lunes, 21 de septiembre de 2009

Médicos, enfermedades y algunas anécdotas

El primer médico que conocí en Ariño fue don Tomás Quintana Calleja, persona de gran relevancia en el pueblo, lo cual fue la causa de que la placica donde tenía el consultorio y la vivienda pasáramos todos a llamarla “la replaceta del médico” sin necesidad de placa ni de acuerdo formal alguno. Él fue la primera persona que me conoció, porque atendió a mi madre en el parto en que nací. Aparte de que aquel médico gozaba fama de tener buena mano para los partos, yo creo que en el de mi madre precisa fue también la ayuda de santa Bárbara (que tanto por ser mi padre minero como por vivir en la calle santa Bárbara era casi una obligación moral para nuestra santa) ya que el primer lío lo tuve con el cordón umbilical que resultó arrollado en mi cuello y con mi desorientación en la posición de salida (porque nací con los pies por delante) y estos eran unos contratiempos tan serios que daban como segura la muerte durante el parto, como les había sucedido a dos hermanos míos que me precedieron en las mismas condiciones y no tuvieron la suerte o intercesión precisas para salir ilesos de tan apurado trance.

Don Tomás, cuando llegó al pueblo era joven, sociable y participativo y formaba parte de la rondalla tocando el violín, detalle indicativo de sus conocimientos musicales y de su nivel. Alguna vez intento imaginarme cómo sonaría el violín en la rondalla y me resulta difícil. El guitarrico e incluso el acordeón son compatibles con el sonido de la rondalla, pero nunca he visto ni oído alguna que incluyera un violín entre sus instrumentos.

Volviendo a las actuaciones médicas de don Tomás, del mismo modo que era generalmente reconocida su habilidad como comadrón, también se decía que en los casos de pulmonía “se le escapaban muchos”, y no tiene nada de particular que así sucediera porque en la época de la que hablo no se había generalizado la disponibilidad de la penicilina (que fue el gran remedio para esta enfermedad), porque entre su descubrimiento y su aparición en Ariño pasaron unos cuantos años. Hasta entonces, salvo unos tratamientos paliativos, no se hacía otra cosa ante una pulmonía que dejar al organismo que por sí solo la combatiera esperando a que la enfermedad hiciera crisis y se iniciase la recuperación del enfermo o, por el contrario, el fatal desenlace.

Otra de las enfermedades que entonces tenía un pronóstico muy pesimista era la que posteriormente pasó a llamarse apendicitis. Los primeros avisos eran dos ataques de los cuales era posible sobrevivir; pero al tercero tenía lugar lo que se llamaba un cólico miserere y se producía la muerte sin remedio. En realidad era, como luego se divulgó, un proceso de apendicitis crónica que terminaba con una perforación del apéndice y la consiguiente peritonitis que entonces no tenía solución, al menos con las posibilidades de los médicos de pueblo.

En los albores de la difusión de la penicilina falleció don Tomás y apareció por el pueblo el nuevo médico, que se llamaba don Eugenio.

Era de mediana estatura, algo regordete y mofletudo, agraciado de rostro, con un bigote muy poblado y aparente. Usaba pantalones de montar a caballo y botas altas a juego, indumentaria que nos causó general sorpresa. Algunas veces imaginé, puesto a hacer elucubraciones, que cuando le informaron sobre Ariño, dedujo que un pueblo con varias minas, con calles de tierra, y gente por las masías, era algo así como un pueblo del Oeste americano y decidió pertrecharse para estar a tono con el imaginado lugar; lo de agenciarse un caballo debió de dejarlo para más adelante y para entonces ya se había dado cuenta de que no era necesario en absoluto.

Vino con su esposa y una cuñadica tan guapa, elegante y formal que creo no estar desencaminado al pensar que debió de romper algunos corazones entre los mozos de su misma edad.

La llegada del nuevo médico fue un acontecimiento en aquella cerrada sociedad y objeto de una general curiosidad para descubrir todas sus cualidades y saber con quien tendríamos que jugarnos los cuartos en cuanto a las cuestiones médicas en lo sucesivo. Dudo que los rayos X tengan más poder de penetración que las miradas de los vecinos de Ariño en aquellos momentos; sin embargo, tras la inicial desconfianza, nos dimos cuenta de que el nuevo médico superaba a don Tomás en conocimientos (fruto de su formación más moderna en la Facultad) y de la juventud, dinamismo y experiencia que demostraba en sus actuaciones. Por tanto el pueblo respiró aliviado al ver que en don Eugenio tenía un médico excelente.

En una de sus primeras actuaciones tuvo como paciente a mi madre, que venía sufriendo lo que podríamos llamar el segundo ataque de apendicitis. Don Eugenio lo diagnosticó con seguridad, le prescribió un tratamiento antiinflamatorio y antibacteriano y aplicaciones de bolsas de hielo en la zona afectada, que para nosotros fue lo más sorprendente porque en el ataque anterior don Tomás le había indicado bolsas de agua caliente para atenuar los dolores. Le dijo también don Eugenio a mi madre que lo antes posible debían operarla para extraerle el apéndice y se ocupó de dirigirla a una clínica concertada con el Seguro, que había en la ciudad de Teruel. Esto podemos llamarlo la estrategia ante la enfermedad y luego fue por cuenta de mis padres la táctica, que consistió en tomar como base de operaciones y ayudas la casa de la Sra. Teresa, magnífica persona natural de Ariño que vivía en Teruel sacando adelante a sus dos hijas y tres hijos, los Franco, personas muy brillantes, buenas y apreciadas en dondequiera que los han conocido, incluido Ariño, donde tienen varios chalés cerca del molino.

A Teruel fueron a parar pues mis padres (en viaje laborioso e incómodo) y, en el momento preciso, mi madre fue operada, resultando la operación exitosa (que dirían en Hispanoamérica) y neutralizando con ello el riesgo del cólico miserere, expectativa harto probable de no haber sido por los conocimientos y actuación del ya muy apreciado don Eugenio.

La parte táctica de la situación tuvo algo que me interesa resaltar porque en ello ejercí un curioso protagonismo. A mí se me asignó el cuidado de la casa y de los animales del corral mientras mis padres estuvieran en Teruel, labor que debía compaginar con la escolar, y la de supervivencia, lo cual significó un trabajo considerable para un chaval de unos once años, sumado a la penosa situación de tener que arreglármelas en solitario en aquella casa que resultaba grande para mi corta edad, especialmente durante las noches. En cuanto a la tropa de animales, pasaron a depender de mí en cuanto a su alimentación, una burra, un tocino y un numeroso grupo de gallinas. Los trabajos más costosos eran el “abrevado”de la burra y la preparación y servicio de la comida del cerdo. Fue esta la que dio lugar a una anécdota que voy a detallar acto seguido:

Diré previamente que la preparación de la comida del cerdo consistía en poner a cocer sobre la estufa de carbón en un caldero, una mezcla de calabaza, remolachas y patatas pequeñas. Una vez cocidas, tenía que bajar el caldero al corral, y en una “bacía” añadir agua y “salvado” y mezclar y triturar todo con un “badil”. Mi problema era que el acopio de agua me obligaba a hacer un viaje ex profeso a la cocina desde el corral, lo que me fastidiaba bastante.

Tengo que aclarar que antes de haber agua corriente en las casas de Ariño, en la mía teníamos un pseudo servicio de agua con grifos en el cuarto de baño y en la fregadera, que procedía de una tinaja situada en el granero, donde centralizábamos las aportaciones del agua que íbamos trayendo de la fuente pública. Los desagües de los distintos usos caían directamente al corral por medio de tubos que vistos desde abajo sobresalían como medio metro.

Mi genial ocurrencia consistió en dejar en la fregadera el agua que iba a precisar y atar una fina cuerda al tapón de corcho, la cual se hallaba también sujeta al eje de la palomilla que gira continuamente cuando el despertador llega a la hora asignada. Yo dejaba la alarma del reloj prevista para que sonase dentro de tres minutos y la palomilla, llegada la hora giraba, arrollaba la cuerda, tiraba del tapón y caía el agua al corral donde yo la estaba esperando con el caldero en su punto de caída. Dos condiciones de ajuste fueron necesarias para que el invento resultara eficaz y fiable: que el tapón no estuviera demasiado apretado y que el despertador quedase bien inmovilizado.

Seguramente invertí más trabajos en preparar el sistema que los paseos que me ahorré, pero aquello fue para mí un juego demostrativo de que las cosas es posible hacerlas de varios modos y nos produce una especial satisfacción el ver que pueden funcionar por un método diferente al puramente rutinario.

Acababa de inventar, sin darme cuenta, la automatización de un sistema, con un retardo variable prefijado.

Tengo que añadir que de esto no consideré necesario dar información a mi madre ya que no hubiera entendido que para ahorrarme unos pasos durante unos diez días hubiera puesto a nuestro flamante despertador en riesgo de caer dentro del agua, y creo que nunca, pasado el tiempo, se lo conté, para que no pensase que estaba chalado o algo así.

Esta historia terminó muy felizmente porque iban a comenzar las fiestas de santa Bárbara y parecía que mis padres no podrían llegar a tiempo, con lo cual yo y algunos familiares íbamos a pasarlas muy tristemente; sin embargo ellos haciéndose cargo de esta circunstancia aceleraron el regreso, bajaron como pudieron hasta cerca de Muniesa, fue mi padre caminando hasta aquel pueblo donde pudo pedir al chofer del camión de los mineros que se acercase a recoger a mi madre que regresaba recién operada. Accedió con mucho gusto y mis padres llegaron a Ariño en dicho camión. Me parece verlos aparecer por el arco de santa Bárbara anocheciendo cuando comenzaba a sonar la música en la plaza y yo en la puerta de mi casa sintiéndome, por todo, muy triste. El ver a mis padres, especialmente a mi madre cansada pero ya resuelto su importante problema y las fiestas comenzando, me produjo una de esas alegrías que se graban para siempre en la memoria.

Al recordar todo esto tengo un reconocimiento especial para el detalle del chofer de aquel camión de los mineros que entendió la circunstancia y no le importó salirse por una vez de la rigidez de las normas para hacer un favor a la familia de un compañero. Y es que algunas veces la humanidad y la comprensión deben estar por encima del estricto cumplimiento de las normas. Tengo la impresión de que actualmente se tiende a normalizar y a protocolizarlo todo, y muchas veces se olvida el dejar un margen para los casos especiales, y para el ejercicio de facultades tan humanas como la solidaridad, la caridad y el sentido común.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Tan caras lombrices

Poco antes del año 1950 había en Ariño uno o varios guardas jurados que eran vecinos del propio pueblo y, tanto en el monte como en la huerta, intentaban la captura de ladrones y de ladronzuelos, ejerciendo su actividad con razonable dignidad y rigor; sin embargo en cierto momento debió de considerarse (pienso que por las autoridades locales) más conveniente contratar para este cometido a algún guarda jurado titulado seleccionado en la capital de la provincia turolense.

Contratado para la indicada función, un buen día apareció por el pueblo un hombre joven de poco más de 30 años, procedente de Teruel. Estaba casado con una señora rubia. Ella era de esa clase de rubias que llaman la atención (más en aquella época) y solía ser destinataria de las maliciosas miradas de algunos vecinos (y vecinas), así que las malas lenguas insinuaban, no sé si con mucho o poco fundamento, que el nuevo guarda tendría que demostrar su pericia guardadora no lejos de su propia casa.

El caso es que, puesto a ejercer su cargo, se fue difundiendo por el pueblo la idea de que la prioridad de su gestión sancionadora se centraba en complicar la vida a los vecinos en lugar de en aminorar el número de hurtos en campos y huertas. Se metía en que había que llevar las caballerías a una distancia reglamentaria entre ellas, en que después de la segunda, si había un objeto saliente, debía llevarse colgado de él un trapo rojo, etc., etc. Incluso a mi primo Inocencio y a mí, que entonces tendríamos unos nueve y doce años respectivamente, nos tocó sufrir los efectos de su desenfoque profesional, como explico a continuación:

Estábamos cierto día acompañando a nuestras madres que esperaban para hacer compras en el economato de SAMCA (entonces se hallaba cerca de las primeras casas de la carretera a mano izquierda viniendo de Albalate) y además de ellas estaba esperando, con el mismo propósito, un numeroso grupo de mujeres. Era a media mañana y llevábamos en los bolsillos Inocencio y yo unas rudimentarias líneas de pesca. Como las cañas que utilizábamos para pescar eran simples cañas que abundaban en los dos ríos, teníamos todo lo necesario para entretenernos pescando en la zona de los Pilones mientras nuestras madres esperaban pacientemente su turno para realizar las referidas compras. Únicamente necesitábamos el cebo, y conseguirlo fue nuestro siguiente objetivo. Se trataba simplemente de escarbar con algún palo en el barro de la próxima acequia, donde esperábamos encontrar lombrices, que para aquella ocasión eran a nuestro juicio el cebo más apropiado.

Elegimos como lugar adecuado para la búsqueda la zona de la acequia situada detrás del local que años más tarde sería baile-bar del Prudencio “el Bello”. Estábamos, pues, allí hurgando con dificultad en el barro, cuando, antes de encontrar alguna lombriz, oímos una voz autoritaria próxima a nosotros conminándonos a abandonar de inmediato nuestra actividad. Alzamos las miradas y vimos, en escorzo desde abajo, la figura del nuevo guardia en la que resaltaban a simple vista los símbolos de su autoridad y cargo: llevaba en especial bien visibles la tercerola y la banda de cuero (con su chapa ovalada de latón brillante) que cruzaba en diagonal la camisa del flamante uniforme. Mirándonos con la expresión más amenazadora posible nos dijo que estábamos infringiendo las normas de huertas y acequias y que nos iba a denunciar por ello. No había terminado de decirlo cuando Inocencio dio media vuelta y emprendió una veloz carrera que parecía la de los cien metros lisos, primero por el margen de la acequia y luego carretera adelante hacia el grupo de mujeres y, llegando hasta donde estaba mi madre, le dijo con voz entrecortada:”Tía…tía…, que al Salvador lo han denunciado”. Mi madre tenía narices suficientes para defenderme de lo que fuese preciso, pero estaba con ella una prima suya que se llamaba Águeda que, comportándose en aquella ocasión como más papista que el Papa (actitud que no le priva de mi agradecimiento) soltó un sonoro taco y se dirigió a toda prisa al lugar de autos dispuesta a desfacer el entuerto y a poner las cosas en su sitio. Entretanto yo, que no quise o no pude salir huyendo como mi primo, tuve que darle los dos nombres al guarda, cosa que tiene la disculpa de su avasalladora actitud, y de que en el fondo, a pesar de ser solamente un niño, pensaba que no nos podían castigar mucho por una falta tan leve y que, viviendo en el mismo pueblo, antes o después el guarda nos cazaría y entonces la cuestión sería más complicada.

Salimos el guarda y yo a la carretera y entonces vimos venir, hecha una furia, a la susodicha prima de mi madre. El encontronazo fue de consideración y resultó finalmente que el guardia denunció a la Águeda por desacato a la autoridad y acto seguido se esfumó con cierta prisa, sospecho que para soslayar el riesgo de que aquella mañana tuviera que denunciar a la mitad de las mujeres del pueblo a los pocos días del comienzo de su actividad, lo cual sería una perspectiva muy poco favorable para él.

Ni Inocencio ni yo volvimos a tener noticias de aquellas denuncias (y supongo que tampoco la Águeda) fuera porque el guarda no se atrevió a cursarlas o porque las invalidaron personas de más autoridad que él, que debieron de considerar lo sucedido como una sarta de fruslerías y tuvieron más claro que aquel personaje, que realmente se esperaban de su flamante cargo cosas de más enjundia que denunciar a dos chavales por escarbar en el barro de una acequia en busca de media docena de lombrices para pescar en el próximo río.
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