domingo, 29 de marzo de 2009

Otro "espabilado"

Parece que la viña de “los Caseros” era propicia para los robos descarados, ya que, además del que supuso el trazado de una carretera de parte a parte sin permiso ni compensación alguna (en la época de Sr. Tayá), ocurrió en ella un incidente, que presencié cuando yo tendría unos 9 ó 10 años:

Estábamos vendimiando varias personas esperando que mi padre, una vez terminada su jornada en la mina acudiese también, cuando uno de los camiones que frecuentemente pasaban por dicha carretera, se paró, bajó el chofer, y se puso a coger uvas con total descaro ya que nosotros estábamos a unos 50 metros. Empezamos a gritarle, pero el camionero, sin hacer el más pequeño caso, se subió al camión con su “brazada” de uvas, y se largó tan campante.

Mi madre, que buenas narices tenía como para que le fueran con estas bromas, a la vez que increpaba al interfecto se fue acercando a la carretera, paró a otro camión que pasaba precisamente en aquel momento, y se lanzaron en persecución del prófugo.

En la báscula de las oficinas paraban todos los camiones; así que allí se produjo el encuentro (o encontronazo) y mi madre, después de soltarle al camionero unas cuantas frescas y de divulgar en las oficinas lo acontecido, le dijo también que, o pagaba las uvas y los trastornos causados, o se las vería con la guardia civil, que estaba en el cuartel de al lado. El aludido, temiendo que la cosa acabase mal porque el cuerpo del delito estaba en la cabina y la guardia civil no se andaba con chiquitas, pagó sin rechistar lo que mi madre le dijo (que no era más que lo justo), y así pudo salir de la báscula, para dirigirse a La Puebla de Híjar, eso sí, con la cara bien colorada. Mi madre tomó otro camión que iba hacia la mina, y se incorporó a la vendimia, tras “desfacer el entuerto” que había ocasionado aquel incauto desvergonzado que no sabía “con quien se jugaba los cuartos”.

Este relato sirve para demostrar que mi madre (la tía Pilar “la Morela”) que “por las buenas” era un ejemplo de persona generosa y compasiva y ayudaba continuamente a todos que veía en dificultades, “por las malas” no se acobardaba así como así. Esto lo presencié constantemente, y muchas personas, cuando me recuerdan a mi madre, dan buena fe de ello.

miércoles, 25 de marzo de 2009

La viña de "los Caseros"

Un poco antes de 1920 se hallaba en expansión la actividad en la mina “Corral Negro” y, a unos 200 metros de las escombreras, mi abuelo José Macipe (“el tío Caracol”) tenía una viña cuya superficie era de alrededor de media hectárea. Los de la familia la llamaban “la viña de los Caseros” porque relativamente cerca había un balsete con ese nombre.

Un día dicha viña apareció, sin previo aviso, con una carretera cruzándola de parte a parte, es decir dividiéndola en dos, y destruyendo un elevado número de sus cepas.

Para quejarse del evidente atropello, mi abuelo fue a las oficinas del Sr. Tayá, que era el dueño de la mina, quien lo recibió fríamente y le dijo que ya le darían algún dinero en compensación de los perjuicios ocasionados.

Transcurrido bastante tiempo sin más noticias, mi abuelo comprendió que el asunto estaba muerto y así seguiría si él no lo resucitaba; por lo que se armó de valor y volvió a solicitar audiencia para recordarle la cuestión al Sr. Tayá, quien esta vez lo recibió con mala cara y le dijo, además, estas palabras:

“Parece mentira, José, que teniendo dos hijos trabajando en la mina, todavía vengas con estas exigencias”.

Mi abuelo, temiendo poner en peligro el trabajo de sus hijos, “plegó velas”, se fue a su casa “con las orejas calientes”, y no volvió a remover aquel asunto que debió de quedársele clavado en el alma el resto de su vida.

Las consideraciones acerca del caciquil ambiente de la época las dejo a cargo de cada uno, ya que el suceso es de los que no precisa comentarios. Solamente quiero hacer una observación, y es que no imaginaba el tal “señor” que un día un nieto del tío José pondría “negro sobre blanco” aquella actuación para, aunque tarde y ya sin remedio, dejar constancia del atropello al que injusta e impunemente, abusando de su posición, sometió a su abuelo q.e.p.d.

domingo, 22 de marzo de 2009

Esto son berzas


Lo siguiente es algo que contaba mi madre de vez en cuando:

En una fonda de “la Sierra”, que es una zona indefinida entre Ariño y Teruel donde en cuanto hace frío se ven desde Ariño unas montañas nevadas, llegó un “espabilado” y al ver que a los comensales les iban sirviendo berzas, le dijo a la servidora : “A mí no me sirva eso, porque no me gusta”. La moza se fue sin decir palabra y el cliente, visto que pasaba el tiempo y no servían otra cosa, dedujo que se trataba de plato único, por lo que llamó a la chica de nuevo y le preguntó: “Oiga, esto que han servido, ¿son berzas o berzotas?”La joven respondió: “Esto son berzas”. El astuto pero chasqueado cliente concluyó: “En tal caso sírvame un plato, pues yo creí que eran berzotas”.
No os gustaría haber visto la cara de la camarera?

Otra de madrugadores

El hijo ha trasnochado más de lo debido y su padre, de madrugada, al borde de la pajera intenta despertarlo diciéndole con voz de ultratumba:

–Abre los ojos Miguel, que te viene Dios a ver.

El mozo, con voz soñolienta, responde:

–Ni que venga Dios ni el diablo, los ojos yo no los abro.

El padre prueba por el aspecto alimentario:

–Miguel, levántate a almorzar zorro.

Miguel contesta con desgana:

–No, que ya solo quedan las tripas y el morro.

El padre se ve obligado a gastar su último cartucho, diciendo:

–Miguel, levántate a almorzar sopas de leche.

El Miguel de pronto se incorpora y dice con los ojos muy abiertos:

– ¿Dónde, dónde están?

Lo cual prueba que, buscando el modo, muchas veces se pueden resolver problemas que parecían de muy difícil solución, como puede ser el intentar despertar temprano a un mozo que se acostó demasiado tarde.

La buena educación


Un chiste que contaba mi padre:

Coincidieron comiendo en la misma mesa dos hombres que tenían una relación justita o nula. En el plato quedaban dos bocados, de diferente tamaño. Uno de los comensales dijo: “Coja, coja usté ”. El aludido cogió el bocado más grande. El que había hablado en primer lugar, no pudiendo contenerse, exclamó: “Parece mentira que cogiendo el primero, elija el bocado mayor. Eso demuestra muy poca educación”. A lo cual respondió el aludido: “Si hubiera sido usted primero, ¿cuál hubiera cogido?” El otro respondió: “Pues, naturalmente, hubiera cogido el pequeño”. Y concluyó el más listo: “Entonces, no sé por qué se queja: ¡Ahí, ahí lo tiene todavía!”

Lo cual demuestra que algunas veces, hasta las apariencias de buena educación tienen su trampa.

lunes, 16 de marzo de 2009

MIS MAESTROS —Don Basilio—


En el comienzo de mi época escolar nos llevaban a la escuela a los seis años. Fui a parar a una que había al lado de la casa de la tía Nuncia. El edificio era de tres plantas: corrales, escuela y vivienda. La vivienda quedaba al nivel de la calle y para ir a nuestro destino teníamos que bajar bastantes escalones a oscuras y allí, al lado de la carbonera que también se llamaba cuarto de las ratas y de los castigos, estaba la puerta de la que durante un año sería mi escuela. Desde el interior se veía, a lo lejos, el cementerio y hoy veríamos también la residencia de la tercera edad. En la pared, al lado de la puerta, había un ventanuco cuya función era tratar de iluminar la escalera de entrada, cosa que conseguía a duras penas porque era lo suficientemente pequeño para que no pudiera atravesarlo ningún chaval, ya que los proyectistas del ventano desconfiaban (con razón) de los escolares. Sí servía para que, de vez en cuando, asomase la cabeza a la clase un muchachote que con voz de desagüe de lavadora decía: “¡Ole, ole talento!” Algunos se reían, pero a mí, con lo pequeño que era, no me hacía ninguna gracia aquella falta de respeto al maestro y no me explicaba por qué este no iba a por el intruso y le propinaba un par de sopapos que yo consideraba bien merecidos. Este es uno de los interrogantes que me quedaron en la mente en aquella etapa de mi vida.

El maestro se llamaba don Basilio y tendría algo menos de cuarenta años. Nadie me informó, ni yo tuve interés en saber, sus circunstancias familiares. Sí me quedé con la imagen de que era muy trabajador y tenía a su cargo unos 30 ó 40 chavales desde 6 a 12 años (no me consta que hubiera de más edad) que cuando pasábamos, siempre corriendo, por aquella estrecha escalera, éramos un verdadero terremoto.

Allí, al lado de don Basilio, fui asimilando cómo eran las letras, cómo sonaban y cómo se enlazaban unas con otras. Yo (modestia aparte) era un buen chaval, trabajador y con buena memoria, así que, en poco tiempo, las aprendí y leía las cartillas con facilidad. Extraescolarmente, en la puerta de mi casa, con una pizarra grande de madera que tenía, me recreaba escribiendo palabras que me decían los vecinos, y se quedaban admirados de mi sapiencia, lo que no era un gran mérito para mí ya que a los mayores les venía justo para leer y escribir; sin embargo aquellas alabanzas me elevaban la autoestima y me motivaban para seguir aprendiendo.

Don Basilio también estaba sorprendido de lo rápido que aprendía y quiso hacer una demostración de mis facultades lectoras ante los alumnos, especialmente ante los mayores. Para ello se agenció un periódico, me llamó a su lado, mandó callar a todos, y me hizo leer unos párrafos. El experimento no resultó lo convincente que era de desear porque me había puesto el listón demasiado alto y leí lo que me señaló, con dificultad y a trompicones.

Al cabo de poco tiempo pasé a escribir al dictado, en el cual participábamos toda la clase a pesar de que, como he dicho antes, las edades oscilaban entre 6 y 12 años. Yo estaba en las primeras filas y justo detrás ya se sentaban los más mayores. Los alumnos escribíamos la fecha por nuestra cuenta y a continuación don Basilio comenzaba a leer en voz alta lo que debíamos escribir. Uno de aquellos días uno de los mayores, al comenzar, dijo en voz alta: “Don Basilio: diga la fecha porque alguno ya está poniendo 32 de mayo”. El muy cabrito había mirado por encima de mi hombro y había visto la fecha que yo acababa de poner. El ataque fue tan directo y tan espectacular que me salieron los colores y sentí tal rabia que “le tomé la matrícula” a aquel chico y siempre he recordado el incidente. Sé quien fue pero no se lo he dicho a nadie y nunca se lo he tenido en cuenta, porque se trata de una persona magnífica con la que siempre me he llevado muy bien. Lo que pasa es que de niños somos crueles y nos gusta hacer chistes a costa de los más débiles sin darnos cuenta del daño que hacemos; por eso estas actuaciones hay que comprenderlas y perdonarlas ya que muchas veces ellos mismos, de mayores, son los primeros en reconocer que en tal o cual ocasión no obraron como era debido.

Lo anterior es lo más significativo de mi estreno como escolar. Lo he recopilado rebuscando en mi memoria los recuerdos de aquella etapa. Me sorprende ver, desde mi óptica actual, la cantidad de observaciones y de sentimientos que se nos graban en la mente ya a edades muy tempranas. Muchas veces retenemos los detalles que menos se imaginan las personas del entorno. Esto es una observación para los educadores de niños pequeños porque, aunque saben de sobra todas estas cosas, no está de más subrayárselas.

Al terminar mi primer curso tenía que cambiar de maestro y oí rumores de que me tocaría don Antonio; pero no sé qué paso, el caso es que aterricé, en mi segundo curso, en las huestes de don José Martínez de Castro, maestro al que le tengo un gran aprecio (ya sé que tiene detractores) y al que espero referirme en un próximo relato.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Los llamaban locos

Hubo en Ariño una familia muy popular cuyos progenitores eran el tío Javier (lo llamábamos el tío Javiel) y la tía Jacoba. El tío Javiel había nacido en Ariño y era un hombre un poco raro. La imagen que tengo de él, de cuando yo era un niño, es que hablaba en voz alta con un acento especial y llevaba la cabeza muy levantada como si se sintiese algo superior al entorno. La tía Jacoba al parecer era de Alfajarín y tenía aspecto de ser muy buena mujer. La recuerdo pequeña y andando con cierta dificultad, siempre trabajando en la carnicería que tenían en la replaceta del médico.

De aquel matrimonio nacieron tres hijos varones cuyos respectivos nombres de mayor a menor eran Antonio, Joaquín y Pascual, todos buenas personas, pero tenían también un punto de rareza que debía de ser motivada por algún gen heredado del padre.

El mayor, a quien llamaban el Antonio “el Loco”, estaba ingresado en “el Psiquiátrico” de Teruel cuando tuve conciencia de él, pero pasaba temporadas en el pueblo, donde te lo encontrabas por los caminos de la huerta donde menos lo esperabas. Decía mi padre que en alguna de aquellas visitas en invierno le habían visto bañarse en el río con el agua helada. Este detalle era suficiente para que la gente desconfiase de su cordura. Él tampoco se interesaba por la gente, actuando como si pasase de todo y de todos. En su etapa de normalidad se había casado y tenían un hijo que era varios años menor que yo y vivía con sus abuelos. Este chico, que también se llamaba Javier, tenía aspecto de muy inteligente y era bueno, simpático y amable.

Al Antonio, cuando era joven, se le consideraba de una inteligencia superior a la media y ejercía el oficio de barbero, practicante y sacamuelas. Teniendo en cuenta lo que ahora conocemos de su evolución, el imaginarlo manejando aquellas navajas alemanas de afeitar que utilizaban entonces no deja de producir un cierto escalofrío.

He tenido interés en hacer los anteriores apuntes sobre esta familia porque entre todos ejercían una cierta influencia en Ariño y porque existen algunas vinculaciones con la persona de la que voy a hablar a continuación, que es el motivo central de este relato.

Se trata del Vicente “el Tormos” a quien algunos llamaban también el Vicente “el Loco”. Hacía cosas extrañas, lo que en Ariño se consideraba siempre como signo de locura. Concretamente, a pesar de que tenía varios familiares, vivía aislado por decisión propia, en un corral (con una zona cubierta) próximo al “cerradillo”, rodeado de varios animales: un macho, un cerdo, varias reses y algunas gallinas. Te lo encontrabas por los caminos siempre acompañado por su macho y a veces por las ovejas y, cuando le saludabas con un “¡hola Vicente!”, te contestaba “¡holaaa…!” y esta era toda la conversación. Llevaba siempre una gorra de aquellas negras que le hacía de visera para que no le molestase el sol en los ojos y ello le obligaba, para ver bien el camino, a llevar la cabeza muy levantada. También tenía una forma especial de caminar con pasos largos y lentos; parecía como si en su niñez hubiera aprendido a caminar pasado el momento preciso. El aspecto, como es lógico dados los antecedentes, era descuidado y sobre todo sus barbas y su pelo necesitaban muchos más cuidados de los que les dedicaba.

En cierta ocasión el Antonio (el hijo del tío Javiel) movido por un curioso impulso de solidaridad que se da entre personas que intuyen tener algo en común, fue a hablar con el Vicente y le propuso que pasase por su barbería para adecentarle la barba y el pelo gratuitamente, a lo cual este le contesto: “¡Ah no!¡Yo no entrego mis barbas en manos de un loco!”.

Esta frase se hizo famosa y la gente la relacionaba con aquello de “la sartén le dijo al cazo” y en general se le daba a la anterior entrevista el tratamiento de un chascarrillo más.

Siguiendo con el relato de las actividades del Vicente diré que solía ir con frecuencia a un campo de olivos que tenía en “el Batán” cerca de “el Plano” y utilizaban, él y su macho, una cueva próxima como refugio. Para ir a dicho campo necesitaban cruzar el río Ariño y el Martín y este era bastante caudaloso. Un día al regresar al pueblo ya anocheciendo, al cruzar el río Martín, el macho, que ya era viejo, se desplomó en mitad del río. El Vicente lo descargó como pudo pero el macho ni siquiera así tenía fuerzas para levantarse. Acudieron algunas personas en su ayuda pero tampoco consiguieron levantarlo. Puede que el agua fría le produjera una hipotermia o que su viejo corazón estuviera dando sus últimos latidos; el caso es que, después de muchos esfuerzos, desistieron de sacarlo del agua. Y así falleció el macho, a pesar de que hasta el último momento mantuvo la cabeza fuera del agua y podía respirar.

Estas imágenes del Vicente desesperado viendo que se le estaba muriendo el macho, y otras en que me lo imagino velándolo durante gran parte de aquella aciaga noche, me producen, cuando las recuerdo, una inmensa pena.

Mi vida lejos de Ariño hizo que dejase de tener noticias del Vicente y no sé qué más pasó con él, pero siempre lo recuerdo con cariño y con tristeza. Con el tiempo he visto que su apodo no refleja la realidad ya que para mí aquel hombre no estaba loco, porque no hizo nada que pudiera acreditarlo como tal. Estoy convencido de que simplemente se trataba de una persona autista, condición que le incapacitaba para relacionarse socialmente. Lo veo como una buena persona víctima de una situación que entonces no tenía remedio.

Cuando reflexionamos sobre si “el progreso” vale siempre la pena, dudamos de ello por lo mucho que perdemos a cambio de lo que ganamos con él; pero no me cabe duda de que, en el tratamiento de muchas problemáticas personales como la de nuestro Vicente, actualmente estamos en una situación muchísimo mejor que en aquellos tiempos.

Para terminar confieso que siempre he sentido la necesidad de solidarizarme con la humilde figura del Vicente “el Tormos” porque, sin serlo, la gente lo llamaba loco; aunque tampoco la locura sea una deshonra, sino simplemente una enfermedad (y las hay mucho peores).

domingo, 1 de marzo de 2009

La despedida

Esta anécdota corresponde a una época que, por poco, no llegué a conocer, aunque sí conocí a la persona a la que se refiere.

En aquellos años, cuando a los quintos les llegaba la hora de incorporarse al Ejército, tenían que ir por sus propios medios, es decir andando, hasta la estación de ferrocarril de La Puebla de Híjar, lo que hacían acompañados por algún que otro amigo, y sobre todo por algún familiar.

En La Puebla se juntaban los quintos de toda la comarca y, organizados por mandos militares, llenaban un tren que los llevaba a Zaragoza, donde se concentraban todos los mozos de la Región Militar.

En el momento de partir —por causa de las despedidas— se formaba un interminable follón que los mandos trataban de resolver contundentemente, procurando que el tren saliera a la hora prevista.

Uno de aquellos mozos de Ariño, ofuscado por las prisas, se despedía de su padre con un abrazo y la siguiente expresión:

“¡ Hala padre! Si no nos vemos. . . ¡Eso es lo que es menester!”

O sea que dijo lo primero que le vino a la cabeza la que, con tranquilidad, daba algo de sí, pero nada coherente se podía esperar de ella si le iban atosigando.

Cuando me contaron esto, además de hacerme gracia la expresión del aspirante a militar, me sorprendió que, hace no muchos años, la cosa más simple, como por ejemplo “ir a la mili”, tuviera las grandes dificultades que se deducían de lo que me iban explicando.

El jarabe de palo


Esto lo contaba mi padre, y supongo que solo es una especie de chascarrillo, aunque muy bien ambientado:

El mozo había trasnochado y por la mañana, muy temprano, estaba todavía durmiendo en la pajera cuando su padre se le acercó para intentar despertarlo. El hijo dijo con voz quejumbrosa:

–Padre: ¡Qué mal me encuentro! ¡Qué mala gana tengo!

El padre, quitándose el cinturón, comenzó a pegarle con él, diciendo:

– ¡Fuera mala gana de mi chico! ¡Fuera mala gana de mi chico! propinando al virus “mala gana” el castigo apropiado para que el chico quedase curado.

La pajera en Ariño era un contenedor de paja, hecho de obra de albañilería y adosado a las paredes, en la cuadra donde pasaban la noche las caballerías. Aquella era, en muchos casos, la cama donde dormían los chicos que ya eran mozalbetes, hasta que les llegaba el día de casarse. Como la paja que constituía el colchón era también el alimento (mezclándolo con algún cereal como cebada, avena, o centeno) de las caballerías compañeras de dormitorio, no era raro encontrarse, al despertar, con la imagen de la cabeza de una o de varias de ellas atraídas por el olor de la paja. Entonces los olores de las cuadras se consideraban normales, o ecológicos que diríamos ahora. Conviene precisar que las chicas no dormían en la pajera porque se tenía esa atención con ellas. Añadiré, para terminar, que las pajeras en invierno tenían la ventaja de ser lugares templados por las abundantes calorías que proporcionaban las caballerías. Con frecuencia eran las únicas habitaciones algo templadas de las casas.
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