jueves, 26 de febrero de 2009

El platillo volante



Estando de vacaciones un verano en casa de mis padres en Ariño, mi esposa rompió accidentalmente un plato de duralex. Mi madre le quitó con insistencia cualquier importancia al asunto, mientras mi padre observaba atentamente la jugada. Aquella tarde fuimos a la huerta y ¡casualidad de casualidades!, encontramos en un ribazo, sobre el lastón, un plato exactamente igual al roto. En lugar de dejarlo donde estaba, que hubiera sido lo normal, mi padre lo cogió y volvimos con el plato a casa al atardecer. Al llegar, mi padre mostrándole el plato a mi madre, le dijo que María lo había comprado en compensación por el roto. Mi madre montó en cólera y arrebatándole el plato a mi padre abrió la ventana y lo tiró al corral oyéndose un sonoro estallido y el cacareo asustado de las gallinas, mientras mi esposa le perjuraba que no lo había comprado y que todo era una broma de mi padre (que sabía perfectamente lo que haría mi madre al ver el plato). ¡Pues no hubo manera de convencerla de que lo habíamos encontrado en la huerta! Mi madre decía: “Sí, ¡allí iba a estar el plato esperándoos a vosotros!”, como queriendo indicar que tal circunstancia era demasiado casual para poder creerla. El caso es que nunca pudimos convencerla de lo que realmente pasó y ella se quedó con su idea.

A veces hay hechos reales que son perfectamente increíbles.

lunes, 23 de febrero de 2009

Costumbres peligrosas

En Ariño, durante muchos años, los mineros fueron al trabajo andando por su cuenta y riesgo, lo cual les representaba caminar cada día más de dos horas entre ir y volver; de manera que, viéndolo positivamente, esta gimnasia era motivo suficiente para estar la mayoría bastante sanos, a pesar de lo insano que era el interior de la mina sobre todo para los pulmones.

Un buen día algún directivo tuvo la razonable idea de poner, para el transporte del personal, un camión al que se llamaba “el camión de los mineros”. A los del casco antiguo de Ariño se les recogía en “los Albaretes”, o sea en la confluencia del camino del cementerio con la carretera de las minas. Aunque la caminata diaria no se eliminó totalmente, se redujo mucho porque pasó a costar, más o menos, un cuarto de hora. La gente reconoció la mejora ya que, aunque aquellos camiones no eran cómodos, la situación cambiaba mucho y además los mineros no eran quejones. Con los años las cosas fueron mejorando y, al final, el trayecto en ambos sentidos se hacía en flamantes y cómodos autobuses a cargo de la Empresa; eso sí, hasta donde yo recuerdo, el autobús siguió teniendo su primer punto de recogida en el barrio de SAMCA y una parada en “los Albaretes” que, como queda dicho, seguía estando a un cuarto de hora del pueblo. Para decirlo todo hay que reconocer que el estado de los caminos no facilitaba una mayor aproximación de los camiones ya que, además de ser de tierra, estaban llenos de piedras, y lo único que se hacía como mantenimiento era despedregarlos “a zofra” unos días antes de las fiestas de septiembre. (Entonces no se celebraban en agosto como ahora).

Volviendo a la época de los primeros camiones, un día de invierno, al amanecer, iba mi padre medio dormido con la capaceta al hombro y las manos en los bolsillos del pantalón a causa del frío y, cuando estaba a la altura del cementerio, vio que el camión llegaba ya, por lo que decidió acelerar el paso hasta casi correr. En estas tropezó en uno de los abundantes pedruscos y el tropezón fue de tal envergadura que perdió la vertical y, mientras iba cayendo, intentó desesperadamente sacar las manos de los bolsillos, cosa que no consiguió del todo a pesar de casi romperlos, a la vez que mentalmente se iba diciendo “no te está mal, no, que esto te pasa por ir corriendo con las manos en los bolsillos”. El caso es, que, aunque mi padre era delgado y por tanto de poco peso, pegó un tripazo en el suelo de tal calibre, que, según decía, notó una rayada de dolor en diagonal por todo el cuerpo desde la ingle hasta el hombro, que le hizo pensar: “¡Ya me he reventao!” Pero a pesar de lo aparatoso del accidente vio que la cosa no pasaba a mayores, por lo que recogió la boina y la fiambrera, recompuso la figura y siguió adelante a buen paso; pero esta vez con las manos al aire, ya que los sustos gordos a veces modifican los criterios sobre el frío.

jueves, 19 de febrero de 2009

El grillero

Decía mi padre que apareció un día en Ariño un individuo dispuesto a comprar grillos. (En Ariño a los saltamontes se les llama grillos). De manera que dio a conocer su curiosa oferta al vecindario por el sistema habitual en aquella época, que era “echar un bando” por el pueblo, pregonando la singular noticia.

Al oír al pregonero, la gente, niños y mayores, salió sin pérdida de tiempo hacia el monte a buscar grillos, pertrechados de ingeniosos utensilios para su eficiente caza y otros no menos curiosos para su seguro almacenaje, y por la tarde apareció por la plaza el primer cazador con su cargamento de grillos y le presentó al comprador el primer lote.

El presunto comprador tomó un grillo, le dio la vuelta y mirándole la parte inferior dijo “es grilla”, lo lanzó al aire y la grilla salió volando. Tomó el siguiente y haciendo la misma maniobra dijo “también es grilla”, y repitió la operación de lanzarlo al aire; y así uno tras otro fue descartando a todos los grillos, por no tener ninguno las características solicitadas.

Durante toda la tarde se fue repitiendo la comprobación del sexo de los grillos y no se pudo encontrar ni un solo macho. Así que los improvisados cazadores retornaron contrariados a sus casas, sospechando que les habían tomado el pelo, pero sin poder asegurarlo, porque no había nadie que supiera distinguir a los grillos de las grillas y rebatir al comprador su decisión tan sumamente personal e inapelable.

Estoy seguro de que este relato, que contaba mi padre con su habitual socarronería, no corresponde a un hecho real, ya que no puedo creer que alguien se atreviera a correr el riesgo de salir muy malparado cuando el personal se diera cuenta de que todo era una burla; hay personas imprudentes, pero no tanto.

Este hipotético suceso fue el origen de que, para referirse a que algo no había resultado como se esperaba, alguna vez se dijese: “me ha salido grilla” expresión con igual significado que aquella de “me ha salido la nuez cucona” cuyo significado es evidente.

El inmutable

El siguiente relato que no se refiere a un hecho sucedido realmente sino que, sin lugar a dudas se trata de un chascarrillo, lo contaba mi tío Antonio “el Morel” q. e. p. d.

Al parecer hubo una vez un hombre, padre de familia, que tenía la rara particularidad de no enfadarse nunca. Hay que decir que esta condición no le era del todo conveniente, ya que algunas veces le hacían faenas a sabiendas de que no habría una justa reacción, y otras lo ponían a prueba para ver hasta donde llegaba su pacifismo. De forma que, si bien no sufría los perjuicios propios del enfado, tenía los inconvenientes derivados de no enfadarse, aunque estos a él le trajeran sin cuidado.

En cierta ocasión, en época de siega, a un hijo suyo se le ocurrió hacer algo que sin duda conseguiría enfadarle y convertirlo en una persona normal. Así que después de segar varias personas todo el día “a lomo caliente”, recogieron los fajos haciendo una gran fajina; y cuando los segadores estaban aliviando un poco el cansancio, el hijo sacó las cerillas y le pegó fuego al producto de la siega. La mies seca arde con facilidad; de manera que, en pocos segundos, aquello fue una enorme hoguera. El hijo supuso que esta vez su padre se pondría rojo de ira; sin embargo cuando éste vió las llamas en aquel ya fresco atardecer, se acercó a la hoguera y solamente dijo:

–¡Una calentadica en cualquier tiempo es buena!

Así que la “medicina” tampoco hizo efecto esta vez, quizá porque la enfermedad del padre debía de ser incurable.

El caso es que, en Ariño, al encender fuego en el campo, era frecuente que alguien dijese: “¡Una calentadica en cualquier tiempo es buena!”, recordando el chascarrillo al que se refería con frecuencia mi tío Antonio.

sábado, 14 de febrero de 2009

Los rayos

Todos los años tenemos noticias de que varias personas mueren en Aragón por causa de los rayos. En Ariño se produjo hace bastantes años un fallecimiento por este motivo: un día al amanecer oí un trueno seco y fortísimo que me despertó y, al levantarme, vi que estaba muy nublado, como a punto de llover. No mucho más tarde, como a media mañana, empezó a circular por el pueblo el rumor de que había ocurrido una desgracia. Se acababa de saber que el Vicente “el Higuero”, que estaba casado y tenía un hijo pequeño, había fallecido cuando andaba, como buen pastor, en busca de una oveja que se le había perdido la tarde anterior. El rayo le alcanzó subiendo hacia “los Valellos” por el camino que hay monte arriba a partir de la casetica de “los cinco reales”. Alarmada su esposa por la tardanza en regresar al pueblo avisó a la familia y salieron varias personas en su busca, entre ellas el padre de Vicente, el tío Manuel, que fue precisamente quien encontró a su hijo abatido por el rayo. Para el pobre tío Manuel, que fue el primero en abrazar al hijo ya muerto; para la esposa y el hijo de Vicente y para el resto de la familia, hubo un antes y un después de aquel fatídico día, y muchas veces sus ojos se llenaron de lágrimas por el trágico final de Vicente Paricio, q.e.p.d.

Otro rayo que pudo causar también una tragedia alcanzó a José Manuel López, el hijo del José “el Tejero”, cuando iba cazando por el Puerto. Le cayó precisamente en la escopeta y, aunque le ocasionó varias quemaduras, milagrosamente no le mató a pesar del riesgo añadido de llevar la escopeta cargada y las cartucheras llenas. Yo le vi la cicatriz en forma de cruz que le quedó en el pecho debajo de una cruz que llevaba en una cadena colgando del cuello. Todo el mundo mostraba su admiración, él el primero, de que sobreviviera después de tan tremendo accidente.

Me informan de que hace unos cuatro años murió, también electrocutado por un rayo, un joven inmigrante que estaba trabajando en el tejado de la residencia. Técnicamente esa zona no es de gran riesgo y de hecho, que yo sepa, es la primera persona que muere por este motivo en el propio pueblo. Mala suerte y una gran pena sobre todo para sus familiares que lo debieron de ver marchar hacia España con la ilusión de abrirse camino y ya no volvieron a verlo vivo. Descanse igualmente en paz.

Recuerdo también que cuando yo tenía unos 14 años fuimos un día mi padre y yo con dos burras por la sierra de Arcos hacia un campo que teníamos en la loma Baja de las Coronas. Al poco tiempo de pasar la balsa apareció a nuestras espaldas una tormenta de muy mal aspecto con negros nubarrones precedidos de fuerte aparato eléctrico. Cuando nos alcanzó íbamos en fila, primero mi padre llevando a una burra del ramal, a continuación la otra burra con el ramal atado al baste de la primera, y yo cerrando la marcha. En aquel momento andábamos por la parte más alta de una montaña desde la que se divisaba, a nuestra derecha, la cuenca minera de Ariño. Yo comprendí que nuestra posición era peligrosa en aquellas circunstancias por la alta cota del camino y por la presencia de las burras cargadas de aperos con partes metálicas puntiagudas. Mis temores aumentaron de repente porque, en aquel momento, se produjo a la vez un relámpago y un trueno impresionante y vi, como a unos 300 metros, el humo producido por un rayo que acababa de caer. Mi padre apaciguó a las caballerías como pudo y seguimos adelante. Yo miraba a mi padre para ver si tomaba alguna medida de protección y, como él seguía inmutable, no me atreví a pedirle que buscásemos algún cobijo, porque me dio vergüenza demostrar mi temor. Y así seguimos, yo convencido de que en cualquier momento nos iba a caer un rayo que nos dejaría secos a todos, personas y caballerías. Mi padre, que no era tonto ni mucho menos, quizá estaba pensando lo mismo, aunque supongo que confiaría en aquello de que “nunca pasa nada”; el caso es que seguimos camino adelante sin pestañear, hasta que nos sobrepasó la tormenta, y eso fue todo.

El recuerdo de aquella tormenta se me quedó grabado en el cerebro con la sensación de que ha sido la ocasión, a lo largo de mi vida, en que más miedo he pasado y en la que más cerca de morir he estado.

Creo que aquella vez no actuamos correctamente, porque hicimos una temeridad. Debimos dejar aquel camino que estaba en una cota máxima, descender a otra menor, atar las burras distanciadas una de otra y separarnos de ellas protegiéndonos nosotros, incluso entre los romeros, hasta que pasase la tormenta, en lugar de seguir aparentemente tan campantes como si aquello no fuera con nosotros cuando estaban cayendo rayos a corta distancia. Yo no tuve la confianza de expresarle a mi padre mis temores pero es que entonces existía la equivocada idea de que demostrar miedo era cosa de cobardes y yo no quería pasar por tal de ninguna manera.

Mi hijo Joaquín Macipe sabe también algo de rayos por una vez que fuimos él y yo en Benasque a pescar truchas muy temprano. Allí, que los vimos también de cerca, no nos traumatizaron porque nos metimos en el coche y a esperar que escampe con la tranquilidad de que el estar en el interior de un coche proporciona una total seguridad frente a las descargas eléctricas. Dicho sea de paso, cuando escampó nos divertimos de lo lindo pescando. Sabido es que, para pescar, el tiempo revuelto amenazando tormenta es algo muy favorable. Lo hemos comprobado en muchas ocasiones y especialmente en aquella de Benasque, en que varias veces sacamos dos truchas con un solo tirón de la caña.

martes, 10 de febrero de 2009

Cuidado con algunas jotas


En Ariño, hace años, cuando se obraba en las casas, normalmente intervenía un albañil como profesional y una o varias personas de la familia del promotor ayudaban como peones. En cierta ocasión, el albañil que se contrató era notable por lo bien que cantaba y lo bien que ingeniaba jotas alusivas a las distintas circunstancias. El dueño de la casa, promotor de la obra, se llamaba Vicente y estaba constantemente insistiendo para que el albañil cantase una jota de las suyas. El albañil se resistía, diciendo: “No quiero, porque se enfadará”; pero fue tanta la insistencia, que al final el albañil cantó así:

– Alabo al señor Vicente...

El Sr. Vicente dijo:

–¡Ole, ole! ¡No me enfado, no!

El albañil continuó la jota, cantando:

– Porque amasa mal y poco...

Aquí el Sr. Vicente se mantuvo callado y no dijo nada.

– Con la punta de la lengua...

– Se va lamiii...nando el moco... ¡EL MARRANO!

El Sr. Vicente saltó como un resorte:

– ¡A MÍ ESO NO ME LO DIGAS!

Y el albañil concluyó con sorna:

– ¡No le dije que se enfadaría...!

¡Qué difícil es aceptar la imagen que de nosotros tienen los demás, si no es buena!
Hay que añadir que entonces, igual que ahora, los albañiles tenían lista de espera y además su posición era más sólida que la de quienes los contrataban.

Aviso matinal

Oído de madrugada en la calle del Calvario, de ventana a ventana, hace muchos años:

“¡Manoliquia. . . Manoliquia! ¡No le des de almorzar a la chiquia! ¡Que ha almorzau con su agüelo y con yo, crabas con patracas!”

Así hablaban entonces bastantes personas, aunque ahora nos parezca una broma. Vemos también que el tipo de desayuno no se parece a los actuales; sin embargo las crabas que decían (o cabras que decimos actualmente), que son caracoles blancos de monte, entonces se comían con cierta frecuencia; en cambio ahora son una exquisitez y en bastantes sitios una especie protegida. En la advertencia matinal se aprecia también que el desayunar dos veces una niña no estaba bien visto por su abuela. Sin duda las cosas han cambiado mucho desde entonces.

miércoles, 4 de febrero de 2009

La decisión

La siguiente historia se la oí contar a mi madre:

Se hallaba un sapo a la orilla de una carretera intentando cruzar al otro lado. De vez en cuando pasaba algún coche, así que el cruzar significaba ciertamente un riesgo de morir aplastado. El sapo intentaba pasar y, al oír el más pequeño ruido, daba media vuelta y se volvía atropelladamente al origen, y allí se quedaba quieto, hasta que se le pasaba el susto. Repitió el intento varias veces con el mismo resultado y, cuando ya se convenció de que siempre eran falsas las alarmas, se armó de valor, se dijo “¡allá voy!”, y se lanzó a cruzar “a tumba abierta”; lo que fue una premonición, porque aquella vez el ruido que comenzó a oírse sí que procedía de un coche de verdad, que justamente le pasó por encima, dejándolo del grueso de unos pocos milímetros. El sapo, en el momento de ser aplastado solo pudo decir “¡la erré!”, que venía a ser como una reflexión final sobre el resultado de la operación “cruzar carretera”.

Pasando de la fábula del sapo a lo que nos sucede a las personas, el que más y el que menos nos hemos encontrado alguna vez en esa situación de indecisión en que, estando varias veces casi a punto de iniciar algo, nos echamos atrás en el último instante y, cuando por fin nos decidimos, nos damos cuenta, demasiado tarde, de que hemos elegido el peor momento.

Esto, al fin y al cabo, es una más de las muchas manifestaciones de las leyes de Murphy que, como vemos, ya las intuíamos en Ariño hace muchos años.

Cosas de mi madre

Me parece estar viendo la cara de mi madre, viva estampa del regodeo, contando que un día al anochecer estaba un poco preocupada porque yo, que por aquel entonces era un chaval, no daba señales de vida siendo ya la hora de cenar; así que le preguntó a un chico un par de años mayor, si me había visto en alguna parte. Aquel chico le contestó atropelladamente: “El Salvador está en la plaza. ¡Lo he visto mí...!” Mi madre al recordar esta expresión se reía tan a gusto que contagiaba a los oyentes, sin darse nadie cuenta de que, en cuanto a incorrecciones lingüísticas, veíamos muy fácilmente la paja en el ojo ajeno y con dificultad la viga en el propio, como sucede con muchos otros defectos.
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