viernes, 29 de agosto de 2008

La trampa

Me voy a referir a cuestiones eléctricas en el Ariño de los años cuarenta.

La Compañía proveedora de electricidad era Rivera Bernad y Cía., que también se encargaba del suministro de agua potable (?) que abastecía a las dos fuentes públicas.


Que yo sepa, la referida Compañía, fundada y domiciliada en Albalate del Arzobispo, era propietaria, al menos, de dos centrales eléctricas de mediana potencia, una en el término de Ariño, en la zona del puente colgante, que precisamente se construyó para facilitar el paso hacia la referida central. En el mismo río Martín, ya en el término de Albalate, entre el pueblo y El Batán, estaba la segunda central, de tecnología similar a la de Ariño, aunque algo mayor de potencia.

Puente colgante construido para el acceso a la central

En estas centrales hidráulicas se generaba la energía eléctrica que consumían una serie de pueblos para el alumbrado, e incluso abastecían la mayor parte de las necesidades industriales y mineras de una amplia zona, aunque por razones de falta de fiabilidad en el suministro, algunas empresas se lo aseguraban por medio de generadores de emergencia propios.

La Compañía realizaba el transporte de electricidad en alta tensión trifásica y la mayor parte de los soportes de las líneas eran postes de madera, que, a pesar de los tratamientos preventivos, terminaban pudriéndose en la parte enterrada, por lo cual esta parte pasó a hacerse de cemento y a ella se fijaba la parte aérea del poste. Postes metálicos de celosía en la zona de Ariño se veían muy pocos. Solamente recuerdo uno situado cerca de lo que llamaban “el macelo”, edificio hoy inexistente, que estaba situado cerca de lo que actualmente es el desvío hacia el pueblo desde la carretera de las minas, contorneando al antiguo colegio de la Salle, recientemente transformado en Centro de Interpretación.

En aquel poste ocurrió un accidente que pudo ser mortal, cuando Antonio Abad –“el Herrerico” q. e. p. d. –, que a la sazón era un chaval, acompañado por algún amigo tan “movido” como él, se subió al poste “a tocar las “gicaras” que eran los soportes aislantes de vidrio en los que se sujetaban los cables de la línea. Cuando recibió la descarga eléctrica, cayó al suelo sobre la base de cemento en la que estaba anclado el poste, y milagrosamente no se mató, ni le quedó ninguna secuela como consecuencia de un accidente tan aparatoso; sin embargo el suceso sirvió de escarmiento para los demás chicos, porque seguramente algún otro hubiera tratado de subir, ya que aquel poste metálico era una tentación demasiado fuerte a pesar de sus avisos de peligro.

La línea eléctrica, según he indicado, llegaba al pueblo en alta tensión, entrando en la casa del “Tío Lucero” que estaba en el callejón que hay en la calle “Manuel Blesa (pintor)”. Una vez estuve en aquella casa y vi los transformadores de alta a baja tensión, situados en sus celdas. También pude observar que el suelo de la casa era de madera por evidentes cuestiones de seguridad. Entonces, que yo sepa, era la única casa del pueblo con suelo de madera.

La distribución por el pueblo se hacía a 125 voltios, empleando cables apoyados en palomillas que se fijaban en las fachadas de las casas, — eso sí, sin preguntar a los dueños si les parecía bien, mal o regular—.

En cada casa había una instalación eléctrica que partiendo de la red pública se hacía llegar a la habitación o habitaciones donde se ponían los puntos de luz que eran lámparas –decíamos bombillas – de 25 w. El cable era trenzado bipolar sujeto a las paredes por aisladores; los conmutadores eran de material cerámico de color blanco vitrificado y llevaban una palomilla central giratoria que normalmente tenía cuatro posiciones estables. La instalación tenía como única protección un fusible de hilo fino de cobre, fijado a la pared sobre una pequeña placa de madera rectangular. Desde luego no había diferenciales, interruptores de control de potencia, conductores de protección, ni siquiera contador.

Conmutador como los descritos en el artículo

Las instalaciones las hacía el mismo “Tío Lucero” que era empleado de la Compañía y también a él se recurría cuando por causa de algún cortocircuito se fundía el fusible. En fin, que era una de las pocas personas del pueblo que entendían de electricidad. La gente desconocía las propiedades de la corriente eléctrica, pero intuía que era una cosa peligrosa, así que la consigna general era “no tocar”. Esto no regía con los chicos, que éramos tan inquietos e insensatos que siempre hacíamos cosas peligrosas. Por ejemplo, recuerdo que en el barrio de la Samca, en el edificio del Economato, había en la puerta una persiana metálica por la que se podía trepar hasta un portalámparas sin bombilla que había en la parte superior; allí hacíamos “cola” los chavales del pueblo, para subir a meter el dedo dentro del portalámparas, para que nos diera “la rampa”, cosa que nos daba mucha risa. Como era una tensión relativamente pequeña, no ocurrió ninguna desgracia, pero ya de mayor me di cuenta de lo atrevidos que éramos, de cómo nos atraían las cosas peligrosas y de la perspicacia que teníamos para que no se nos pasase desapercibida ni una sola. El ejemplo que acabo de relatar es una buena prueba de todo ello.

Volviendo al suministro de electricidad, ésta se facturaba a un tanto alzado, y la bombilla o bombillas instaladas estaban encendidas mientras había tensión en la red pública, lo cual sucedía durante un cierto número de horas de la noche, que en el mejor de los casos no pasaban de doce. Por el día simplemente no había suministro eléctrico.

Lo normal era gestionar el alumbrado de la siguiente forma: en la cocina, que solía ser también comedor, se colocaba una bombilla y en el patio se instalaba la otra. El interruptor con sus cuatro posiciones permitía tener:

a) toda la potencia en la cocina

b) mitad de la potencia en la cocina y mitad en el patio (lámparas en serie)

c) toda la potencia en el patio

d) mitad y mitad otra vez

Y al giro siguiente de la palomilla, se quedaba la luz como al principio, es decir, en la cocina.

Con este galimatías se conseguía “atender” las variadas necesidades de iluminación que normalmente se producían. Para entenderlo, sigamos paso a paso los distintos acontecimientos que habitualmente tenían lugar en las casas por las noches:

Imaginemos que estaban una o varias personas en la cocina, iluminada con su flamante bombilla, y alguien llamaba en la puerta de la calle. Si era una persona conocida, se daba la mitad de la luz y así el recién llegado veía lo suficiente para subir a la cocina. Luego se volvía a dar toda la luz a la cocina. Si después se marchaba el visitante, se repetía el proceso de las iluminaciones. Si la ocasión requería dar toda la luz al patio, se hacía así, a condición de dejar sin luz a la cocina, quedando ésta alumbrada únicamente por la escasa luz del fuego. En resumidas cuentas hay que decir que era una chapuza de iluminación, pero era una forma de aliviar el problema de alumbrar varias dependencias con un contrato que solo permitía usar la potencia de una bombilla.

A todo esto nos podemos preguntar cómo se alumbraban los que tenían que ir a cualquier otra parte de la casa. La respuesta es: con la ayuda del humilde candil de aceite, protegiendo la llama de las corrientes de aire con la mano y, en algunos casos, el de carburo, que era el de dotación de los mineros para el alumbrado en la mina; aunque por lo general el de carburo se utilizaba en las casas solamente cuando se necesitaba durante un cierto tiempo, ya que su puesta a punto era algo engorrosa.

En algunas ocasiones se necesitaba que la cocina estuviera mejor iluminada que de ordinario; por ejemplo en invierno, cuando se mataba el cerdo. Con ese motivo, la cocina se convertía en un espacio industrial en plena actividad, realizándose en él las múltiples actividades propias del “mondongo”. Entonces la pobre iluminación aportada por la bombilla reglamentaria no era suficiente; pero cuando surge una necesidad la gente se despabila, así que pronto aparecieron unas bombillas de 100 w que llevaban un trozo de cable de unos 30 centímetros, el cual terminaba en una pinza de madera –como las de tender la ropa – que tenía unos pinchos metálicos en la zona de presión, los cuales perforaban el aislamiento de los cables de la instalación, derivando por ellos la corriente hacia la bombilla pirata. A este dispositivo se le dio el nombre de “trampa”, palabra que no llegó a figurar en el diccionario con este sentido, pero que todo el mundo la conocía. La “trampa” se compraba sin dificultad en cualquier parte y se prestaba continuamente de unos a otros. Por supuesto cuando se estaba utilizando había que cerrar con llave la puerta de la casa, porque la Compañía tenía un inspector que aparecía de repente en la cocina cuando menos se esperaba, y ponía unas multas de padre y muy señor mío.

Cuando el inspector conseguía entrar en una casa, el pueblo pasaba a ser un hervidero de gente yendo de puerta en puerta avisando a los demás, y todo el mundo guardaba las bombillas ilegales en el sitio más recóndito; así que el inspector hacía cada vez una denuncia como máximo.

Por lo demás la Compañía sabía perfectamente la potencia instalada en todo el pueblo y el consumo real, así que cuando le parecía que la diferencia era excesiva ponía en marcha la inspección y al menos la gente frenaba un poco su “uso indebido de la energía eléctrica”.

La circunstancia era tan conocida, que incluso se contaba el siguiente chiste al respecto:

Llaman a la puerta y al preguntar “¿quién llama?” contestan: “El inspector de Eléctricas” y le responden desde dentro: “Un momento que arreglamos la trampa”. Al oír esto, el inspector da un fuerte empujón a la puerta y entra a toda velocidad, cayendo en vertical a la bodega, por la “trampa” que, según le acababan de advertir, tenían que arreglar para permitir el paso sin problemas.

Esta situación del servicio eléctrico era normal en aquellos años y además a veces se complicaba con las famosas restricciones, que consistían en que, por ejemplo a las diez de la noche se apagaban todas las luces del pueblo, y hasta el día siguiente a las ocho de la tarde ya no volvía a restablecerse el servicio eléctrico. Todo un pueblo a oscuras en las noches de luna nueva era algo tremendo y no era raro desalojar por este motivo un bar a tientas, o “al tentón” como se decía entonces. Si te cruzabas con alguien por la calle, los saludos eran “a bulto”, sin saber a quien habías saludado, y así sucesivamente.

Se contaba y al parecer sucedió realmente, que un vecino ya bastante mayor y bastante grueso que solía ir a tomar café al bar por las noches, tuvo que volver a su casa durante el apagón y, a mitad de camino, un gamberro que lo estaba esperando amparado en la oscuridad, le atizó una sonora bofetada y salió corriendo; ante lo cual el agredido, sin perder la sangre fría, dijo: “¡Vuélvete, vuélvete si tienes cojones, que aún me queda cara pa otra!”, frase que también se hizo famosa.

Vistas estas cosas desde la situación actual, nos puede parecer que entonces todo era muy “cutre”, difícil y triste; sin embargo lo veíamos como la cosa más natural del mundo y no había caras largas, sino que, por el contrario, era bastante frecuente, pasando por las calles, oír a las mujeres cantar a pleno pulmón dentro de sus casas y los hombres, en sus tareas agrícolas, a lomos de sus caballerías o trillando en las eras, “echaban” sus buenas jotas, cosa que no sucede en la actualidad en ninguna ocasión; es decir, que vivimos en general en un ambiente más triste que entonces. Lo cual prueba que el avance técnico no significa necesariamente mayor felicidad. Y, demuestra también, que las penas y las alegrías dependen de las circunstancias, pero más que nada de nosotros mismos.

Estado actual de los edificios de la central

Esta historia tiene un deprimente final, porque la central eléctrica que era un símbolo de aprovechamiento de recursos, ejemplo de la inteligencia y tenacidad de hombres emprendedores y medio de vida de varias familias, fue comprada por ERZ, para inmediatamente ser desactivada, con lo cual se desperdician desde entonces unos puestos de trabajo que escasean, y una energía eléctrica que a España no le sobra, ya que de hecho la estamos importando en grandes cantidades. Las empresas tienen sus motivos y derechos para hacer estas cosas, pero evidentemente algo falla en el sistema, para que algo tan absurdo pueda ocurrir. Por mi parte confieso que cada vez que veo aquella central en ruinas, junto a su hermoso y desperdiciado salto de agua, siento vergüenza e impotencia y algo dentro de mí se subleva. Quizá lo que hacíamos en las casas con las lámparas de 100 w durante “los días del mondongo”, era una trampa insignificante, con relación a la que se intuye en el fondo de todo el tema de la compra y cierre de aquella flamante central del puente colgante.

La olipa

Estoy pensando en Ariño, en los años 50, en el anochecer de las tardes de verano. Casi todos estábamos en las calles “a la fresca”, sentados unos en sillas, otros en asientos de cemento, y algunos en el puro suelo. Charla relajada y risas frecuentes. En el aire, cruzando incesantemente, los murciélagos, emitiendo sus chirridos intermitentes. Era curioso que, volando tan rápido, no chocaran nunca en paredes y en tejados. En una época en que cualquier animal visible de regular tamaño terminaba sus días en la sartén, no conozco a nadie que hubiera cazado un murciélago. Se decía que con una gorra en el extremo de una caña larga, llegaban a chocar, pero tal cosa, o no se había comprobado, o había fracasado el experimento. Los que habían leído más sobre animales, decían que aquellos chirridos eran señales como las del radar, que les permitían conocer, al rebotar en los objetos interpuestos, si la trayectoria estaba o nó libre. Me asombran cada vez más las cosas tan complicadas que hacen los animales, incluso los más elementales, sin darse ni cuenta. Nadie conocía tampoco con certeza donde se cobijaban los murciélagos durante el día. Solamente se les había podido localizar en la Cueva de los Murciélagos que está en la Sierra de Arcos, cerca de la Cueva Negra. Es curioso que vinieran desde allí al anochecer y se dedicasen a volar incansables por todas las calles del pueblo. De estas reflexiones nos sacaban los avisos desde nuestras casas, de que la cena estaba ya en la mesa y, en pocos minutos, las calles quedaban vacías, porque, sin haberse puesto de acuerdo, todo el mundo cenaba casi a la misma hora.

Después de cenar, un ratico más a la fresca, y, no tardando mucho, a dormir, oyendo, a través de las ventanas abiertas, el concierto de las ranas de todo el río Ariño. Había veces que cantaban tantas y tan fuerte, que el sonido era de bastantes decibelios. Además de las ranas participaban en el coro unos animalejos que emitían un sonoro “Bip” intermitente. A estos les llamábamos olipas y, que yo sepa, nadie las había visto. Se decía que eran pájaros, pero en cierta ocasión oí cantar a una entre unas maderas que había cerca. Fui sigilosamente hasta donde se oía, aparté las maderas y allí había... ¡Solamente un sapo! Con este dato me quedé desorientado, y ahora mismo no podría asegurar qué clase de animal es la dichosa olipa.

Todos aquellos sonidos eran un sedante para dormir de un tirón, lo que ocurría la mayoría de las veces. Pero, de vez en cuando, se oía en medio de la noche un ruido muy diferente al que hemos atribuido a la fauna de Ariño. Era un ruido que inmediatamente despertaba a la mayor parte de los hasta entonces plácidos durmientes: era . . .¡El cochecico de la SAMCA!

En el cochecico subían hacia la mina el médico y otras personas, casi siempre para asistir a algún minero accidentado. Con frecuencia se trataba de “entufados”, que habían respirado los gases de alguna combustión en el interior de la mina, pero a veces se trataba de cosas peores.

A los mineros que no estaban en turno de noche se les veía serios, y las mujeres iban exclamando: ¡Ay madre mía! ¡Qué habrá pasado! En fin, que todo el pueblo se quedaba sobrecogido, esperando saber a quien le había tocado esta vez el accidente, y la gravedad del mismo.

En dos ocasiones le tocó a mi padre, una por accidente eléctrico al rozar un cable con el candil de carburo, y otra por venírsele encima una pared de carbón en una explotación, dejándolo medio enterrado. En ambos casos pudo perder la vida y se salvó gracias a la valentía de compañeros que arriesgaron la suya por él. Compañeros con tal señorío que ni siquiera decían su nombre porque no querían “medallas”. Les bastaba con saber que lo mismo hubiera hecho mi padre por ellos. Era, y supongo que seguirá siendo, la forma de proceder de la gran familia de los mineros.

Cuando le ocurrió el accidente eléctrico, llegó a casa algo demacrado y con la mano izquierda vendada y estuvo unos días de baja; y cuando sufrió el segundo accidente, lo trajeron entre varios mineros, ya que apenas podía moverse, y también estuvo de baja un par de semanas.

Del accidente eléctrico le quedó la mano izquierda con dos dedos deteriorados y cuando mi madre le decía que había indemnizaciones por ello, mi padre le contestaba que los dedos agarrotados solo le molestaban para tocar la guitarra, cosa que a estas alturas de su vida no pensaba volver a hacer; y así quedaba zanjada la cuestión por el momento.

Todas estas cosas eran parte del cotidiano acontecer del Ariño de los años 50 .

Salvador Macipe Paricio

jueves, 28 de agosto de 2008

EL AGUA POTABLE EN ARIÑO ( I )

Salvador Macipe Paricio, ingeniero y ariñero residente en Zaragoza, a quien se conoce entre nosotros por “el Salvador el Morel”, escribe un primer artículo sobre el agua potable en Ariño, dando su visión técnica, social y humana, de lo que supuso la primera elevación de agua, en la vida de los habitantes de Ariño.
Por tratarse de parte de la historia de nuestro pueblo y por la actualidad de las cuestiones relacionadas con el agua, puede considerarse un tema de interés cultural.

El abastecimiento de agua potable en Ariño ha tenido lugar en varias fases, que me propongo explicar. De momento me referiré a la primera, que a mi juicio es la más importante, porque significa el paso desde un sistema totalmente primitivo, al de utilización de la técnica de elevación del agua por medio de bombas hidraúlicas servidas por motores eléctricos, lo cual es un avance considerable.

Inicialmente, desde que se fundó el pueblo hasta el año 1928, los vecinos se proveían de agua como buenamente podían, y, dado que disponían de caballerías, éstas eran, generalmente, las destinadas también al acarreo del agua, utilizando cántaras para el transporte, y tinajas para el almacenamiento. Desde éstas se sacaba, para ser utilizada, con pucheros y otros recipientes más o menos adecuados.

Dada su dificultad de acopio, el consumo era también muy limitado, resintiéndose incluso hasta la higiene personal. Estas condiciones de disponibilidad de un bien tan fundamental como el agua, nos parecen ahora muy precarias; sin embargo, entonces las consideraban perfectamente normales, ya que no tenían elementos de comparación. También hay que decir, en contrapartida, que las aguas circulaban transparentes por ríos y manantiales, lo que no sucede en la actualidad.

Depósito regulador.

En 1928 se produjo un importantísimo cambio en la situación, con la puesta en servicio de un sistema de abastecimiento de agua, que consistía en la elevación de ésta, impulsada por una bomba con motor eléctrico, desde el río Ariño hasta un depósito regulador. Desde éste, era distribuída por medio de tuberías hasta dos fuentes con grifos de accionamiento manual, situadas en puntos del pueblo, elegidos de forma que los recorridos de acarreo para los usuarios fuesen mínimos.

Caseta para elevación del agua, en su estado actual.

La toma de agua era subterránea y estaba situada a unos cincuenta metros del puente “de las tres arcadas”, aguas arriba del río Ariño. El punto fue elegido de manera que la tubería de elevación y la zanja para enterrarla, tuvieran una longitud lo más pequeña posible. La instalación de bombeo quedaba protegida por una caseta de cemento muy bien construida, para resistir, llegado el caso, las fuertes avenidas del río. La acometida de corriente se proyectó en alta tensión; dentro de la caseta estaba el transformador, para rebajarla hasta la conveniente para alimentar al equipo de bombeo.

El depósito regulador se construyó en una era, cuya cota era mayor que las de ubicación de las fuentes. Se hizo también de cemento, armado con unos zunchos circulares, hechos con varillas de acero. Está muy bien construido, pero, a mi juicio, tenía el defecto evidente de haber dejado la superficie totalmente descubierta, lo cual, por ejemplo, permitía: a cualquier gamberrillo tirar piedras o cosas peores al interior; un fácil acceso para diversos animales; facilitar a las radiaciones solares la formación de algas; y todo ello era perjudicial para la potabilidad del agua. Este depósito se halla en la actualidad en buen estado de conservación, y me parece que sería conveniente que las autoridades locales volvieran la vista hacia él, para evitar los deterioros, e incluso para, imaginativamente, darle alguna utilidad. En cualquier caso se debe respetar, porque es de los pocos testimonios que van quedando de lo que sirvió a la comunidad durante muchos años, y de los modos de vida de ésta en una determinada época. El depósito está muy bien integrado en el paisaje, y en el cemento aparece grabado y enmarcado, lo siguiente:



Construido en Mayo 1928
Dirigido por
Don José Rivera

Siendo Alcalde del Ayuntamiento
D. Ramón Guillén contribuyendo
el pueblo en general
Constructor: R.GORBS DE ALCAÑIZ

Inscripción que aparece en el depósito regulador.

Del depósito regulador partía una tubería que luego se bifurcaba, para atender a las dos fuentes. Dicha tubería era de fundición, los empalmes se hacían por medio de platillos atornillados entre sí, y estaba bien proyectada e instalada, ya que pocas veces la vimos estropeada, después de funcionar durante muchos años.

Las fuentes estaban situadas: una en la replaceta que hay al lado del barrio Bajo yendo hacia el barrio de La Venta, y la otra en la plaza de La Cárcel, detrás del Ayuntamiento. Eran muy sencillas, atendiendo más a la función que al aspecto decorativo. Los alrededores de las mismas, cuando las calles eran de tierra, solían estar embarrados y allí acudían las avispas a beber, ya que hasta para ellas estaban lejos los ríos, si estaban avecindadas en la zona urbana.

Zona donde estaba instalada una de las fuentes.

El aprovechamiento del agua de las fuentes era total, ya que las aguas residuales se conducían por tuberías enterradas hasta sendos abrevaderos de las caballerías, lo cual facilitaba mucho a los vecinos, el trabajo de atender esta necesidad de los animales. A este respecto diré, que las caballerías, no viendo al agua limpia e inodora, y considerando a los abrevaderos como algo artificial y por tanto un poco inquietante, “se hacían de rogar”, si no tenían mucha sed, y entonces era preciso hacerles un poco de ambientación, silbando para imitar a los pájaros, y removiendo el agua en círculos. Estas maniobras eran muy eficaces, y por ello todo el mundo las practicábamos, casi siempre de una forma automática, sin pensar en nada de particular: ni en lo que pensarían las caballerías, ni en los reflejos de Paulow (aún ahora nos viene justo para saber lo que significan), ni en otra cosa que no fuera la relación causa efecto, es decir que haciendo aquellas maniobras los animales bebían antes que no haciéndolas.

Estos abrevaderos son parte de aquel sistema, y convendría que al menos alguno de ellos se conservase, por las mismas razones que las expuestas al referirme al depósito regulador. Especialmente el del Barrio Bajo tenía, además, una función social, ya que se utilizaba como lugar de cita y también de asiento en su bordillo, por las personas desocupadas que acudían a esta zona del pueblo, porque en ella había más ambiente. El sentarse en el borde del abrevadero era una práctica de cierta dificultad y, como además estaba redondeado, enseguida “te decían las nalgas” que cambiaras de postura; sin embargo había personas que podían permanecer sentados así bastante tiempo, incluso hasta varias horas, a base de ir modificando la forma de apoyarse.

En primer término, lugar donde estaba uno de los abrevaderos.

Todo este sistema de abastecimiento de agua solamente requería el trabajo de una persona, durante parte de su jornada laboral. Aquella persona, que también desarrollaba otros trabajos, tenía que ir a la caseta del río y conectar la bomba durante un tiempo, además de realizar las tareas de mantenimiento necesarias. Como su nombre era Joaquín y en el pueblo había varias personas con este nombre, fue inevitable que la gente le sacase un apodo, y pasaron a referirse a él, como el “Tío Aguasube”. En los pueblos los nombres y los apellidos se repiten y, por tanto, hay dificultades para determinar a las personas; así que se recurre, por pura necesidad, a los apodos, y si alguien se establece en el pueblo, y no tiene un nombre raro –en cuyo caso el nombre pasará a ser el apodo–, que sepa que, no tardando mucho tiempo, “disfrutará” de un apodo, y Dios quiera que sea “suave”, porque hay apodos de mucho cuidado, como todos sabemos.

Se me ocurren un par de observaciones más. La primera, que, según consta en el grabado del depósito, en la obra colaboró todo el pueblo, y “entre todos” es una ejemplar manera de hacer las cosas, si éstas son buenas. La segunda, que el Ayuntamiento no pasaba ningún recibo al cobro como contrapartida del beneficio que se había conseguido. ¡Aquello era austeridad y buen gobierno! Hay que tomar nota de ello, para obrar así siempre que sea posible.

Aquel fenomenal cambio en los equipamientos del pueblo hizo la vida más fácil a sus gentes sin efectos secundarios apreciables y, aunque la situación no quedó resuelta definitivamente, supuso un gran avance.

Como las obras humanas no son perfectas, al sistema se podían atribuir, a mi entender, los siguientes defectos: Uno de ellos, es el ya citado de la falta de protección del depósito. Otro, que la calidad del agua era regular, ya que estaba excesivamente mineralizada, y un tercero, que el agua no pasaría las mínimas exigencias de potabilidad actuales, tanto por el tipo de sustancias que debía llevar disueltas —a juzgar por su sabor—, como por sus características micro y macrobiológicas. De hecho, a veces se podían apreciar, a simple vista, pequeños gusanillos, como lombrices diminutas. De todos modos, las condiciones de potabilidad del agua en la situación anterior a la elevación no eran mejores, pues aunque el agua en épocas anteriores era, en principio algo mejor, eran tantas las manipulaciones y almacenajes a que se la sometía, que se descontrolaba la calidad, así que, con el cambio no se fue hacia peor calidad del agua, sino más bien al contrario, aparte de que ya el personal debía estar inmunizado a todo, siendo capaz de resistir a la mayor parte de los contaminantes biológicos de la zona. Lo que está fuera de toda duda es que la elevación, como hemos venido asegurando, supuso una gran mejora para los vecinos, sin tener los efectos secundarios negativos que con frecuencia aparecen, de forma imprevista, ante los cambios importantes que se realizan en los sistemas que llevan mucho tiempo establecidos. Así que en este caso el cambio resultó bien, por suerte para los vecinos —y vecinas— del pueblo de Ariño.

La parte folkórica del tema, es que el pueblo ganó en alegría y relación entre los jóvenes de ambos sexos, ya que las fuentes fueron un motivo para que las mozas, al atardecer, con sus cántaros y pozales, cruzaran por el pueblo, en muchos casos con el secreto deseo de ver, de reojo, al mozo que les “hacía tilín”, en “las cuatro esquinas”, o en “el adrillao”. Y para los mozos, ¿qué mejor imagen que la de “su chica”con el cántaro sobre la cabeza o al costado, antes de irse a casa al anochecer?

Salvador Macipe Paricio
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