viernes, 30 de enero de 2009

Guitarra ay mi guitarra

Hubo en Ariño una época en que el bar Central, que era propiedad de Bautista Vallespín, tenía una abundante clientela de jóvenes de alrededor de 20 años, que ocupábamos con frecuencia la planta calle del bar, más los locales de las plantas 1ª y 2ª. Un domingo por la noche cerró un poco antes de lo normal, cuando el bar estaba lleno, y nos juntamos en la calle nada menos que 20 ó 30 clientes. Una vez en la calle, con mi guitarra en la mano, de la cual era inseparable, me di cuenta de que me había dejado dentro una prenda de abrigo y, cuando me disponía a volver para recuperarla, uno de mis amigos, se ofreció para guardarme la guitarra hasta mi regreso. Como en la calle había semejante follón y apreciaba mucho a mi guitarra, no acepté de entrada el ofrecimiento, pero insistió tanto, que, finalmente accedí, y subí, a la carrera, a buscar lo que me había olvidado, lo cual me costó unos treinta segundos.

Al llegar abajo ¡oh, sorpresa! ¡el celador de mi guitarra ya no estaba donde yo lo había dejado! Giré la cabeza rápidamente para ver donde había ido a parar, y me lo vi corriendo, a toda velocidad, con mi guitarra en la mano como si fuera persiguiendo a alguien. Con los ojos “a cuadros” contemplé, “a cámara lenta”, las siguientes imágenes: mi amigo, en su loca carrera, tropezó, cayó encima de la guitarra, y esta y aquel fueron como un par de metros deslizándose sobre las piedras, haciendo un horrible sonido y sacando chispas, hasta que la guitarra encontró una piedra de mayor tamaño y se paró en seco, deslizándose mi amigo por encima y aterrizando un metro más lejos.

Aquella escena todavía me viene a la memoria cuando en alguna película aterriza un avión en la pista de cemento sin salirle el tren de aterrizaje. En estos casos suelo decir: “Mira, como mi amigo con mi guitarra”.

Conviene aclarar que entonces las calles eran de tierra, el suelo no era plano y había zonas en que sobresalían de la tierra grupos de piedras de regular tamaño. En aquellas calles había que andar, sobre todo por las noches, con mucho cuidado y levantando mucho los pies para no tropezar.

Volviendo al aterrizaje, instintivamente fui corriendo al sitio en que habían quedado el portador y mi guitarra, y por más que le pregunté qué demonios había pasado, no llegué a saberlo con certeza, ni nunca lo he sabido. El caso es que allí estaba mi flamante guitarra, hecha añicos como la moral de mi amigo.

Mi malparado amigo, que tenía cierta solvencia económica, me dijo enseguida que no me preocupase por la guitarra, pero, coño, ¡me pedía un imposible en aquel momento! Me dijo que la guitarra corría por cuenta suya, a lo cual en principio me negué, pero siguió insistiendo y, como mi situación económica era muy precaria, pensé que tardaría bastante tiempo en tener otra y al final accedí y compré, por cuenta suya, una parecida a la que se hizo trizas aquella noche, por un motivo que nunca he llegado a comprender.
La persona a la que me he referido, que años más tarde emigró a Francia y después a Alemania, era un buen amigo que, aunque tenía sus rarezas (¡y quién no las tiene en mayor o menor grado!), sabía corresponder como es debido cuando la circunstancia lo requería. Vaya este párrafo final en su homenaje.

martes, 20 de enero de 2009

La leña

El embalse de Cueva Foradada se construyó en Oliete entre 1903 y 1931, es decir que tardó en terminarse cerca de 30 años. Este tiempo tan largo hizo que comenzara a tomarse a cuchufleta la finalización, y hasta se hacían cancioncillas al respecto. Una de ellas comenzaba así: “El pantano de Oliete larán, larán…”. En el año 1896 se había terminado el embalse de Escuriza y los habitantes de Ariño, con el nacimiento de “la huerta mayor”, tuvieron una considerable mejora en sus condiciones de vida, que no eran muy boyantes hasta aquel momento. A partir de entonces los productos hortofrutícolas pasaron a ser abundantes, pero el dinero seguía siendo una rara especie. En cambio en Oliete con los puestos de trabajo a que dio lugar la construcción del embalse y la duración de esta, surgió una clase social en la que “circulaba el dinero” y la población, que además no abandonó las labores agrícolas, tenía una prosperidad y solvencia que le permitió ahorrarse algunas desagradables tareas que en los demás pueblos eran inevitables. Una de ellas muy característica era el acopio de leña.

Ante todo hay que decir de ella que en aquellos tiempos no era imaginable una casa que no la utilizase continuamente. La leña se hacía en el monte, principalmente con romeros. Los pinos no se utilizaban para quemarlos, sino como vigas y carpintería general para las casas. Los usos muy generalizados de las especies suelen conducir a su desaparición, porque muchas veces se supera el punto crítico de supervivencia. Ejemplos de esto lo tenemos en Ariño con los pinos, que llegaron a desaparecer casi totalmente siendo que antiguamente, según he oído decir, los había por todas partes. Entre la actividad de desyermar monte para el cultivo de cereales y la necesidad de los maderos y de las maderas para muchos usos se llegó a la extinción de todos los pinos que no tuvieran muy difícil acceso. Otro ejemplo de este principio lo tenemos en la desaparición de los romeros en Alacón, donde escaseaban tanto por haberse superado su nivel de supervivencia que, de vez en cuando, se veía llegar a nuestro guarda del monte acompañando a alguien de aquel pueblo (que en su conjunto tiene mi cariño y mi respeto) que había sido cogido “in fraganti” haciendo leña sin permiso en el monte de Ariño. El viaje terminaba en el Ayuntamiento y el infractor era sometido a la correspondiente sanción económica.

El fuego de leña en las casas era tan indicativo de la existencia de una familia que, en una época anterior, para calcular el potencial de recaudación de tributos y las posibilidades de formación de ejércitos se tomaba como unidad para medir la dimensión de los pueblos el “fuego”, y así como ahora decimos este pueblo tiene tantos habitantes, entonces se decía “este pueblo es de tantos fuegos”.

Pues bien, el pueblo de Oliete necesitaba, como todos, la leña y podía comprarla, y había gente que podía suministrarla y necesitaba el dinero. Así que nació un mercado de la leña que consistía en que los vendedores con sus caballerías cargadas de fajos de romeros recorrían las calles del pueblo anunciando de viva voz la mercancía y los potenciales compradores negociaban con los ofertantes el precio; y si se llegaba a un acuerdo se descargaba la caballería, y si no, se continuaba dando vueltas por el pueblo para seguir intentando venderla.

A propósito de esta cuestión me cuenta mi amigo Juan José que en aquella época, cerca ya la fiesta de Sanadonisinén, un mozo de Ariño le propuso a su padre, para recoger “unas perras”, hacer leña y llevarla a vender a Oliete. Le pareció bien al padre y efectivamente el muchacho subió al Puerto con un par de burros, hizo la leña y, por el camino de la sima de san Pedro, la llevó hasta el pueblo de destino. Dio unas vueltas con las caballerías cargadas, y al fin vio que se abría una ventana y, pensando que era el momento propicio, dijo, una vez más, en voz alta “¡Hay leña!” y desde dentro de la casa le contestaron: “¡La leña pa las costillas del que la lleva!”. El inexperto vendedor acusó el impacto de la tosca expresión pero siguió dando vueltas, hasta que se dio por vencido; sin embargo, en lugar de volver con los burros cargados hasta Ariño, decidió llevársela a una familia de la que eran amigos; así que fue a verlos y les dijo que venía a regalarles unas cargas de leña. Los amigos no supieron o no quisieron entender la insinuación, le dieron las gracias por el regalo, y esto fue todo. El mozo al llegar a Ariño con la cara colorada y con los pies y las costillas calientes, le dijo a su padre: “Padre, yo me voy a trabajar a Barcelona, porque esto ya no se puede resistir”. Y esta es una historia más de la emigración desde Ariño, que a mi amigo Juanjo le contó el protagonista de esta anécdota, en una de las periódicas visitas del catalán de adopción a su querido pueblo natal.

A pesar de de la inseguridad indicada, a esta actividad del suministro de leña se dedicaba, según me dijo mi padre, un matrimonio (sin hijos) instalado en un mas (o masía) en el Puerto de Ariño. El marido arrancaba con la azada estrecha los romeros y la esposa hacía los fajos y, cuando les parecía, cargaban la caballería e iba la mujer a Oliete a intentar vender la mercancía. Por cierto me contaba mi padre anécdotas increíbles sobre aquella pareja. Para empezar, el marido era un “malaleche” que siempre estaba de mal humor y gritándole a la esposa, y ella siempre asustada, aguantándole. Un detalle retrata la situación: el marido, al arrancar los romeros, en lugar de dejarlos juntos para facilitarle la labor de recogida, los tiraba tan lejos como podía en todas direcciones, para que tuviera un trabajo lo más fatigoso posible. Me contó también que ella era la encargada del avituallamiento, para lo cual pasaba (no sé si le dejaría utilizar la caballería) a Lécera a comprar lo necesario, cruzando por aquellos larguísimos y solitarios caminos del Puerto. Un día al regresar a media tarde se percató de que había olvidado algo, lo cual le costó repetir el viaje acto seguido para buscar lo que faltaba, con lo que regresó al mas cuando ya era noche cerrada.

En invierno el mercado de la leña se animaba, así que era la época del año en que más y en peores condiciones tenían que trabajar. Cierto día al amanecer se encontraron con que había nevado y seguía haciéndolo copiosamente. Dentro tenían un buen fuego, así que el hombre exclamó: “¡No hay miedo, que hay pataquina!”, refiriéndose a que tenían patatas abundantes para resistir sin salir del mas el tiempo que fuera necesario. Al oír esto la mujer, que estaba sentada en el banco de piedra al lado del fuego, murmuró: “sí,…pues están las últimas en el puchero”, mostrando el error de cálculo del marido, la preocupación por la nevada y el temor por las consecuencias que tendría para ella el fallo de la intendencia.

Cada vez que, mientras nieva, contemplando la nieve desde el calorcico de casa alguien, o yo mismo, decimos “no hay miedo que hay pataquina”, me viene a la mente la expresión “pues están las últimas en el puchero”, recordando con tristeza el trabajo tan duro de aquella pareja; y especialmente me produce una inmensa pena la vida de aquella pobre mujer siempre sola por aquellos duros y largos caminos temiendo encontrarse al llegar al mísero mas, con aquel hombre despiadado del que tenía buenas razones para recelar que la sometiera a maltratos o indignidades.

Realmente, de las historias que me contó mi padre, esta es una de las más tristes.

martes, 13 de enero de 2009

El reto

Mi padre no era aficionado a los juegos de azar ni a los de cartas, salvo al guiñote que por cierto se lo manejaba bastante bien. Tampoco era dado a las apuestas; sin embargo de joven hizo una que se comentó en Ariño. Fue una extraña apuesta que mejor podría llamarse reto, ya que mi padre no iba a perder dinero aunque perdiera la apuesta; conviene aclarar por otra parte, que entonces el dinero era difícil de perder, porque muy pocos lo tenían, especialmente los jóvenes, y menos para jugárselo así como así.

Hay que decir que, como norma bastante generalizada, lo que les faltaba de dinero les sobraba de apetito y prueba de ello era que todo animalejo que, no teniendo sabor amargo, cayera en las manos de los jóvenes, o de cualquiera, tenía las horas contadas.

Mi padre en cuanto al apetito no era una excepción, pero tampoco es que tuviera una especial fama de gran comedor.

Una noche (quiero suponer que antes de cenar) estando con otros en el bar del tío Juan Alloza, que se hallaba situado en el barrio Bajo enfrente de una de las posadas (“la nueva”), derivó la conversación hacia lo mucho que les gustaban a los reunidos las galletas de vainilla y mi padre dijo que él sería capaz de comerse una caja llena. Aquellas cajas eran cúbicas y medirían unos treinta o cuarenta centímetros de arista, de manera que contendrían de veintisiete a sesenta y cuatro litros de galletas bien ordenaditas. Aunque la horquilla que doy es amplia, incluso considerando la cantidad inferior no deja de ser una enorme cantidad. Alguien del grupo le tomó la palabra y le retó, asegurando que estaba dispuesto a pagarlas si mi padre era capaz de comérselas. (Sin lugar a dudas el retador no apreciaba mucho a mi padre).

Los detalles del reto no quedaron bien pormenorizados, porque no se acordó por ejemplo quien pagaría las galletas en caso de perder mi padre y ni siquiera tuvieron la previsión de tasar el tiempo. Mi padre no podía perder, pero los retos son los retos y a nadie le gusta hacer el ridículo y menos en aquellos tiempos. Así que se despejó una mesa de de mármol y se le pidió al tío Juan que trajera una caja de galletas de vainilla sin abrir.

Se puso la caja sobre la mesa, se le quitó la tapa y se volcaron las galletas. El espectáculo fue asombroso para todos, porque se formó un montón de de tal altura que apenas cabían en la mesa y eso que era bastante grande.

El que competía con mi padre quedó convencido de que sin duda ganaría la apuesta. Mi padre, aunque nunca pensó que pudiera contener tantas galletas aquella caja y quedó tan sorprendido como los demás, apretó los dientes y se dispuso a comerlas aunque reventase en el empeño. Las cogía a puñados con ambas manos y en cuestión de segundos desaparecían de la circulación. Cuando llevaba liquidadas así como la mitad del montón apareció por la puerta del bar el tío Gasparico y al percatarse de la situación, dijo: “¿Todas esas galletas se ha de comer ese? ¡Pues cinco duros que llevo me los apuesto, con quien quiera, a que no se las come!”. Nadie le aceptó la apuesta porque estaban atentos a las maniobras de mi padre, pero le dijeron: “¡Pues ya se ha comido otras tantas!” Con esto el tío Gasparico se calló prudentemente y mi padre siguió chino chano hasta comerse la última, resultando ganador del reto y el contrincante perdedor y pagador de la caja de galletas.

Trascendió lo sucedido y hubo quien dijo que mi padre al día siguiente tuvo serios problemas digestivos. No es cierto ya que, por el contrario, desayunó con total normalidad y no acusó el más pequeño contratiempo, lo cual demuestra que tenía un estómago a prueba de galletas de vainilla y que estaban hechas con productos de muy buena calidad, dicho sea de paso.

También ocurrió que el tío Pedro el Codis, que era oficialmente el tácito campeón del pueblo en cuestión de comidas, en cuanto supo lo de la apuesta del día anterior pensó que él no podía ser menos, se ofreció para emular la proeza gastronómica y alguien efectivamente le aceptó el reto. Así que se personaron un grupo de personas en el mismo bar y pidieron la correspondiente caja. Pero cuando al vaciarla se formó el consabido montón, el tío Codis tuvo una extraña reacción, ya que cambió de color y cuando a pesar del susto se dispuso a comerlas, se ve que se le cerró la garganta y a cada galleta que se metía en la boca le daba vueltas y vueltas y a duras penas conseguía tragarla. El resultado fue que renunció a seguir al cabo de un rato, cuando había rebajado el montón en apenas media docena.

Así que todos los que estuvieron al corriente de aquellos sucesos se afianzaron en la idea de que las apariencias engañan en cuanto al “saque” de algunas personas, especialmente cuando se trata de jóvenes.

Al tío Codis, en aquel mismo bar, siendo yo niño, lo vi desmayarse con un ataque de epilepsia que me impresionó bastante. Estoy por pensar que el susto de aquella tarde aciaga de las galletas pudo ser el causante de la enfermedad y el bar en el que ocurrió, un factor desencadenante. Cosas más raras se han visto.

lunes, 5 de enero de 2009

No tenemos otro

Cierto día mi buen amigo Juan José “el Lino” estuvo enseñándonos unas casas de Ariño que estaban en venta. Al despedirnos nos contó lo siguiente:

“En una ocasión llamaron al médico a una casa, porque uno de los que allí vivían se había puesto enfermo. Después de reconocerlo, mandó el doctor reunirse a los familiares, y les dijo:

–No sé, no sé . . . Este enfermo no me gusta nada.

El portavoz de la familia, tomó la palabra y respondió:

–Pues lo sentimos mucho, pero no tenemos otro.”

Juan José empleó este chiste para decirnos que, aquellas casas, más o menos buenas, eran las únicas que tenía para enseñarnos. Los chistes utilizados tan acertadamente y con la gracia con que lo hace mi amigo, son, algunas veces, una magnífica y sana manera de exponer los asuntos.

No vendremos más

Recién llegado al cuartel, un muchacho hizo algo que no se ajustaba exactamente a la disciplina militar, por lo que el sargento le propinó un espectacular sopapo. El novato, muy cabreado, exclamó: “¡Mecagüen esto..., con este trato vais a dar lugar a que, al final, no vengamos ninguno!”

La gracia de la expresión está en que en aquella época, salvo raras excepciones, era obligatorio el servicio militar; así que era totalmente impensable el no acudir a la llamada a filas.

Este es otro chiste de mi amigo Juan José, explicado con menos gracia que él y suavizada la exclamación del quinto por no atreverme a ponerla como él la decía, a pesar de que, con tal reserva, el chiste ciertamente pierde mucha contundencia.
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