viernes, 30 de octubre de 2009

Todos los Santos

Estamos llegando a la fiesta de Todos los Santos, en la que se celebra la santidad de todos aquellos (creo que deben de ser muchísimos) que, siendo realmente santos, han pasado desapercibidos para quienes se ocupan de determinar la santidad de las personas.

Celebramos también el día de los Fieles Difuntos entendiendo que existe el Purgatorio y que, para quienes estén allí, nuestras oraciones les han de servir para reducir su estancia.

En la actualidad tomamos estos días (al menos en España) para ofrecer un recuerdo especial a las personas que hemos conocido, y querido, y que ya no están con nosotros. Si nos es posible nos acercamos al lugar donde están sus restos y, por un impulso que nos surge de muy adentro, sacamos brillo a sus lápidas, ponemos flores nuevas, les decimos (en silencio) palabras amorosas y, si somos creyentes, les rezamos una oración.

La televisión española en estos días acostumbraba año tras año a poner por la noche en la cadena única y posteriormente en alguna de las posibles, el drama de don Juan Tenorio que, de tanto repetirlo, casi llegamos a recitarlo de memoria.

Todo ello me lleva a recordar cómo se hacían los entierros en Ariño cuando yo era un chavalín. En uno de mis primeros recuerdos en este sentido, me veo recogiendo velas de cera junto con otros niños en la casa del difunto. Una vez encendidas y protegiendo su llamica con la mano, íbamos acompañando al sacerdote con la cruz alzada en procesión hasta la puerta de la iglesia, donde se dejaba el ataúd sobre una mesa pequeña que alguien llevaba para este fin bajo el brazo, y el sacerdote y el sacristán cantaban lo que correspondía a la circunstancia antes de entrar a la iglesia.

La razón de que tuviéramos interés en asistir al entierro y hasta nos disputásemos la asignación de velicas, era que por ello nos daban diez céntimos de peseta a los seis chicos seleccionados. Los organizadores lo hacían por la estética de rodear al difunto de niños con velas y también porque aquella era la costumbre imperante en Ariño en los entierros. Esta costumbre fue desapareciendo, gracias a Dios, hace muchos años.

En aquella época, el anuncio del fallecimiento se hacía por un toque especial de las campanas de la torre de la iglesia (nosotros decíamos “están tocando a muerto”). Si el fallecido había sido un niño el aviso de las campanas era un toque del que decíamos “tocan a din-din”. Al cabo de pocos minutos se oía por las calles del pueblo el tintineo de una campana de mano que iba haciendo sonar el pregonero y en los puntos en que daba los bandos, esta vez decía:

“Cofrades y cofradesas del Salvador… Se hace saber… que ha fallecido (el nombre del difunto)… El entierro será (decía el día y la hora)… Nos acordaremos de acompañarle y de rezarle un Padrenuestro y un Ave María… Que el Señor haya acogido su alma en estado de gracia…” Y, con esto dicho, seguía su ronda batiendo sin parar la campanica.

Al entierro acudía casi todo el pueblo, vestidos con cierta pulcritud como señal de respeto al muerto y a su familia. Las mujeres iban hasta la iglesia, y unas pocas seguían hasta el cementerio, mientras que casi todos los hombres seguían, después del funeral, hasta el cementerio, turnándose en el transporte del féretro con cierta frecuencia, porque este tenía solamente seis asas y cada uno de los voluntarios debía soportar un esfuerzo de cerca de veinte kilos y algunas veces incluso más, y esto era demasiado para quien no estuviera acostumbrado al esfuerzo físico.

En el cementerio el enterrador había abierto una fosa en el suelo de unos dos metros de profundidad y allí se depositaba el féretro bajándolo al fondo sin mucha dificultad con dos sogas. Algún familiar echaba un puñado de tierra sobre el ataúd, que resonaba de una forma lúgubre en el silencio (interrumpido por algún reprimido sollozo) de los acompañantes. El enterrador procedía a rellenar de nuevo la fosa con la tierra que se había extraído; a veces era ayudado en esta labor por algunos familiares del difunto. Una vez acabado el enterramiento se daba el pésame a los familiares más cercanos del fallecido, generalmente de forma desordenada, y toda la gente regresaba a sus casas.

En la casa del difunto se rezaba “el rosario” tres noches seguidas (anteriormente eran nueve). Las oraciones las dirigían mujeres a quienes llamábamos “las rezadoras” que se iban turnando con el paso del tiempo. Aparte del rosario propiamente dicho decían muchas otras oraciones cuya característica común era la de ser muy largas y bastante pesadas. De cualquier modo era de agradecer que aquellas señoras se ocupasen de una forma totalmente altruista de dicho cometido, que ellas lo consideraban, sencillamente, como una obra de misericordia.

Para los niños e incluso para muchos adultos, el hecho de la muerte y el contexto que la acompañaba eran tenebrosos, temibles y traumatizantes, y no digamos cuando al fallecimiento se sumaban aspectos especiales como la autopsia (si la muerte había sido accidental), circunstancia que ponía los pelos de punta.
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El enterrador en la época a que me refiero se llamaba Melchor y la gente, con ese humor negro que es más común de lo que parece, llamaba al cementerio “el huerto del Melchor”. Este señor tenía esposa y varios hijos y compaginaba su trabajo de enterrador con el de minero. Vivía con su familia en lo que se llamaba (no sé por qué motivo) el hospital.

Este hospital era una casa situada debajo de la era “del Calandín”, muy cerca de la cuesta de las bodegas. Por estar situada en la parte sur del pueblo disfrutaba de una excelente panorámica de toda la huerta mayor pero, en cambio, en una pendiente muy próxima a ella, estaba el vertedero de todas las basuras.

Estas eran simplemente cenizas de carbón, que era el único residuo que no se reciclaba. La materia orgánica se aprovechaba en su totalidad, las botellas de cristal se reutilizaban todas, y los plásticos no se habían inventado, a pesar de lo cual la vida seguía adelante sin grandes traumas. La gestión de dichas cenizas era responsabilidad de cada uno así como el barrido de su parte de calle. El Ayuntamiento no ofrecía estos servicios ni falta que hacía; sin embargo los pueblos vistos de lejos, por bonitos que fuesen, siempre mostraban en alguna parte, muy a la vista, el brochazo negro y torvo de las basuras no reciclables.

A la muerte del Melchor el puesto pasó a ocuparlo el cabeza de familia de “Los alpargateros” que eran personas de muy pocos recursos que vivían en la casa de al lado del Melchor, y del padre pasó al hijo, como una herencia natural de dicho empleo. Me dicen que aquel chaval, “El alpargaterico”, vive en Ariño y es ya un jubilado de su trabajo en la mina.

El cementerio antiguo de Ariño estaba situado al lado de la ermita de la Virgen del Pilar. Supongo que sería tan antiguo como la ermita (que tenía vestigios románicos). De pequeños jugábamos por allí y aún se distinguían un par de tumbas de mampostería, con grandes boquetes por rotura de la obra. Oí decir que la construcción del nuevo se produjo como consecuencia de una epidemia de cólera que ocasionó tal número de defunciones que hubo que construir a toda prisa el de las lomas, es decir el que yo siempre he conocido operativo.

Este cementerio durante años eran cuatro paredes (sin nichos) y en el fondo había un local donde se realizaban las autopsias sobre una mesa de mármol. Las plantas, que crecían por todas partes de forma descontrolada, eran los sisallos que, incluso en Ariño que se daba valor a todo, se consideraban arbustos completamente inútiles. Son arbustos de lo más humildes que pueden encontrarse, aunque tienen un aroma que a mí me resulta casi agradable. Por supuesto en el recinto no se veía ningún árbol ni nada parecido.

El descuido era total y la fuerza de la costumbre hacía que a la gente le pareciese tan lógico ese estado. Raras eran las tumbas en que se podía averiguar quienes las ocupaban y lo normal es que se desconociese donde reposaban los antepasados. El enterrador gobernaba a su buen saber y entender los espacios, el orden de las excavaciones y los restos y, cuando tenía que reciclar tumbas, después de extraerlos, los amontonaba en un lugar separado y, cuando tenía suficientes, los incineraba para convertirlos definitivamente en cenizas.

La puerta del cementerio tenía ese color gris característico de la madera sometida a la intemperie con ausencia total de pintura. Al abrirse supongo que haría el chirrido característico de las películas de terror. En fin, que el hallarse en este contexto no es extraño que no fuese agradable para cualquier persona normal.

La situación comenzó a cambiar con la construcción de nichos en la pared norte al abrigo del viento, porque con este motivo ya se pudo dignificar notablemente el recinto. Estas mejoras se iniciaron en un determinado momento(que no he podido precisar) y los siguientes alcaldes han ido promoviendo las mejoras paso a paso, de forma que actualmente puede considerarse bastante aceptable, ya que generalmente no se producen excavaciones de tumbas en el suelo y todo está muy bien cuidado. En mayo de este año José Antonio Oliete, Concejal de Urbanismo, anunció en Entabán la ampliación del cementerio actual (obras ya iniciadas actualmente) en 1250 m2, y el arreglo de los locales deteriorados, con un coste total importante y cargos a la Diputación Provincial de Teruel y al Ayuntamiento de Ariño del 70 y del 30% respectivamente. A esta noticia le hice un comentario con las indicaciones que me parecieron oportunas, sobre todo poniendo de relieve la importancia que a mi entender tiene el prestar una atención especial al cuidado del cementerio. En esto, cuando visitamos otros países, nos percatamos de que tenemos mucho que aprender de ellos para conseguir un cambio no solo de detalle sino de concepto, de un lugar que, incluso sin percibirlo conscientemente, ejerce una influencia muy grande en nuestras vidas.

jueves, 22 de octubre de 2009

Ideas, estrategias y tácticas

Cualquier realización tiene unas fases que nos conviene identificar. Me refiero a las siguientes:

La idea, que simplemente es la intención de hacer algo que se nos ha ocurrido.

La estrategia, que es el conjunto de reglas de cierto nivel, necesarias para realizar la idea.

La táctica, que sirve para desarrollar la estrategia, y es la serie de métodos precisos para ello, es decir las adecuadas reglas, que suelen ser sencillas, prácticas y numerosas.

Si falta o falla alguna de estas fases difícilmente se podrán esperar realizaciones que valgan la pena. También puede ocurrir que estemos siguiendo las fases indicadas sin tener conciencia de ello, pero si la tenemos, todo nos será más fácil, como he indicado al principio.

Todo esto que parece tan evidente, mucha gente no lo tiene claro a pesar de su importancia y, de hecho, los términos estrategia y táctica se confunden con frecuencia incluso por personas de cierta formación.

Hay personas que aplican sin dificultad las fases indicadas, pero yo he conocido otras que carecen de esa polivalencia. Por ejemplo, las hay que es raro que tengan ideas algo más que mediocres. Aunque parezca una exageración, estas abundan más de lo que imaginamos (en broma se suele decir que el número de ideas es menor que el de personas). También he conocido algunas con buenas ideas, incluso adelantadas a su época, que por falta de una estrategia adecuada no han conseguido más que realizar esfuerzos costosos e inútiles. Y finalmente, he conocido personas a las que con una buena idea e incluso con una adecuada estrategia les ha fallado el resultado por no conocer o no poder aplicar una adecuada táctica.

Muchas veces ocurre que las condiciones que se requieren para tener buenas ideas no son las mismas que las precisas para llevarlas a cabo y por el contrario hay personas con gran sentido práctico que, en cambio, no son las adecuadas para generar ideas interesantes de cierto nivel. Aquí se aprecia una vez más la conveniencia de los trabajos en equipo, ya que dedicándose cada uno a la faceta que se le da mejor, entre todos se consigue reunir los requerimientos que son precisos para llevar a cabo cualquier tarea medianamente compleja.

Con este largo prólogo he pretendido establecer unos principios operativos básicos que referidos a algo sucedido realmente (que se expone a continuación) nos permiten apreciar su aplicación práctica a un caso concreto.

Yo conocí en Ariño a dos personas (sus nombres no importan) que eran especialistas en elucubrar notables ideas. En cierta ocasión se les ocurrió la posibilidad de dedicarse al cultivo de los champiñones, compaginando esta ocupación con su trabajo habitual. La idea era buena y de hecho se han creado importantes empresas dedicadas a esta actividad. Hay que indicar que entonces apenas existía competencia a pesar de que la gente ya conocía y apreciaba estas setas y, además, el poner en marcha una empresa (incluso de alimentos) no precisaba apenas trámites administrativos; de manera que las condiciones iniciales eran claramente favorables para el desarrollo del proyecto.

Se buscó la documentación necesaria (los libros eran traducciones de otros franceses, ya que en Francia, especialmente en temas de alimentación, han estado hasta hace no mucho tiempo por delante de nosotros), y esta información se completó recogiendo direcciones de proveedores de semilla (micelio) que venían anunciándose en revistas y que la servían desde ciudades como Madrid y Barcelona.

Se decidió que el lugar de cultivo sería una bodega pequeña de suelo con poca pendiente que era propiedad o estaba disponible para uno de los socios. Se barrió a fondo, se preparó arena y estiércol que debía ser, según las instrucciones, de caballo, se mezcló todo bien, se realizaron los caballones y, cuando se recibió el micelio, se procedió a su siembra.

Para mí (que tenía curiosidad por el tema y lo seguía de cerca) había en la operación al menos dos puntos dudosos, como eran la difícil comprobación de la calidad de la semilla y la falta de control de las condiciones ambientales. Esta última parte no se había resuelto por temor a realizar una inversión de cierta importancia sin confiar plenamente en los resultados del proyecto; así que se optó por suponer que, más o menos, el ambiente de una bodega era el apropiado para este tipo de cultivo.

Los socios visitaban mañana y tarde la bodega esperando ver surgir las setas abundantemente como las habían visto en las fotografías de libros y propagandas. Ciertamente la operación de visita tenía sus riesgos (casi no hay cosa sin riesgos, pero en este caso eran mayores) porque la vieja puerta de la bodega se abría y cerraba con dificultad y las paredes que la flanqueaban, hechas de mampostería antigua, no eran estables en absoluto.

Para prevenir posibles percances, los socios acordaron ir siempre a la visita los dos juntos y mientras uno intentaba abrir o cerrar la bodega, el otro observaba desde cierta distancia los movimientos de la pared para avisar al de primera línea en caso de que esta se viniera abajo. En tal caso, aquel, por medio de rápido salto, debía alejarse de la puerta para que no le cayeran las piedras encima, lo que sin duda le ocasionaría un grave accidente.

Gracias a Dios no ocurrió lo que temían, pero las setas por más que las visitaron no se decidieron a surgir, con lo cual los emprendedores dieron por finalizada la empresa repartiéndose los gastos, y sin saber a ciencia cierta la causa del fracaso; sin embargo ocurrió que al año siguiente, cuando las dejaron tranquilas, salieron bastantes setas (tampoco demasiadas) y al menos pudieron hacerse los socios unas tortillas de champiñones, y repartir algunos más entre los vecinos.

El análisis de la operación según los criterios inicialmente expuestos nos hace ver que la idea fue buena, pero la estrategia y la táctica resultaron equivocadas, y con ello se perdió la oportunidad del nacimiento de una nueva industria en Ariño, cuando partiendo de la misma idea se pusieron en marcha numerosas empresas perfectamente rentables en distintos puntos de España, en las que sin duda resolvieron adecuadamente las cuestiones de estrategia y de táctica necesarias para lograr un resultado conveniente.

martes, 13 de octubre de 2009

"Algo se muere en el alma"

Al amanecer del día cinco de septiembre pasado fallecía, en el hospital Miguel Servet de Zaragoza, Gregorio Palos. La noche anterior estaba muy malico y los que vivíamos cerca de él su terrible enfermedad teníamos el conflicto interno de desear que permaneciera con nosotros y, a la vez, que terminase su sufrimiento. Sucedió lo previsible y Gregorio se nos fue, dejando, con los esquemas rotos, a Conchita, Jesús, Manu, Goyo y Dani, así como a cada una de las personas que componen su familia. No voy a nombrarlas una por una porque la relación es muy extensa y todos sabemos quienes son, pero estoy seguro de que cada una de ellas lleva clavada en el alma la espina de lo sucedido a Gregorio. También le hemos llorado sus amigos, sus muchos amigos, que nos sentíamos casi como hermanos suyos, porque así se sentía él respecto a nosotros.

Hace poco más de dos meses irradiaba salud y fortaleza (no hace mucho me dijo que, aunque tenía sesenta y nueve años, se sentía como si tuviera veinte), pero un cáncer fulminante ha podido con él en muy poco tiempo. Cuando tuvimos la primera noticia alarmante, todos los que le queríamos (y le seguiremos queriendo), a la vez que desear ardientemente que la ciencia médica le encontrase alguna solución, empezamos instintivamente a hacernos a la idea de que dentro de poco iba a faltar en nuestras vidas la presencia física de Gregorio. Yo, a pesar de que no soy una persona de profunda fe, esta vez pensé que lo único que podía hacer era rezar para que se produjera el milagro de su curación. Imagino que para algo habrán servido mis oraciones, pero no hemos conseguido lo que yo vivamente deseaba.

Gregorio tiene muchísimos amigos en todas partes, porque todos los que le conocían veían enseguida que era una persona especial: noble como ninguno, generoso, honesto, valiente, y fuerte como una roca tanto en su físico como en su personalidad. Con estas cualidades básicas tan atractivas, evidentes e infrecuentes, no tiene nada de extraño que el número de sus amigos fuera tan elevado.

Hay una jota que parece estar hecha a su medida:

“Veinte partes de franqueza,
treinta de desinterés,
y cincuenta de nobleza,
eso es un aragonés”.

Eso era Gregorio y además de aragonés, era un auténtico aragonés, autenticidad que para mí significa que sus ideas y su forma de pensar podrían estar unas veces acertadas y otras no (nadie es infalible), pero su forma de actuar era siempre totalmente acorde con sus ideas, cualidad que en los tiempos actuales por desgracia no es demasiado frecuente.

Además de ser un paradigma de aragonés, Gregorio se sentía orgulloso de serlo. Quien le haya oído cantar “Soy de Aragón la tierra noble, la de los claros torrentes…” habrá comprendido perfectamente lo que quiero decir. Cuando cantaba “Granada” nos dábamos cuenta de que además de aragonés se sentía también muy español. No renunció tampoco en ningún momento a su Albalate que le vio nacer y también llevaba en el alma a Ariño donde acababa de construir con enorme ilusión y casi con sus propias manos una hermosa casa, lo que solo se puede hacer en los lugares que nos son muy gratos. Por eso en la noticia de su fallecimiento dije en Entabán que Gregorio era de muchos sitios y uno ellos, muy querido por él, ciertamente era Ariño.

Ya que he mencionado algunas canciones, tengo que decir que Gregorio era una de las personas que, para mi gusto, mejor cantaba la jota. Sus estilos y la forma de interpretarlos eran pura delicia. Tenía preferencia por los bravíos, esos que te erizan el vello. Pero sus condiciones para el canto y la música no se quedaban en la interpretación de las jotas y no se detenían ante ninguna dificultad. Dios le había dotado de esas cualidades de voz y de sensibilidad musical que a todos nos gustaría tener. En este aspecto tenía una integración total con su gran admirador y amigo Jesús Gareta con quien hace algunos años formaban un dúo que se denominaba “Los trovadores” que tenía más éxito del que ellos mismos querían admitir.

Jesús Gareta, en la iglesia de Albalate el día del funeral, haciendo de tripas corazón, homenajeó a su amigo del alma con una composición de partes de las canciones que a Gregorio le hubieran gustado oír y, con voz segura (con un punto de amargura) y una guitarra afinada como nunca, hizo llegar su fuerte lamento hasta el último rincón de la iglesia, y convirtió al auditorio en un mar de lágrimas. Fue uno de esos momentos de emoción, de pena, y de extraordinaria belleza que pocas veces en la vida se producen y nos dejan un recuerdo triste, pero hermoso e imborrable.

Volviendo a consideraciones más prosaicas sobre Gregorio, hay que reconocer que muchos estamos en deuda con él, porque siempre dio más que recibió. Simplemente el hecho de conocer y convivir con una persona como él tiene un inmenso valor ejemplarizante. Ariño en particular le debe algunas cosas que de una forma resumida quiero citar:

Trabajó siempre denodadamente y a la vista de todos están sus obras (“el que tenga ojos para ver, que vea”) y sobre todo repartió considerables cantidades de dinero comprando propiedades infrautilizadas de muchos vecinos de Ariño y, especialmente, generó muchos jornales y puestos de trabajo en nuestro pueblo durante años. Se podría pensar que a cambio recibió contraprestaciones de tipo patrimonial, pero en realidad fue un benefactor de Ariño porque el dinero que consiguió honradamente, se ha quedado en gran parte en manos de gentes de Ariño y en forma de realizaciones materiales visibles y convenientes para nuestro pueblo. Hubiera sido lógico y comprensible que los ingresos de su empresa los invirtiera en pisos y patrimonio en otros lugares, cosa que seguramente hubiese sido más rentable para él y para su familia; sin embargo ha quedado todo en Ariño salvo lo indispensable para sacar dignamente a su familia adelante. Por eso digo que Gregorio ha sido un emprendedor de los que tan necesitada está la sociedad y ojalá que en Ariño hubiera muchas personas de sus mismas cualidades.

Gregorio no ha sido, ni ha pretendido serlo, una ONG; pero las personas como él son especialmente beneficiosas para el entorno en que se desenvuelven. Y sobre todo, como he dicho antes, su efecto ejemplarizante tiene un valor extraordinario para los que tienen, hemos tenido, la suerte de conocerlo.

Su recia personalidad deja en su esposa e hijos un vacío inmenso que solo el paso del tiempo podrá mitigar y cuya percepción nos produce un dolor añadido para los que los queremos; sin embargo cuando contemplamos a los cuatro jóvenes que entre Gregorio y Conchita han sabido formar; que apuntan ya maneras de hombres admirables como su padre, pensamos que han de ser para Conchita un sedante de su amargura, y también la forma de encontrar un nuevo sentido a la vida por causa de las ayudas y consejos que van a seguir necesitando, así como una constatación permanente y consoladora de la obra más importante de todas compartida con Gregorio, que son Jesús, Manu, Dani y Goyo.

Que la Virgen del Pilar, de la que Gregorio era especialmente devoto, nos ayude a todos.
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