Hubo en Ariño una época en que el bar Central, que era propiedad de Bautista Vallespín, tenía una abundante clientela de jóvenes de alrededor de 20 años, que ocupábamos con frecuencia la planta calle del bar, más los locales de las plantas 1ª y 2ª. Un domingo por la noche cerró un poco antes de lo normal, cuando el bar estaba lleno, y nos juntamos en la calle nada menos que 20 ó 30 clientes. Una vez en la calle, con mi guitarra en la mano, de la cual era inseparable, me di cuenta de que me había dejado dentro una prenda de abrigo y, cuando me disponía a volver para recuperarla, uno de mis amigos, se ofreció para guardarme la guitarra hasta mi regreso. Como en la calle había semejante follón y apreciaba mucho a mi guitarra, no acepté de entrada el ofrecimiento, pero insistió tanto, que, finalmente accedí, y subí, a la carrera, a buscar lo que me había olvidado, lo cual me costó unos treinta segundos.
Al llegar abajo ¡oh, sorpresa! ¡el celador de mi guitarra ya no estaba donde yo lo había dejado! Giré la cabeza rápidamente para ver donde había ido a parar, y me lo vi corriendo, a toda velocidad, con mi guitarra en la mano como si fuera persiguiendo a alguien. Con los ojos “a cuadros” contemplé, “a cámara lenta”, las siguientes imágenes: mi amigo, en su loca carrera, tropezó, cayó encima de la guitarra, y esta y aquel fueron como un par de metros deslizándose sobre las piedras, haciendo un horrible sonido y sacando chispas, hasta que la guitarra encontró una piedra de mayor tamaño y se paró en seco, deslizándose mi amigo por encima y aterrizando un metro más lejos.
Aquella escena todavía me viene a la memoria cuando en alguna película aterriza un avión en la pista de cemento sin salirle el tren de aterrizaje. En estos casos suelo decir: “Mira, como mi amigo con mi guitarra”.
Conviene aclarar que entonces las calles eran de tierra, el suelo no era plano y había zonas en que sobresalían de la tierra grupos de piedras de regular tamaño. En aquellas calles había que andar, sobre todo por las noches, con mucho cuidado y levantando mucho los pies para no tropezar.
Volviendo al aterrizaje, instintivamente fui corriendo al sitio en que habían quedado el portador y mi guitarra, y por más que le pregunté qué demonios había pasado, no llegué a saberlo con certeza, ni nunca lo he sabido. El caso es que allí estaba mi flamante guitarra, hecha añicos como la moral de mi amigo.
Mi malparado amigo, que tenía cierta solvencia económica, me dijo enseguida que no me preocupase por la guitarra, pero, coño, ¡me pedía un imposible en aquel momento! Me dijo que la guitarra corría por cuenta suya, a lo cual en principio me negué, pero siguió insistiendo y, como mi situación económica era muy precaria, pensé que tardaría bastante tiempo en tener otra y al final accedí y compré, por cuenta suya, una parecida a la que se hizo trizas aquella noche, por un motivo que nunca he llegado a comprender.
La persona a la que me he referido, que años más tarde emigró a Francia y después a Alemania, era un buen amigo que, aunque tenía sus rarezas (¡y quién no las tiene en mayor o menor grado!), sabía corresponder como es debido cuando la circunstancia lo requería. Vaya este párrafo final en su homenaje.
Al llegar abajo ¡oh, sorpresa! ¡el celador de mi guitarra ya no estaba donde yo lo había dejado! Giré la cabeza rápidamente para ver donde había ido a parar, y me lo vi corriendo, a toda velocidad, con mi guitarra en la mano como si fuera persiguiendo a alguien. Con los ojos “a cuadros” contemplé, “a cámara lenta”, las siguientes imágenes: mi amigo, en su loca carrera, tropezó, cayó encima de la guitarra, y esta y aquel fueron como un par de metros deslizándose sobre las piedras, haciendo un horrible sonido y sacando chispas, hasta que la guitarra encontró una piedra de mayor tamaño y se paró en seco, deslizándose mi amigo por encima y aterrizando un metro más lejos.
Aquella escena todavía me viene a la memoria cuando en alguna película aterriza un avión en la pista de cemento sin salirle el tren de aterrizaje. En estos casos suelo decir: “Mira, como mi amigo con mi guitarra”.
Conviene aclarar que entonces las calles eran de tierra, el suelo no era plano y había zonas en que sobresalían de la tierra grupos de piedras de regular tamaño. En aquellas calles había que andar, sobre todo por las noches, con mucho cuidado y levantando mucho los pies para no tropezar.
Volviendo al aterrizaje, instintivamente fui corriendo al sitio en que habían quedado el portador y mi guitarra, y por más que le pregunté qué demonios había pasado, no llegué a saberlo con certeza, ni nunca lo he sabido. El caso es que allí estaba mi flamante guitarra, hecha añicos como la moral de mi amigo.
Mi malparado amigo, que tenía cierta solvencia económica, me dijo enseguida que no me preocupase por la guitarra, pero, coño, ¡me pedía un imposible en aquel momento! Me dijo que la guitarra corría por cuenta suya, a lo cual en principio me negué, pero siguió insistiendo y, como mi situación económica era muy precaria, pensé que tardaría bastante tiempo en tener otra y al final accedí y compré, por cuenta suya, una parecida a la que se hizo trizas aquella noche, por un motivo que nunca he llegado a comprender.
La persona a la que me he referido, que años más tarde emigró a Francia y después a Alemania, era un buen amigo que, aunque tenía sus rarezas (¡y quién no las tiene en mayor o menor grado!), sabía corresponder como es debido cuando la circunstancia lo requería. Vaya este párrafo final en su homenaje.