martes, 28 de abril de 2009

Si vas al Cielo

Lo contaba mi padre y al parecer había sucedido realmente:

Enterada una mujer viuda, ya bastante mayor, de que un hombre, también mayor, estaba expirando, se acercó a su casa, pidió permiso para verlo y, al oído, le dijo:

“¡Manuel! Si vas al Cielo…, que no irás porque has sido mu malo; pero por si acaso fueras... le dices a mi Juan, que no se preocupe; que el timón del aladro, que se había perdido, apareció en el bardal; que este invierno gastamos muchos jarmientos y debajo salió el timón.”

Y por si no había captado bien el mensaje, remachó el encargo:

“¡Le dices esto a mi Juan, si vas al Cielo…, que no irás, pero por si acaso fueras!”

Lo que no cabe duda de que, a su manera, aquellos antepasados nuestros tenían mucha fe. Por ejemplo para ellos el Cielo estaba, con toda seguridad, ahí cerca, como a unos cien metros de las nubes.

domingo, 26 de abril de 2009

La pregunta clave

Este relato se refiere a un minero residente en uno de los pueblos vecinos de Ariño, que era muy célebre en la mina por sus extravagancias y por ser padre de una numerosísima familia. Al cabo de unos días del nacimiento de un nuevo hijo, se personó en las oficinas de SAMCA para que lo incluyeran en su expediente, y le aumentaran la cifra de puntos con el fin de mejorar la correspondiente ayuda familiar.

Fue a parar a la mesa del señor Berroya, que se ocupaba de estas cuestiones, y le comunicó el motivo de su presencia. Dicho señor preparó el expediente, se dispuso a hacer la anotación y le preguntó: “¿Y cual es el nombre del chico?”. El interrogado, que no venía preparado para tal pregunta, se quedó desconcertado y respondió: “Pues… ¿sabes que no me acuerdo?”. Y, a modo de justificación, añadió: “Es que al tener tantos hijos aún no me he aprendido el nombre de este nuevo”. Estuvo un rato más estrujándose la mollera pero no consiguió sacar de ella el dichoso nombre del recién nacido. Así que “se batió en retirada” y volvió al día siguiente para completar la diligencia, pero esta vez llevó apuntado el nombre en un papel, para asegurar el buen final de la peliaguda gestión.

Esto, que sucedió realmente, me lo cuenta un buen amigo y me indica que no publique su nombre si no es absolutamente necesario. A mí me gustaría que publicase él mismo sus anécdotas y estoy seguro de que sería muy bien recibido en ENTABAN ya que es una persona muy competente y apreciada y, además de ser uno de los sinceros amigos de Ariño, tiene un extenso anecdotario y un conocimiento de muchísimos datos; sin embargo respetamos su voluntad e iremos publicando también las cosas de Ariño de mi discreto y voluntarioso amigo, sin decir, como él prefiere, su nombre.

jueves, 23 de abril de 2009

MIS MAESTROS-Don José (IV)-

Don José leía muy bien las poesías. Ya he dicho que tenía una voz muy agradable y además le gustaba mucho la literatura y la poesía. A nosotros nos enseñó varias, que recitábamos como loritos. (Os remito a un relato que titulé “el romance de la loba parda” de este blog). A lo largo de mi vida muchas veces he recitado poesías en público con buena aceptación, aunque nunca supe sentir la verdadera poesía. Así que no me contagié del amor a ese género, que tenía mi maestro. Quizá simplemente ocurrió que no estuve con él todo el tiempo que ello requería. Hablando de recitar me viene a la memoria una anécdota y es que un día, en una de las excursiones que hicimos por la zona del pilón de san Gregorio, cuando llegamos a aquel sitio vimos, justo enfrente, un montículo de tierra roja de una forma muy regular (como hecho a propósito) de unos tres o cuatro metros de altura y don José me sugirió que subiera a lo más alto y recitase el romance de la loba parda. Así lo hice y, al terminar, todos los excursionistas se habían confabulado con el maestro, que dijo: “una, dos y tres”, y a continuación, en lugar de aplausos, comenzaron a lloverme tormos de tierra. Gracias a mis buenos reflejos, ágiles piernas y sobre todo a que no los tiraban “a pegar”, pude salir ileso de aquel inesperado ataque. El caso es que con ocurrencias como aquella, que don José continuamente tenía, el ambiente en sus excursiones era especialmente alegre y festivo y nadie se acordaba de las caras serias que algunas veces había en clase.

Don José en la clase no siempre estaba serio y también nos contaba algunos chistes que siempre he recordado, aunque reconozco que eran flojillos. Uno de ellos era que un padre le explicaba a un amigo, que estaba pensando en matricular a uno de sus dos hijos en Bachillerato, a lo que el amigo le contestó: “¿Pero no ves que si haces a uno bachiller el otro va-a-chillar?”. Con este juego de palabras nos acercaba a la comprensión de este tipo de chistes. Otro: nos decía que unos valencianos tenían fórmulas para fabricación de muchas cosas, como por ejemplo: vino blanco = dos poals (pozales) de agua. Vino negro = dos poals de agua + dos poals de fuchina (tinta) negra. Y otro más: van el padre y el hijo a vender vino y, al probarlo, el cliente dice “este vino tiene agua” a lo cual el hijo contesta enseguida: “¿no ve padre cómo tenía yo razón cuando le decía que estaba echando demasiada?”.

Con unas y otras actividades (en las que nos fuimos adaptando alumnos y maestro y mejorando notablemente la convivencia), el tiempo fue pasando y, precisamente entonces, don José encontró la oportunidad de trasladarse a ejercer como maestro a Alcira, que es un pueblo importante de Valencia con el que Ariño no se podía comparar, y decidió el traslado; así que un día, ya muy cerca de las vacaciones de verano, un poco antes de la hora de salir de clase, pidió silencio y nos explicó que no estaría con nosotros el próximo curso, porque iba a ir a un nuevo lugar. La noticia nos cogió por sorpresa y nos quedamos todos “de piedra”. Don José estaba también emocionado y siempre he recordado sus últimas palabras en aquella ocasión, cuando nos dijo: “los griegos, muy filósofos, pensaban que morir es partir pero, en estos momentos, yo estoy más de acuerdo con la idea de los romanos que, más prácticos, decían que partir es morir”. Nos estaba queriendo decir que la búsqueda del desarrollo profesional, cosa comprensible, le hacía marchar, pero parte de su corazón se quedaba con nosotros. Y efectivamente, terminó el curso y ya tuvo que partir a los pocos días. No sé como nos enteramos del día y la hora de su marcha pero el caso es que, por iniciativa propia, aparecimos en la báscula un grupo de unos quince alumnos, a decir adiós a nuestro maestro. Don José nos indicó que nos pusiéramos en fila y se fue despidiendo de cada uno de nosotros. A mí me preguntó: “¿Cuántos años tienes ahora, Salvador?”. Le respondí que en agosto cumpliría diez y sus últimas palabras fueron: “Qué lástima que no hayamos podido estar juntos cuatro años más para ayudarte a ser todo un hombre”. Y don José, tras despedirse de todos, subió a un camión de TRAMISA al lado del chófer y, con lágrimas en los ojos, desapareció físicamente de nuestras vidas aunque en mi caso lo he tenido siempre en mi mente y en mi corazón y muchas veces me he dado cuenta de las ventajas que me ha proporcionado la formación que me dio cuando yo era un chavalín, la que aún ahora, después de tantos años, todavía me sirve, le debo y le agradezco.

No puedo decir que don José fuera perfecto y cada uno, según le fuera con él, tendrá su opinión, tan subjetiva como la mía; pero mi visión es precisamente la que he intentado exponer en estos cuatro artículos, que están llenos de cariño y de agradecimiento a quien me dedicó cariño y esfuerzos, en el limitado tiempo en que pudimos estar juntos, para hacerme una persona lo más preparada posible según su autorizado criterio.

miércoles, 22 de abril de 2009

MIS MAESTROS -Don José (III)-

La verdad es que don José nos enseñaba muchísimo de todo. Para hacerse una idea, cuando yo tenía nueve años resolvíamos con soltura problemas de álgebra con ecuaciones de primer grado de una incógnita, cosa que quizá no se hacía en ninguna otra escuela de Teruel. Nos enseñó también a resolver problemas de móviles por métodos gráficos utilizando ejes de coordenadas espacios/tiempos y nos quedábamos admirados cuando contemplábamos las intersecciones de las funciones y con ello sabíamos cuando y donde los móviles se encontraban. Lo de las ecuaciones tenía clara utilidad y lo de los móviles, aunque era un alarde, significaba un esfuerzo conveniente cuando menos para nuestro desarrollo mental.

Utilizábamos solamente dos libros: uno de conocimientos generales que era la “Enciclopedia cíclico-pedagógica, grado medio, de Dalmau Carles Pla. S.A.” editada en Gerona, y otro de lectura que era “El libro del trabajo”, escrito por Adolfo Maíllo, editado por la editorial Salvatella de Barcelona o de Madrid. Aparte de estos, que eran propiedad de cada alumno (previo pago), don José nos consiguió un cierto número de pequeños diccionarios que estaban en la escuela al servicio de todos para buscar el significado de muchas palabras desconocidas para nosotros que aparecían en el libro de lectura.

La enciclopedia contenía información, muy resumida pero básica, de todo lo que se consideraba que debíamos saber, y estaba muy bien elaborada y revisada. Por otra parte este libro es el que se utilizaba en todas las escuelas nacionales de todos los pueblos de España. Había otros dos grados, el elemental y el superior, pero el medio era el fundamental y en muchas partes no conocieron más que este. Los libros de lectura los elegía a su gusto cada maestro.

La enciclopedia nos servía para aprender la teoría de las distintas materias y luego don José nos aseguraba los conocimientos con los convenientes ejercicios y las explicaciones complementarias. Algo que consideraba esencial era el escribir sin faltas de ortografía y “con buena letra”. La caligrafía era la que él mismo utilizaba, es decir letra vertical elegante pero sencilla y la ortografía se trabajaba mucho por medio de dictados del magnífico libro de ortografía de Luís Miranda Podadera. Total que aún ahora, después de tantos años, los alumnos de don José nos distinguimos por el tipo de caligrafía y por la correcta ortografía. Otra de las cuestiones prioritarias era el leer bien. Don José nos ponía en semicírculo con centro en su mesa y leíamos (con entonación) y de vez en cuando nos preguntaba el significado de algunas palabras que iban surgiendo en la lectura. A propósito de esto tengo una anécdota: estaba yo en una de mis primeras clases en la Escuela de Formación Profesional de Teruel y el profesor, para sondear nuestro nivel, nos hizo leer un texto a todos los alumnos. Cuando me tocó a mí, al terminar, me dijo: “Salvador, buen maestro has tenido” expresión que agradecí y mentalmente dediqué aquella alabanza a don José, como sencillo y cordial homenaje a mi querido maestro. Tengo que añadir también que entonces el ingreso en aquella escuela iba precedido por un examen escrito con asistencia de público y yo que no tenía otros conocimientos que los adquiridos con don José, eso sí mantenidos por los maestros que le siguieron, sin prepararlo en absoluto obtuve el primer puesto, lo que fue una buena prueba del alto nivel de mi formación escolar.

Además de estos conocimientos básicos, a los mayores les enseñaba taquigrafía, cosa que en aquellos tiempos sonaba a chino. A mí por mi insuficiente edad esto no me correspondió, pero de oído aprendí también los fundamentos del método.

Hacía colecciones de fósiles y de minerales que le íbamos trayendo. Yo encontré en la Fuencelada un mineral raro que parecía una escoria de herrería, y me dijo que aquello era nada menos que calcopirita de cobre, lo que me dejó con la boca abierta.

De vez en cuando aparecía un inspector y permanecía en la clase el tiempo necesario para hacerse una idea de la marcha de los alumnos. En una de aquellas ocasiones (tendría yo menos de nueve años) don José me sacó enseguida a la pizarra para demostrarle al inspector nuestra brillante preparación en gramática, y me dijo: “Salvador, enumera las conjunciones”. Yo rápidamente y un poco nervioso, respondí: “a, ante, bajo cabe, con, contra, de, desde…” y cuando vi la mala cara del maestro, comprendí que estaba “recitando” las preposiciones propias en lugar de las conjunciones, y acto seguido corregí mi desaguisado, pero la metedura de pata ya se había producido. Esto me sentó fatal y lo sentí por don José, pero a mí me vino incluso bien para rebajarme un poco los humos.

Dudo que alguien pasara por la escuela de don José sin recibir algún sopapo. Yo tampoco me libré, porque un día escribiendo al dictado estaba haciéndoles adornitos a las letras que escribía cuando, inesperadamente, recibí una colleja mediana que me propinó al sorprenderme en tan extravagante actividad llegando, sin que yo me diera cuenta, por mi descuidada retaguardia. Que yo recuerde fue la única vez que me pegó, lo que seguramente hizo por mi bien para que en lo sucesivo prestase más atención a la actividad que estábamos desarrollando. Por lo demás nunca se lo tuve en cuenta.

Uno de sus inventos fue un sistema de comunicación con los padres, que consistía en enviarles a casa una hojita del tamaño de una cuartilla informándoles de la marcha de sus hijos. Las que envió a mi casa siempre fueron muy satisfactorias. No sé como serían las demás, porque no tuve a mi alcance esa información ni me interesé por ella. Sí que tomé nota de ese sistema y de otras muchas cosas de don José, para aplicarlas en las clases que a lo largo de mi vida estudiantil muchas veces tuve que dar para ayudarme en los estudios. Debo decir que nunca apliqué ni lo de los bofetones ni lo del botijo, aunque mis alumnos tampoco me dieron nunca motivos de enfado y, al contrario, siempre me los proporcionaron de satisfacción.

lunes, 20 de abril de 2009

MIS MAESTROS-Don José (II)-

Don José estaba recién llegado al pueblo, era natural de Cuenca y tendría unos 30 años. Mediría como 1,75m, es decir que entonces se le consideraba un hombre bastante alto. Era recio, guapote, cabeza grande con incipiente papada, pelo negro algo ensortijado y siempre bien peinado. Su voz era agradable, como aterciopelada, (parecida a la del actor aragonés Gabriel Latorre). Vestía, como todos los maestros de aquella época, pulcramente, es decir: chaqueta, corbata, pantalón bien planchado, etc., y en clase usaba en invierno un elegante jersey de lana marrón hecho a mano, con botones a juego.

Estaba casado con una señora guapa y elegante que, al parecer, era valenciana. Recuerdo que Iranzo una vez en la ronda de los quintos, en Año Nuevo, le cantó en su puerta -haciéndole de apuntador Francisco Valiente (e.p.d.)-, la siguiente jota, como siempre muy acertada:

En la huerta de Valencia
No solo se crían flores,
Que se crían valencianas –asómate niña y verás…-
Tan bonitas como flores…

No tenían hijos y vivían, lo que no hicieron los maestros siguientes, en una cómoda casa de SAMCA, próxima a la que se utilizaba como clínica de la empresa.

Se rumoreó que había sido profesor de Instituto y llegaba a este pequeño pueblo de Teruel como castigado por su posicionamiento de izquierdas durante la guerra civil española. Nosotros, sus alumnos, no llegamos a saber nada sobre sus ideas políticas porque no las mostró en ningún momento o no supimos verlas y, sobre todo, porque el tema no nos interesaba en absoluto. El caso es que nos daba la clase obligatoria de historia sagrada, nos llevaba en fila a misa cuando era necesario, y no le oímos ningún comentario ni a favor ni en contra del régimen vigente; es decir que ante nosotros se comportó siempre como totalmente apolítico.

En la clase de don José entré de la mano de mi vecino y amigo Manuel “el Pelegrín” que era varios años mayor que yo y de momento el maestro me permitió instalarme al lado de mi mentor, en la sección de los mayores. Con don Basilio yo no había llegado a hacer problemas de matemáticas así que, como don José tenía mayores pretensiones, comenzó a ponérnoslos con frecuencia y mi amigo Manuel me ayudaba a resolverlos diciéndome “este es de sumar, este de restar y así sucesivamente”. Yo comprendía que aquello era trampa y no era serio e intentaba adaptarme a la nueva situación pero no daba con el mecanismo mental necesario; sin embargo poco a poco fui avanzando hasta que no fueron precisas aquellas ilegales ayudas del Manuel, que por su buena intención siempre he agradecido. Otro chico mayor que yo, que se movía por la misma zona media de la clase, era Ernesto Macipe que también me tomó bajo su protección porque hasta que tuve cinco años habíamos sido vecinos ya que yo vivía con mis abuelos en la calle de salida al Calvario y él a corta distancia. A pesar de que el Ernesto era una persona no demasiado sociable, siempre nos tuvimos aprecio y sentí que después de unos problemas cardíacos que lo llevaron a un trasplante de corazón, mi protector de aquella etapa infantil finalmente falleciera, cuando era bastante joven. Descanse en paz mi buen amigo Ernesto.

Con aquel maestro fui aprendiendo muchísimas cosas, entre lo que iba dirigido a mí y lo que oía destinado a los mayores, de los que recuerdo como aventajados a Pepe -el carpintero-, (a quien admiraba por lo serio e inteligente que me parecía), a José Antonio Jiménez (sacerdote de vocación tardía que falleció hace muchos años en Colombia), a Santos -el hijo de la tía Visita- a quien un día don José le preguntó las partes del intestino grueso y contestó “son cuatro: ciego, colon y recto y tubo escape”. La carcajada fue general, pero siempre he pensado que en la clase de don José la respuesta fue una temeridad porque bromas como aquella podían tener funestas consecuencias. Y como a estos, recuerdo a otros, aunque no a todos.

El horario era de 9 a 1 y (con un recreo incluido) y de 3 a 5 por la tarde, pero luego había un repaso voluntario de una hora u hora y media por el que pagábamos no sé si 5 ó 10 pesetas al mes. El calificativo del repaso que también se llamaba “la clase especial” lo he escrito en cursiva ya que don José a los que no se quedaban a este repaso no los miraba con cara especialmente grata; así que nos apuntábamos prácticamente la totalidad de los alumnos, unos por interés y otros “por si acaso”. En descargo de don José diré que los sueldos de los maestros eran muy escasos y se veían obligados a proponer clases especiales para nosotros, para adultos, etc., intentando sobrevivir con cierta dignidad harto merecida. Y aquellos ingresos suplementarios buenos sudores les costaban porque siempre llegaban a sus casas ya de noche y bien cansados porque llevar adelante una clase con 40 alumnos es un trabajo especialmente duro y estresante, de lo que incluso puedo hablar por experiencia propia.

Como acabo de indicar, la clase era de unos 40 alumnos de todas edades, niveles y condiciones. Poco a poco se iban quedando atrás algunos y pasando a los primeros pupitres los más despabilados para los estudios. Era curioso que los más expertos en las actividades extraescolares como la caza de pájaros con cepos, búsqueda de nidos, lanzamiento de piedras con tirachinas, y en toda clase de juegos, eran los más atrasados en clase y viceversa; y es que aquellas “cosicas” que explicaba el maestro no llegaban a interesarles y se pasaban el rato hablando y enredando en clase. Don José, harto de aquel follón, de vez en cuando ponía a un grupo de enredadores en fila, se quitaba el reloj de la muñeca y la emprendía a bofetones tocándoles un par por destinatario y con eso se calmaba un poco el jolgorio habitual. Como a pesar de todo no conseguía un mínimo de atención y de compostura, llegó al borde de la desesperación e inventó algo con lo que casi consiguió el silencio en la clase: a la entrada de la escuela puso un botijo lleno de agua y así como íbamos entrando teníamos que llenarnos la boca con ella y mientras no tuviéramos que hablar para responder a sus preguntas, o para despedir a alguna visita con un general “usté lo pase bien” poniéndonos en pie, había que estar con el agua en la boca. Algunos espabilados se la tragaban sin justificación a pesar de lo peligroso que era y cuando don José estaba de espaldas seguían hablando; pero el maestro terminaba descubriéndolos, en cuyo caso les hacía acercarse hasta su mesa, les decía “echa el agua al suelo” y allí veíamos a los aludidos intentando producir saliva a toda prisa para simular la requerida agua, cosa que nunca se conseguía, con las consecuencias correspondientes. Este sistema actualmente parece un disparate integral, una medida medieval o de película cómica, pero entonces, por extraño que parezca, lo veíamos como algo perfectamente normal, como sucede con muchas otras cosas. Lo cierto es que a nadie le pareció impugnable el sistema y siguió practicándolo durante bastante tiempo, sin queja alguna.

miércoles, 15 de abril de 2009

MIS MAESTROS -Don José (I)-

Según indiqué en mi escrito sobre don Basilio, en 1944, con mis 7 años recién cumplidos, fui asignado a la escuela de don José Martínez de Castro, con el preciado aunque limitado bagaje de conocimientos que había adquirido gracias a mi anterior maestro. Con don José permanecí hasta el verano de 1947, es decir durante 3 años más.

La escuela de don José era la que había a la derecha del Ayuntamiento, a continuación de la de las chicas. En mi anterior clase las escaleras servían para bajar desde la calle; en cambio en esta eran muchísimas, también estrechas y se utilizaban para subir desde la plaza. Así que estas variaciones fueron las primeras que noté en mi nueva ubicación escolar. Al principio y al final de las escaleras había unas míseras puertas -que abrían hacia dentro- que consistían en unas tablas de madera con travesaños; la inferior, de un tono grisáceo propio del abundante sol y de la escasa pintura, y la superior, encalada de un color blanco tímidamente azulado, como todas las paredes, techo y maderos.

Al entrar en la clase se reparaba enseguida en que el suelo era de yeso como el de todas las casas del pueblo pero, cerca de la mesa del maestro, estaba algo hundido por causa del fallo de los maderos que lo sustentaban. Aquella concavidad siempre fue una zona de riesgo que procurábamos evitar, y un constante peligro para los escolares durante años. Este problema de los maderos deteriorados lo soportó también la tía Domina, una persona muy mayor, que aún era familia mía, que vivía sola en el piso de debajo de la escuela.

La clase estaba dividida en dos espacios: uno de pupitres para los alumnos que ocupaba unos dos tercios del espacio total, y el tercio restante que servía para zona de actividades próximas al maestro, donde estaban su mesa, la pizarra, el hundimiento mencionado, un modesto armario para libros y un hueco en la pared de enfrente para las botellas de tinta.

En invierno, entre la mesa del maestro y los primeros bancos, instalábamos una estufa cilíndrica de fundición de unos 40cm de diámetro y 80cm de altura, cuyo tubo atravesaba el techo, cruzaba una falsa y salía al tejado. La alimentábamos con el carbón que se guardaba en una carbonera a la que se accedía desde la clase.

En la zona de alumnos había tres filas de pupitres, tantas como secciones de escolares, de unos siete pupitres por fila y un banco corrido de unos 3m en la parte de más atrás. Los pupitres de cada sección, que estaban separados de los vecinos por pasillos de 1m aproximadamente, resultaban cómodos y estaban muy bien proyectados y construidos: eran biplazas, de buena madera, y capaces de soportar durante años el duro trato al que se sometían. Tenían espacios para guardar los libros y las libretas, agujeros para los tinteros de cerámica blanca, muescas alargadas para dejar los manguillos con sus plumillas, y asientos abatibles para ocuparlos y desocuparlos con facilidad. En fin, como he dicho, unos pupitres muy adecuados para la función que debían realizar, solo que, a pesar de los avisos y amenazas de los maestros, no se había podido evitar que estuvieran huecograbados con infinidad de rayas, nombres, tacos y algún que otro corazoncito.

Completaban el mobiliario dos sencillas perchas, una para ser utilizada por el maestro, y otra al fondo de la clase, siempre vacía porque entonces no se estilaban en Ariño los abrigos; así que aquella percha se podría calificar como sobrante.

Las lámparas eran de bastante potencia, estaban desnudas y colgaban del techo soportadas por sus cables entorchados con aislamiento de algodón trenzado es decir que no se cubrían los mínimos reglamentarios, cosa por otra parte bastante generalizada en aquella época.

Tres ventanas de regular tamaño orientadas al Este permitían ver, no sin cierta dificultad, la fuente de la plaza. En el lateral izquierdo de la pared Norte había un balconcillo que por su pequeñez y la altura a que estaba situado sobre la calle carecía de justificación, como no fuera la de ver desde él la ventana de la cárcel.

En las paredes se encontraban, detrás de la mesa del maestro, un crucifijo y un retrato de Franco de cuerpo entero en el centro, a la izquierda otro de José Antonio Primo de Rivera de medio cuerpo con la camisa azul y las flechas, y a la derecha una litografía de la Inmaculada de Murillo. En una de las paredes laterales había un mapa grande de Europa, con muchos nombres de ciudades, mares, ríos, etc., que con el tiempo llegamos a saber de memoria. Un mapa de España en relieve, de escayola coloreada, intentaba decorar otra de las paredes. Y para terminar la relación, indicaré que había un hueco más en la pared, con ventana de cristal, que se utilizaba para guardar minerales y algunas medidas de capacidad llenas de polvo.

El mantenimiento más frecuente de nuestra clase, en lo que nos turnábamos los alumnos, consistía en el barrido una vez por semana, - previo regado para no producir demasiado polvo- moviendo todos los pupitres. Cada dos o tres años se procedía al blanqueo de las paredes y una vez cada invierno alguien (no sé por cuenta de quién) reponía el carbón en la carbonera.

No había servicio, ni lo echábamos en falta porque tampoco lo teníamos en nuestras casas y, como no existían problemas de próstata (ni siquiera sabíamos lo que esta palabra significaba), con mear una vez en cualquier parte a la hora del recreo teníamos suficiente. Si alguien levantaba la mano para pedir permiso para salir a hacerlo, todos lo interpretábamos como una excusa para abandonar la clase con alguna otra finalidad y los maestros lo concedían a regañadientes o simplemente lo denegaban para no sentar malos precedentes.

Toda la relación con el agua era a través de un botijo de lo más simple, que inicialmente era casi blanco (y al cabo de poco tiempo casi negro), que estaba situado en el suelo, próximo al maestro. Todos, incluso el profesor, bebíamos en él, eso sí, a chorro, sin chupar el pitorro, que se consideraba una grave falta de educación. Cuando el botijo se vaciaba se mandaba a alguien a llenarlo de nuevo a la cercana fuente. Simplemente con haber podido disponer de dos botijos se hubieran simplificado bastante la logística del agua de boca, pero entonces las duplicidades no eran algo acostumbrado (salvo en lo de las perchas).

Me ha parecido conveniente describir con cierto detalle el lugar donde tenía lugar nuestra enseñanza porque, ya desaparecido, conviene dejar constancia de cómo era; también por revivir recuerdos de infancia, casi siempre agradables, en muchas personas de Ariño y, principalmente, por contextualizar lo mejor posible mi etapa escolar con don José, a la que espero referirme en un próximo artículo.

viernes, 3 de abril de 2009

La embestida

Hace unos cuantos años entró un pastor en una barbería de Ariño y el barbero, al ver el estado en que el mozo llegaba, le preguntó: “¿Pero chico, que te ha pasao? ¡Si parece que te haya embestido un autobús!”. Efectivamente, el pastor tenía la cara despellejada y en el centro de la frente un bulto morado como si hubiera recibido un fuerte golpe. (No era descabellado suponer que en el resto del cuerpo tendría también diversas magulladuras). El pastor le contestó: “Pues me ha pasao una cosa que ni te la puedes imaginar”. Y, acto seguido, le contó lo que le había ocurrido:

Acababan de finalizar las fiestas del pueblo en las que el pastor había ido trasnochando más de lo debido y, cuando al día siguiente tuvo que sacar a apacentar (decíamos pajentar) el ganado, iba muerto de sueño. A media mañana, aprovechando que las reses estaban pastando tranquilamente en un rastrojo, se sentó en una piedra de regular tamaño que había en la orilla del campo y se quedó mirando a las ovejas con expresión adormilada; pero debido a la carga de sueño atrasado comenzó a dar cabezadas sin parar, hasta que se fijó en él un mardano que llevaba en el ganado, e interpretó que le incitaba con la cabeza a la acometida; así que el animal aceptó el reto, tomó distancia y, durante una de las cabezadas más pronunciadas del pastor, se arrancó a toda leche hacia él y le asestó tal cabezazo en el centro de la frente que, aunque el hombre tenía los huesos también muy duros, casi le abrió la cabeza, a la vez que le hizo caer de espaldas, con tan mala suerte que detrás de donde estaba sentado había una pendiente y rodó por ella hasta que quisieron pararlo unos romeros; y entre el topetazo y la rodadura, quedó en las condiciones lastimosas que mostró en la barbería, eso que ya habían pasado varios días desde el percance.

Actualmente se sabe que una de las principales causas de los accidentes de tráfico es el conducir mal dormido y puedo asegurar, por propia experiencia, que es cierto; pero, incluso cuando había muy pocos coches, el ir en esas condiciones podía tener graves consecuencias en el momento más inesperado, como acabamos de ver en el presente relato. Y, en fin, parece ser que desde que el hombre transita por la Tierra, siempre ha sido peligroso el andar algo adormilado.

La anterior historieta, como me la contaron la he contado. A pesar de estar muy bien ambientada en Ariño, le concedo una probabilidad de que sea cierta del 50%, ya que la persona que me la contó, aunque es muy agradable y muy maja, es también muy bromista e imaginativa de manera que bien pudo modificar lo sucedido para que cuadrase bien y hasta es posible que todo lo que me contó fuera simplemente resultado de su prolífica imaginación. De cualquier modo, si lo relatado no sucedió realmente, bien pudo haber sucedido, y no vale la pena seguir dándole vueltas.
Visitas desde el 15-09-2008
Visitas desde el 22-06-2009... contador de visitas
contador de visitas