martes, 30 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (V)


Como vemos todas estas labores eran pesadas, y había que realizarlas en el menor tiempo posible. Las familias que se dedicaban exclusivamente a la agricultura normalmente tenían más tierras, así que entre atender lo que tenían de cereales y la huerta, iban siempre “azacanados”, como se decía en Ariño, es decir desbordados por sus muchos trabajos. En las que tenían unas cuantas tierras de secano y algo de huerta, que eran la mayoría, los hombres generalmente trabajaban además en las minas, así que el trabajo también les sobraba por todos lados y no les quedaba más remedio que emplear, además de todos los días festivos, parte de sus vacaciones reglamentarias, reservándose el resto para coger las olivas. En una palabra, que todos, hombres mujeres (y hasta los niños) en verano trabajábamos muchísimo. Los hombres adultos solían llevar la peor parte y, cuando los recuerdo, me producen una sensación no de lástima, sino de orgullo y admiración porque eran unos trabajadores formidables que se sacrificaban por toda la familia sin una queja, y sin hacer el más pequeño alarde, como si fuera la cosa más lógica y natural; y aún les quedaba alegría y satisfacción para cantar alguna que otra jota, cosa que ahora hemos olvidado.


Todas las familias realizaban estas labores por las mismas fechas y todo el pueblo terminaba casi a la vez. En compensación a las muchas fatigas pasadas tenían lugar, al igual que en muchos pueblos, las fiestas mayores que en Ariño se celebraban en honor del santo Patrón san Roque, y servían a la vez para relacionarse los chicos y las chicas; trataban de verse, conocerse, bailar y, como consecuencia de ello y de algún que otro bienintencionado consejo materno, solían aparecer algunos nuevos noviazgos cada año.

Durante las fiestas se olía por las calles a carne asada de cordero, lo que en contadas ocasiones sucedía a lo largo del resto del año. Si la cosecha no había sido buena las fiestas no eran tan alegres, pero también en este caso eran una buena terapia para las tribulaciones pasadas y venideras, así que siempre eran bien recibidas por todo el mundo, y por descontado por todos los jóvenes de ambos sexos.

Habíamos dejado reposando al trigo en el granero hasta que, en los momentos programados a lo largo del año, en cantidad de un par de talegas, se le ponía otra vez en movimiento para llevarlo al molino, transportado como siempre, sirviéndose de las caballerías.

El molino estaba a orillas del río Martín, más abajo de los Baños, a unos 3km del pueblo. La instalación hidráulica consistía en un canal grande bien hecho con cemento, que tomaba el agua del río muy cerca de los Baños y terminaba en un edificio grande tipo almacén, que llamábamos “el molino”, dentro del cual, al fondo, estaba el salto de agua con sus correspondientes turbinas, las cuales movían las ruedas del molino propiamente dicho. A la salida se veía un considerable caudal de turbulentas aguas y, dicho sea de paso, en esta zona se pescaban a veces barbos de buen tamaño. Este era uno de los mejores sitios para pescar de todo el río, ya que los barbos lo preferían por alguna razón que desconozco.

Toda aquella instalación, con sus corrientes, sus torbellinos y su estrépito, era un poco sobrecogedora y peligrosa, especialmente para los niños, que solíamos acompañar a los padres cuando llevaban el trigo a moler.

Lo gestionaba y maniobraba el “tío molinero” que, mediante el pago de un módico importe por el servicio, devolvía en las mismas talegas el trigo convertido en harina de molienda, es decir harina mezclada con cáscara de trigo. Con esta harina se habría fabricado pan integral, pero todos preferíamos el pan blanco, porque nos gustaba más, sin saber que se desperdiciaban la mayor parte de las vitaminas. La harina se cernía en los tornos que había en algunas casas del pueblo, quedando separada de la cáscara, que recibía el nombre de salvado. Este servía, mezclado con remolachas, patatas pequeñas hervidas, calabazas, etc., para comida de los cerdos; así que con estos alimentos, mejores que las bellotas, no es extraño que los cerdos criasen, en Ariño, estupendos jamones.

lunes, 29 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (IV)

En Ariño todos los trillos eran muy parecidos y bastante simples. Pesarían unos 50kg y tenían forma más o menos rectangular. Estaban hechos con varias tablas gruesas de muy buena madera, curvadas ligeramente hacia arriba en su parte anterior, muy bien ensambladas, y unidas por dos fuertes travesaños cuadrados, también de madera, atornillados en la parte superior. En la parte de abajo llevaban multitud de alojamientos rectangulares, en los que había, insertadas a presión, piedras pequeñas de pedernal con aristas, que hacían el efecto de cuchillas. De vez en cuando había que repasar el trillo y reponer las piedras que se habían embotado o desaparecido. Además de las piedras solían llevar varias sierras de acero y cuatro ruedas, también de acero, de unos 6cm de diámetro, afiladas de forma apropiada para ejercer el efecto cortante deseado.

Antes he dicho que estos eran trillos simples, porque en alguna parte he visto trillos de aquella época que son verdaderos alardes, con multitud de artilugios de hierro salientes por todos lados. Supongo que debían de ser eficaces, pero no sé si yo me hubiera subido a uno de estos aparatos sin que alguien me convenciese totalmente de que era menos peligroso de lo que parecían.

Encima del trillo se situaba el cabeza de familia, con el látigo en la mano y, comprobando que todo era correcto, se daba la orden de marcha y a dar vueltas y vueltas, arrastrando los burros al trillo y al ocupante. Después de dar media docena de vueltas se cedían las riendas a los chicos, que ya estábamos reclamándolas.

Al principio las caballerías iban a buen paso e incluso al trote. Más tarde, por cansancio, aburrimiento, calor o por mareo, iban bajando la velocidad y si no se les amenazaba continuamente, llegaban a pararse descaradamente y, para más ignominia, se ponían a comer en la parva. Esto solía ocurrir cuando el trillador era una chica, o un chico de pocos recursos. Resuelto este incidente y otros parecidos y a puro de vueltas y de sol, se iban, poco a poco, troceando las pajas y desgranando las espigas, que es lo que con todo este montaje se pretendía.

Normalmente se trillaba con un solo trillo, pero alguna vez se ponían dos en paralelo, uno ocupado por el trillador y el otro lastrado con un peso. El control de la operación era más difícil y fuera por esto, o porque era un lío tener dos trillos, el caso es que esta modalidad de trilla raramente se practicaba.

Los chicos participaban con gran entusiasmo en la trilla, porque les gustaba muchísimo, ya que se trataba de una especie de tiovivo ecológico muy divertido. Por otra parte además de divertirse eran de gran ayuda, porque mientras ellos trillaban, los mayores, horca en mano, iban dando vueltas a la parva, es decir haciéndole una especie de peinado a rayas paralelas. Con estas maniobras iban saliendo a la superficie las pajas largas, que se “escondían” del trillo en la parte inferior de la parva.

Todo el mundo bebía mucha agua en el botijo y, a media mañana aparecía la dueña de la casa con el almuerzo, era recibida con gran algazara y regocijo, y se reunían los comensales en un esquina de la era, mientras el más sacrificado, que solía ser el padre y muchas veces la madre, seguía trillando hasta que le tocase su turno de desayuno, es decir cuando acabasen todos los demás.

Cuando el experto, es decir el cabeza de familia, consideraba que la parva estaba suficientemente trillada, se daba la orden de parar las caballerías, las que por una vez obedecían inmediatamente. Se desmontaba el tinglado de trillar y se procedía a amontonar la parva, lo cual requería el uso del rastro y de unas escobas especiales hechas con ontinas, que eran arbustos de ramas finas y flexibles bastante resistentes. Estas escobas no tenían mango de palo como las que se utilizan en las casas, por lo que había que escobar agachados, sujetándolas con ambas manos a la vez, sufriendo bastante los riñones (o más propiamente las vértebras lumbares). Como en esta labor de amontonamiento participaban normalmente varias personas, por suerte se acababa en poco tiempo, obteniendo finalmente un montón cónico de unos 2m de altura de una mezcla de paja y grano, y otro más pequeño de arcilla en polvo y grano que llamábamos “el solar” (resultado del barrido), que se situaban en un puntos estratégicos de la era, elegidos de acuerdo con el viento dominante de la zona.

El programa de la trilla era trabajar hasta el mediodía aprovechando bien el calor del sol, recoger la parva, ir personas y animales a comer a casa, y por la tarde, sin pérdida de tiempo, volver a la era para aventar. Este programa podía tener variaciones en función del gusto y circunstancias de cada uno, así que al expuesto podemos llamarle programa tipo.

Para aventar, que así se llamaba al proceso de separar el grano de la paja, era necesario que hiciera buen viento (ni escaso ni excesivo y en buena dirección y sentido) cosa que, por raro que parezca, casi siempre sucedía. Con ayuda de las horcas que eran, por así decirlo, como unos tenedores gigantes de cuatro púas, que al parecer se obtenían (dondequiera que las fabricasen) de ciertos árboles a base de cortar las ramas apropiadas y darles la forma conveniente, se iban tirando al aire las horcadas de paja mezclada con el grano, cayendo este casi vertical, y separándose la paja arrastrada por el viento. Por este procedimiento físico elemental repetido una y otra vez, se conseguía la casi total separación entre el grano y los elementos de menor densidad, como el polvo, la paja, y un variado grupo de partículas indeseables.

Cuando se había separado la casi totalidad de la paja, y reducido por tanto considerablemente el tamaño del montón inicial, se seguía aventando con pala de madera, y finalmente, utilizando cribas y porgaderos, que son tamices circulares con borde de madera, se completaba la separación total. Esta fase final de separación de piedras, cachurros, pajas y demás contaminantes, era la especialidad de las mujeres, ya que requería mover los tamices con un cierto garbo, y los hombres tenemos que reconocer que por lo general somos un poco desgarbados.

Entretanto la paja que había ido arrastrando el aire al aventar, se iba poco a poco acumulando en la era y, utilizando un rastro, se amontonaba en la boquera del pajar, que había sido abierta previamente retirando las piedras que la taponaban. Sirviéndose de una horca se traspasaba fácilmente al interior, donde quedaba almacenada. De allí se iría retirando saco a saco a lo largo del año, para ser empleada en gran número de aplicaciones, en las cuales era prácticamente insustituible. La operación de separación del trigo del montón al que según hemos dicho llamábamos solar se hacía al final, para no contaminar a la paja con el abundante polvo de arcilla resultante del barrido de la era.

Con el grano bien limpio obtenido a base de unos cuantos ciclos de criba y porgadero, se iban llenando las talegas y generalmente al anochecer, siempre con la ayuda de las caballerías, usadas una vez más como medio de transporte de cargas pesadas, se llegaba con las talegas a casa. Entonces había que subirlas al granero, que estaba en el piso superior de la vivienda, donde menos humedad había. Las operaciones de carga, descarga y subir el trigo al granero correspondía a los hombres, porque se requería mucha fuerza. El caso es que con estos esfuerzos algunos terminaban herniados, y además para siempre, ya que la operación para reparar la hernia era desconocida, al menos en mi pueblo.

Las talegas se vaciaban en el granero y allí quedaba el trigo, lo más desparramado posible, en espera de sus futuros traslados.

La trilla se realizaba, en la forma descrita, todos los días seguidos que fuesen necesarios según la importancia de la cosecha, y al final de estas operaciones todo el grano quedaba a buen recaudo, extendido en el granero.

domingo, 28 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (III)

Para beber se utilizaba el agua de balsetes y de balsas. Era de un color blanquecino debido a la arcilla que llevaba disuelta, pero tenía un saborcico a campo que a todos nos gustaba y siempre se alababa. Había que compartir el uso de balsas y de balsetes con toda clase de animales, unos de dos patas y otros de cuatro, como por ejemplo aves y ganado, además de una variada fauna de bichos acuáticos, a los que para que no acabasen en el interior de los botijos o de los cántaros, se los alejaba por centrifugación, haciendo círculos en el agua con la mano, girando deprisa. Con todo, nunca se podía garantizar que alguno no acabase en el cocido o en las tripas de los presentes; sin embargo aquellas aguas eran inofensivas y además, como procedían directamente de la lluvia y no del subsuelo como las de ahora, apenas tenían sales disueltas y con ellas se cocían las judías estupendamente, lo cual dejaba a las personas pensativas pero convencidas de su buena calidad, sin precisar mayores argumentos.

Cuando hablo del agua estoy pensando en la que se utilizaba para beber, ya que para el aseo personal se gastaba muy poca; se lavaban las manos y los ojos y poco más, a no ser que una tormenta sorprendiese a alguien al raso, en cuyo caso a la fuerza se remojaba todo el cuerpo, lo cual sucedía muy pocas veces, que la gente no era tonta. Aunque esta situación de infrahigiene solía prolongarse por espacio de unos cuantos días, en el campo todo el mundo olía a romero, a tomillo y a espliego, y casi nadie olía a otras cosas, seguramente porque la sabia Naturaleza de alguna manera conseguía que aquellos olores a plantas aromáticas se impusieran sobre los menos agradables y así todo el mundo estaba tranquilo y nadie era rechazado por este motivo.

Cuando se dormía en el mas el alumbrado nocturno era el que proporcionaban los candiles de aceite, las llamas del fuego y algunas veces la luna. No es mucho, pero nadie se quejaba y además la noche no necesitaba mucha luz, ya que estaba hecha para que en la temporada de la siega pudieran, con suerte, dormir las personas de bien que entonces eran casi todas.

Los dormitorios eran los pajares, en los que siempre se oían ruidos que hacían sospechar la existencia de ratoncillos inofensivos que no asustaban a nadie. Ellos sí que tenían motivos para estar asustados ante la invasión del pajar por aquellas moles humanas que eran realmente peligrosas. Aunque los humanos tampoco molestaban mucho, porque al cabo de cinco minutos estaban todos durmiendo.

Cuando se daba por terminada la siega, se hacía el cómputo definitivo de lo cosechado. Estimaciones aproximadas se venían haciendo desde que asomaban en la tierra los primeros brotes. Las sucesivas aproximaciones hacían que nadie se llevase sorpresas. La única sorpresa podía producirla lo dicho del pedrisco y aún esto era un factor correctivo que estaba en todas las mentes aunque se hablase poco de ello, por aquello de “no llamar al mal tiempo”.

Finalizada, pues, la siega, empezaban las operaciones de trillar lo cosechado. Cuando los campos eran de cierta dimensión y se hallaban lejos del pueblo (a veces hasta varias horas de camino) se solía disponer de mases con era y se trillaba allí mismo. Por cierto los mases tenían un olor característico, que me parecía encantador y es para mí inolvidable. Aunque a mí me gustaba, no sé que les parecería a los demás, ya que no se lo he dicho a nadie y nunca he oído comentarios acerca de este asunto.

El tema de trillar en la era de la masía tenía pros y contras, porque si bien el acarreo era menor, ya que la paja se quedaba en el pajar, en cambio había que estar más días fuera del pueblo, con los consiguientes problemas de avituallamiento y demás. El caso es que si se decidía trillar en la masía, los agricultores, acabada la trilla, terminaban yendo al pueblo con las caballerías cargadas de talegas llenas de grano, las cuales pesaban lo suyo, es decir lo justo para que no se descojonasen los animales. Casi siempre se tenían que realizar varios viajes, haciendo padecer, quizá más de la cuenta, a los sufridos acarreadores.

Si se decidía trillar en el pueblo, volvía todo el grupo de segadores a casa, y sin tardanza, se continuaba con lo que se llamaba acarreo, que consistía en llevar los fajos desde los campos, que, como queda dicho, a veces estaban muy lejos del pueblo, hasta las eras que había en los alrededores. Estas eras se compartían con otros propietarios y tenían anexos los diferentes pajares. Cada propietario, a base de acarreos, iba acumulando en las proximidades de la era su cosecha, amontonando en fajinas los diferentes cereales.

Esta labor de acarreo generalmente era incumbencia del cabeza de familia o de los hijos mayores, ya que no todo el mundo era capaz de cargar bien las caballerías de manera que no se quedase la carga por el camino. Se requería fuerza para sujetar bien los fajos con las sogas, y saber de qué forma había que colocarlos para que no se fueran descolgando y acabaran finalmente en el suelo.

Los burros, que durante la siega estaban todo el día mirando dulcemente a los segadores, cuando tocaba el acarreo las pasaban “moradas”, sudando lo suyo. El amo, durante el camino de ida hacia el campo, iba montado dando cabezadas debido al enorme madrugón y siempre a riesgo de venirse al suelo. Una vez en el campo, cargaba las caballerías, que solían ser dos, con seis fajos cada una y luego regresaban, amo y burros al pueblo, aquel arreglando de vez en cuando las cargas y los burros aguantando el tipo como podían, aunque se les notaba más animados en el momento que se les orientaba mirando hacia la población, seguramente imaginando el contenido del pesebre. Esta labor de acarreo siempre me pareció poco fatigosa para quien la realizaba, seguramente porque yo nunca la hice.

La trilla era otra de las labores en que participaba toda la familia con su caballería y la del coyundero, esta prestada como habíamos dicho, porque para trillar se necesitaban dos caballerías. Si se tenían dos caballerías en propiedad, la cosa era más sencilla, pero como se puede intuir fácilmente, esto tenía otra clase de inconvenientes.

El día de trilla se extendían de buena mañana los fajos en la era y a continuación se deshacían, de forma que quedase la mies lo más desordenada posible, y se iban reuniendo y guardando para el año siguiente los vencejos. La mies extendida se denominaba parva, que tendría un espesor de unos 30 a 50cm y debía ser lo más uniforme posible en cuanto al espesor.

A continuación se aparejaban las caballerías con las colleras y las trilladeras, al final de las cuales había un gancho de forja al que se enganchaba el trillo por medio de un fuerte anillo muy bien sujeto al mismo en su tercio anterior. Los respectivos ramales bien unidos a las cabezanas de las caballerías quedaban situados a derecha e izquierda en manos del trillador, sirviéndole para dirigirlas, ya que éstas la mayor parte del tiempo iban medio dormidas.

sábado, 27 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (II)


Los tajos de segadores que hemos apuntado antes, los componían personas de todos géneros y edades: se veían hombres, mujeres, abuelos, personas de mediana edad, niños y niñas. Todos hacían algo en la medida de sus posibilidades, aunque verdaderamente los chavales pequeños, además de llevarles el botijo a los segadores, lo que más les divertía era perseguir a toda clase de bichos, coger flores (esto más bien las niñas­­) e inventar toda clase de chorradillas. Para ellos, aparte de arrancar las matas que podían, la ocasión era una fiesta, sobre todo por ver reunidas a tantas personas, situación que les encantaba.

A veces aparecía una ayuda imprevista, como la llegada de un pastor amigo con su ganado. Después de los saludos de rigor, pedía una hoz y se ponía a segar un rato con todos. Además ordeñaba alguna de sus cabras y regalaba un puchero de leche. En justa correspondencia se le invitaba a merendar y se le animaba a beber unos buenos tragos de vino. Todo con una fraternidad admirable. A mí todo esto me parecía muy bien, aunque yo entonces era muy pequeño para que mi parecer fuera tenido en cuenta.

Las herramientas que se utilizaban para segar eran las hoces, las zoquetas y nada más. Con una hoz, o fal (que también así se llama) unos vencejos, un botijo con agua y un burro para llevar y traer al segador y a los escasos aperos necesarios, ya se podía segar; aunque con poca ayuda, insistimos en que la situación era pesada, aburrida e interminable.

Las hoces siempre funcionaban razonablemente bien, apenas se desgastaban y ni siquiera se perdían. Supongo que las fabricaban en el Norte, ya que ello tenía su miga y entonces las cosas de buen acero solían hacerse en Las Vascongadas. Aunque las hoces fueran viejas, seguían cortando bastante bien. Las zoquetas eran como unos rudimentarios guantes de madera que servían como protección de la mano que sujetaba la mies. Llevaban un agujero para que “respirasen los dedos” y una beta, que así se llamaba a una cinta para sujetar la zoqueta a la muñeca izquierda (si el segador era diestro). Esta cinta siempre era negra porque si de principio había sido blanca, con el tiempo acababa siendo también negra. Era curiosa la forma de sujetar la zoqueta a la muñeca: difícil de explicar aquí, pero el caso es que resultaba fácil de ajustar la tensión y además no molestaba, a pesar del trajín que en la operación de segar llevaba la mano izquierda. De todos modos aquellas manos se quejaban muy poco, todo sea dicho. Estas zoquetas también eran eternas y con los roces cada vez más finas al tacto. Ahora las vemos, colgadas de las paredes, como muestra de objetos raros, y la gente las mira con expresión intrigada.

Al parar temporalmente o definitivamente de segar, cada segador ataba la zoqueta al mango de la hoz, y allí se quedaba colgando. Luego se juntaban todas las hoces y se envolvían con una tela de saco, asegurando el conjunto con una cuerda bien atada. Estas maniobras de seguridad todo el mundo las aplicaba, porque se sabía, sin lugar a dudas, que las hoces descontroladas son herramientas peligrosas.

Finalmente, respecto a las zoquetas diré, que cuando dormía en casa de mis abuelos y de madrugada, muy temprano, oía abajo, por el patio empedrado, el ruido de las zoquetas chocando unas con otras y captaba el ajetreo de los preparativos para ir toda la familia completa a segar al puerto (que era donde mis abuelos tenían una masía y unos cuantos campos) para estar allí varios días, sentía una inmensa alegría, de esas que bastantes veces sienten los niños; hecho que a los mayores nos pasa desapercibido, por falta de atención al recuerdo de nuestras propias vivencias infantiles.

La calidad de la comida durante la época de la siega era la mejor de todo el año: como se realizaba un ejercicio agotador, había que proporcionar al cuerpo calorías abundantes; así que para esta ocasión se reservaban el jamón bien curado del año anterior (aquel si que era buen jamón) y las conservas en aceite de cosas selectas del cerdo: chorizo, longaniza, lomo y costillas. Al mediodía se comía de caliente que solía ser: rancho de patatas con carne, patatas con judías y cosas del cerdo, etc., etc. No recuerdo que comiéramos segundo plato, ni postre; quizá olivas que eran un complemento alimenticio muy socorrido y frecuente, por tener muchas y buenas calorías y ser fáciles de conservar. Era divertido ver comerlas haciendo seguidamente puntería soplando con fuerza los huesos, aunque algunos hombres alardeaban de comerlas con hueso y todo, y otras veces las trituraban con los dientes, demostrando la fuerza de las mandíbulas y el buen estado de la dentadura.

La comida se terminaba con unos buenos tragos de vino del tonelillo o de la bota, y acto seguido se reemprendía el trabajo sin contemplaciones a la digestión, a la siesta, ni a nada. Yo creo que se hacía porque, de seguir un rato más sentados, hubiera sido muy difícil levantarse después. Por otra parte la comida se hacía muchas veces a pleno sol, ya que en el monte no había árboles y las sombrillas ni siquiera se habían inventado y el estar a pleno sol obliga, como mal menor, a levantarse y continuar segando.

Por la tarde se hacía una parada para merendar, y entonces se servían en bandejas unas magras y unos bocados de conserva que se agradecían, aparte de por su valor intrínseco, porque la merienda representaba un respiro en el esforzado trabajo realizado después de la comida. Esta merienda era como un coffee-break a lo bestia, aunque entonces esta expresión inglesa nadie la conocía ni falta que nos hacía.

Todo aquel grupo de gente tenía sus necesidades fisiológicas: cuando menos mear e incluso cosas mayores. Para evitar el indecoroso espectáculo a las posibles miradas, se contaba con los romeros, que solían abundar por los alrededores; y si había alguna sabina, que son más voluminosas, mejor que mejor. El papel higiénico eran las piedras, ya que el papel auténtico no solía verse más que en las escuelas y en las carnicerías para envolver la carne.

A veces, a alguien se le cortaba la digestión o tenía algún malestar interno. En estos casos, el tratamiento siempre era beber un vaso de gaseosa efervescente, que se preparaba sobre la marcha, echando en un vaso de agua dos sobres de distinto color de la marca Armisén, que reaccionaban rápidamente y había que beber a toda prisa. Era raro que con estos zarandeos y las explosiones de las burbujitas no se acabara remojando también los ojos y las barbas del paciente; pero, de cualquier modo, fuera por el efecto placebo, o fuera por lo que fuera, el caso es que el afectado pasaba a encontrarse mejor al cabo de poco rato. Este tratamiento era válido incluso para las caballerías, en cuyo caso se ponía dosis doble o triple, se añadía también aceite, se metía todo en una botella y, tras acostar a la caballería (lo que requería gran esfuerzo y habilidad), se le hacía tragar el “combinado” a viva fuerza, metiéndole el cuello de la botella por el lateral del morro, a pesar de los esfuerzos del animal por evitarlo. El primer indicio de los benéficos efectos de la medicina era un sonoro eructo mayor, como es de suponer, en el caso de los animales, pero no despreciable en el caso de las personas.

viernes, 26 de junio de 2009

La cultura del pan en Ariño (I)

Hace unos 60 años, en cada casa de mi pueblo se encargaban de producir el pan que consumiría la familia durante todo el año.

El proceso para disponer de pan era muy largo y la posibilidad de tenerlo durante todo el año era la garantía de que uno de los principales problemas de la alimentación familiar estaría resuelto. Por ello la familia dedicaba a este asunto los máximos esfuerzos. Por el contrario, si una familia no conseguía el pan suficiente, la preocupación era constante, y al final se veían obligados a pedir dinero prestado a quien lo tenía, pagando a veces por él un elevado interés. Esto solía ocurrir, de vez en cuando, allá por la primavera. Salvo los agricultores más ricos, que eran una minoría, los demás a duras penas conseguíamos cada año el pan estrictamente necesario para cubrir las necesidades familiares.

Lo normal era disponer de uno o de dos burros, que eran las máquinas de los mil usos. Servían para todo, pero siempre estaban comiendo. Cuando se tenía una sola caballería, término genérico que se utilizaba para referirse tanto a burros como a burras, machos, mulas, etc., se llegaba al acuerdo con algún agricultor del mismo nivel para prestarse mutuamente las caballerías, de acuerdo con las necesidades de ambos. A este acuerdo se llamaba acoyundar y, por raro que parezca, funcionaba bastante bien. Ciertamente las caballerías prestaban un servicio, pero a su vez requerían tal atención y consumían tanto en alimentación, que muchas veces no se sabía quién trabajaba más para quién, si el burro para el amo, o el amo para el burro. El caso es que el fallecimiento de una caballería era una desgracia para la familia, ya que, cuanto antes, había que comprar otra, con lo escaso que estaba el dinero y lo caras que eran. Además estaba el aspecto sentimental, ya que frecuentemente el animal fallecido había llegado a ganarse, merecidamente, el aprecio de toda la familia.

El primer paso para llegar a tener pan era la siembra del trigo. Al mismo tiempo se sembraba cebada centeno y avena, estos ya principalmente para el burro, según queda insinuado anteriormente. La siembra requería una adecuada humedad de la tierra, es decir un buen tempero. Entonces se quedaba a la espera de que naciera bien, lo que muchas veces era dudoso, porque se había sembrado con mal tempero, es decir casi en seco.

En todas estas labores de siembra la herramienta principal era, como es bien sabido, el arado romano, el cual no era cómodo de usar, transportar y almacenar, pero era eficaz, fiable y sencillo. En definitiva este método de labranza fue muy útil a lo largo de muchos años. Con frecuencia se habla de él en forma injusta y despectiva, pero creo que alguna vez tendrá el reconocimiento que se merece.

Una vez nacido el trigo, era preciso que lloviera lo suficiente para tener buena cosecha, lo cual casi nunca sucedía. Al menos yo no recuerdo haber visto una buena cosecha más que cada cinco o seis años. En verano, el trigo superviviente a los distintos contratiempos quedaba listo para la recolección, es decir, para la siega.

La siega se realizaba exactamente en la época del año en que son posibles y probables las tormentas, algunas de ellas con pedrisco, que podía malograr completamente la cosecha, porque los pedriscos a veces eran, según se decía, “como huevos de paloma”. Yo huevos de paloma no he visto, porque no es fácil, pero tengo clara la idea de su tamaño por el de los pedriscos, que a esos sí que los he visto unas cuantas veces. Ante el peligro de las tormentas, se trataba de segar “contra reloj” que diríamos ahora. Entonces la expresión era “a toda leche” que tampoco tiene mucha lógica. El caso es que en cuanto la mies estaba a punto, había que recogerla cuanto antes, como es natural. De acuerdo con esta circunstancia y gracias a la solidaridad imperante, los que podían ayudaban a segar a familiares y amigos, formándose casi siempre tajos compuestos por unas cuantas personas. Alguno que otro segaba sin ayuda, pero una sola persona segando, con el burro atado en un ribazo, ambos bajo el inmisericorde sol del verano, es una de las situaciones penosas que pueden imaginarse.

En el proceso de segar se iban generando primero gavillas, que son fajos pequeños. Con varias gavillas superpuestas atadas con vencejos, que son sogas de esparto de 2m más o menos, se formaban los fajos, que se agrupaban en fajinas, que eran como prismas triangulares tumbados, o por decirlo más correctamente, apoyados por una de sus caras laterales. En estas fajinas, los fajos quedaban apretados unos contra otros, muy bien asegurados. Las fajinas se medían en fascales; así, se decía: esta fajina es de un fascal, de dos, de tres y así sucesivamente, teniendo en cuenta que un fascal equivale a 30 fajos. Estoy seguro de que en estos momentos pocos jóvenes de Ariño saben lo que significan estos nombres que entonces eran de uso normal y corriente y los conocía todo el mundo. Algunos de estos nombres, aunque en principio creamos que son expresiones ya caducadas, figuran todavía en los diccionarios.

En las casas que tenían poco para segar y por tanto les sobraba algo de tiempo, se solía espigar, que es recoger en el rastrojo las espigas que se habían ido cayendo durante la operación manual de la siega. Esta labor de recogida también se hacía a veces en el camino de regreso, generalmente por los chicos (ya que debido a su agilidad se agachan y enderezan sin problemas), y se llegaba a casa mostrando con orgullo un hermoso manojo de espigas destinado a las gallinas del corral, que lo recibían alborozadas.

Como vamos viendo, se aprovechaba todo. Incluso había quienes, en un capazo, iban recogiendo por los caminos los boñigos que dejaban las caballerías. Los límites de aprovechamiento dependían del nivel de necesidad de las familias, aunque pocas andaban muy holgadas. En estos casos solía venirnos a la memoria aquello de: “cuentan de un sabio que un día. . .”

La labor de segar se compaginaba con la de regar la huerta. Algunas veces tocaba segar por el día y regar por la noche. ¿Y dormir? Con frecuencia se dormía en la propia huerta esperando el turno de riego y otras veces se dormía por los caminos, montados en las caballerías. Algunos terminaban en el suelo, contratiempo que se guardaban de divulgar, para no servir de cuchufleta a sus convecinos. En fin, se dormía donde y cuando se podía, o cuando el cuerpo se declaraba en total rebeldía.

Durante esta época de la recolección del grano, se empleaban en ello todas las horas del día y unas cuantas de la noche; por supuesto, los sábados y domingos, apenas contaban a efectos festivos.

lunes, 15 de junio de 2009

MIS MAESTROS -Don Mariano-

Al comenzar el curso 1949-1950, cuando yo acababa de cumplir doce años, llegó don Mariano, con plaza en propiedad, a la escuela de Ariño.

Era natural de Albalate del Arzobispo, estaba casado y tenía una niña pequeña. Se alojaron en una casa próxima a la plaza de la Cárcel, al comienzo del barrio de La balsa.

Daba la sensación de que consideraba a Ariño como destino casi definitivo, que lo cambiaría únicamente si aparecía alguna vacante a su medida en el propio Albalate.

Tendría entonces poco más de 30 años y no sé si llegó a ir a la guerra en alguna de las últimas quintas que llamaron a filas. Desde luego, si no fue, se libró por los pelos.

Don Mariano y su familia produjeron muy buena impresión desde el primer momento y, con los años, aquella expectativa se comprobó que era totalmente acertada.

Su apellido y el hecho de ser persona de carrera (privilegio muy escaso en aquella época) nos hicieron suponer que pertenecía a alguna familia notable de Albalate, aunque este extremo no llegamos a confirmarlo, simplemente por falta de una mínima curiosidad en estas cuestiones.

Era alto, bien parecido, nariz aguileña, músculos largos y pocas grasas. A pesar de su juventud tenía ya apuntadas amplias entradas en el pelo que, totalmente liso, peinaba sin contemplaciones hacia atrás.

Llegó optimista y contento a Ariño y esta fue su imagen habitual a lo largo de los años.

Con este maestro hicimos buena migas enseguida porque además de verlo prácticamente como paisano nuestro, intuimos que era un hombre bueno y generoso que venía dispuesto a dar lo mejor de sí mismo a sus alumnos.

Trabajó para que consolidásemos aquellos conocimientos que nos había transmitido don José hacía años, y además fomentó nuestro interés por el dibujo y la pintura y nos instruyó en algo que no había hecho ninguno de los anteriores maestros, incluido don José: la Historia Sagrada.

Respecto a las artes plásticas, el hecho de practicarlas en clase generalizó la afición entre los alumnos y comenzaron a surgir las vocaciones y, a mi modo de ver, las más claras fueron la del Antonio el Novella y la mía. Mosén José Fuster que entonces era el cura párroco de Ariño, enterado del ambiente artístico de la clase, nos propuso un concurso de dibujo que consistió en copiar un retrato del Papa Pío XII, en papel, con lápices de colores. Quedamos finalistas Antonio y yo, y mosén José finalmente eligió mi dibujo (reconozco que tampoco era gran cosa) y lo enmarcó para ponerlo en la casa en que vivía (la casa del cura).

Recuerdo que a veces, tanto el Antonio como yo, en aquella hermosa plaza de cemento que había nada más salir de la escuela hacíamos dibujos con tiza de nuestros héroes (el guerrero del antifaz, el pequeño luchador, etc.) de asombroso tamaño (algo así como cinco metros o más) y continuamente estábamos dibujando, sobre todo caras y cuerpos, copiando los de los comics, que nosotros impropiamente llamábamos tebeos.

Don Mariano adoptó la norma de dictarnos cada sábado el Evangelio que tocaba el domingo próximo. En aquellas páginas dejábamos un espacio vacío y cada uno hacíamos en él, casi siempre de memoria, un dibujo alusivo al tema del dictado. A la hora de colorearlo no nos terminaban de convencer los lápices y comenzamos a ensayar con tintas; técnica esta de muy poco recorrido por la limitación de la gama de colores. Yo, que solía tener ideas curiosas, "inventé" un “pincel estilográfico” hecho con pluma de gallina como depósito para contener la tinta, pelos de cerdo cortados directamente del gorrino en el corral, bien sujetos e igualados en el tubo de la pluma, y un palillo con un hilo enrollado como émbolo. Se cargaba con tintas de colores y se tenían varios en batería. Incluso vendí alguno por algo así como 50 céntimos de peseta. Tampoco esta industria fue de gran proyección.

Recuerdo que Santos Jiménez Comín, que era mi compañero de pupitre, vino un día con una caja de acuarelas y un pequeño pincel y aquello fue un importante acontecimiento generador de cierta envidia entre los compañeros. Y como nos las fue prestando a los amigos tuvimos nuestro primer contacto con este medio de pintura que nos asombró por sus notables posibilidades.

Como he indicado, el ambiente de clase, que hacía especial hincapié en lo artístico, me influyó de manera que, aunque he tenido cierta vocación por la técnica y en mi vida profesional he seguido ese camino, muchas veces me he preguntado si mi verdadera vocación no habrá sido el arte. De hecho siempre he practicado la pintura al óleo en la especialidad del retrato con un catálogo ya extenso de obras realizadas. Los hijos conocen a los padres muchas veces mejor de lo que nos imaginamos y uno de los míos, Javier, me lo demostró en una de sus primeras obras, el corto “cuídala bien”, cuando inesperadamente puso esta dedicatoria: “A mi padre, artista y buena persona” la que, además de definirme, fue para mí una de las medallas más importantes que podría recibir.

Volviendo a don Mariano, como queda dicho concedía importancia a la Historia Sagrada y nos explicaba metódicamente todo lo concerniente a estos conocimientos para ir llenando aquella laguna que teníamos en nuestra formación religiosa. Nos gustaba más que la Historia de España, a la que considerábamos como algo demasiado visto, con muchas fechas, y en donde siempre ocurrían cosas a la altura de los reyes pero al final casi siempre en perjuicio de sus vasallos. Esta falta de interés se debía a que la Historia de España era algo que no les atraía especialmente a los maestros, en principio porque no debía de importarles mucho a ellos (incluido don Mariano) y tampoco tenían libertad para interpretar los hechos históricos de otra forma que no fuese la oficial En total que los perjudicados fuimos nosotros, que pasamos sobre nuestra Historia, que sin duda debe de tener muchísimos aspectos ilustrativos y emocionantes, sin ilustrarnos ni emocionarnos especialmente con ninguno.

También don Mariano castigaba pegando con la regla y el puntero, pero con cara de pena, cuando la circunstancia lo requería, que era pocas veces, porque el ambiente de la clase era cordial y relajado. Sí que echaba broncas, también merecidas, y acostumbraba a llamar “calamidades” a los que “trillaban por fuera de la parva” que siempre los había, especialmente en aquellas conflictivas edades. De todos modos, para mi entender, el porcentaje era bastante bajo.

Con él, que tenía una voz aceptable, cantábamos con entusiasmo algunas canciones del antiguo régimen, que, por cierto, sus letras siempre nos invitaban a hacer cosas grandes por España, trabajando todos mucho, muy unidos y empeñando en ello la vida si fuera necesario. Don Mariano generalmente tenía la precaución de dejar los cánticos para el final de la clase de modo que los ánimos alborotados por las canciones no repercutiesen en el sosiego necesario para el normal desarrollo de la actividad escolar.

Al final del segundo curso que yo estaba con don Mariano, próximo a cumplir los catorce años nos prepararon los Certificados de Escolaridad que significaban el testimonio de la superación de una etapa de ocho años, que para mí habían sido muy positivos porque los había culminado sin ningún trauma, con muy buenos recuerdos y con un caudal de conocimientos que, según pude comprobar enseguida, era superior al que conseguían en otros muchos pueblos, ventaja inicial que en un mundo esencialmente competitivo no deja de tener su importancia.

En la clase circulaba de vez en cuando una revistilla que se titulaba “Flechas y pelayos” que, como era de dibujos tipo comic, la veíamos con agrado. Allí apareció la noticia de que en Alcocebre (un pueblecito costero de Castellón) habría un campamento de verano de veinte días para “flechas”, es decir para chicos de nuestra edad, organizado por El Frente de Juventudes de Teruel. Nos fuimos animando, y al final nos apuntamos tres alumnos. Don Mariano se ocupó de los trámites (todo era gratuito) y, previo reconocimiento médico, las consabidas inyecciones contra el tifus y preparar algunas prendas de ropa interior, toallas y poco más, quedamos listos para aquella aventura tan bizarra.

Aunque al terminar las clases en realidad quedaba cancelada oficialmente mi relación escolar con don Mariano, esta se prolongó porque nos emplazó para que al regreso del campamento le explicásemos cómo nos había ido, ya que él pasaría el verano entre Ariño y Albalate y tenía inquietud y curiosidad por saber como resultaba aquella operación que hasta cierto punto había sido impulsada por él.

Nuestras madres, que demostraron tener bastante valor ya que aquella salida no tenía precedentes, nos dieron sus consejos una vez más, nos pusieron unas 25 pesetas en el bolsillo con el encargo de vigilarlas bien ya que eran un tesoro, y reunidos en la parada del autobús nos recogió un mando del F. de J., y junto con otros chicos de la comarca nos llevó a Alcañiz, donde pasamos la noche en un gran dormitorio del Hogar del F. de J., en literas, sobre colchonetas de tipo militar. Aquella noche aprendí la extraña expresión“¡Ya vale de cachondeo”!, que era la que el encargado del orden de toda la tropa que allí nos juntamos, repetía de vez en cuando en alta y amenazadora voz, debido a que, a pesar de estar las luces apagadas, seguían los ruidos y cuchicheos. A la mañana siguiente tomamos un tren que nos llevó a Tortosa, y desde allí, tras una interminable espera, otro nos llevó a Alcalá de Chisvert y finalmente un camión nos acercó a nuestro campamento.

En aquella, que fue mi primera salida de Ariño, aprendí infinidad de cosas: cómo eran los trenes, el mar, los baños en sus saladas aguas, la flora y fauna costera, la convivencia con un centenar de chicos desconocidos, la disciplina campamental, el valerse por sí mismo con los propios y limitados recursos, la Formación del Espíritu Nacional, el respeto a la bandera española, y la clara percepción de su significado, en fin cantidad de cosas que antes o después nos tocó asumir a la casi totalidad de los chicos de nuestra generación. De hecho tengo fotos en grupo de unos cuantos que año tras año fueron yendo a aquel campamento que era nuestro modo de vacaciones y nuestro primer contacto con la civilización externa al reducido hábitat de Ariño.

Al regresar del campamento, en el que me lo pasé estupendamente, hablé con don Mariano de todo, y le dije que me habían dado el número uno, que estaba dotado con una beca para seguir los estudios de formación profesional en Teruel. Don Mariano se alegró mucho por mí y por ver que su interés en mi formación se veía compensado. Yo tenía claro que mi formación era obra, en mayor o menor medida, de todos mis maestros y a don Mariano, que era el último y con el que seguiríamos tratándonos durante años, le pude expresar mi profundo agradecimiento, que después del tiempo transcurrido aún se mantiene vivo, en un lugar muy destacado de mi memoria y de mis sentimientos.

miércoles, 10 de junio de 2009

MIS MAESTROS -Don Paco-

A mitad del curso escolar 1947-1948, al comienzo del cual acababa de cumplir diez añetes, apareció por el pueblo don Paco, que venía a sustituir a don Miguel. El nuevo maestro llegó a Ariño acompañado por su esposa y por un hijo de ambos de unos siete años, y se instalaron en un piso arrendado en una casa del barrio Bajo.

Don Paco, que tendría casi 35 años, nos sorprendió porque, aunque era alto, elegante y bien parecido, tenía un tic en los ojos que le hacía parecer un hombre raro que daba pena en ciertos momentos, cuando los movimientos convulsivos de exagerado parpadeo que le aparecían con frecuencia nos dejaban a todos mirándole, esperando ver cuando se le pasaban.

Tenía unos andares más sueltos que don Miguel y era también un fumador empedernido que agotaba su cupo de tabaco de la cartilla de racionamiento y me mandaba, durante el horario de clase, a comprarle algún que otro paquete de “ideales” a casa de una señora que los vendía de estraperlo.

En fin, don Paco no daba la imagen de ser una persona tranquila y segura de sí misma como los maestros precedentes, sino que parecía, nada más conocerlo, un hombre nervioso e inestable.

En clase siguió unas rutinas de enseñanza parecidas a las de don Miguel y también me sirvieron para mantener frescos los conocimientos adquiridos con don José, aunque ciertas cosas, como el álgebra, los problemas gráficos sobre móviles y algunas más, ya no volvimos a verlas. El criterio sobre la caligrafía en lo que era tan estricto don José se relajó totalmente y cada uno hacía el tipo de letra que le parecía mejor; sin embargo pasado aquel “sarampión” de las caligrafías variables, al fin todos volvíamos a la letra sencilla y vertical que nos había enseñado don José y ya nos quedamos con ella sin que nadie nos la impusiera, prueba de que en el fondo era la que más nos gustaba. En cuanto al álgebra yo le propuse volver a estudiarla y me indicó que lo haríamos más adelante cosa que no sucedió, lo cual me hizo sospechar que mis maestros no la conocían porque no debía de figurar entre las asignaturas del Magisterio.

En aquella época la cumbre de la sabiduría en matemáticas se alcanzaba cuando se llegaba a hacer raíces cuadradas, y efectivamente las hacíamos, aunque no se supiera para qué servía aquel conocimiento. Por supuesto las raíces cúbicas ni siquiera se mencionaban. En cuanto a los problemas, don Paco tenía un libro de grandes tapas con muchos problemas donde venían sus resultados, nos lo dejaba en la sección y nosotros mismos señalábamos e intentábamos resolver los que nos parecían más interesantes. El caso es que al final los habíamos resuelto prácticamente en su totalidad.

Don Paco me encargaba dos cometidos (aparte de la compra del tabaco) que podríamos llamar extraescolares: uno era el cuidado del orden en la clase cuando él la abandonaba, por el sistema de apuntar en la pizarra a los más insurrectos, y el otro, que practicaba con cierta frecuencia en invierno cuando revocaba el humo de la estufa, que consistía en subir al tejado a través de la carbonera y de la falsa, para poner tejas verticales junto al tubo en sentido conveniente según la dirección del viento. Aparte del riesgo que el andar por el tejado significaba, el provisional arreglo servía solamente para unos cuantos días, lo cual era un verdadera “lata”. Cuando años después estudié el tiro en las combustiones me di cuenta de que aquel tubo de la estufa de nuestra escuela simplemente necesitaba alargarse hasta una cota superior a la mayor del tejado y ponerle, al menos, un sombrerete en el extremo.

En suma, don Paco, que bastante problema tenía con sus propias inseguridades y nerviosismos, nos fue atendiendo lo mejor que pudo durante el curso y medio que estuvimos con él, y luego cedió el puesto a mi último maestro, que fue don Mariano Bernad Carceller, de quien espero hablar en un próximo relato.

viernes, 5 de junio de 2009

MIS MAESTROS –Don Miguel-

En 1947 se nos fue don José y nos quedamos un poco huérfanos, pero enseguida nos rehicimos, pues los niños en general no guardan luto durante mucho tiempo; aunque siempre hemos recordado, al menos yo, a aquel extraordinario maestro, como bien puede apreciarse en mis anteriores escritos.

De los siguientes maestros recuerdo más bien lo que se refiere a sus figuras y personalidades, ya que los niños observan atentamente a sus maestros incluso en su forma de vestir y apariencia general. También me vienen a la memoria pequeñas anécdotas del interior de la clase, pero sobre todo las cosas que hacíamos en las inmediaciones de la escuela.

El primer maestro que ocupó la vacante de don José fue don Miguel, que tendría unos 30 años, era de estatura media y fuerte complexión, y estuvimos con él algo así como medio curso. No sé de donde procedía, porque mi curiosidad no llegaba a tanto en aquella etapa de mi vida.

Don Miguel se caracterizaba por ser muy atildado. Iba siempre impecable de los pies a la cabeza y le gustaba llevar trajes grises de chaqueta cruzada. Fumaba con boquilla y su pelo y peinado eran impresionantes (cuando hablamos de él con compañeros de aquellos cursos coincidimos en destacar su peinado). Siempre llevaba el pelo largo aunque limpio y bien cortado; se peinaba a raya pero las sienes las peinaba hacia atrás con visibles rayas del peine, resultando su peinado una obra de arte completada por lacas y abrillantadores. Usaba bigote, detalle que no era habitual en aquellos tiempos y, como era de esperar, lo llevaba siempre perfectamente recortado. Caminaba muy erguido y siempre en línea recta, sin descomponer para nada la figura.

En clase no recuerdo que nos enseñara nada nuevo, aunque hacía correctamente su trabajo; así que lo que habíamos aprendido con don José lo fijamos más si cabe en la memoria. Don Miguel pegaba poco pero le teníamos respeto porque sabía imponerlo y además le ayudaba su seriedad característica.

El sistema de los bofetones preferido por don José se sustituyó por los punterazos dados en la mano con el puntero de madera que se usaba para señalar en la pizarra. Yo tuve la suerte de no probarlo, así que no sé con exactitud el daño que hacía; pero veía que cuando a alguno le aplicaban este castigo se llevaba la mano rápidamente al sobaco o se la metía directamente en la boca para intentar mitigar el dolor, así que parece que no tenía nada de agradable. Por otra parte el nivel de castigo era proporcional a la fuerza aplicada y guardaba relación también con la forma de poner la mano, ya que podía estar plana, o con los dedos juntos hacia arriba en la forma que llamábamos “capullo” en la que los golpes resultaban más dolorosos. El maestro tenía que sujetar con fuerza el brazo del reo pues, en caso contrario, en el momento de bajar el puntero el alumno movía la mano y el maestro fallaba el punterazo. Entre los chicos circulaba la especie de que si se preparaba la palma frotándola bien con ajo se rompía el puntero y algunos incluso la creían puesto que, sin demostración en contra, uno puede creer cualquier patraña. Nadie sometió a prueba la hipótesis del ajo, fuera por desconfianza en el resultado o por cogerle siempre el castigo completamente desprevenido y no ser pertinente decirle al maestro que esperase un poco para prepararse con ajo la superficie receptora.
Algunas veces en que las faltas se consideraban menos graves, o bien no se tenía a mano o en buenas condiciones el puntero, se aplicaba el castigo sobre la palma de la mano con la regla (en aquella época eran de madera) y al golpe se le llamaba palmetazo.

El caso es que a partir de don José, como si se hubieran puesto de acuerdo, todos los maestros usaron estos nuevos métodos de castigo, aparte de un repertorio de otros menos dolorosos físicamente, como poner al castigado un rato de pie de cara a la pared o incluso de rodillas. Diré una vez más que nadie se escandalizaba de estas prácticas y los que habían sido castigados se guardaban bien de decirlo en sus casas por si les sobrevenía alguna colleja de propina por parte de sus padres, que daban el castigo del maestro por justo y merecido sin duda alguna, pues tal era el respeto y confianza que se les tenía a los maestros en aquella época.

Tuve yo un amigo, mi amigo Satur, que era de Ruesta, un pueblecito de Huesca. Sus padres eran muy amigos del maestro y en las frecuentes reuniones su padre le preguntaba por la marcha de mi amigo, y el maestro le contestaba: "pues va bien, pero enreda mucho”. El padre le respondía: “pues dele, dele”. Mi amigo cuando lo contaba decía: “y vaya que si me daba… ¡Y anda que no disfrutaban mis compañeros! Eso sí, menos uno que se compadecía y venía a mi lado y me decía todo compungido: “mecagüen…, ¿te ha hecho daño?”. Pongo este ejemplo para significar que en algunos casos el hecho de los castigos era una muestra del interés del maestro por el alumno, e incluso de una relación de amistad del maestro con los padres.

Le conté a un amigo de Zaragoza que nuestros maestros nos daban alguna colleja y me dijo que él fue a un colegio religioso con el hermano X y aquel si que daba no collejas o bofetadas, sino verdaderas “hostias” (debía de ser por su vocación religiosa).

Hoy llamamos a aquellos castigos “tremenda represión”, pero es necesario tener en cuenta que para valorar cosas de otros tiempos hay que saber situarse en aquel contexto, lo cual aunque parezca fácil no se consigue totalmente. Yo tengo la percepción de que dentro de unos años, cuando se hable de nosotros y se diga que nos alimentábamos de animalicos dirán que éramos unos caníbales (ya se comienza a pensar muy mal de cuando comíamos gorriones como bocado exquisito) y que solo es normal comer vegetales. Y más adelante, si se implanta otro tipo de alimentación, lo dirán de los vegetarianos, por haber comido seres vivos como son las plantas. Es decir que lo que parece lo más normal y no suscita ningún cargo de conciencia en algunas épocas, se ve algunas veces, cuando las circunstancias cambian, como una barbaridad. Ya he dicho alguna vez y así lo creo, que algunos maestros se pasaban con los castigos y que como todo hijo de vecino se equivocaban y cometían injusticias; pero esto sucede con muchas cosas, e incluso es posible pasarse por defecto, cosa que también sucede, por cierto con muy malos efectos, en la educación actual.

Me ha parecido oportuno romper una lanza a favor de aquellos maestros que no eran seres sin conciencia, como no lo eran los padres cuando merecidamente daban una zurra a tiempo a los hijos. La prueba de que no era perjudicial es que estas cosas (respaldadas por un cariño) no nos crearon traumas ni cosas raras (ver mis relatos sobre “los dos lapos de mi padre”). La falta de cariño, aunque se acompañe de buenas palabras, sí que crea serios problemas psicológicos.


Los maestros que yo conocí los juzgué (y los niños no perdonan así como así) como buenas personas. Don José castigaba quizá excesivamente, pero todos, si nuestro comportamiento era normal (que también a nosotros había que “atarnos corto”) nos tenían aprecio y deseaban lo mejor para nosotros.

Estas apreciaciones, que pudieran considerarse como excesivamente benevolentes con los maestros, no las hago por vinculaciones afectivas, sino porque me parece que estamos siendo un poco injustos con ellos y solo vemos el platillo de la balanza de lo censurable (que, insisto, tiene atenuantes) y restamos importancia al de sus desvelos, ayudas, e importantes aportaciones a nuestra formación personal.
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