miércoles, 31 de diciembre de 2008

El pajarico

En Ariño hubo una época en que las proteínas de origen animal “andaban algo escasas” y eran muy apreciadas todas las de este tipo, incluidas las de los pájaros y especialmente las de los gorriones. Estos tenían la particularidad de que su principal alimento eran los cereales mientras podían tenerlos accesibles, que era desde la siembra hasta la finalización de la trilla. Debido a su gran número y a su notable voracidad eran unos competidores a tener en cuenta por los agricultores, que entonces eran la mayor parte de los vecinos, a los que les parecía francamente mal que estos volátiles les disputasen lo que les costaba muchos sudores producir. En consecuencia la caza de los gorriones estaba bien vista. No dábamos importancia al detalle de que otro de sus alimentos preferidos, además de los cereales, eran los saltamontes (que llamábamos grillos) y no nos parábamos a pensar que, si hubieran desaparecido los gorriones, es posible que hubiesen sobrevenido plagas de saltamontes que quizá hicieran más daño en los sembrados que aquéllos. Que estas cosas tan curiosas suceden cuando se contemplan las cuestiones ecológicas con insuficiente conocimiento y atención.

Total, que la veda de los gorriones estaba abierta todo el año y, por si no quedaba claro, se decía: “todo lo que vuela a la cazuela”, máxima que se aplicaba con algunas excepciones que eran las aves carroñeras y las de carne amarga o demasiado fibrosa o dura. La carne de gorrión en particular era considerada exquisita simplemente friéndola o asándola a la brasa.

Esta costumbre no era exclusiva de Ariño sino que estaba generalizada en casi todas partes. Incluso se consideraba normal que en los bares tuvieran gorriones fritos, como tapas, en el mostrador. Esto lo he visto en Zaragoza “con mis propios ojos” y han podido verlo en muchos sitios las personas de mi generación. La limitación para comerlos en los bares era que se trataba de unas tapas demasiado caras y el dinero entonces “andaba también escaso”.

Estos usos ahora se considerarían repugnantes, se tomarían como un ataque despiadado al reino animal y hasta se catalogarían como “un avicidio”. Entonces eran prácticas normales, como ahora cuando comemos gambas, salmones, pollos, ternascos, terneras o vacas, sin plantearnos cuestiones éticas sino económicas y nutricionales. Y, por cierto, algunas de las cosas que comemos actualmente no se hubieran comido entonces “ni regaladas”. Por ejemplo a mi abuelo Domingo le entraban náuseas cuando le decíamos que comíamos gambas en la ciudad; y se debía a que nos imaginaba comiendo saltamontes.

Así que no debemos escandalizarnos demasiado, ya que muchas cosas son relativas, como intento argumentar en el párrafo anterior.

Entonces, insisto, la caza de gorriones era tan normal y generalizada que los cepos se vendían en cualquier tienda y se veían en casi todas las casas. Yo mismo, que era de natural inquieto y depredador, tenía mis buenos cepos bien ajustados y muchas mañanas, antes de ir a la escuela, plantaba un par en la era de santa Bárbara cebados con hormigas aladas (alicas), y me escondía detrás de un cañizo para observar el momento en que el gorrión padre o madre aparecía en el tejado de la ermita, echaba un vistazo al suelo y, sin pensárselo dos veces, volaba hasta cerca de uno de los cepos y desde allí se aproximaba, dando curiosos saltitos, hasta caer en la trampa.

Esta larga exposición es necesaria para entender, aparte de algunas costumbres de una época, la transformación que se produjo en mi modo de pensar respecto a la caza de los gorriones. Me sucedió que un día dejé de perseguir encarnizadamente a los pájaros, como le pasó (salvando las distancias) a san Pablo con los cristianos. Aclaro que mi caída de la burra, que describo en uno de mis anteriores relatos, no influyó en mi cambio de ideas, ni ella tenía parecido alguno con el flamante caballo de Saulo.

Ocurrió que uno de aquellos veranos en que la casa de mis padres estaba “al completo” de animados ocupantes, fuimos un día de excursión al pantano de Oliete. Dejamos el coche a la salida de ese pueblo, nos acercamos hasta la presa, contemplamos desde el río la impresionante obra de mampostería con paramentos de sillería, subimos los infinitos escalones hasta la coronación y, recorriendo su camino en curva, contemplamos los alrededores admirando las espectaculares panorámicas que se nos ofrecían. Para completar la excursión, decidimos seguir caminando por una zona próxima al agua. En este recorrido me impresionó el ambiente árido del entorno sin el más pequeño signo de vida vegetal. La tierra y las rocas de la pendiente por la que caminábamos eran de colores casi blancos lo que favorecía la reflexión solar hacia nosotros. Ello producía en aquel día tan caluroso una especial sensación de sofoco que pronto nos hizo renunciar al paseo e iniciar el regreso antes de deshidratarnos más de lo conveniente. En aquel momento, sobre una roca de regular tamaño me pareció ver a un gorrioncillo. Me acerqué y observé que efectivamente lo era y para mi sorpresa no salió volando como hubiera sido lo normal. Era un gorrión de los “voladores”, que así llamábamos a los que considerándose ya capacitados para volar comienzan a hacer sus primeros vuelos. Aquel tenía el plumaje en perfectas condiciones y en principio debería poder volar; sin embargo permanecía quieto con los ojos abiertos, vivo pero como aturdido. El pajarillo se dejó coger y tanto mi padre (que venía a mi lado) como yo diagnosticamos que estaba sufriendo un golpe de calor que le incapacitaba para volar. Lo depositamos en un sombrero de paja y seguimos nuestro iniciado regreso hasta el coche que, convertido en improvisada ambulancia pajaril, nos permitió llegar por fin hasta nuestra casa.

Una vez en ella, busqué una jaula para proteger a nuestro pájaro de los gatos que con frecuencia se veían por la casa, le puse hojas de lechuga para refrescarlo e intenté hacerle beber agua y leche, a lo cual se resistía como si ya hubiera decidido dejarse morir. Sin embargo con el paso de las horas pareció reaccionar. De hecho se mantenía en pie y de vez en cuando lo visitábamos mi padre y yo para ver si “apitaba” y le íbamos aplicando los alivios que se nos ocurrían. Al momento de acostarnos nos alegramos porque nos pareció que estaba mejor y nos fuimos a dormir deseando que durante la noche terminara de recuperarse. A la mañana siguiente nos levantamos temprano y lo primero que hicimos fue ir a ver al pajarillo ¡Estaba en un “rebullico” con los ojos cerrados, porque durante la noche había muerto! Yo noté como un nudo en la garganta y, me saltaron las lágrimas. Me volví hacia mi padre y él que era un hombre duro al que no había visto llorar nunca, tenía también los ojos enrojecidos. Los dos Salvadores nos habíamos propuesto ejercer de salvadores de aquel animalillo al que se le escapaba la vida; no lo habíamos conseguido y sentíamos una gran pena por aquel ser tan pequeño e indefenso que acababa de morir.

El sentir lástima por los seres indefensos creo que es una de las características exclusivas de las personas, y me parece que este sentimiento tan humano es muy cercano al cariño, aunque igualar ambos no sería del todo correcto.

Me hice estas reflexiones y me pregunté si realmente los pajarillos y los demás animales no tendrán unas almas peculiares que, al morir los cuerpos que las sustentan, también estén destinadas a gozar de una particular felicidad en un cielo hecho especialmente para ellos. Ya sé que esto no es admisible, pero soñar no cuesta nada.

Comprenderéis que filosofando de estas maneras no estaba mi mente en condiciones de seguir manteniendo mis hábitos de caza y, efectivamente, a partir de aquel día cambió mi forma de ver, respetar y querer a los pájaros y en general a todos los seres vivos.

Siempre recuerdo aquel suceso que, aparte de cambiar mi actitud hacia los animales por pequeños y simples que sean, me permitió comprender también una cosa muy importante: la faceta de ternura que tenía mi padre q. e. p. d., y yo nunca había sabido ver de una forma tan palpable.

Para terminar debo decir que me sorprendo de la cantidad de cosas que sucedieron y de los cambios que se produjeron por causa de la existencia y muerte de aquel minúsculo, maltrecho y querido pajarillo. Todo ello me sirvió también para constatar de nuevo que, a veces, pequeñas causas producen grandes efectos.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Dudosa solidaridad

Hace años en Ariño los amigos solían finalizar los días festivos yendo en grupo por sus casas a tomar “la última copa”.

Se decía, aunque no puedo asegurar que sucediese realmente, que dos de aquellos amigos llegaron al atardecer de un domingo con la indicada intención a la casa de uno de ellos y, no estando sus padres, el anfitrión echó mano de una botella de licor y de dos copas y sirvió la primera para el amigo, el cual, sin pensarlo dos veces, se la echó al coleto de un trago. Acto seguido, se llevó las manos a la garganta haciendo toda clase de aspavientos ¡Resulta que el supuesto licor no era tal, sino un líquido agresivo!

El causante del accidente, en lugar de intentar curar rápidamente a su amigo, poner a buen recaudo la botella y, por supuesto pedir ayuda, solo supo exclamar: “¡Mecagüen esto! ¡Si la botella no era de anís! ¡Pues pa que veas que no lo he hecho a posta, mira lo que hago: !” Y sirviéndose la otra copa de la misma botella, se la bebió también de un trago, como había hecho su amigo.

La gente, al conocer el suceso, decía: “¡Aquellos sí que eran amigos de verdad!”.

Además de lo difícil que me resultaba asimilar este original concepto de la amistad, tampoco pude averiguar nunca lo que ocurrió con los intoxicados.

Esta anécdota es conocida en Ariño con una variante y es que sucedió en un bar (entonces se llamaba café), el suministro de la copa equivocada se produjo por un despiste del dueño y el contenido era gasolina. El causante del error también se sirvió otra copa con el mismo líquido. La versión primera es la que contaba de vez en cuando mi padre. Cualquiera de las dos pudo suceder e incluso, si me apuran, pudieron suceder las dos y, si conviene, quizá ninguna, que todas estas posibilidades se dan cuando aparecen noticias contradictorias. Yo personalmente creo que algo de esto sucedió y, puestos a creer a alguien, creo a mi padre mientras no me demuestren, sin lugar a dudas, que estaba equivocado.

Finalmente este relato me da pie para indicar algo que en las empresas organizadas tienen muy claro los jefes de Seguridad y Prevención de accidentes y es prohibir totalmente que una botella contenga algo distinto a lo que indica la etiqueta, para evitar la repetición de las pequeñas o grandes tragedias. Y no vale aprovechar la botella de refresco o de cerveza para guardar dios sabe qué con tal de poner con bolígrafo el nuevo contenido (porque esto es una medida insuficiente) ni alegar que “esta botella solo la uso yo y sé lo que hay dentro” ya que al final llega otro, echa mano de ella y ya está el lío. Esta medida de seguridad que se practica en algunas empresas es algo que debe hacerse también en cada casa, porque la cantidad de accidentes por esta causa es alta, y la forma de evitarlos consiste en poner las medidas indicadas y seguirlas exactamente. El solidarizarse con el afectado en la forma que se hizo en el relato, no sirvió para otra cosa que duplicar el problema en lugar de solucionarlo.

jueves, 11 de diciembre de 2008

La serpiente

En mis correrías por el río Ariño atrapando peces y ranas, me tropezaba con frecuencia con culebras de agua que me daban algo de temor, pero no demasiado. Cuando era más pequeño no les tenía ningún miedo, e incluso para mí eran como juguetes; pero cuando fui creciendo, la gente me contagió un poco la aprensión tan generalizada que existe hacia estos bichos y les fui cogiendo algo de manía, aunque no mucha.

En mi trato con ellas, tenía una idea clara: que las culebras de agua no atacan ni son venenosas, y las de tierra pueden serlo o no.

Una tarde estaba en el río Ariño por la zona del puente de las tres arcadas, que es el que hay en la salida hacia Oliete, y me puse a pescar a mano, justo debajo de las lastras que tienen marcadas las huellas de los dinosaurios.

Había en el sitio elegido un montón grande de piedras, la mitad dentro del agua y la otra mitad fuera. Empecé a meter la mano y el brazo hasta el codo, rasante por la superficie del agua, por ver si tocaba algún pez y sentí un pinchacico, como si hubiera tocado una espina. Saqué la mano y volví a meterla con más cuidado. Toqué algo blando y la saqué deprisa. Entonces apareció cogida al dedo meñique de mi mano derecha una culebra no muy gruesa, de unos cuarenta centímetros de longitud, que inmediatamente se soltó y cayó al agua, porque debió de asustarse casi tanto como yo. Parece que la estoy viendo cogida en mi dedo, vertical y muy muy amarilla.

Salí del río y reflexioné que, según mis conocimientos, no era una culebra de agua (porque estas no muerden) sino que, siendo de tierra, debía de estar en las piedras justo por encima del nivel del agua, que era por donde más o menos mi mano se había ido moviendo. Siguiendo el razonamiento, si no era de agua podía ser una víbora y me había picado; así que, dando como muy probable esa hipótesis, tenía que buscar rápidamente una cuerda o algo para hacerme un torniquete en el dedo e impedir que el veneno me subiera por el brazo. Encontré enseguida un cable de teléfono, con alma de acero forrada de tejido que, aunque era demasiado rígido, pudo servirme más o menos para lo que pretendía. (Siempre me ha extrañado al recordar el suceso, que estuviera aquel cable tan a mano en aquel sitio tan silvestre).

Una vez hecho el torniquete, me dispuse a ir directamente al consultorio de don Tomás, que estaba en la que hoy se llama “la replaceta del médico”. Para ello subí por la cuesta de las eras , crucé por detrás de la torre y llegué al consultorio. Hay que decir que el recorrido fue de unos dos kilómetros y todo cuesta arriba.

Entretanto no tenía fuertes dolores, pero vi que mi dedo se iba poniendo negro, con lo cual me reafirmé en la idea de que, efectivamente, había sido una víbora lo que me había picado.

El médico no estaba en el consultorio, pues había salido y tardaría en volver. Con esta noticia me sentí desamparado y decidí acudir a mi casa en la calle santa Bárbara.

Estaba mi madre en la calle charlando plácidamente con algunas vecinas, cuando aparecí por allí con mi dedo ennegrecido y le dije a mi madre que me había picado una víbora. Ella me dijo: “¡A ver ese dedo!”. Y acto seguido me deshizo la atadura del alambre. Para mi sorpresa, inmediatamente el dedo se puso de un delicioso color sonrosado. Ante esta evidencia, se vino a tierra mi hipótesis sobre el tipo de picadura y solo se me ocurrió pensar: menos mal que no estaba el médico, porque se hubiera reído de mí.

Con los años he sabido que, por mi errónea teoría sobre las serpientes, no me jugué el dedo de milagro, ya que llevé el torniquete bastante más de media hora. Suerte tuve de que el cierre de la circulación no debía de ser total, por lo poco adaptable que era el cable telefónico.

El susto de aquel día fue morrocotudo y recuerdo aún cada detalle; sin embargo se ve que no me traumatizó el cerebro, porque seguí con mis costumbres de pesca como si nada hubiera pasado.

La conclusión que saqué finalmente es que la serpiente en realidad era de río y un dedo moviéndose en el agua debió de parecerle un pececillo y simplemente quiso merendárselo. La sorpresa que debió de llevarse la culebra al ver la reacción del “pececillo” también debió de ser notable. Puede que en el futuro, si salió viva del susto, se volviera vegetariana.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La historia se repite

Contaba mi padre que en el Congreso de los Diputados había uno del que nadie sabía como tenía la voz o incluso si era mudo, ya que nunca decía nada, fuera cual fuera el tema debatido. Esto le daba cierto aire de persona inteligente, ya que se suele presuponer que si alguien habla poco es porque tiene pensamientos profundos.

Por fin un día pidió permiso para hablar y, ante el silencio y la expectación general, se levantó y dijo:

“¡Por favor, cierren esa ventana de ahí, que entra un poco de frío!”.

Podemos imaginar la cara de asombro que pusieron todos y creo que a partir de aquella sesión al diputado silencioso ya no le consideraron tan inteligente como hasta entonces.

He oído decir que en Congreso actual hay un elevado número de diputados silenciosos, pero ahora no es por falta ni sobra de inteligencia, sino por otras razones, que todos conocemos.

Otra de silenciosos


Hubo una época en que las sesiones nocturnas de festejo de las parejas de novios consistían en reunirse ambos, junto con algunos familiares de la novia, alrededor del fuego, después de cenar. “Allí, en plácido sosiego y armonía incomparable, pasan un rato agradable juntos al amor del fuego”. (Decía al respecto el poeta).

Los presentes iban contando sus cosas, mientras el perro atraído por las llamas y ajeno lógicamente a la conversación, aprovechaba para echarse una buena cabezadilla.

Uno de aquellos novios al que Dios no había dotado ni siquiera con regular facilidad de palabra, se pasaba sesiones enteras sin abrir la boca, hasta que un día, de repente, la abrió y dijo:

“Hablando de todo un poco, aunque les cambie la conversación... ¡Que coj... más majos tiene ese perro!”

Los padres de la novia debieron pensar: “¡Vaya cacho de novio que tiene nuestra hija!”

Y yo, por mi cuenta, añado: ¡Cuando un silencioso pertinaz dice algo de repente, cuidado con él, que seguro que no dice alguna frase lapidaria, sino simplemente cualquier parida!
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