Al comenzar el curso 1949-1950, cuando yo acababa de cumplir doce años, llegó don Mariano, con plaza en propiedad, a la escuela de Ariño.
Era natural de Albalate del Arzobispo, estaba casado y tenía una niña pequeña. Se alojaron en una casa próxima a la plaza de la Cárcel, al comienzo del barrio de La balsa.
Daba la sensación de que consideraba a Ariño como destino casi definitivo, que lo cambiaría únicamente si aparecía alguna vacante a su medida en el propio Albalate.
Tendría entonces poco más de 30 años y no sé si llegó a ir a la guerra en alguna de las últimas quintas que llamaron a filas. Desde luego, si no fue, se libró por los pelos.
Don Mariano y su familia produjeron muy buena impresión desde el primer momento y, con los años, aquella expectativa se comprobó que era totalmente acertada.
Su apellido y el hecho de ser persona de carrera (privilegio muy escaso en aquella época) nos hicieron suponer que pertenecía a alguna familia notable de Albalate, aunque este extremo no llegamos a confirmarlo, simplemente por falta de una mínima curiosidad en estas cuestiones.
Era alto, bien parecido, nariz aguileña, músculos largos y pocas grasas. A pesar de su juventud tenía ya apuntadas amplias entradas en el pelo que, totalmente liso, peinaba sin contemplaciones hacia atrás.
Llegó optimista y contento a Ariño y esta fue su imagen habitual a lo largo de los años.
Con este maestro hicimos buena migas enseguida porque además de verlo prácticamente como paisano nuestro, intuimos que era un hombre bueno y generoso que venía dispuesto a dar lo mejor de sí mismo a sus alumnos.
Trabajó para que consolidásemos aquellos conocimientos que nos había transmitido don José hacía años, y además fomentó nuestro interés por el dibujo y la pintura y nos instruyó en algo que no había hecho ninguno de los anteriores maestros, incluido don José: la Historia Sagrada.
Respecto a las artes plásticas, el hecho de practicarlas en clase generalizó la afición entre los alumnos y comenzaron a surgir las vocaciones y, a mi modo de ver, las más claras fueron la del Antonio el Novella y la mía. Mosén José Fuster que entonces era el cura párroco de Ariño, enterado del ambiente artístico de la clase, nos propuso un concurso de dibujo que consistió en copiar un retrato del Papa Pío XII, en papel, con lápices de colores. Quedamos finalistas Antonio y yo, y mosén José finalmente eligió mi dibujo (reconozco que tampoco era gran cosa) y lo enmarcó para ponerlo en la casa en que vivía (la casa del cura).
Recuerdo que a veces, tanto el Antonio como yo, en aquella hermosa plaza de cemento que había nada más salir de la escuela hacíamos dibujos con tiza de nuestros héroes (el guerrero del antifaz, el pequeño luchador, etc.) de asombroso tamaño (algo así como cinco metros o más) y continuamente estábamos dibujando, sobre todo caras y cuerpos, copiando los de los comics, que nosotros impropiamente llamábamos tebeos.
Don Mariano adoptó la norma de dictarnos cada sábado el Evangelio que tocaba el domingo próximo. En aquellas páginas dejábamos un espacio vacío y cada uno hacíamos en él, casi siempre de memoria, un dibujo alusivo al tema del dictado. A la hora de colorearlo no nos terminaban de convencer los lápices y comenzamos a ensayar con tintas; técnica esta de muy poco recorrido por la limitación de la gama de colores. Yo, que solía tener ideas curiosas, "inventé" un “pincel estilográfico” hecho con pluma de gallina como depósito para contener la tinta, pelos de cerdo cortados directamente del gorrino en el corral, bien sujetos e igualados en el tubo de la pluma, y un palillo con un hilo enrollado como émbolo. Se cargaba con tintas de colores y se tenían varios en batería. Incluso vendí alguno por algo así como 50 céntimos de peseta. Tampoco esta industria fue de gran proyección.
Recuerdo que Santos Jiménez Comín, que era mi compañero de pupitre, vino un día con una caja de acuarelas y un pequeño pincel y aquello fue un importante acontecimiento generador de cierta envidia entre los compañeros. Y como nos las fue prestando a los amigos tuvimos nuestro primer contacto con este medio de pintura que nos asombró por sus notables posibilidades.
Como he indicado, el ambiente de clase, que hacía especial hincapié en lo artístico, me influyó de manera que, aunque he tenido cierta vocación por la técnica y en mi vida profesional he seguido ese camino, muchas veces me he preguntado si mi verdadera vocación no habrá sido el arte. De hecho siempre he practicado la pintura al óleo en la especialidad del retrato con un catálogo ya extenso de obras realizadas. Los hijos conocen a los padres muchas veces mejor de lo que nos imaginamos y uno de los míos, Javier, me lo demostró en una de sus primeras obras, el corto “cuídala bien”, cuando inesperadamente puso esta dedicatoria: “A mi padre, artista y buena persona” la que, además de definirme, fue para mí una de las medallas más importantes que podría recibir.
Volviendo a don Mariano, como queda dicho concedía importancia a la Historia Sagrada y nos explicaba metódicamente todo lo concerniente a estos conocimientos para ir llenando aquella laguna que teníamos en nuestra formación religiosa. Nos gustaba más que la Historia de España, a la que considerábamos como algo demasiado visto, con muchas fechas, y en donde siempre ocurrían cosas a la altura de los reyes pero al final casi siempre en perjuicio de sus vasallos. Esta falta de interés se debía a que la Historia de España era algo que no les atraía especialmente a los maestros, en principio porque no debía de importarles mucho a ellos (incluido don Mariano) y tampoco tenían libertad para interpretar los hechos históricos de otra forma que no fuese la oficial En total que los perjudicados fuimos nosotros, que pasamos sobre nuestra Historia, que sin duda debe de tener muchísimos aspectos ilustrativos y emocionantes, sin ilustrarnos ni emocionarnos especialmente con ninguno.
También don Mariano castigaba pegando con la regla y el puntero, pero con cara de pena, cuando la circunstancia lo requería, que era pocas veces, porque el ambiente de la clase era cordial y relajado. Sí que echaba broncas, también merecidas, y acostumbraba a llamar “calamidades” a los que “trillaban por fuera de la parva” que siempre los había, especialmente en aquellas conflictivas edades. De todos modos, para mi entender, el porcentaje era bastante bajo.
Con él, que tenía una voz aceptable, cantábamos con entusiasmo algunas canciones del antiguo régimen, que, por cierto, sus letras siempre nos invitaban a hacer cosas grandes por España, trabajando todos mucho, muy unidos y empeñando en ello la vida si fuera necesario. Don Mariano generalmente tenía la precaución de dejar los cánticos para el final de la clase de modo que los ánimos alborotados por las canciones no repercutiesen en el sosiego necesario para el normal desarrollo de la actividad escolar.
Al final del segundo curso que yo estaba con don Mariano, próximo a cumplir los catorce años nos prepararon los Certificados de Escolaridad que significaban el testimonio de la superación de una etapa de ocho años, que para mí habían sido muy positivos porque los había culminado sin ningún trauma, con muy buenos recuerdos y con un caudal de conocimientos que, según pude comprobar enseguida, era superior al que conseguían en otros muchos pueblos, ventaja inicial que en un mundo esencialmente competitivo no deja de tener su importancia.
En la clase circulaba de vez en cuando una revistilla que se titulaba “Flechas y pelayos” que, como era de dibujos tipo comic, la veíamos con agrado. Allí apareció la noticia de que en Alcocebre (un pueblecito costero de Castellón) habría un campamento de verano de veinte días para “flechas”, es decir para chicos de nuestra edad, organizado por El Frente de Juventudes de Teruel. Nos fuimos animando, y al final nos apuntamos tres alumnos. Don Mariano se ocupó de los trámites (todo era gratuito) y, previo reconocimiento médico, las consabidas inyecciones contra el tifus y preparar algunas prendas de ropa interior, toallas y poco más, quedamos listos para aquella aventura tan bizarra.
Aunque al terminar las clases en realidad quedaba cancelada oficialmente mi relación escolar con don Mariano, esta se prolongó porque nos emplazó para que al regreso del campamento le explicásemos cómo nos había ido, ya que él pasaría el verano entre Ariño y Albalate y tenía inquietud y curiosidad por saber como resultaba aquella operación que hasta cierto punto había sido impulsada por él.
Nuestras madres, que demostraron tener bastante valor ya que aquella salida no tenía precedentes, nos dieron sus consejos una vez más, nos pusieron unas 25 pesetas en el bolsillo con el encargo de vigilarlas bien ya que eran un tesoro, y reunidos en la parada del autobús nos recogió un mando del F. de J., y junto con otros chicos de la comarca nos llevó a Alcañiz, donde pasamos la noche en un gran dormitorio del Hogar del F. de J., en literas, sobre colchonetas de tipo militar. Aquella noche aprendí la extraña expresión“¡Ya vale de cachondeo”!, que era la que el encargado del orden de toda la tropa que allí nos juntamos, repetía de vez en cuando en alta y amenazadora voz, debido a que, a pesar de estar las luces apagadas, seguían los ruidos y cuchicheos. A la mañana siguiente tomamos un tren que nos llevó a Tortosa, y desde allí, tras una interminable espera, otro nos llevó a Alcalá de Chisvert y finalmente un camión nos acercó a nuestro campamento.
En aquella, que fue mi primera salida de Ariño, aprendí infinidad de cosas: cómo eran los trenes, el mar, los baños en sus saladas aguas, la flora y fauna costera, la convivencia con un centenar de chicos desconocidos, la disciplina campamental, el valerse por sí mismo con los propios y limitados recursos, la Formación del Espíritu Nacional, el respeto a la bandera española, y la clara percepción de su significado, en fin cantidad de cosas que antes o después nos tocó asumir a la casi totalidad de los chicos de nuestra generación. De hecho tengo fotos en grupo de unos cuantos que año tras año fueron yendo a aquel campamento que era nuestro modo de vacaciones y nuestro primer contacto con la civilización externa al reducido hábitat de Ariño.
Al regresar del campamento, en el que me lo pasé estupendamente, hablé con don Mariano de todo, y le dije que me habían dado el número uno, que estaba dotado con una beca para seguir los estudios de formación profesional en Teruel. Don Mariano se alegró mucho por mí y por ver que su interés en mi formación se veía compensado. Yo tenía claro que mi formación era obra, en mayor o menor medida, de todos mis maestros y a don Mariano, que era el último y con el que seguiríamos tratándonos durante años, le pude expresar mi profundo agradecimiento, que después del tiempo transcurrido aún se mantiene vivo, en un lugar muy destacado de mi memoria y de mis sentimientos.