A veces, cuando tienen latones maduros, cojo algunos, recordando prácticas de la infancia.

El nombre y aplicaciones eran generalmente conocidos por los chicos de los pueblos con ligeras variaciones en la denominación; en cambio los de las ciudades, cuando oían la palabra latón, supongo que pensarían que se referían a la aleación de cobre y cinc de color amarillo claro, susceptible de gran brillo y pulimento, como lo define la Real Academia.

Volviendo a las actividades de los chicos de Ariño en edad escolar que fueron objeto de mi anterior relato, había una que gozaba de gran atractivo en otoño, que era el cañoneo con los huesos de los latones. El sistema consistía en proveerse de una caña con diámetro interior adecuado y de una longitud de algo más de un palmo, cargarla con un hueso y, soplando con fuerza, lanzarlo con la mayor velocidad posible.

Menos mal que no nos explicaron entonces que algunos indígenas lanzan por este procedimiento hasta dardos envenenados, porque es sabido que los niños lo van probando todo, y aprendiendo a base del principio del escarmiento. Imagino también las dotes creativas de quien fue capaz de inventar dicho aparato relacionando los misteriosos huesecillos y la posibilidad de utilizarlos con finalidad agresiva; sin embargo la inventiva no pasó de este nivel, porque aunque el uso del aparato coincidió con nuestro conocimiento de las armas de fuego por medio de los tebeos y de las películas del Oeste, no inventamos algún sistema de carga rápida de los latones o de repetición como los utilizados por los revólveres, los rifles o las ametralladoras, aunque fuera en versión simple.

El aparato, dentro de su sencillez, funcionaba con eficacia y, si el canuto estaba bien calculado, era sorprendente la velocidad del ecológico proyectil, la rectitud de su trayectoria y la energía del impacto. Eso sí, como queda insinuado, la recarga para un nuevo lanzamiento era relativamente lenta, lo que le quitaba capacidad combativa.

La problemática principal de este digamos juego, era el acopio de los latones, ya que, como he indicado, en Ariño no había latoneros productivos; así que había que ir hasta cerca de la sima de san Pedro a buscarlos, porque allí estaban los más próximos. Esto representaba dos problemas: uno era la distancia de varios kilómetros, y otro, que se hallaban en el término de Oliete, y los zagales de ese pueblo también los utilizaban. Y comoquiera que las relaciones entre los chicos de los pueblos vecinos, si no había un factor moderador no eran especialmente amistosas, el encuentro de las dos bandas de aspirantes a la recolección solía terminar en combate a pedradas, técnica en la que había unos cuantos expertos en ambos bandos y, aunque el arte de esquivarlas se dominaba muy bien, no era extraño regresar al pueblo con algún combatiente descalabrado.

El caso es que, de una u otra forma, muchos chicos llevábamos bolsilladas de latones, de huesos de latón, y la famosa caña. Luego, dependía de la mentalidad de cada uno el uso más o menos agresivo que de este equipo se hiciera. Algunos tenían la mala sombra de tirarles latones a las chicas, que no eran partidarias de este tipo de “juegos” y por tanto existía ventaja sobre ellas, aunque también se tenía muy en cuenta los “rebotes” que podían sobrevenir de los amigos y familiares de las mozas, como consecuencia de tales agresiones.

Con todo, lo más divertido era disparar contra otro chico equipado reglamentariamente y, era ya la repanocha, cuando a veces se producían tiroteos entre grupos organizados cuidadosamente en dos bandos participando los chicos más aguerridos.

Yo siempre consideré este juego como algo peligroso, aunque no por ello me privé de practicarlo. Realmente en caso de darle a alguien con uno de estos proyectiles en un ojo se le podía dejar tuerto. Cierto es que era poco probable la coincidencia, pero a veces el diablo hace afinar la puntería y suceden las desgracias; sin embargo en Ariño los ángeles de la guarda, que los llevábamos siempre a mal traer y haciendo horas extras, realizaban muy bien su trabajo y, que yo sepa, nunca se produjeron en realidad estos potenciales y temibles percances.

domingo, 7 de marzo de 2010

Cada uno en su sitio


En Ariño, a partir del momento en que comenzábamos a tener uso de razón y a circular con cierta independencia en un radio cada vez mayor tomando como centro nuestras casas, intuitivamente nos preguntábamos cuál era nuestra situación en relación con nuestro entorno y, en especial, con las personas que, según íbamos descubriendo, habitaban en nuestro mismo pueblo.

La primera percepción se refería al volumen o tamaño de las personas y en una segunda etapa, afinando ya más, a su edad y situación social. Con estas actividades de nuestros virginales cerebros llegábamos a establecer grupos, lo que tenía el mérito de ser un intento de hacer una primera clasificación, ya que algo internamente nos decía que esto era esencial para seguir circulando por allí sin excesivos problemas.

El primer grupo era el de las personas mayores, que a su vez lo dividíamos en los viejos y en los casados, aunque estos fueran todavía jóvenes o de mediana edad. El siguiente era el de los jóvenes, que incluía desde mozos hasta chicos de un año más que nosotros. Otro era el de chicos de nuestra misma edad. Uno más era el de los chicos de menor edad y a continuación el de los recién nacidos y de los que andaban todavía a gatas y, por fin, el de las chicas.

Nuestras actuaciones eran diferentes según el grupo con el que tratábamos. Así las personas mayores, si no eran auténticos desastres, merecían un gran respeto, les correspondía el trato de usted y con ellos era impensable mantener cualquier polémica o causarles el más pequeño contratiempo.

Para el trato con el grupo segundo se tenía muy en cuenta la edad, que era un grado, como la veteranía en la mili. La cuestión era de tal precisión, que una diferencia de un año significaba ya un neto predominio del chico de mayor edad.

El mismo criterio se seguía con los chicos de menor edad en los que esta circunstancia determinaba, de forma inapelable, la superioridad del mayor.

Respecto a las chicas diré que, en la temprana edad a que me refiero, pasábamos olímpicamente de ellas, al igual que ellas de nosotros. Con el paso de los años esta indiferencia y distanciamiento inicial evidentemente se iba acortando a medida que se producía la revolución hormonal que cambiaba los conceptos y las distancias entre unos y otras. Pero esto es algo en lo que no me voy a extender en el presente relato.

Así pues, volviendo a nuestro tema, vemos que había muchas cosas que estaban perfectamente claras y la cuestión de establecer nuestro sitio en el ordenamiento jerárquico se reducía, simplemente, a conquistarlo entre los varones de la misma edad. Este asunto se dilucidaba por medio de las peleas cuerpo a cuerpo sin herramientas de ningún tipo y sin el empleo de ninguna clase de artes marciales sofisticadas. (Ya de mayor he visto que lo más parecido a nuestras peleas infantiles es la lucha canaria).

En dichas peleas se trataba de derribar y sujetar al contrincante con la espalda en el suelo el tiempo suficiente para que este, de forma más o menos explícita, admitiese la superioridad del otro. No se utilizaban, como he apuntado, malas artes, objetos agresivos, ni siquiera el uso de los puños como en el boxeo. Así que la lucha era limpia y se terminaba sin daño físico apreciable, pero sí con la posición escalar refrendada o modificada.

Estas peleas tenían lugar continuamente, sobre todo en la plaza principal del pueblo, debido a que era donde estábamos la mayor parte del tiempo y a que su suelo de cemento era favorable para un menor deterioro de nuestras ropas, que ya de por sí no eran una gran cosa. Por si estas peleas espontáneas no fueran suficientes aún había chicos mayores, ya mozalbetes, que acudían allí para fomentar este tipo de contiendas. El protocolo que seguían era el siguiente: juntaban a dos chicos de la misma edad y le decían a uno que le mojase la oreja al otro, lo cual provocaba con toda seguridad el inicio de la pelea. Otras veces nos ponían frente a frente, trazaban una raya en el suelo con una tiza, decían que aquella raya era de uno, e incitaban al otro a que se la pisase y ya estaba organizado el lío. En nuestro interior teníamos formado un mal concepto de aquellos incitadores, que casi siempre eran los mismos, considerándolos gente de malas intenciones; sin embargo, con el paso de los años, he visto que no todos eran irredentos ya que algunos se formalizaron y llegaron a ser personas sensatas y buenas, constituyendo familias normales a pesar de su etapa de gamberrillos adolescentes.

A veces, aunque era muy raro, se daba el caso de pelear un chico con una chica a brazo partido. Recuerdo en especial una pelea de un amigo mío con una chica, en la que llevaba él las de ganar ya que tenía a la moza en fase de inmovilización. Comoquiera que lo necesitábamos a él para un juego y además creí que aquella pelea no tenía sentido, fui a separarlo estirándolo por detrás. Lo malo fue que se asustó, interpretó que la chica recibía refuerzos, y volvió la cabeza rápidamente cuando mi cabeza estaba rozando a la suya. El resultado fue que su frente chocó con mis dientes con un fuerte impacto. Fui a decir algo y mi lengua percibió que algo en la empalizada de mis dientes había cambiado. Así era, en efecto, ya que dos hermosas palas que yo tenía se habían roto dejando un perfecto triángulo entre ellas. Las esquinas que faltaban estaban clavadas en la frente de mi amigo, que sangraba abundantemente por lo que tuvo que ir al médico para que le arreglase el desperfecto. Lo mío fue peor, porque no queráis saber la murga que la dichosa rotura de las dos palas me ha dado a lo largo de toda mi vida.

Otra anécdota que recuerdo es que un chico, que tenía un año menos que yo, me retó formalmente, no sé por que motivo, nada menos que a batirnos de inmediato en la era de la trilladora. Me pareció una tontería ir a reñir tan lejos, pero acepté y, como lo oyeron varios compañeros, se formó una nutrida partida para presenciar el combate, encabezada por los dos protagonistas del inminente pugilato. El año de diferencia de edad y la práctica jugaron a mi favor, así que salí vencedor en aquella contienda a pesar de que el otro era bastante fuerte y tenía genio. Pasados muchos años, un día aquel chico, ya mozo, me recordó que fue él mi contrincante en aquella pelea; y me dijo que siempre me había guardado un respeto especial como consecuencia de aquel combate. Yo sí recordaba la pelea pero no que había sido con él, a pesar de que nos tratábamos bastante cuando nos fuimos haciendo mayores.

No siempre me fue tan favorable el resultado de mis peleas, ya que un día en la placica de la iglesia teniendo a mi contendiente, que era un chico de mi edad, en posición de bloqueo, en un descuido mío (porque pensé que ya se rendía), flexionó las piernas de tal modo y con tal rapidez, que me puso los pies en el pecho y me catapultó hacia atrás, con tan mala suerte que di con mi cabeza en una piedra de la pared y me sangró tanto la herida que le costó trabajo a mi madre el curarla; finalmente me cortó una coronilla de pelo, me desinfectó la cabeza con alcohol, me puso un esparadrapo, y dio el asunto por zanjado. Pagué caro el no haber ido al médico, porque aquella herida tardó tiempo en curarse y me dejó una notable cicatriz y aún salí bien librado, porque realmente era de las que precisaban unos cuantos puntos de sutura.

En aquella sociedad tan asilvestrada de chavales, la caída por el pueblo de uno nuevo era para compadecerlo al principio, y de hecho andaba durante bastante tiempo fuera de cualquier escalafón, a no ser que viniera ya aguerrido de lances similares en otros pueblos; en tal caso pronto ocupaba su lugar jerarquizado, sin necesidad de muchas demostraciones adicionales.

Quizá estoy dando la impresión de que la relación entre los chicos era enconada y tensa. No era así, sino todo lo contrario. Nos pasábamos el día jugando unos con otros y, si se daba el caso de alguna pelea, se nos olvidaba al cabo de pocos minutos y seguíamos siendo tan amigos como antes.

Era una manera natural de ejercitar la convivencia y de irnos ajustando al grupo humano con el que nos había tocado convivir, es decir de irnos educando para aquella sociedad, educación que, aparte de la que nos inculcaban en nuestras casas y en las escuelas, se producía desde los otros grupos sociales que he nombrado al principio, y no era raro que desde ellos llegasen informaciones, cuando nos pescaban haciendo alguna travesura, hasta nuestros padres y hasta nuestros maestros, que eran digamos el poder ejecutivo directo sobre nuestras personas.

En tales casos se nos avisaba, diciendo: “Espera pajáro que cuando vea a tu maestro o a tus padres les voy a explicar esto”. Y nos quedábamos un tiempo con el culín apretado esperando a ver si la amenaza se convertía en realidad, lo que ya de por sí era una penitencia por la maldad que estaríamos haciendo.

Para este ejercicio educativo multidireccional era necesario algo que siempre he considerado una gran ventaja en los pueblos y es que todos se conocían y, por ejemplo, de cada chico y en general de cada vecino, se sabían con detalle su forma de ser y casi todas sus circunstancias.

Los ajustes de la convivencia se producían también en el grupo de las personas mayores, siempre favorecidos por el factor enunciado del conocimiento mutuo. Cuando hemos salido de los pueblos y nos hemos visto en las ciudades inmersos entre gentes que desconocemos, esto nos ha creado un estrés que no existe en los pueblos. (“Solo se teme a lo que se desconoce”, dice la sentencia). La indumentaria y el aspecto externo nos dan en las ciudades una idea, pero solo aproximada y, en todo caso, poco fiable.

En los pueblos no valen las caretas. Todo el mundo se conoce, por más que se intenten disimular los defectos, lo cual es una táctica también generalizada y comprensible. Hay sin embargo personas que tienen la cualidad de mostrarse, sin tapujos, directamente como en realidad son. Estas son las que yo llamo auténticas, que suelen ser escasas pero admirables. En la mente tengo algunas.
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