domingo, 28 de septiembre de 2008

El capucete de la rana

Ariño, como mucha gente sabe, es un pueblo con dos ríos, de lo que no todos pueden presumir. El pueblo se fué fundando cerca (relativamente) de la confluencia de estos dos ríos, aunque, eso sí, en uno de los puntos más altos y habitables que los fundadores pudieron encontrar en los alrededores.

Para mí esta confluencia es un lugar que siempre me ha encantado. Me da, no sé bien por qué, muy buenas vibraciones, a pesar de que en dicho punto tuve, de pequeño, un percance que explicaré luego.

En esta zona se podía contemplar un minitrasvase de agua desde el río Martín, que era el más caudaloso, al río Ariño que, pese a su escualidez, era como más nuestro y por eso le llamábamos río Ariño, aunque su nombre oficial es Escuriza. La zona recibía el nombre de “entremedio de los dos ríos”, nombre aplicado por los ariñeros, por ser lógico y fácil de recordar, aunque no fuera muy académico.

El minitrasvase consistía en una acequia de algo menos de un metro de anchura y unos treinta centímetros de profundidad, que tendría unos cincuenta metros de longitud y encontraba al río Ariño a unos veinte metros de su desembocadura en el Martín.

El río Ariño era en todo su trayecto muy poco caudaloso y en la desembocadura menos todavía. Pudiera pensarse que el hecho de añadirle, con el citado minitrasvase, un poco de agua, era con la finalidad de que “nuestro río” se presentase al Martín más dignamente, o al menos para que no hiciera el ridículo de desembocar en el otro con la mísera aportación que en sus condiciones normales podía ofrecer.

El motivo no era el apuntado, ya que la gente no tenía tiempo para estas sutilezas. Éramos tan poco detallistas, que no celebrábamos ni santos, ni cumpleaños, ni nada más que lo estrictamente necesario. ¡No estábamos para sudar haciendo un minitrasvase a puro de azada, solo para vanagloria del río Ariño, por mucho cariño que le tuviéramos!

La función de aquella cristalina acequia no era otra que servir para lavar la lana de los colchones. Allí se veían, de vez en cuando, a las mujeres del pueblo realizando esa faena. La limpieza, la poca velocidad y el moderado caudal del agua, eran unas condiciones muy apropiadas para esa tarea y, por añadidura, si se escapaba algo de lana se la podía repescar muy fácilmente.

Una vez lavada la lana se dejaba a secar en la arena de la rambla, se metía luego en sacas y se llevaba al pueblo, donde en la calle, sobre un cañizo, se vareaba, es decir se golpeaba repetidamente con un palo, para dejarla bien esponjosa, y a continuación se introducía de nuevo en la funda del colchón, se cosía ésta y el colchón quedaba como nuevo. Este reciclado de los colchones se realizaba cada dos o tres años y era una más de las múltiples tareas asumidas por las mujeres.

A este punto de los ríos íbamos con nuestras madres en verano cuando éramos niños, y allí pasábamos el día en plan campestre, entreteniéndonos con cualquier chorrada. En el río Martín no nos dejaban meternos, pero yo un día poniéndome en la orilla de la famosa acequia, junté las manos como si estuviera en una piscina y, en voz alta, dije: “¡El capucete la rana: si no salgo hoy, saldré mañana!” Y, sin pensarlo dos veces, me tiré de cabeza al agua. Mi madre, a pesar de hallarse a corta distancia, no tuvo tiempo de hacer otra cosa que llevarse las manos a la cabeza. Yo, entre los pedruscos que había en el fondo, el pelo rapado al cero y la energía de la zambullida, salí con un chichón que aún recuerdo, de esos que te ves crecer como un huevo en la cabeza en cuestión de segundos. Mi madre contaba lo sucedido aquel día durante años, y se lo pasaba en grande, sin acordarse de que ella buen susto se llevó ante mi loco arranque de bañista descontrolado.

lunes, 15 de septiembre de 2008

El gaitero de La Hoz

En Ariño, en mil novecientos veintitantos, se celebraban mucho las fiestas de los barrios, especialmente el del centro del pueblo cuyo patrón es San Blas, el de La Venta que tiene por patrón a San Valero y el de La Balsa cuyos patrones son San Abdón y San Senén, que entonces se les llamaba Sanadonisinén, por ser más fácil de decir aunque sea incorrecto. Pues bien, me refiero a que para la fiesta de Sanadonisinén contrataban a un gaitero que bajaba de La Hoz del la Vieja y tocaba mucho y muy bien en los distintos actos que llevaba consigo la celebración, como pasacalles, procesión, baile, etc., etc.

El gaitero se alojaba en una casa del barrio y lo cuidaban a cuerpo de rey, hasta el punto de que antes de salir para ir a cualquier actuación, le preparaban un huevo, que se lo tomaba crudo, para fortalecer y aclarar la garganta, lo cual da idea del exquisito trato que recibía. Sin embargo, con el paso del tiempo, el gaitero empezó a estar “demasiado visto”, llegándose un año incluso al punto de no prepararle los huevos acostumbrados.

Cada año, cuando se despedía el gaitero, se le contrataba para el siguiente, con la sencilla fórmula de: “¡Bueno, tío gaitero, hasta el año que viene!”; pero el año al que nos estamos refiriendo, en que ya le habían perdido un poco el respeto, cuando le dijeron “hasta el año que viene”, contestó: “No, que el año que viene no bajaré”. Alguien le preguntó sorprendido: “¿Cómo dice? ¿Que no bajará?” Y el gaitero contestó: “No, porque este año me habéis quitau los güevos y, si sigo bajando, terminaréis quitándome la gaita”.

La gente terminó contando esto como un chiste, utilizando la doble interpretación que permitían las palabras del gaitero; pero los más inocenticos (incluyo al sexo femenino) no entendían el chiste y en algunos casos simulaban no entenderlo.

Esta historia me la contó mi padre, que entonces vivía precisamente en el barrio de La Balsa y se sabía muy bien todo lo relativo a Sanadonisinén; así que viene de buena fuente.

El engafador

En Ariño (hablo de los años cincuenta) cada cuatro o seis meses pasaba por sus calles un personaje que se anunciaba con las siguientes voces: “¡El engafador! ¡El engafador!” Y a continuación decía: “¡Se arreglan cuennncos, tinajaaas y toda claaaase de porcelaaana!”

Las mujeres salían a su paso con los utensilios que previamente tenían preparados, y le encargaban el arreglo, que se realizaba en la calle, utilizando el procedimiento de reparación siguiente:

Examinada la grieta causante del deterioro, procedía a realizar en ambos lados de la misma una serie de pequeños agujeros con un taladro muy curioso que podríamos llamar “de bolas”, que era de accionamiento manual y giro alternativo en ambos sentidos. En estos agujeros colocaba unas grapas metálicas llamadas “gafas”, que presionaban entre sí los bordes de la grieta, dejándola casi invisible. A continuación aplicaba en la zona dañada una generosa capa de cemento, hecho de cal y arena. Finalizados estos apaños y, después de abonar el módico precio de la reparación, las mujeres se iban a sus casas tan contentas, con sus recipientes de cerámica “como nuevos”.

Me parece estar viendo al engafador, hombre alto, de mediana edad, escaso de carnes y rápido de andares, cargando al hombro unas alforjas, acompañado por un perro galgo, tan ágil y despabilado como parecía su dueño.

Se decía de él, que en una ocasión salió una mujer a su paso, y le dijo:

“Tío engafador: la última vez que estuvo aquí me arregló una tinaja y al probarla resultó que tiene una fuga”. El engafador le preguntó: “¿Y qué puso en la tinaja, buena mujer?” “Agua, naturalmente”, respondió ella. “Pues ponga membrillos y verá como no se salen”, concluyó él.
Supongo que la cosa no quedaría así, porque al engafador no le interesaba crearse mala reputación y arriesgarse a perder la clientela, así que me imagino que atendería la reclamación como es debido; pero la expresión “eche membrillos” todo el mundo la conoció enseguida, quedando incorporada por acuerdo tácito al léxico popular, y aún se sigue aplicando socarronamente cuando la circunstancia lo requiere.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LAS BOMBAS DE LA CANTERA

En Ariño, cuando yo era un chaval, vi en varias ocasiones dos bombas de aviación de la época de la guerra civil que no habían estallado; lo raro es que esto había ocurrido a pesar de que no habían caído en tierra blanda, ya que estaban en la cantera, en la que todo el suelo es pura roca. Puede que las tirara o perdiese el mismo avión, ya que eran muy parecidas y estaban en la misma cota, distantes unos 500m.

Se hallaban casi enterradas, y solamente se veían unas chapas retorcidas, con apariencia de tratarse de unos trastos inofensivos.

Una estaba enfrente de “la peña del serrao” –LaVirgen del Pilar– cerca de la casa de Cultura, y la otra en el barranquillo que hay al comienzo del barrio del Calvario.

Desconozco el fin que haya tenido la del Calvario, pero conozco bien lo que sucedió con la de la cantera del “secano cuartana”. A ésta me voy a referir a continuación:

Esta bomba la veíamos con frecuencia los chicos, que íbamos por todas partes –y más si eran zonas abruptas– y mostrábamos por ella poco interés. Ahora pienso que seguramente no todos los chicos eran tan ingenuos e inofensivos como yo, porque la bomba tenía un verdadero pedregal alrededor, como si algunos hubieran ido tirándole mendrugos, probando a ver qué pasaba, demostrando cierta vocación investigadora aunque maleada por altas dosis de vandalismo infantil, características de las que estábamos dotados prácticamente todos por igual.

Así pasaron años, hasta que una tarde aparecieron algunos chicos de mi edad en la plaza del Ayuntamiento –que era nuestro principal lugar de juegos y peleas– con los bolsillos llenos de unos pedruscos amarillos que llamaban trilita. Después de jugar al fútbol utilizándolos como balón, alguien propuso hacer con ellos un montón en el centro de la plaza y, con el espíritu investigador ya indicado, se decidió pegarles fuego para ver qué sucedía. Así se hizo ante la curiosidad de numerosos espectadores y se vio que ardía con facilidad, pero, recuerdo todavía, que con abundante humo negro y mal olor, como de azufre. Así terminó la fiesta, sin que ninguna persona mayor se percatara o interviniera en aquel desquiciado episodio. Los maestros, que solían andar por las cercanías, y de verlo nos hubieran “llamado a capítulo”, debían estar en sus casas, y tampoco se enteraron de nada.

La operación se fue repitiendo en los días siguientes, pasando también desapercibida; hasta que una tarde en la que yo estaba entretenido dibujando escenas bélicas en una pared lateral de nuestra casa con unas piedrecillas marrones que había en los alrededores de la era de Santa Bárbara, se oyó de pronto una enorme explosión procedente de la cantera y, acto seguido, pasó zumbando por encima de los tejados, un objeto que, según se divulgó después, era un disco grueso que llamaban “la tapadera”. Al poco tiempo se averiguó que había aterrizado en la era de “la trilladora”. Así quedó la cosa por el momento, y a la mañana siguiente supimos lo sucedido:

El grupillo de chavales que cada día se llenaban los bolsillos de trilita, estaban hartos aquella tarde de llevarla de aquí para allá, y decidieron pegarle fuego “in situ”, por el procedimiento de encender una mata y amontonar algunos romeros encima de la propia bomba. Así lo hicieron y allí estaban tan campantes calentándose las manos en la hoguera, cuando uno de ellos observó que la llama de la trilita comenzaba a ser azulada; y fuera porque a pesar de su aparente tranquilidad no las tenían todas consigo, o fuera simplemente porque los ángeles de la guarda se decidieron por fin a intervenir, el caso es que abandonaron el lugar a toda prisa y, cuando estaban a unos cincuenta metros de la bomba, se produjo la explosión, sin que sufrieran otro percance que un pitido en los oídos que no les duró muchos días.

El epílogo de esta historia es que a la escuadrilla de “desactivadores” la convocaron al Ayuntamiento las autoridades, en presencia de la guardia civil –cómo no– y andaban los chicos “cagadicos de miedo”, sumando el que tenían ellos mismos, de su propia cosecha, al que les añadieron unos y otros. Las averiguaciones se centraron, sobre todo, en descubrir quien era el que aportó las cerillas, que por lo visto pasaba a ser el culpable principal, ya que si nadie las hubiera llevado, no hubieran hecho la hoguera; en lo que, al fin y al cabo, los interrogadores llevaban su parte de razón.

Y no pasó más, al menos de puertas afuera, aunque me malicio que a la mayoría de los implicados les debieron estirar un rato las orejas en sus casas, haciéndoles prometer que no harían otra barbaridad como aquella, que, bromas aparte, podía haberles costado la vida. Las autoridades se felicitaron de que no hubiera sucedido alguna desgracia, e imagino que debieron acordar la retirada de la bomba que quedaba en la cantera ¡Digo yo!

La conclusión que se me ocurre es que donde hay chicos debemos esforzar la imaginación en adivinar posibles peligros, ya que los riesgos atraen a los chavales con energía y, antes o después, surgen los problemas, que pueden ser especialmente graves si alguno de los chicos lleva en los bolsillos algo que sea capaz de producir fuego.

Se me ocurre también un detalle curioso de tipo psicológico: Creo que, igual que yo recuerdo exactamente donde estaba y qué hacía en el momento de la explosión, habrá muchas personas que la oyeron, que también recordarán lo que estaban haciendo en aquel momento. ¿Verdad que es difícil que un suceso ponga de acuerdo a casi todos los habitantes de un pueblo en el recuerdo íntimo en un instante común del Tiempo? Es como si fuera un instante especial, que muy pocas veces se produce a lo largo de nuestra vida. Parece como “un ajuste a cero” de los recuerdos de una población entera.

Salvador Macipe Paricio

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