miércoles, 26 de noviembre de 2008

Un señor ingeniero

Don Eugenio Ruano fue el primer ingeniero de minas que conocí en Ariño, hacia el año 1945. Era el ingeniero de SAMCA y tanto él como su familia daban una imagen admirable y ejemplar a todo el pueblo. Tenían esa sencillez, elegancia y bondad propias de los verdaderos señores. Cuando, junto con su familia, iba a oír misa a la iglesia del pueblo, don Eugenio la seguía desde los primeros bancos con especial devoción, atento siempre a su inseparable misal. Era el único que lo utilizaba entre todos los varones, que por cierto teníamos asignados los bancos de la parte del Evangelio, es decir de la izquierda, según se entra en la iglesia. Muchos estábamos pendientes de lo que hacía don Eugenio, para saber cuándo teníamos que arrodillarnos, ponernos de pie o sentarnos, ya que entonces el sacerdote oficiaba la Misa de espaldas al personal y no podía dar instrucciones para corregir, si era preciso, nuestra posición. Las mujeres, que ocupaban los bancos de la Epístola, creo que estaban más al corriente de las posturas que se debían adoptar en cada momento, pero algunas también dudaban y por eso no eran para los hombres una referencia del todo fiable.

Don Eugenio subía a la iglesia con su familia en coche, y tenía toda la plaza para dejarlo, ya que entonces solo había en el pueblo algunos coches de SAMCA y el del señor Bordíu, que por su aerodinámica forma denominábamos “el pepino”. La ausencia de coches nos iba de perlas a todos los chicos para jugar continuamente en la plaza y, aunque jugábamos por todas partes, este era el sitio más seguro para localizarnos. Una observación: cuando digo plaza quiero decir la del Ayuntamiento, por ser la principal, porque en Ariño, más o menos importantes, hay varias plazas, además de una más pequeña que llamamos “la replaceta del médico”.

Don Eugenio y su familia procedían de Madrid y se decía de él, que durante la República había ocupado un puesto importante en un ministerio. A mi entender esto debía de ser cierto porque tenía categoría técnica y humana sobrada para ello.

Nunca tuve oportunidad de hablar con él, pero todos decían que era una persona culta, competente, amable y asequible y una prueba de ello fue que, siendo muchas sus ocupaciones, daba clases al hijo de un empleado de la herrería de SAMCA, simplemente porque fueron a pedírselo.

Cada año, el día de Reyes, decía unas palabras de felicitación desde el escenario del cine-teatro de la Empresa, en el acto de entrega de juguetes a los hijos de los mineros, juguetes que normalmente eran los únicos que llegaban a nuestras manos y por eso los valorábamos mucho, los cuidábamos bien, y jugábamos durante varios años con ellos.

Mi padre contaba las siguientes anécdotas sobre don Eugenio:

En cierta ocasión el encargado del taller mecánico apareció en su despacho con un cabreo monumental causado por un empleado que por lo visto le había faltado gravemente al respeto y, entre otras cosas, dijo: “A mí ese tío que no me joda, que cojo la pistola y le pego cinco tiros”. A lo cual don Eugenio, sin inmutarse y mirándole por encima de las gafas, le contestó: “hombre… con un tiro bien pegao es suficiente; no hace falta gastar tanta munición en balde”. Con esta broma dejó desconcertado al enfurecido encargado, y las aguas comenzaron a volver a su cauce.

Otro día, yendo por el interior de una de las minas, acompañado por el encargado general que era el tío Salvador, parece ser que el techo era bajo y había que caminar agachados, lo cual para don Eugenio, que era ya mayor y por añadidura miope, le resultaba dificultoso; total, que dio con la cabeza en una viga; y como entonces no se utilizaban todavía los cascos protectores, se hizo daño, y se quejó amargamente del golpe recibido. Algo más adelante, se dio de nuevo, y entonces dijo: “Rediez Salvador, otro golpe... y además en la misma”. El tío Salvador, ingenuamente, le contestó: “No, don Eugenio, que el otro ha sido en la trabanca de allá detrás”. Y don Eugenio concluyó: “No, Salvador; yo quería decir en la misma cabeza”.

La vida de don Eugenio debía de estar llena de anécdotas, en correspondencia con su inteligencia y fino sentido del humor. Yo solo conozco las que mi padre contaba con el cariño y el respeto que evidentemente le tenía. Estos sentimientos se me contagiaron de tal manera que, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, contestaba de carrerilla: “Yo de mayor quiero ser ingeniero, administrador o encargao”. Y la respuesta de los mayores, era: “Para, para, que si sigues bajando te vas a quedar en nada” y se reían mucho. El caso es que mi vocación para ser ingeniero, que se manifestó cuando tenía poco más de veinte años, posiblemente era el fruto tardío de la semilla que con su ejemplo dejó en mí, mi admirado don Eugenio Ruano, q. e. p. d.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Confidencias

Me hablaron un día en Ariño de Entabán digital como una posibilidad de comunicación, y en principio lo vi como una forma muy sugestiva de difundir vivencias propias o reveladas que pudieran ser interesantes para los demás.

Fui centrando el tema y entendí que a base de numerosos relatos generalmente cortos, podría ir mostrando una porción de la historia de Ariño hacia los años cuarenta y cincuenta: mi anecdotario era abundante y las anécdotas muy dispares, lo cual me situaba en una posición privilegiada para conseguir el objetivo apuntado.

Me pareció que estos relatos debían aportar enseñanzas, proporcionar datos sobre costumbres, o simplemente explicar chascarrillos que provocasen la sonrisa, acción muy saludable a causa de esas misteriosas sustancias que segrega el cerebro.

Pensé también, y así lo he ido manifestando, que si todos nosotros fuéramos cronistas de al menos una parte de lo vivido nos lo agradecería la historia de Ariño. Tengo también muy asumido que los recuerdos tienen fecha de caducidad en la mente, y por ello consideré que había que comenzar la tarea lo más pronto posible.

La limitación de mis dotes literarias era un problema, y el mostrarme en público, algo arriesgado; sin embargo pensé que la pretensión de una seguridad absoluta conduce a la inactividad y que el objetivo valía la pena, así que me dispuse a pasar a la acción sin más dilaciones.

Confieso que tres personas me animaron a tomar esta decisión. Fueron José Antonio Blesa persona competente y sensata que sabe motivar, y mis hijos Joaquín y Javier, que tienen de mí un concepto que es uno de mis mayores motivos de orgullo y satisfacción.

Me propuse realizar esta tarea de forma que no ofendiese a nadie y sin entrar en modo alguno en cuestiones de tipo político, porque aparte de otras razones, esto no va con mi modo de pensar. Tanto mis progenitores como las personas que influyeron en mi formación tuvieron el acierto de no inculcarme ni adhesiones inquebrantables ni aversiones injustificadas, respetando mi libertad de pensamiento. Opino, como decía Joaquín en un reciente artículo, que hay que mirar el que, más que el quien. Creo también que, por encima de la política, en un pueblo hay muchas cosas: la familia, la amistad y muy especialmente la convivencia pacífica. Me siento ajeno al protagonismo político y espero continuar así. Ariño durante mi juventud fue “una balsa de aceite” ejemplar donde las enemistades y los conflictos eran mínimos. No recuerdo tener, a sabiendas, ningún enemigo y eso que, por ir librándome de la mina, podía haber suscitado alguna envidia. Este ambiente que viví (ojala que pudiéramos ofrecérselo ahora a los jóvenes que se están formando porque ello sería una gran herencia) es una de las causas del cariño que le tengo a mi pueblo. Comienzas por convivir y apreciar a la gente y terminas sintiendo ternura hasta por las piedras apiladas de las casas, porque sobre ellas ves manos honradas que han ido construyendo el pueblo piedra a piedra. Y al pasar por estas calles sientes el vivo recuerdo de muchas gentes amigas yendo a sus trabajos y a sus fiestas; y ves también a las personas queridas acompañadas por todos sus convecinos dándoles un último adiós…

Nos convendría pensar que en el pueblo, aunque más o menos lejana, casi todos somos familia. Y los que han venido de fuera dejándose muchas veces el corazón en sus lugares de origen, si son personas de bien, para mí (y ojalá que para todos), como si fueran unos más de nosotros.

Estos párrafos anteriores han conseguido emocionarme, pero es necesario serenarse y llegar a lo que pretendía, que es, pasados más de tres meses desde el comienzo, hacer una recapitulación sobre la tarea realizada, y una anticipación de la prevista en el futuro.

Una vez tomada aquella decisión inicial sobre mis relatos he venido haciéndolos con interés y agrado. Llevo ya escritos quince, muy diferentes unos de otros. Los primeros con pinceladas técnicas como “La trampa y “El agua potable en Ariño”. Otros como “La olipa” con un tinte más poético. Los de “El engafador” y “El gaitero de La hoz” retratando personajes curiosos de presencia esporádica. Algunos como “El capucete de la rana” con explicaciones sobre la confluencia de los ríos y sobre el desenlace propio de las locuras infantiles. El de “El Aguedo” recordando a una persona muy popular y humilde. “El romance de la loba parda” comentando la primera celebración teatral y popular en las fiestas de santa Bárbara. “Los dos lapos de mi padre” relatando en tono jocoso los contados cachetes que bien merecidos y bien admitidos me dio éste. “El orden de los instintos” haciendo una observación con pretensiones de ensayo filosófico. “Para que te vayas fiando” hablando de la tía Pina recordándola con lástima y ternura a la vez que retratándome como arriesgado caballista de vocación circense. “Los trovos” recordando a mi abuelo José, a quien no conocí, y proponiendo al lector reflexiones sobre ciertos sucesos improbables. Los dos últimos “Un castigo ejemplar” y “El tablón” con anécdotas de ambiente minero.

En todos ellos el motivo central tiene su propio interés, pero para mí es tan importante, o más, el contexto y las reflexiones que éste sugiere (alguna de las cuales apunto), porque en esos pequeños detalles se vislumbra precisamente lo que pretendo reflejar que es el modo de vida cotidiano (la microhistoria) de las gentes de Ariño en los años de referencia.

Hecha pues a modo de resumen esta exposición sobre mis artículos y sus circunstancias, debo añadir que en este momento, cuando repaso las visitas a mi blog, veo que tengo unos diez o quince seguidores, pero voy observando los comentarios y siempre me sale la misma cifra: 0,0,0,0,0,0…

Esto no es del todo cierto pues cuando escribí “La olipa”, un “Anónimo” desde Barcelona hizo un comentario muy atento y agradable; también con mi relato sobre el José “El Aguedo” hubo un comentario muy interesante y muy majo; y cuando publiqué “El romance de la loba parda” Fina Giménez hizo un emotivo comentario que agradecí muy sinceramente. He recibido también algunos comentarios verbales animándome a continuar y también los he agradecido.

En el momento de escribir estas “confidencias” aparece un comentario de Patricia Abad lleno de cariño y de gratos recuerdos y otro de Álvaro Moriano muy emocionante y ajustado a su recia y noble personalidad. (De tardar un poco más en publicar este escrito se me van a venir al suelo mis rebuscados argumentos sobre la escasa respuesta).

Venía a decir que, a pesar de las anteriores excepciones, mis escritos se caracterizan por ser vistos en general con aparente indiferencia. Esto me crea el problema de no saber si esta semilla de ir relatando cosas de nuestro pueblo está cayendo en tierra fértil o se la comen las aves en el camino. Dicho menos “parabólicamente” necesito ir ajustando mis escritos conforme a la reacción de los lectores, y ésta, o no se produce, o no llego a detectarla.

Comprendo que escribir un comentario no es fácil y menos siendo yo una persona que conocéis poco, y aún es más difícil si el comentario puede no ser agradable; pero, amigos, a este blog le conviene esto: dialogar tomando como base el relato. Vuestra participación permitiría corregir detalles inexactos, añadir datos interesantes, aportar opiniones sobre el tema y sugerir otros nuevos; y a mí me facilitaría el posicionamiento respecto a los siguientes relatos. Si el problema es que os cuesta poner vuestro nombre, poned anónimo que no pasa nada.

Termino estas reflexiones sobre lo realizado hasta hoy y añado que tengo la idea de seguir escribiendo con los mismos criterios que he utilizado hasta ahora, porque estoy convencido de que es conveniente (y hasta gratificante si existen lectores por pocos que sean).

De todos modos tengo la aspiración de conseguir algo más de participación en el futuro para que esta tarea que actualmente puede calificarse de casi unipersonal, pueda llegar a convertirse en una labor de equipo que merezca llegar a ser ejemplo de diálogo constructivo entre personas bienintencionadas.

Para terminar quiero decir que sea cual sea mi aspiración, tanto si la consigo como si no, mereceréis todo mi respeto al hacer lo que os parezca mejor, incluso si decidís dedicaros a mejor cosa que leer mis relatos. No os quepa de ello la menor duda.

domingo, 16 de noviembre de 2008

El tablón

El siguiente relato es sobre algo que me contó mi amigo Juan José “el Lino” que, como muchos sabemos, tiene un buen archivo en la memoria de sucesos curiosos. Así que sin más demora y con la venia, ahí va:

Hace ya bastantes años, los mineros de Ariño trabajaban en las minas de Samca, en las de la Calvo o en una que se llamaba Porvenir. Entonces los mineros de la Calvo y la mina Porvenir hacían los desplazamientos en bicicletas que, dicho sea de paso, a pesar de que éstas ya tenían su magneto, por la noche alumbraban poco más que un mechero, cuando llevaban cierta velocidad (nunca excesiva), y sobre todo cuando, debido a la dificultad de las cuestas arriba, los ciclistas echaban pie a tierra y se ponían a caminar llevando a la bicicleta del manillar. Entonces (si no alumbraba la luna) la oscuridad era casi absoluta.

Cierto día coincidió que subían a “enganchar” en el tercer turno un grupo de tres o cuatro mineros, uno de los cuales era mi amigo Juan José y, por causa de la desfavorable pendiente, llevaban la bicicleta del manillar, como queda dicho.

A la misma hora regresaba, después de acabar el segundo turno en la mina Porvenir, otro minero que se llamaba Pedro Novella y a quien todo el mundo conocía como el tío Pedro “el Codis”, que había tenido la ocurrencia de atar en el “trasportín” de su bicicleta, en sentido transversal, nada menos que un tablón de más de dos metros que se traía de la mina para su uso particular. La carretera no era muy ancha que digamos y además, para ir más tranquilo, el tío Codis circulaba por el centro, al igual que los ciclistas que venían en sentido contrario procedentes de Ariño. La noche era de luna nueva y el silencio casi total.

Tuvieron, además, la mala suerte de coincidir en una curva. Ya os podéis imaginar lo que pasó: el del tablón embistió a los que subían, de manera que todos, sin excepción, ciclistas y bicicletas, terminaron en el suelo. Lo curioso del caso es que cuando, más o menos maltrechos, uno y otros se incorporaron entre lamentos, el primero que habló fue el del tablón, que dijo: “mecagüen. . . (el resto es irrepetible) ¿Esto son formas de ir por la carretera?”. Es decir, que culpaba a todos los demás de lo ocurrido.

Esta fue una de las actuaciones típicas del tío Codis, que era un hombre muy trabajador, muy fuerte y posiblemente uno de los mejores segadores del pueblo, pero que, de vez en cuando, tenía ideas tan insensatas, con perdón, como esta que he descrito y otras que yo me sé.

Tenía también merecida fama de poseer extraordinaria capacidad estomacal (por decirlo de alguna manera); sin embargo mi padre, sin aparentar especiales facultades en ese sentido, compitió dignamente con él, comiendo, por apuesta, un montón de galletas de vainilla, como quedará detallado en uno de mis relatos.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Un castigo ejemplar

Un grupo de mineros en el interior de la mina llega al lugar donde guardan las viandas, dispuestos a comer. Recoge cada uno su capaceta y uno de ellos exclama : “¡Mecagüen esto! ¡Si tu perro se ha comido mi merienda!”. El dueño del perro contesta: “¿Eso ha hecho el bandido? ¡Pues espera que lo vea, que de esta se va a acordar! ¡Me parece que no le quedarán ganas de repetir la faena!” Un compañero de grupo interviene diciendo: “Pues mira, por allá viene. Ahí lo tienes”. El minero aludido se levanta lentamente y encarándose a su perro, mirándole fijamente a los ojos, le dice: “¡Perro, más que perro, que eres un perro! ¡Y tu padre un perro y tu madre una perra! ¡Y tú un perro serás toda tu vida!”... En este momento el minero perjudicado interviene diciendo con mucho retintín: “Chico déjalo, que con este castigo ya tiene bastante y queda bien escarmentado para otra vez. No hace falta que te pases, no vaya a ocurrirle algo malo al animalico”.
Me gustaría añadir a este relato varias consideraciones: La primera, que aunque parezca raro, los perros en algunos casos acompañaban a sus amos a todas partes, incluso al interior de la mina; eran como su sombra. La segunda, que a la comida que se llevaba en las capacetas se le llamaba merienda, aunque se comiera al mediodía y no a la hora de merendar. Era una expresión incorrecta originada por las distintas acepciones del término “comida”. Finalmente diré que mi padre contaba esto –que incluso puede que fuera cierto– guaseándose del tratamiento tan especial que algunas personas dan a los asuntos, en relación con lo que la mayoría considera normal.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Los trovos


Este es un relato sobre actividades festivas que se practicaban en Ariño antes del año 1900, es decir hace más de cien años, cuando mi padre aún no había nacido, ya que nació en 1903. Esta considerable distancia en el tiempo desdibuja los sucesos y reconozco que entre lo que olvidó mi padre al contármelo y lo que he podido olvidar yo, pudiera ser que los detalles no sean exactos; pero el dejar constancia permite hacerse una idea, aunque sea aproximada, de costumbres pasadas que están a punto de olvidarse del todo.

Según mi padre, para alguna fiesta notable, que solía ser la de alguno de los barrios, se bailaba en la plaza el “paloteau”, que era una danza como las que se han rescatado de las costumbres antiguas en algunos pueblos. También se celebraban concursos de romances, que venían a ser los antecesores de las jotas de picadillo. A los actores les llamaban trovadores y a los romances, trovos. Me decía mi padre que en uno de aquellos concursos participó el suyo, es decir mi abuelo, José Macipe Giménez, que nació en 1861, así que tendría entonces menos de cuarenta años. Entre otras cosas, mi abuelo, decía:

En Ariño buenos vinos
de uvas de royal y blanca;
y aljez en las Salmorreras,
para hacer casas de planta.


Más adelante dijo:

Vino que del cielo vino;
vino con tanto primor,
que a un hombre sin saber letra,
le hizo ser predicador.

El oponente, contestó a mi abuelo José:

Canta canta “Caracol” (era el apodo de mi abuelo)
pero canta muy deprisa,
que aun aquí no estás seguro,

si te siente “la Bolisa”. (En Ariño se decía con frecuencia sentir en lugar de oír).

Según se ve, había varios trovadores, siendo uno de ellos el que contestaba a todos los demás, para lo cual se requerían buenas dotes de improvisación, ya que tenía que componer sus versos “sobre la marcha” y tener relación con los expuestos por sus oponentes.

La tía Bolisa era una mujer que se pasaba todo el año buscando caracoles, que los vendía o cambiaba por otros comestibles, y con eso se iba defendiendo.

Hablando de mi abuelo José, diré algo que invita a pensar, y es lo siguiente: nació el 19 de marzo de 1861 y le llamaron José, por nacer el día de este santo y por llamarse así su padre, lo cual no deja de ser una notable coincidencia; pero, para más casualidad, mi abuelo falleció el día de san José de 1937, siendo muy baja la probabilidad de morir precisamente el día del propio santo. ¿Verdad que son demasiadas coincidencias? No es la primera vez que observo estas cosas tan poco probables; por ejemplo, un gran amigo mío que, por cierto fue una de las mejores personas que he conocido, se llamaba Saturnino Navascués y falleció el día de san Saturnino. Recientemente mi hijo Joaquín, haciendo un adelantamiento con su furgoneta, chocó de frente contra un Audi y “milagrosamente” nadie se hizo la más pequeña herida a pesar de que los coches quedaron “para el arrastre”. ¿A que nos deja pensativos el hecho de que esto sucediera el día de san Saturnino, es decir del santo de mi entrañable amigo?

Cada vez tengo más claro que solo conocemos y, además muy superficialmente, un pequeño número de cosas.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Para que te vayas fiando

En Ariño todos los accesos desde el barrio de la Venta al de santa Bárbara, son por calles o callejas muy “acosteradas” o sea con mucha cuestas, es decir que cuestan mucho de subir. La más empinada es la de la tía Pina, valga el reiterado juego de palabras. Le dábamos este nombre a la cuesta, —aunque no había ninguna placa en la pared— porque, en lo alto, en un lateral, en una casa muy pequeña, de adobes, vivía la tía Pina. Con este acuerdo tácito sobre la denominación de la cuesta, estábamos agasajando por vez primera en Ariño a una convecina, dedicándole una calle, aunque fuese tan humilde o más que la propia interesada. Además ni siquiera nos dimos cuenta de la trascendencia de lo que estábamos haciendo, cosa que ocurre con más frecuencia de lo que nos imaginamos.

Cuando conocí a la tía Pina era ya una señora muy mayor toda vestida de negro, muy delgadica incluso para aquellos tiempos. No sé como se las arreglaba para sobrevivir, porque creo que no tenía ningún familiar cercano que pudiera ayudarle. Parece ser que buscaba caracoles en la huerta y, con eso y con lo que debía de darle algún alma caritativa, iba subsistiendo. Debía de ser buena persona, porque trataba con cariño a los niños y por tanto a mí, que pasaba muchas veces por su desvencijada puerta. Siempre la he recordado con ternura y es de esas personas a las que, cuando te vienen a la memoria, les rezas una sencilla oración, pensando que será de las pocas que reciba donde quiera que esté. Aunque dudo que las necesite, ya que, si existe un Cielo, seguro que está en él, porque el Purgatorio ya debió tenerlo en su ancianidad, en lo alto de aquella cuesta en que vivía. Lamento que cuando pasaba por allí casi nada podía hacer por ella debido a mis pocos años y que ahora, que comprendo aquella situación, sea demasiado tarde. Ojala que estas reflexiones sirvan para hacernos el propósito de “procurar no llegar demasiado tarde” en ayuda de los demás y especialmente de los que tenemos más cerca.

Cuesta de la tía Pina vista desde arriba. En la parte derecha de la fotografía estaba su casa


He dicho que pasaba muchas veces por su puerta; ello se debía a que aquella cuesta era el camino más corto para traer el agua desde la fuente hasta nuestra casa de la calle santa Bárbara. También era el camino que utilizaba para llevar a abrevar a una burra que teníamos, cosa que solía hacer al mediodía, al salir de la escuela. Así que, antes de comer, me montaba a pelo en la burra, y tomábamos el rumbo del abrevadero del barrio Bajo, por la cuesta de la tía Pina.

Con el tiempo esta operación llegó a ser un número de circo, es decir que, para evitar el aburrimiento, trataba de hacerla cada vez más difícil. Normalmente iba por aquellas cuestas con la burra sin albarda, sin cabezana ni ramal y montado al revés, es decir mirando a la cola de la caballería. Un día me agencié un ramo de olivo, y para que la burra fuera más deprisa le iba azotando de vez en cuando en las ancas. Cuando llegamos a la altura de la fuente, ya muy cerca del abrevadero, se me ocurrió la maldad de hacerle cosquillas en la cola con el ramo de olivo. La burrica se asustó porque imaginó que aquello era producido por algún bicho raro; así que, actuando en defensa propia, se paró en seco y pegó un par de coces reglamentario, con las dos patas traseras a la vez. El efecto sobre mi cuerpo fue que di una vuelta de campana en el aire, y aterricé de espaldas en el suelo. Intenté incorporarme y noté, asustado, que no me funcionaban los pulmones y no podía respirar. Fue una sensación tan desagradable, que siempre la recuerdo. Afortunadamente al cabo de unos segundos pude respirar de nuevo, y la cosa no pasó a mayores. Miré furtivamente alrededor y pensé: “Menos mal que no me ha visto nadie”. Abrevé a la burra y nos fuimos los dos para casa, yo tocándome de vez en cuando las costillas por si llevaba alguna rota; y en lo sucesivo mis modales durante la operación del abrevado mejoraron de forma notable.

Algunas veces en el trato con las personas suceden cosas parecidas: te vas tomando confianzas, y al final, “te pasas”; y menos mal si, después de las consecuencias, puedes recuperar la respiración, no te has roto ninguna costilla y has aprendido la lección.

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