lunes, 27 de octubre de 2008

Ordenando los instintos


Desde hace mucho tiempo tengo el convencimiento de que los animales irracionales y las personas nos hallamos sometidos a unos instintos que son pocos, fuertes y comunes. Entre ellos están, por este orden, el de conservación, el maternal y el sexual. Gracias a estos instintos los seres vivos tratamos de sobrevivir y de multiplicarnos, como se dice en el Génesis.

También creía, a pies juntillas, que de todos ellos el principal era el de conservación, ya que primero se vive, y a continuación sigue lo demás.

Pero voy a contar algo que presencié en Ariño y que, de una forma muy sencilla, me hizo entender mejor lo anterior y cambiar mis arraigadas ideas al respecto:

Íbamos varias personas de excursión por el Puerto en un coche, cuando mi prima Florita, que en el campo tiene una vista de lince que siempre me recuerda a su padre (mi tío Antonio q. e. p. d.), nos señaló a una perdiz que se hallaba en la orilla de un rastrojo a unos 50 m de distancia de donde nosotros íbamos circulando. Inmediatamente desplegamos el operativo clásico: paramos el coche y salimos, a toda velocidad, en dirección a la perdiz, con aviesas intenciones.

Entonces ocurrió algo inesperado que lo comentamos en voz alta: ¡la perdiz no se movía del sitio a pesar del alboroto que organizábamos! Seguimos corriendo hacia ella y nos permitió llegar, permaneciendo aparentemente impasible, hasta unos 5m de donde se hallaba. En aquel momento escapó por fin, esfumándose entre los romeros y aliagas de la orilla. Pero aún pudimos ver, delante de la perdiz, a unas cuantas perdiganas que, ayudadas por su madre, acababan de ponerse a salvo, fuera de nuestro alcance.

Fue un momento mágico para mí, y vi con claridad lo siguiente:

La perdiz debía de estar, desde que nos vio, aterrorizada porque corría peligro de morir y su instinto de conservación seguro que le recomendó volar inmediatamente; sin embargo su instinto maternal le hizo ver que si huía dejaría a sus perdiganas desamparadas. En aquella fuerte lucha entre instintos se impuso el maternal y la perdiz se quedó en el sitio organizando la retirada, aun arriesgando su propia vida.


Desde aquel día he tenido claro, por generalización, que el instinto principal de los animales es el maternal/paternal, que prevalece sobre el de conservación, si llegan a ponerse en competencia.

Establecido lo anterior, añadiré también que en realidad ambos actúan sirviendo a un objetivo superior, el de conservación de las especies, que es el que aparece grabado en la Naturaleza como el más importante. (En llegando a este punto siempre me hago una pregunta inquietante: “grabado. . . ¿Por quién?”).

Lo que hizo la perdiz no debería haberme extrañado tanto, pues podemos sacar casi las mismas conclusiones observando en las personas la actuación cotidiana de los padres respecto al cuidado de los hijos; pero a veces hace falta un escenario muy diferente al habitual para tener la evidencia de lo que, por excesivamente normal, nos pasa desapercibido.

Llevando –en el caso de las personas– al límite la idea del cuidado de los hijos por los padres, podemos intuir que también, en general, los padres y madres darían la vida por los hijos (no siempre por desgracia), si ello fuera preciso; pero las personas, al actuar modificamos nuestras inclinaciones instintivas por causa del razonamiento, por normas heredadas de culturas anteriores y por condicionantes sociales de muy diversa índole, así que como elementos de observación en el tema que nos ocupa no somos del todo fiables. Por eso mi teoría sobre el orden de los instintos tiene la peculiaridad de haber realizado la observación sobre un animal que actuó de una forma puramente instintiva y por ello intuí, en aquel rastrojo del Puerto, que estaba ante un experimento (servido gratis por la Naturaleza) de gran interés y valía.

Siempre recuerdo a aquella perdiz que, con su valentía, me dio una clara lección sobre los instintos, y en general pienso que observando a los animales, incluso a los más insignificantes, podemos aprender más de lo que nos imaginamos.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Los dos"lapos" de mi padre

Cuando yo era un chaval (en las proximidades de 1950) era moneda corriente que los padres dieran algún que otro “moquete” a sus hijos, y ello se consideraba totalmente normal. Mi padre solo me dio dos, y siempre he pensado que con razón, así que nunca se lo tuve en cuenta. Explicaré los hechos que los motivaron:

Teníamos en el comedor, pegado a la pared, un mueble de obra con baldosas blancas en la parte superior, que estaban enmarcadas con un grueso listón de buena madera. Un día en que yo estaba enredando con un cuchillo de cocina recién afilado se me ocurrió probarlo sacando unas cuantas virutas de nuestro flamante marco de madera. Cuando iba por la tercera, me descubrió mi padre que, acto seguido, sin mediar ni media palabra de aviso ni de conclusión, me propinó un “pescozón”, con lo cual se acabó el empeño en destrozar el mueble, y nunca más tuve la tentación de repetir el experimento. Además me quedé tan convencido de que me lo merecía, que a ratos me daban ganas de darme, yo mismo, otro de propina.

El segundo “sopapo” tuvo lugar en “la Cerrada” donde teníamos un huerto que estaba en lo que fue Colegio de los Salesianos, hoy convertido en Centro de Interpretación. Estábamos aquel día entrecavando unas alcachoferas que había en la orilla del bancal a la sombra de las manzaneras. Realmente el que cavaba era mi padre, pues yo no hacía más que enredar. El trabajo era pesado así que mi padre sudaba abundantemente y, como había sombra, se quitó el sombrero de paja que llevaba y lo dejó con cuidado en el suelo; y justo acababa de hacerlo, cuando a mí se me desvió la trayectoria de la azada, y le di al sombrero un tajo de tal calibre, que lo partí por la mitad. Mi padre abrió mucho los ojos y, como no tenía el cuerpo para esta clase de bromas, me dio un hermoso “soplamocos”. ¿Verdad que también esta vez fue justificado?

Hubo una tercera ocasión, un día que estábamos desyermando un arenal en “los Padillos” con la azada, lo que también era un trabajo pesado porque estaba todo lleno de junqueras, que son difíciles de quitar. No sé que hice, posiblemente intentar darle con la azada a una mariposa que debió de pasar volando, el caso es que mi azada dio de refilón en los riñones de mi padre que se quedó tan dolorido que ni ganas le quedaron de darme la tercera “chuleta” a pesar de que bien me la había ganado.

Con estos detalles fui comprendiendo que lo de la azada no era mi fuerte y, gracias a que lo de estudiar no se me daba mal, pude salir adelante por esta vía, sin descalabrar a mi sufrido progenitor, y sin que él, en contrapartida, me fuera propinando alguna que otra “colleja”, insisto en que siempre bien merecidas.

martes, 14 de octubre de 2008

El romance de la loba parda

Cuando yo tenía unos 8 años, es decir hacia 1945, nuestro maestro, que era D. José Martínez de Castro, vino un día a la escuela con unas cuantas poesías y nos dijo que teníamos que memorizarlas lo antes posible. Las poesías eran: “Corriendo van por la vega”, La princesa está triste”, “El romance de la loba parda” y alguna más. Al cabo de pocos días nos sacó a la pizarra a ver cómo iba el asunto. Varios chicos, entre los cuales me encontraba, habíamos hecho caso del encargo y además teníamos buena memoria, así que nos las sabíamos todas. D. José debió de ver algo en mí, porque me eligió en aquel “cástin” que nos había preparado; y además decidió que sería “El romance de la loba parda” la poesía que se recitaría en una representación que se estaba preparando para la festividad de Santa Bárbara, en un local grande con escenario que se había construido anexo a la báscula, en el lugar que actualmente ocupan las oficinas de SAMCA.

Dado que mis conocimientos como recitador eran nulos, D. José, al terminar las clases, me fue instruyendo en las artes declamatorias durante los pocos días que faltaban hasta el de la representación.

Por otro lado, en la zarzuela “Gigantes y Cabezudos” que es aquella en que cantan “por ver a la Pilarica vengo de Calatorao. Vinimos en la perrera rediez lo que hemos gastao...” se me adjudicó el papel de “niño” del grupo y cuando alguien me cantara “chico no te pierdas, ¿vas bien agarrao?” yo tenía que contestar: “voy agarraico no perdais cuidiao” y cuando mi interlocutor informara al grupo cantando: “va bien agarrao no perdáis cuidiao” yo finalmente cantaría: “voy-a-ga-rrai-co-no-per-dáis- cui-diá…ooooo”. Tengo que decir que en aquel grupo cantaban adultos que tenían muy buena voz como el Marcos, el Salvador Peguero –q. e. p. d.– y unos cuantos más.–Salvador y yo muchos años después fuimos compañeros de trabajo, y tuve ocasión de constatar, además de su buena voz, sus extraordinarias dotes como amigo, persona y profesional. Su memoria bien merece este sincero homenaje–.

D. José preparó un nutrido coro de escolares para cantar “Eres alta y delgada”, “Los gallos cantan al alba” y algunas otras canciones. En este coro yo también participaba.

Se representaría también una obra corta de teatro; así que me vieron pasando por allí y me cogieron para el papel de niño pequeño que entra al escenario y dice “ahí tié usté la carta, padre”, mientras se la entrega. Aquí tengo que decir que no presté atención o no me instruyeron bien, porque en la actuación le di la carta a una persona que no era el que figuraba como mi padre y, aunque la gente debió percatarse, no nos lo quiso tener en cuenta.

El espectáculo tendría su parte femenina, pues la hija del Sr. Barat –encargado del taller mecánico– organizó un coro perfectamente ataviado con trajes de asturianas, y las mozas que lo componían –entre ellas mi hermana María– cantarían aquello de: “caminito de la fuente van las mozas del lugar, con la cara sonriente y con el ansia de llegar…”. Aunque yo era un chavalín, reconocía las cosas, y me daba gozo ver aquel espectacular grupo de guapas chicas cantando con los cántaros apoyados en la cadera, en aquel teatro a punto de estrenarse.
Todas las actuaciones musicales las acompañaría al piano la hija de D. Tomás, el médico, que al parecer había estudiado en Zaragoza la carrera de piano.

En los intervalos actuarían Francisco Valiente, persona muy agradable y polifacética haciendo unos juegos de manos, y un catalán muy animado que trabajaba en la Empresa como ebanista y se llamaba Maneus, haría algunas actuaciones humorísticas con el nombre artístico de “el caricato Neusma” que como vemos, es su nombre, invertido.

Así que la función que se preparaba era variada y extensa, y el ambiente del pueblo no podía ser mejor. Algo así como cuando mi hijo Javier rodó “Cuídala bien”, pero con una participación todavía mayor. Yo, como supongo que les sucedió a bastantes personas, actué en casi todo, como he ido detallando.

El día de la representación, el teatro estaba lleno a rebosar –calculo que habría más de quinientas personas– de gente del pueblo y de socios de la Empresa que habían sido invitados a las fiestas de Santa Bárbara y tenían reservados los lugares preferentes. Actuamos con el coro de la escuela, seguimos con la zarzuela y por fin me tocó salir a mí solico a aquel enorme escenario, vestido de pastor y provisto de una descomunal gayata. A la gente parece que le hizo gracia ver a un “renacuajo” como yo, porque, nada más verme, se organizó un gran bullicio. Cuando por fin a base de siseos del público se hizo el silencio, dije bien fuerte: “Romance de la loba parda” y tiré para adelante (entabán) con mi poesía bien aprendida. Cuando llegué al punto en que se dice “¡Aquí, mis siete cachorros, aquí perra trujillana, aquí perro el de los hierros, a correr la loba parda!”, con cada “Aquí” daba una fuerte patada en el suelo, y al mismo tiempo que el teatro se venía abajo por los aplausos del público, a mí solo se me ocurrió pensar: “¡Ahí va, qué pasa con este suelo que con cada patada se levanta una nube de polvo! El caso es que seguí con mi poesía hasta terminarla, hice al público los saludos que me había enseñado mi maestro, y la gente no cesaba de aplaudir: total, una actuación apoteósica.

Se fueron sucediendo las restantes actuaciones, con más o menos alboroto, pero siempre con el entusiasmo de un público incondicional, que aquel día se lo pasó en grande. Tanto es así, que de esto hace ya más de sesenta años y los que lo vivieron y viven, aún lo recuerdan.

La entrada fue gratuita y todas las actuaciones entusiastas y desinteresadas; sin embargo algunas personas se destacaron por su esforzada colaboración según se deduce de lo escrito. El promotor principal tanto del inicio del proyecto como de su desarrollo –al menos eso capté con mi mentalidad de niño– fue una persona que prefirió pasar desapercibida: era el administrador de SAMCA, que se ocupó de la logística general y de atender, con cargo a la Empresa, los gastos que se produjeron. La persona a que me refiero fue el Sr. Almirall, y creo que es de justicia dedicarle este recuerdo.

Volviendo de nuevo a mi persona resultó que todos a la salida me daban abrazos y felicitaciones, y de parte de SAMCA me invitaron a un pequeño ágape que tenían los socios, donde me pusieron “morado” de bombones, esos exquisitos productos de pastelería que veía por primera vez. Mi padre me dijo que lo que más le impresionó fue que, cuando la bulla del principio, tuviera la serenidad de no empezar hasta que se hizo un absoluto silencio. Mi madre “no pasaba por las puertas” de lo orgullosa que estaba.

Este éxito de mi niñez me marcó para siempre en Ariño, de manera que en cuanto la gente tenía oportunidad, me recordaba la poesía. Lo curioso es que con el corto tiempo que duró la actuación, algunos la aprendieron casi totalmente y cuando me veían me la recitaban casi entera. Además se ve que de pequeño yo no debía vocalizar bien, porque, imitándome, decían: “Romance de la loba palda: eztando yo en la mi choza…”.

El recitar este romance y posteriormente la posesión de una rara habilidad para cazar ranas en un santiamén, son las cosas más notables que he hecho en esta vida. Al menos las más populares. ¡Qué le vamos a hacer !

Por si alguien no lo conoce, “el romance de la loba parda” es el siguiente:


Estando yo en la mi choza
pintando la mi cayada,
las cabrillas altas iban
y la luna rebajada;
mal barruntan las ovejas,
no paran en la majada.
Vide venir siete lobos
por una oscura cañada.
Venían echando suertes
cuál entrará a la majada;
le tocó a una loba vieja,
patituerta, cana y parda,
que tenía los colmillos
como puntas de navaja.
Dio tres vueltas al redil
y no pudo sacar nada;
a la otra vuelta que dio,
sacó la borrega blanca,
hija de la oveja churra,
nieta de la orejisana,
la que tenían mis amos
para el domingo de Pascua.
–¡Aquí, mis siete cachorros,
aquí, perra trujillana,
aquí, perro el de los hierros,
a correr la loba parda!
Si me cobráis la borrega,
cenareis leche y hogaza;
y si no me la cobráis,
cenareis de mi cayada.
Los perros tras de la loba
las uñas se esmigajaban;
siete leguas la corrieron
por unas sierras muy agrias.

Al subir un cotarrito
la loba ya va cansada:
–Tomad, perros, la borrega,
sana y buena como estaba.
–No queremos la borrega,
de tu boca alobadada,
que queremos tu pelleja
pa’ el pastor una zamarra;
el rabo para correas,
para atacarse las bragas;
de la cabeza un zurrón,
para meter las cucharas;
las tripas para vihuelas,
para que bailen las damas.

Cuando yo tenía unos 8 años...

viernes, 3 de octubre de 2008

El perdigacho del Aguedo


El José “El Aguedo” era un personaje muy popular en Ariño. Debió nacer hacia el año 1921. Le pusieron de nombre José y lo de Aguedo era el apodo sobrevenido, porque su madre se llamaba Águeda. El acento prosódico del apodo se aplicaba en la e de gué.

Vivía con su madre en una casa de la calle Mayor. Nunca conocí a su padre y creo que tenían muy poca familia. Eran de esas pobres gentes a las que les toca la parte peor de la “tarta social”, aunque ellos, por fortuna, muchas veces no lleguen a saberlo; piensan que las cosas son así, y ya está.

Era cojo y hasta hace poco tiempo yo desconocía el origen de su cojera. Pensaba que quizá fue a causa de la poliomielitis (la parálisis infantil que decíamos), aunque también pudo ser debida a un accidente. Hace poco he sabido, por mi amigo Lino, que le sobrevino en realidad por un mallazo que le dio en el pie un primo suyo cuando estaban ambos triturando yeso en un casetón, dedicado a este fin, que había a la entrada del pueblo, cerca de las casas de Sindicatos. A causa de su cojera, su modo de andar era muy aparatoso, de forma que, si llevaba calderilla en los bolsillos, el sonido se oía desde bastante distancia (valga la exageración).

Vestía más o menos con la indumentaria normal del pueblo, es decir: pantalones de pana algo cortos de un “sufrido color” entre verde y negro, camisa azul descolorida, boina negra y “abarcas cazoludas”. Eso sí, todo lo llevaba un poco estrafalario, bastante sucio y fuera de su sitio. Para hacerse una idea del concepto que la gente tenía de su forma de vestir, basta con decir que cuando yo de pequeño iba vestido descuidadamente, mi madre me decía: “¡Paices un Aguedo!”

Era, a pesar de sus circunstancias, bastante sociable; pero debido a sus pocas luces y a su escasísima formación, la relación con él era complicada. En general era, más que nada, un destinatario de continuas chanzas, muchas veces harto despiadadas.

A mí me daba un poco de pena, pero a él se le veía sin complejos ni especial tristeza por su lastimosa situación.

Le aplicaban muchos chascarrillos, aunque me malicio que muchos eran simples chistes en los que figuraba como involuntario protagonista.

Trabajaba en la mina y también era agricultor. De hecho tenía un macho. Por cierto, en una de aquellas “judiadas” que le hacían, le dijeron que se estaban repartiendo por el pueblo números para la rifa de su caballería. Imaginaos el desespero del José cuando lo supo, pues para él su macho era como uno más de su escasa familia.

Era también cazador y tenía un perdigacho que utilizaba como reclamo para cazar perdices, lo que por cierto estaba prohibido. Se corrió por el pueblo el rumor de que el Aguedo vendía el perdigacho, así que un interesado en la compra fue a verlo y le dijo:

–Me han dicho que quieres vender el perdigacho...

–Pues es verdad, respondió el José.

–Pues yo te podría dar por él. . . hasta quinientas pesetas.

– ¡Eso sí que no!, contestó el José algo alterado y, acto seguido, concluyó:

– ¡Yo, por menos de cien duros, no vendo el perdigacho!

Esta anécdota, que tiene visos de figurar entre las verdaderas, hizo fortuna en el pueblo, de tal modo que, cuando un vendedor de algo no estaba de acuerdo con el precio que le proponía el comprador, alguna vez se decía: “¡Por menos de cien duros no te vendo el perdigacho!”
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